Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Ya en la infancia, cuando mis hermanos y yo íbamos con mi madre a realizar las compras domésticas, observábamos sus campamentos en un paraje desolado. Los carromatos y las tiendas, de donde salían niños desnudos y greñudos que corrían en persecución de perros enflaquecidos y pintados de amarillo, azul, naranja, rojo y verde, y mujeres ataviadas con vestidos de colores llamativos, quienes adivinaban el destino y la suerte a través de la lectura de café, cartas y manos, formaban sus casas porque ellos, los gitanos, eran peregrinos y desconocían otro estilo de vida. No tenían patria, explicaban los adultos. Desconocían el nacionalismo, la identidad, el arraigo. Permanecían determinadas semanas en un lugar y después, en el instante menos esperado, partían y nadie volvía a saber de ellos.
La gente les temía. La pequeña comunidad española que vivía en la zona, prohibía a sus hijos acercarse a los campamentos; los mexicanos, en tanto, consideraban peligrosos a los gitanos, a quienes denominaban “húngaros”, y aseguraban, incluso, que por carecer de identidad, eran capaces de robar a los pequeños e introducirse a las casas a hurtar objetos de valor. Contaban una multiplicidad de historias, unas falsas y otras verídicas, sobre los gitanos. Españoles y mexicanos evitaban convivir con aquella gente.
Eran los inolvidables e irrepetibles años de los 60, en el ya desvanecido siglo xx. La gente todavía conservaba en la memoria cómo, dos décadas antes, ellos, los gitanos, habían padecido lo indecible en Europa al ser perseguidos, junto con los judíos, por los criminales e implacables nazis que encabezó Adolfo Hitler, uno de los hombres más diabólicos, perversos y sanguinarios en la historia de la humanidad, durante la Segunda Guerra Mundial.
Fieles a su tradición legendaria, los hombres eran excelentes herreros y ellas, las mujeres, siempre tan exóticas, dominaban el arte de la adivinación y las ciencias ocultas. Algunos zurcían las carpas y otros, ya en la noche, permanecían alrededor de una fogata, bebiendo café turco, conversando, fumando y mirando las estrellas o tocando música. Participaban, por lo visto, en tertulias inolvidables. Formaban parte del paisaje típico de la Ciudad de México y de la entonces apacible provincia. Estaban allí, en la nación mexicana, como en otras regiones del mundo.
Transitábamos cerca de sus pabellones y yo, cautivo por la fascinación que ejercían aquellas imágenes en mi mente y mis sentidos, los miraba a hurtadillas, coexistiendo, al parecer, de una manera tan primitiva que la escena me remontaba al ayer, a centurias que intentan rescatar los investigadores en las páginas de la historia.
En el fondo, suspiraba y anhelaba aproximarme al campamento, dialogar con ellos, convertirme en aprendiz de adivino y mago, correr libremente a su lado; mas la sentencia dictada por mis padres y la sociedad era terminante y no debía, por lo mismo, intentar su amistad. El tema, incluso, era tabú en algunas familias. Me atraían y aterraban. Eran día y noche de una historia compleja. La gente les temía. No pocas personas los consideraban abominables.
Todos los días, al regresar del colegio, admiraba su mundo de miniatura, sintiendo en el corazón una opresión que me asfixiaba, como si en el ayer de mi existencia flotara un fragmento de ellos, algo extraño e inexplicable que gritaba desde el fondo de mi ser que en parte éramos pertenencia unos de otros. Experimentaba lo mismo que mi madre cuando por primera ocasión miró un barco, un lujoso crucero, al grado, incluso, que deseó abordarlo y llorar por todos los sentimientos que le inspiraba. Cosas que forman parte de uno. Recuerdos o sentimientos que laten en lo más íntimo del ser.
Por las noches, antes de conciliar el sueño, imaginaba lo que ya antes había visto, exactamente la vida en el campamento gitano. Creía que allí permanecía una parte fundamental de mí. Sufría lo indecible al imaginar que mientras yo estaba acostado, bastante próximo a mis libros de dinosaurios, hombres prehistóricos, arqueología y religiones, ellos, los personajes enigmáticos que tanto distraían mi atención, participaban en ceremonias exclusivas para los elegidos.
