2015, ¿bebé enfermo o agonizante?

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Nada, en este mundo, es permanente. Las horas de la existencia, para todos los humanos, se mecen cada instante entre el cunero y el sepulcro; los separa una línea muy fina y delgada de la aurora y el ocaso, de la mañana y la noche, de la risa y el llanto, porque hay que repetirlo, nada, en este mundo, es permanente, y en tal proceso ni el tiempo escapa.
Lo más cruel, en México, no es que millones de personas naveguemos hacia rutas opuestas a la infancia y la juventud, a días, meses y años que gradualmente esculpirán signos en nuestros rostros, sino que al abrir la puerta del traspatio para despedir al anciano, enfermo y agonizante en que se ha convertido 2014 y esperar en el portón del frente al recién nacido, a 2015, descubriremos su aspecto grave por los padecimientos, tristezas, preocupaciones y trastornos heredados de su padre. El bebé llegará demacrado y enfermo.
Hay que ser claros. Las expectativas de desarrollo para los mexicanos son nulas. Las autoridades y los políticos mexicanos han demostrado incapacidad para gobernar y resolver los problemas que cotidianamente afectan a incontables familias, a quienes definitivamente no han respondido acertadamente porque les falta responsabilidad histórica y social. Han arrebatado la oportunidad de progreso a la población.
Envuelta en escándalos que muestran indicios claros de corrupción o al menos sospechas de que algo ilícito se practica en el país -entiéndase casa blanca presidencial de las Lomas de Chapultepec, mansión en Malinalco del secretario de Hacienda y Crédito Público, relación perversa y privilegiada de negocios entre la élite gobernante y el Grupo Higa, el Porsche millonario que presuntamente regaló un alto funcionario a su hijo, también servidor público, entre otros hechos vergonzosos e insultantes para los mexicanos- y ante acontecimientos preocupantes como el de los normalistas de Ayotzinapa que por las débiles, retardadas, incongruentes y ambiguas respuestas oficiales parecen un crimen de Estado, la administración de Enrique Peña Nieto, empecinada en defender sus llamadas reformas estructurales, atacar y culpar a grupos sociales sin aportar nombres ni pruebas, reprimir toda clase de expresión pública que se oponga a sus intereses y aplicar políticas e impuestos que no corresponden a la realidad nacional, parece carecer del respaldo colectivo, de la simpatía por parte de la comunidad internacional y lo más preocupante, de rumbo.
Aunado a lo anterior, el descenso en los precios internacionales del petróleo y el alza del dólar frente al peso, versus el cinismo y la necedad gubernamental de insistir en que la economía concluirá el año con mayor dinamismo, declaración que parece enfocada a la clase gobernante que es la que posee enormes fortunas para adquirir mansiones, autos y viajes, sin que aplique a ellos la ley contra lavado de dinero, y no a millones de familias que diariamente padecen lo indecible para sobrevivir en un país de ilegalidad, injusticias e inseguridad, los pronósticos son que el año 2015 resultará bastante complicado para los mexicanos.
El aumento ofensivo al salario mínimo, comparado con el incremento exagerado y voraz a los precios de alimentos y productos de primera necesidad, denotan la insensibilidad de las autoridades y los políticos, a quienes habría que revisar, uno por uno, sus percepciones y extraños ingresos que hoy, como siempre, los convierten en la clase privilegiada de una nación que se resquebraja.
Realmente no hay proyecto integral de nación. Las llamadas reformas estructurales, que ahora están amparadas en la legislación, ni siquiera tomaron en cuenta a los mexicanos. Basta con salir a las calles, a las plazas públicas, en las ciudades y en los pueblos, para preguntarles a hombres y mujeres de diferentes clases sociales si conocen las tan defendidas reformas estructurales del mandatario nacional y si se sienten contemplados o beneficiados. Claro, la gente seguirá recibiendo pantallas y migajas, y comprometerá el presente y futuro de sus hijos.
El Gobierno Federal, ausente de sentido humano, transformado en verdugo implacable que sólo planea y ambiciona obtener mayor cantidad de recursos económicos y oportunidades históricas para sí, no da respuestas a la sociedad porque no las tiene. No hay proyecto de país como consecuencia de que la población no es primordial para la élite del poder político y sus aliados multimillonarios en dólares.
Resultaría utópico creer que 2015 será el año de las oportunidades para México. Al menos no mientras una parte significativa de la sociedad, como son las autoridades y los políticos, continúen abusando y menospreciando a los mexicanos, enriqueciéndose con el presupuesto público y ni siquiera garantizando niveles mínimos de bienestar y seguridad.
Están rompiendo el equilibrio social. Deslumbrados con sus intereses personales y de grupo, dan la impresión de olvidar que una vez que se rompa el equilibrio social y el descontento se generalice, surgirán problemas más graves para el país, a menos que eso planeen para imponer la fuerza y justificar su permanencia en el poder.
