Más allá del síndrome del espejo y de minimizar los hechos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

No se trata de un asunto de espejos como los modelos que siempre han impuesto las televisoras a una población que se inclina ante aparentes bellezas físicas, ni tampoco de minimizar los temas con voceros y medios de comunicación aliados y parciales, porque la realidad nacional ya rebasó la era de las farsas y exige enfrentar y solucionar los problemas sociales con acciones reales y resultados satisfactorios.

La mirada internacional se enfoca, precisamente, en México, en los acontecimientos más recientes que desmienten el discurso oficial victorioso en el sentido de que existen condiciones propicias para que el país se desarrolle plena e integralmente, ya que al desmoronarse las bases que se requieren para generar confianza e incluso atraer capitales productivos -certidumbre, equidad, justicia, seguridad, transparencia- son endebles, sí, tan de dudosa calidad que impiden la construcción de proyectos sólidos que verdaderamente conduzcan al progreso.

México está enfermo, débil, totalmente desmejorado. Casos como el crimen de los normalistas de Ayotzinapa, la extraña licitación ya revocada del tren rápido de la Ciudad de México a Querétaro y la casa blanca del mandatario del país con los argumentos enredosos de sus voceros y aliados e incluso de su esposa, no son los únicos que prenden los focos rojos e indican que el territorio nacional se pudre, ya que se trata de algunos de los síntomas y manifestaciones de la realidad que ofende e irrita a la población.

Respuestas lerdas como las que se han dado a los casos Ayotzinapa, tren rápido y casa de Las Palmas, denotan que para la Federación son temas secundarios e indeseables de tratar, minimizados por el escozor y las molestias que causan; sin embargo, la irritación social ha aumentado en toda la República Mexicana y la indignación mundial es tangible, como ya lo presenciamos el pasado jueves 20 de noviembre, fecha en que incontables personas se manifestaron en el zócalo del Distrito Federal y fueron reprimidas de manera brutal por las fuerzas públicas, a pesar de que la mayoría se expresó pacíficamente.

Es obvio que el descontento de los mexicanos es legítimo y que alguien pretende desvirtuarlo, manosear sus expresiones, provocar miedo y confrontaciones, con la intención de generar repudio generalizado al movimiento que exige cambios y respuestas con resultados al presidente de la República Mexicana, al gobierno, a los políticos.

Como las respuestas oficiales son débiles, contradictorias, fuera de tiempo e incongruentes, los hechos provocan intrigas y la gente sospecha, en consecuencia, que los encapuchados violentos y otros ingredientes enrarecidos del escenario nacional son parte de la estrategia gubernamental para desestabilizar el movimiento social, desprestigiarlo y provocar su repudio.

La crítica internacional contra las autoridades mexicanas es notoria por parte de artistas, intelectuales, periodistas, empresarios e inversionistas, quienes han hecho a un lado las hasta hace poco tan alabadas reformas que para nadie serán atractivas, por más estructurales que insistan que son, mientras prevalezcan la corrupción e impunidad en el país.

El movimiento de manifestantes por el caso Ayotzinapa se ha incrementado considerablemente en diversas regiones de la nación. Hemos sido testigos, en las últimas semanas, de las crecientes protestas sociales contra los hechos cometidos en perjuicio de los normalistas de Ayotzinapa y las actitudes y reacciones ambiguas, poco satisfactorias y torpes de las autoridades; aunque también han resaltado los desmanes no sólo por parte de algunos de los inconformes, sino de personas infiltradas que acentúan más las sospechas de la intromisión del Estado y otros grupos con intereses muy ajenos a los de la población.

Independientemente del malestar social, es fundamental castigar a aquellos que aprovechan las expresiones de descontento para causar destrozos y saquear; no obstante, el Estado, cuya estrategia fallida es un llamado muy indeciso a la paz versus sus falsedades y represión brutal, enfrenta la tentación de argumentar riesgo de inestabilidad nacional para seguir ejerciendo la fuerza y reprimir.

La adhesión y simpatía de diversos sectores de la sociedad al movimiento de los estudiantes normalistas, no es casual; es consecuencia del descontento por la realidad que vive México, las políticas poco benéficas para las mayorías, los resultados tan mediocres por parte de un gobierno que se ha dedicado más a favorecer a cierta élite, imponer medidas endurecidas y contrarias a las condiciones del país, impulsar la macroeconomía y desdeñar la microeconomía y promover sus llamadas reformas estructurales e imagen en el ámbito internacional aun a costa de afectar a la colectividad y no necesariamente reflejar un proyecto común e integral de nación.

El descontento colectivo y los temas incómodos para los gobernantes y políticos no son exclusivos de las marchas y manifestaciones; en los aeropuertos, autobuses, aulas, Metro, transporte colectivo, taxis, restaurantes y puntos de reunión se discuten cotidianamente.

A los mexicanos de la hora contemporánea corresponde desterrar la pasividad, el papel de críticos y espectadores adormilados que les ha caracterizado, participar responsablemente en los asuntos de interés nacional y exigir a las autoridades y políticos que asuman su compromiso histórico ante el país.

Los gobernantes y políticos deben olvidar su síndrome del espejo, es decir trabajar con hechos y resultados para los mexicanos y no crear una imagen artificial y falsa en el vecindario internacional, como hasta ahora se han empeñado en hacerlo.

Por lo pronto, los problemas complejos que enfrenta el presidente Enrique Peña Nieto es un llamado de atención, una alerta para que rectifique su discurso político y también el rumbo del país, a pesar de que para su ego o los intereses de ciertos grupos, cueste trabajo.

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