Quería estar allá, a su lado, para mirar a las niñas de cabelleras enredadas y oscuras o rubias, correr al lado de los mozalbetes de ojos aceitunados o azabaches, escuchar canciones dulces o tristes, aprender ritos extraños, oír conversaciones encabezadas por patriarcas y tías, entrar a las tiendas y descubrir mil secretos; pero también relatarles que al igual que ellos, por mis arterias corría un porcentaje de sangre distinta a la de la gente del país. Quizá les hubiera dicho que no importaban las razas judía, catalana, española, francesa o mexicana, como tampoco la gitana o de cualquier otra nacionalidad, porque finalmente lo que interesaba era más profundo, algo que brotaba del interior y que palpitaba aquí y allá, ahora y siempre, como si todos perteneciéramos al mismo origen. Indudablemente hubiera quedado cerca de la fogata con el objetivo de percibir el gemido de las ramas al ser consumidas y contemplar las llamas azuladas y naranjas, la lumbre que proyectaba sombras de árboles, carpas y personas. Juego de los sentidos mezclado con el de las fantasías e ilusiones.
Los cerdos, las gallinas y los perros, todos libres y revueltos, aparecían maquillados ante los ojos incrédulos de quienes mirábamos a hurtadillas. Sus colores eran amarillo, azul, rojo y verde. En ocasiones eran dorados o plateados. Los pintaban como decoraban, también, los toldos de sus casas, con estrellas y lunas, con motivos geométricos; aunque había quienes suponían, en la comunidad, que la intención era ocultar la peculiaridad de cada animal, evitando así que los dueños, a quienes les habían robado los animales, los reconocieran. Se trataba de un truco, decían, tras un supuesto estilo de vida. Pero a mí me arrobaba. Los amaba y, a la vez, les temía.
Me sentía contento y orgulloso de mi raza, de la que conocía, incluso, la genealogía; no obstante, la de los gitanos me atraía y quizá, con un poco de labor de convencimiento, algún día hubiera aceptado aventurarme con esa gente que ha inspirado a escritores y productores de cine, radio y televisión. Uno de mis anhelos fue, justamente, involucrarme en una comunidad gitana y partir con ellos por el mundo, al menos durante varios meses, para luego regresar a casa con un canasto pletórico de historias y contar todas las peripecias ocurridas durante la aventura. Fueron sueños y suspiros de infancia, adolescencia y juventud.
Ya lo dije, era la década de los 60, en el inolvidable e irrepetible siglo xx. Por esos días, uno aún miraba personajes auténticos y singulares transitar por las calles, como aquel hombre que andaba con un oso al que hacía bailar al ritmo de un pandero. Era su modus vivendi. Espectáculo y juego de real peligro para el domador y nosotros, los espectadores; pero formaba parte de la época, de un período que ya no regresará. Gente que traía algo consigo y luego, al marcharse, se llevó sus secretos. Aún no se percibían con tanta intensidad, como ahora, los efectos de la masificación. Había hombres y mujeres genuinos y únicos.
Conforme las agujas del tiempo se introdujeron en la tela de la vida y dejaron el hilo y el estambre como constancia de su paso, las décadas me alcanzaron y un día, ya en Morelia, la capital de Michoacán, cuando me desempeñaba como reportero en un periódico local, encontré lo que tanto había deseado durante la infancia: la oportunidad de convivir con los gitanos. Antes lo había hecho, durante los primeros años de la juventud; mas nuevamente se presentaba la oportunidad de estrechar sus manos en las mías.
Entonces, una de mis tareas era realizar un reportaje cotidiano sobre determinada colonia citadina, destacando siempre sus problemas, historia y realidad. Ahora que lo contemplo desde una arista cada vez más distante, reconozco que fue un trabajo periodístico y sociológico muy interesante e intenso. Me encantó convivir con la gente y coadyuvar, en la medida de lo posible, a denunciar sus carencias y problemas. Un día iba a esta colonia, otro a aquella y uno más a esa, y si mis compañeros, los reporteros gráficos, se quejaban y criticaban, en ocasiones, mis elecciones e inclinación por los asentamientos más pobres y riesgosos, asegurando que buscaba peligro innecesario para todos, disfruté dicha etapa porque la ubiqué dentro de mi proceso de aprendizaje social. Aprendí y contribuí a ayudar a otros. Discurrían, entonces, los días de 1999. Era la noche del siglo xx.