Por lo pronto, 2014 es el anciano que agoniza en el lecho. Cubierto de llagas y cáncer, entre sábanas manchadas de sangre, vómito y suciedad, aportó lecciones a los mexicanos y pretende decir algo que no se entiende, quizá que su hijo 2015 nacerá con tumores, tal vez anticipar los días complicados que se avecinan o acaso sacudir a la gente, despertarla de su letargo para que actúe con responsabilidad e impida más arbitrariedades a autoridades y políticos.

El cuarto de adobe

Una gran lección

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Convencí a mis padres. Consintieron que derrumbara, a mis 17 años de edad, el cuarto de adobe que databa del siglo XIX. Desde las horas infantiles había escuchado que existía la sospecha de que en el terreno que entonces poseíamos en Azcapotzalco, al noroeste de la Ciudad de México, la madre de Genoveva Artigas Ubaldo, propietaria original del predio, había enterrado monedas de oro y plata durante los años porfirianos, antes de la revuelta social de 1910.
Ya anciana, la mujer narró que en su familia quedaba la duda acerca del lugar exacto donde su madre había guardado una olla de barro con monedas. Recordaba que durante la infancia, miraba a su progenitora depositar piezas de oro y plata en el recipiente que solía ocultar en alguno de los rincones del cuarto oscuro; sin embargo, nadie se atrevió a escarbar con la finalidad de buscar el tesoro.
Mi imaginación infantil me estimuló a soñar, a sentirme descubridor de la vasija de arcilla con su preciado contenido. Fue un año antes de cumplir la mayoría de edad y tras insistir, que obtuve la autorización paterna para convertirme en buscador de tesoros.
Iniciamos la aventura. Planeamos dedicar el fin de semana con su grandioso “puente” -en México siempre se ha desperdiciado la productividad con el pretexto de celebrar fechas memorables e históricas- a la limpieza de las dos casas que formaban parte de la propiedad y, en mi caso, a la demolición del cuarto de adobe que, por cierto, tenía un gran significado en mi niñez porque era un recinto fantástico y prohibido que guardaba celosamente libros de todos los temas, cuadernos con anotaciones realizadas en otras horas, fragmentos de antaño, retratos de personajes atrapados en un momento del ayer y los duendes, hadas y fantasmas que uno crea cuando es pequeño y dan un sentido especial y mágico a las cosas del mundo.
Durante el trayecto, mi madre preguntó por la toponimia de Azcapotzalco y mi padre, apasionado de la arqueología e historia, explicó su significado, “en los hormigueros”, y relató que en instantes perdidos en las páginas amarillentas y quebradizas del ayer, en los segundos prehispánicos, Quetzalcóatl se convirtió en hormiga con el objetivo de penetrar al inframundo y extraer granos de maíz que satisficieran las necesidades de los seres humanos, leyenda que contribuyó a aumentar y fortalecer mi interés en temas sobre el pasado y principalmente, ese día, en pensar que si aquel personaje había entrado por algún orificio a las entrañas de la tierra, seguramente existía algo digno de descubrirse. Tomé la leyenda por su significado literal.
También sabía, por referencia paterna, que décadas antes, al comprar el terreno en una delegación que nos parecía tan distante de la casa solariega, los peones descubrieron vasijas y figurillas de barro de origen tepaneca al realizar excavaciones y pavimentar las calles cercanas a la vía del ferrocarril y al centro de Azcapotzalco.
Hicimos la excursión -así nos parecía a mis hermanos y a mí- desde alguna zona del sur de la urbe hasta el norte, en la capital del país. Durante el viaje, innegablemente fueron las fincas de la colonia Clavería, fundada, por cierto, en 1907, durante los años postreros del Porfiriato en lo que fue la Hacienda San Antonio Clavería, la imagen urbana que más cautivó nuestra atención y despertó la imaginación.
Aprendimos que la Hacienda de San Antonio Clavería tuvo su origen en los minutos coloniales del siglo XVI, cuando Hernán Cortés repartió tierras a los soldados que lo acompañaron durante la conquista de los aztecas.
Fue una hacienda importante en la Nueva España. Entre sus propietarios, destacó, en el siglo XVIII, Domingo de Bustamante, descendiente directo de un sobrino de Carlomagno, de manera que en los años virreinales el lugar fue conocido como el Palacio de los Bustamante.
Más tarde, en el Porfiriato, el paraje se convirtió en zona donde las familias acaudaladas construyeron chalets con influencia francesa e inglesa. Establecieron sus palacetes de descanso veraniego en la calzada que enlazaba al pueblo de Tacuba con Azcapotzalco. En las siguientes décadas se sumaron otras casas.