Las andanzas me condujeron, sin esperarlo, a ellos, a los gitanos que establecieron su campamento en un gran terreno. Mi corazón palpitó, reconociendo los signos que se presentaban ante mis ojos. Impulsivamente, ante la sorpresa del fotógrafo, me aproximé a las tiendas con intención de realizar un reportaje sobre los gitanos, pues finalmente estaban en una colonia y formaban parte del paisaje urbano; aunque de inmediato pensé que se trataba de una oportunidad para relacionarme con ellos, compartir horas y días a su lado, participar en sus tertulias y aprender unos de otros.
Hermosas, cautivantes y envueltas en vestidos de uno e incontables colores, las gitanas llegaron hasta nosotros. Me miraron a los ojos como sólo ellas saben hacerlo, rodeándome y ofreciendo adivinar mi destino, mi suerte, por medio del café, las cartas o las manos.
Acaso niñas durante mi infancia o quizá imágenes de mis sueños más fantásticos, pero el hecho es que estaban frente a mí, auténticas, con la mirada firme y las formas más seductoras. Ejercían un hechizo fascinante e irresistible. Eran ellas, no cabía duda, las mismas criaturas otrora desnudas que salían de los carromatos tras los cerdos, las gallinas y los perros maquillados de tonalidades mágicas e increíbles, gritando en su dialecto, el romaní, sonriendo o llorando, mas reproduciendo los rostros de sus abuelas, de sus tatarabuelas, de sus antepasadas, miles de años antes, en el norte de la India o ya posteriormente, peregrinando por Europa, por tierras que hoy huelen a historia y pasado.
Miraron mis ojos, las observé y vi retratada mi imagen en los suyos que eran aceitunados unos y otros de un negro intenso, tan oscuro como la noche, invitándome secretamente a compartir incontables historias, a recordar pactos o algo ya olvidado, tal vez perdido en el tiempo.
Insistieron en adivinar mi futuro. Vencí el encanto que ejercían en mí y pregunté por él, por el patriarca, exponiéndoles mi interés de entrevistarlo para publicar un reportaje sobre la vida de los gitanos en la hora contemporánea, cuando los intereses de los dueños del mundo y la vorágine moderna devoran lo que huele a historia, pasado y tradiciones, para digerir todo y vomitarlo en forma de producto fabricado en serie.
Un tanto asustadas, hablaron en su idioma y una de ellas, la más ágil y joven, fue hasta el carromato del patriarca, quien salió acompañado de varios hombres y pidió que aceptara sentarme en una silla modesta, a su lado, protegidos por un toldo de colores. Ordenó a una mujer que sirviera café turco y a todos ofreció cigarros sin filtro. Así iniciamos la conversación. Había perros y gallinas, pero ya no estaban maquillados como los de mi etapa de inocencia.
¿Qué más podía pedir un hombre como yo, acostumbrado a las aventuras, a las vivencias cotidianas? Sentí que estaba en casa, incluso como un miembro más de la familia, situación que incomodaba a mi compañero fotógrafo, quien solamente deseaba concluir aquella reunión y, por lo mismo, su trabajo. Quizá no se sentía identificado, como yo, con aquellas personas.
Durante la plática, que se prolongó más de hora y media, el patriarca confesó que su raza enfrenta el desprecio de la humanidad y que la gente, en todos los pueblos, considera que los hombres gitanos se dedican a robar y las mujeres a engañar con la cartomancia y a obtener dinero a través de la prostitución; pero que se trata, en realidad, de una comunidad que ha padecido durante la travesía de las centurias. Revisamos el pasado, analizamos el presente y pronosticamos el futuro.
Bebimos otra taza con café. Le confié que yo tenía, en el fondo y desde una perspectiva figurada, algo de gitano, secreto que le agradó, según supongo, porque ya emocionado y al lado de sus hijos -niños y jóvenes-, pidió más café turco para todos, ofreció cigarrillos sin filtro, expulsó el humo del tabaco, miró hacia el cielo y declaró que su raza siempre será nómada, que no se admiten bajo otro régimen de vida y que ellos, sus descendientes y todas las generaciones, continuarán su tradición hasta la consumación de los siglos. El día que alguno modifique el esquema, dejará de ser gitano.
Ofreció todos los elementos para la realización del reportaje periodístico, el cual, al siguiente día, fue leído por innumerables personas que sintieron atracción por tan singular pueblo. Algunas personas se comunicaron telefónicamente conmigo para consultar acerca de los gitanos, interesándose en ir a su campamento a conocerles y preguntar, a cambio de algunos pesos, su destino, el pasado, el presente y el futuro.
Pronto, sin buscarlo, me familiaricé con los temas gitanos. Hubo quienes acudieron a mí con la finalidad de saber más acerca de ellos o relatarme sus experiencias. Y si alguien, una señora, confesó que tras pisar involuntariamente a una jovenzuela gitana, ésta, dueña de una mirada intensa, la observó enojada hasta provocarle dolor de cabeza que prevaleció todo el día, otros expresaron que al entrar allá, a las tiendas de adivinación, descubrieron y sintieron lo indecible. Unos hablaban favorablemente y otros, en cambio, con decepción e irritación.
Regresé a casa, al campamento, donde fui recibido con gusto. Miré, una y otra noche, los cielos estrellados, la bóveda sidérea con incontables luceros trazados en formas geométricas; observé, también, sombras de gente, árboles y tiendas que proyectaban las llamas, la fogata que proporcionaba calor y luz a ellos y a mí, los que solíamos participar en las tertulias. Bebí café turco y disfruté los perfumes del incienso, de las mujeres enigmáticas que bailaban y servían bocadillos, del humo que escapaba de las ramas acosadas por la lumbre. Oí las notas huidizas de sus instrumentos musicales, el quejido de las varas yacentes en la fogata y el murmullo del viento. Sentí las caricias del aire nocturno enrojeciendo mis mejillas. Palpé en mi corazón el latido del pueblo gitano. Aprendí su magia y sus misterios. Juro que viví contento. Cumplí, en parte, uno de los sueños de mi infancia.
Diariamente realizaba mis tareas reporteriles sin olvidar que allende el centro de la ciudad, en alguna colonia, aguardaban mis amigos. Una y muchas mañanas nebulosas y de lluvia compartí café turco con una vieja gitana, una tía de cabello encanecido y rostro surcado, quien solía hablar del destino; otros momentos, en tanto, los reservé a las mujeres más jóvenes de las que aprendí este y aquel truco. Escuché los gritos de la vida, las voces del silencio, los susurros del viento y la risa y el llanto de la humanidad y del universo.
Complaciente, llegaba en automóvil y les entregaba alimentos procedentes de un establecimiento comercial que semanas antes decidí cancelar porque no me redituaba utilidades acordes a la inversión y al tiempo dedicado. Ellas, las mujeres, llevaban las provisiones a sus respectivas tiendas, entregando una parte al jefe de su comunidad, al patriarca que todos los días recorría la ciudad, al lado de los muchachos, con el objetivo de ofrecer sus servicios de herrería, oficio que heredaron de sus antecesores. Eran expertos en elaboración de cazos y otras piezas.
Participé en sus rituales. Conocí sus claroscuros. Organizaron una boda inolvidable, pero días más tarde asistí a uno de sus funerales. Cuando la sangre de ella, tan hermosa cual flor al recibir el rocío de la mañana, se unió a la de él, todos sentimos emoción y estremecimiento, reconociendo que sellaban su raza, que quedaba asegurada la perduración de sus costumbres y tradiciones, que el mundo podría reír, distraer su atención en otras cosas, pero el espíritu gitano seguiría palpitando. El baile y la música trasladaron mi ser, siempre tan sensible, a otras horas, lejanas, es cierto, porque quedan en uno ciertas reminiscencias de algo que dicta al corazón y a la memoria que antes, al principio, éramos parte de un todo.
Jamás olvidaré el rostro de la joven gitana. Realmente era bella y simpática. Parecía extraída de un libro de cuentos. Estaba feliz. Llegó al momento culminante de su existencia, fiel a su credo, a su modelo de vida. Su dicha se desbordó y fue compartida por todos. Pocas veces he visto una cara como la suya. Comprendo por qué los forasteros se enamoran de las gitanas. Cómo me hubiera encantado, entonces, ser su enamorado. Cuántos capítulos e historias hubiéramos escrito aquí y allá, en un rincón y otro del mundo, con nuestras almas peregrinas fundidas durante los días lluviosos y soleados, las horas heladas, las noches oscuras y silenciosas.
Si la boda fue de ensueño, el funeral del muchacho, quien pasó a la transición a causa de una leucemia que le acosó día y noche, convirtiéndose al cabo de los meses en fiel compañera, resultó triste. Por doquier, en el gran terreno, había fogatas aquella noche. Gitanos de toda la región llegaron a las exequias.
Colocaron el cadáver enflaquecido, totalmente sometido por el dolor corporal, sobre una mesa de madera, rodeándolo de calabazas enormes, abiertas como fauces que enseñaban la piel naranja y semillas acumuladas en espera de recibir la luz de la vida. Ante la ausencia de ataúd, amarraron sus manos con una cuerda burda y gruesa, apoyando los codos en el abdomen endurecido. Su semblante amarillo e inerte recibía el fulgor de las llamas endebles de cirios y veladoras, mientras la fragancia de las flores recordaba cada instante la fugacidad de la existencia.
Ya entonces, los gitanos me llamaban hermano. Les llevé café, cigarros y bebidas gaseosas; posteriormente entré a la carpa donde yacía el cadáver y acompañé a la señora, a la madre del muchacho, que siempre se comportó con entereza y, además, no derramó lágrimas. Mujer fuerte, recibió mis condolencias y explicó con calma y sabiduría, absolutamente resignada, que la muerte de su hijo tan amado era cuestión del destino, de la vida, de la divinidad. Y cierto, aún pude percibir la esencia del joven. Su hálito atravesó el espacio donde estábamos su madre y yo. Ella repitió: “el es destino, hermano”.
Con aquella comunidad, la gitana, recordé los ciclos de la vida, palpé la dualidad cósmica, escuché el canto de las estrellas y sentí el arrullo de voces exquisitas que trasladaron mi ser a otras fronteras. Y si un día brotó la flor de la tierra, otro más se marchitó y se desprendieron sus pétalos que barrió el soplo de una tarde otoñal.
Una noche, cuando regalé una estufa usada a alguna de las familias gitanas, el vaho de la discordia apareció en el campamento. La mujer, encantada por el obsequio, solicitó ayuda para trasladar el mueble a su tienda, mientras otra, de mayor edad, musitó a mi oído palabras de rencor hacia nuestra hermana, reclamando mi acción porque sentía más derecho de recibir la dádiva. Acepté el reclamo con calma y diplomacia.
No obstante, admitió mi gesto noble y declaró que ya le habían comentado los espíritus, noches antes, que yo “estaba dedicado a hacer el bien”, que buscaba vivir en armonía con la creación y que me interesaba descubrir el sendero hacia el ascenso y el desenvolvimiento espiritual, por lo que sugirió que visitara su carpa la noche del siguiente domingo, donde leería mi mano y adivinaría mi futuro.
Las mismas criaturas incorpóreas que ciertas noches hablaban con ella, le comentaron que sólo faltaba algo para que yo alcanzara la plenitud. Oprimió mis manos y agregó que alguien, al parecer una mujer, pretendía causarme daño mediante brujería. Mostró interés en ayudarme. Prometió que lo haría gratuitamente, en agradecimiento al apoyo que la comunidad gitana había recibido de mi parte.
Llegué, como había prometido, a la tienda de la gitana, quien me recibió con el rostro envuelto en una mascada. Eran las 10 de la noche de un domingo apacible, en medio de una gran extensión de terreno, en un campamento similar a los muchos que admiré durante mi infancia. La bóveda celeste permanecía con sus estrellas titilantes. Sólo el murmullo de los grillos, refugiados en matorrales, se mezclaba, en otro extremo del campamento, con el susurro de gitanos reunidos alrededor de la fogata.
En un mundo que no me resultó desconocido porque desde la niñez he participado en diversos rituales, y no precisamente correspondientes a esa raza, la gitana pidió que me sentara en el suelo, en la tierra; luego encendió incienso y otras velas. Extendí mi mano e inició la lectura, argumentando que ellos, los espíritus, tenían razón cuando aseguraban que yo venía de sendas lejanas, que mis encarnaciones fueron importantes, pero que caí, que era bondadoso y que, paradójicamente, me encontraba en peligro por el odio que le inspiraba a una mujer joven de tez blanca, quien deseaba desencadenar toda la perversidad en contra mía.
Prosiguió. Explicó que ella, la joven, deseaba con vehemencia mirarme empobrecido, enfermo, macilento e impotente, arrastrándome y babeando en las calles, ante el asombro de toda la sociedad, y que tal era la razón por la que yo, años antes, había perdido dinero, prestigio y propiedades. Total, la dama pretendía mi ruina económica, espiritual, orgánica e intelectual. Sentía tal rencor hacia mí, que estaba dispuesta a cualquier cosa a cambio de atestiguar mi destrucción.
Inmersos en un ambiente enrarecido, apenas alumbrado por las flamas tenues de las velas, la gitana colocó ante mis ojos una bolsa con huevos, invitando a que eligiera uno, el que yo deseara de acuerdo con mis impulsos internos. Lo tomé. Lo observó e intentó quebrarlo contra la suela de uno de mis zapatos. Golpeó repetidas ocasiones sin conseguir su objetivo. Insistió. Finalmente, el cascarón ya no contuvo la clara y la yema que escaparon, huyeron, cayendo a la tierra, mientras mi amiga y hermana gitana analizaba un trozo de hueso que, según ella, provenía del interior. Limpió la pieza y pronunció ciertas frases en romaní, escupiendo al suelo e invitándome a emularla, a orar, a repetir una plegaria gitana muy antigua que le enseñó su abuela.
Cuando colocó el fragmento de hueso en mi mano, lo examiné y descubrí un rostro, la cara de una mujer joven de cabello claro, corto y rizado que parecía dirigir su mirada a la mía, quien presuntamente era autora de mis fracasos y mi ruina progresiva. La tenía frente a mí. De inmediato acudió a mi mente la imagen de una persona de facciones que reconocería en cualquier lugar del planeta; no obstante, controlé mi ánimo, recordando las enseñanzas de mis antiguos maestros, y devolví el objeto.
No sin gesticular, la gitana soltó el hueso. Nuevamente habló en romaní y explicó que se trataba de una cosa que quemaba la piel y hería el corazón. Algo con capacidad de rasgar las vestiduras del destino. Reveló, entonces, que me encontraba en grave peligro, que el riesgo era mayor de lo que suponía y que mi enemiga tenía capacidad para destruirme. Nuevamente exigió que escupiera y pronunciara ciertas frases.
El hálito del viento penetró la tienda e inclinó las flamas de las velas. Era una noche de desolación y silencio. Yo estaba solo, al lado de la adivinadora, quien interrogó si pretendía devolver el mal a la joven, formar un espejo etéreo y mágico para que los deseos malignos retornaran a la fuente que les dio origen, a lo que respondí que no, que nunca causaría daño a la gente. Ella instó a reembolsar el maleficio. No accedí y finalmente me felicitó, afirmando que ya lo sabía, que los espíritus también le habían comentado que mi ser no estaba contaminado.
Propuso que sin devolver el embrujo, podríamos disolverlo si yo colaboraba, anticipando, desde luego, que a ellos, los de la comunidad gitana, no les causaba daño el hecho que flotara en el ambiente fuerza tan negativa porque estaban acostumbrados, desde que nacían, a tratar con diversas clases de energía, pero que me perjudicaría, por lo que resultaba perentorio actuar.
Dentro de la trama, confesó que me consideraba amigo y hermano, que estaba agradecida con los regalos que había entregado a la gente del campamento, que no cobraría por la ayuda que me proporcionaría. Igualmente, preguntó con qué cantidad de dinero estaba dispuesto a colaborar para curarme de tan grave encanto. Le expliqué que ella misma reveló, minutos antes, que yo había empobrecido; pero manifestó que entre la gente que yo conocía, seguramente existían integrantes acaudalados, quienes podrían proporcionarme recursos si se los pedía. Le dije que no era así y que mi proceso de empobrecimiento parecía incontenible. Asimismo, declaró que el impulso malévolo flotaba y que si no lo abatíamos, acabaría con sus hijos. ¿No antes había asegurado que a los gitanos no les perjudicaban los hechizos?
Al parecer, estaba atrapado en una mazmorra gitana. ¿Qué podía hacer encerrado en una tienda de aquel campamento, en medio de un baldío desolado, la noche agonizante de un domingo otoñal? Carentes de identidad, serían capaces, si se empeñaban, de acabar conmigo y dejar mi cuerpo abandonado en algún paraje desolado y lejano. Acudieron a mi cerebro los consejos de los protagonistas de otra época, la de mi infancia, referentes a que los gitanos eran gente non grata. Non grata y non santa. Experimenté amargura y dolor al descubrir que una gitana rompía la hermandad, el sentimiento de amistad, mancillando lo más bello que puede entregar una persona a otra.
Para mí, la amistad es algo más que una casualidad o un saludo; se trata, en realidad, de capítulos mutuos, una historia compartida, un sentimiento intenso e inquebrantable. Y si tal es mi concepto de la amistad, el del amor es superior.
No tenía salida, así que decidí abordar el furgón de un ferrocarril que cualquier instante podría descarrilarse. Actué. Acepté la invitación. Ya contenta, llamó a su hija, joven y linda, en romaní, instruyéndola para que se dirigiera a la tienda del patriarca y le pidiera un préstamo de dos mil pesos, suma que le reintegraría en cuanto yo pagara no la deuda, sino la ayuda proporcionada.
Después de hablar en su dialecto, la hija entregó 10 billetes de dos mil pesos cada uno a su madre, quien procedió a rozarlos por todo mi cuerpo al mismo tiempo que entró en un trance extraño, articulando sílabas que formaban parte de una oración. Concentrada en su acto, celebró una misa para ahuyentar la mala fortuna y atraer el bien, la salud, la suerte, la vida, la opulencia y el amor. Modificó la posición de las fuerzas. Repetí otra oración con ella. Escupimos al suelo, acto que va contra mis costumbres. De repente, formó un montón de tierra al que añadió agua; preparó una mezcla de barro, un amasijo de lodo, e introdujo los billetes para posteriormente, en un acto raudo e inesperado, despedazarlos.
O sus manos fueron tan vertiginosas que intercambió con su hija, cuando las pasó por mi espalda, los billetes por papeles en blanco, o en verdad cometió la torpeza de romperlos; pero lo cierto es que el acto se transformó en pasaporte de una discusión posterior. Exigió que me tranquilizara para concluir la celebración. Y así fue.
Caminamos por la orilla desolada del campamento y en determinado paraje, bajo el resplandor de las estrellas, arrojamos el hueso con la pintura de la joven hechicera. Regresamos a la carpa, donde me entregó un costalito con polvos mágicos y certificó que yo estaba a salvo de cualquier maleficio; pero que a cambio, como hermanos que éramos, debía cumplir mi promesa de pagar el dinero que dedicó a mi amparo. Cantidad que, aparentemente, debía al patriarca, quien la sancionaría ejemplarmente si no resarcía la deuda.
Ante mi oposición, aseguró que conocía personas con mejor posición económica a la mía y estableció un plazo de 12 horas para reintegrarle el dinero invertido en mi rescate; de lo contrario, las fuerzas perniciosas renacerían de las entrañas de la tierra y ella y sus hijos sufrirían maldiciones y trastornos inimaginables. Casi pronosticó el caos mundial, la extinción de la humanidad, el fin del planeta. Se trataba, insistió, de algo relacionado con huesos, “tierra de panteón” y muerto
Fingí preocupación porque obviamente pretendía esquilmarme. Prometí regresar al siguiente día, puntual, con el monto acordado, ah, y con otra estufa o, si era posible, con sillones de una sala. Era madrugada cuando salí de la carpa. Al asomar, suplicó que tuviera compasión de su familia. Partí encolerizado y melancólico. Sentí decepción. Amargura que hirió mi sensibilidad.
Antes de llegar a casa, desvié mi camino al hogar de cierta persona, a quien cariñosamente llamaba madame Eau de Morsoi. Eran las dos de la mañana cuando, en la sala de su casa, le narré mi aventura, de modo que repetimos la escena del huevo y claro, no contuvo huesos ni el esbozo de aquella dama imaginaria que aparentemente deseó la peor tragedia para mí.
Las dudas se disiparon y solamente quedaron sombras causadas por el dolor y la tristeza, la decepción de haber sido traicionado por una gitana perteneciente a una comunidad que recibió beneficios desinteresados de mi parte, a pesar de encontrarme en una situación económica bastante complicada.
Una vez más, comprobé las enseñanzas de mis antiguos maestros, quienes dejaron en mí el mensaje de que si acaso existen abismos, celdas, espectros y fronteras, son los que moran en el interior de cada persona, porque uno elige, finalmente, las luces o las sombras, los palacios o las pocilgas.
Creí que la señora, la gitana, me buscaría en las oficinas del periódico donde laboraba; pero jamás llegó porque evidentemente actuó mal, con trampa y ventaja. Abusó de la amistad que le ofrecí. Quizá si le hubiera comentado al patriarca la conducta de aquella mujer, la habría reprendido; pero ya no regresé al campamento y ellos, mis amigos y hermanos, partieron a otras tierras, a pueblos distantes, tras meses de estancia en ese rincón moreliano.
Un día me encontraba en un pueblo, rumbo a lo que en Michoacán denominan “tierra caliente”, cuando leí en un periódico regional que la policía había aprehendido a dos mujeres gitanas que intentaron estafar a una señora, prometiéndole que sanarían a su hijo, un muchacho que tenía atrofiadas sus facultades mentales. Al no obtener resultados satisfactorios, la madre ofendida denunció a las gitanas que ya habían recibido cierta cantidad de dinero.
Casualmente, una de ellas era la hermana, la mujer que una noche anónima, en algún rincón de Morelia, pretendió embaucarme. Estaban pagando el precio de su ambición. La maldición gitana nunca llegó a mí, y si posteriormente sentí el roce de las espinas, fue porque yo lo provoqué, como también, es cierto, experimenté la paz profunda cuando la invoqué.
Han transcurrido los años y no he vuelto a coincidir con el campamento gitano donde se cumplió, en parte, mi sueño de la infancia; mas por ser la gitana una de las comunidades que cada vez se le encuentra con menor frecuencia en el paisaje, transitando así a la historia, he guardado su imagen en mí con el deseo de plasmar su recuerdo en estas páginas. Después de todo, cualquier turista puede coincidir con ellos durante alguno de sus viajes. Quien deambule por los caminos michoacanos, quizá algún día coincida con ellos, con los gitanos que andan aquí y allá, en un rumbo y en otro, como sus antepasados que desde tiempos inmemorables salieron del norte de la India hacia rutas insospechadas del mundo.
Obviamente, como en todos los pueblos y razas, existen gitanos buenos y malos. Por mi parte, cumplí mi sueño infantil de convivir con los gitanos y aprendí la lección; aunque en ocasiones pienso que si nuevamente tuviera la oportunidad de coincidir con ellos, en algún campamento, seguramente no dudaría en unirme para protagonizar las historias que siempre imaginé y soñé.