La fantasía y la realidad se mezclaban, y más cuando mi madre recordaba, a propósito del Porfiriato, las anécdotas de nuestros antepasados, los fundadores de las familias a las que pertenecemos. Las casonas de Clavería me invitaban a imaginar historias de personajes en sus grandes salones pletóricos de pinturas, gobelinos y estatuas; reuniones de familias en los comedores de mesas y sillas elegantes; pláticas de mujeres en enormes cocinas de las que escapaban aromas que cautivaban los sentidos y donde las recetas de las abuelas adquirían mayor significado; juegos de niños que se desarrollaban en sótanos, buhardillas y pasadizos. Creo que mi imaginación excedía los límites de la realidad.
Aquel sábado llegamos muy temprano. La propiedad, antiguamente denominada “Acoyuco”, tenía dos accesos, uno en la calle San Francisco Tetecala y otro en San Isidro. Estacionamos el automóvil, abrimos la puerta verde de metal e ingresamos con el objetivo de instalarnos y pasar varios días en el lugar.
Corrí hasta el “cuartito”, como le llamábamos durante la infancia, donde a diferencia de las dos fincas, el paso estaba restringido. Era el recinto prohibido, con portón desvencijado de madera y ventana diminuta, cual celoso guardián que ocultaba incontables e insospechadas sorpresas.
Al paso de los años, el “cuartito” se había convertido en una desolada bodega familiar, donde convergían retratos, muebles y objetos de diferentes épocas, tan intactos como el polvo acumulado. Era es museo de la familia, el relicario de las añoranzas, el rincón de los suspiros.
En determinadas ocasiones, tal vez como premio a nuestra conducta o con el objetivo de satisfacer la curiosidad e inquietud que nos inspiraba, mi padre consentía que ingresáramos al cuarto de adobe. Se abrían, entonces, las puertas prodigiosas.
La penumbra, mezclada con los aromas a libros, muebles, óleos, esculturas y madera, se liberaba, huía al abrir mi padre el portón. El “cuartito” exhalaba su aliento cautivo durante semanas o meses. Percibíamos la intromisión de la humedad.
Ese día, iniciamos el trabajo. Trasladamos incontables objetos del cuarto de adobe a una de las habitaciones de concreto, de modo que ante mis ojos y por mis manos pasaron dos muñecos ventrílocuos de colección, discos de acetato de 78 revoluciones por minuto, un fonógrafo, planchas de acero, litografías de fines de la decimonovena centuria, retratos de antepasados, un radio de bulbos y mueble de madera, libros empolvados y hasta escritos en latín, tarjetas postales, timbres, una máquina de escribir Smith y otra de coser, recortes de periódicos y revistas de antaño, juguetes de otra infancia, lienzos, un vitral con emplomados, un violín, figuras y platos de porcelana, una mesa del siglo XIX, un Cristo de marfil y cosas que parecían sustraídas de un mundo fantástico y que tiempo después, por diversas circunstancias, se perdieron.
Una vez que acarreamos las cosas, el recinto parecía un bazar de antigüedades y curiosidades, como los que existían en La Lagunilla, el centro de la Ciudad de México, la colonia Roma, San Ángel y otros rumbos de la urbe que cada día se extendía por llanuras, trepaba laderas y asfixiaba los poros de la naturaleza, hasta convertirse en lo que hoy es.
La noche me pareció interminable. Ansiaba que amaneciera, que las sombras nocturnas agonizaran ante la aurora, porque el deseo de cavar, derrumbar bloques de adobe y escudriñar cada partícula en busca de indicios que me sugirieran la existencia de monedas u objetos ocultos, se apoderaba de mí como la fiebre del moribundo.
Al principio con la ayuda de mis hermanos y posteriormente al lado de mi padre, emprendí la tarea. Resultó complicado desmantelar el techo de láminas; aunque menos sencillo fue retirar las vigas carcomidas por la polilla, por los años acumulados en la oscuridad del cuarto. Acomodamos el material pacientemente, hasta que las manecillas del reloj señalaron el mediodía y ella, mi madre, llamó a todos a comer, a deleitar nuestros sentidos con las recetas que preparaba con amor y esmero; sin embargo, yo, empecinado en hacer un gran descubrimiento, renuncié a la alimentación y permanecí solo durante un par de horas.
El sudor, mezclado con la tierra que saltaba de las láminas y las vigas, dibujó marcas inequívocas del aspirante a arqueólogo, del buscador incansable de tesoros, del intrépido que renuncia a la comodidad para internarse en la pasión que lo mueve. Las ojeras permanentes se diluyeron al tostarse las mejillas rosadas que entonces tenía. Los ósculos y caricias del sol estamparon en mi piel el tono que adquieren, al cabo de los años, los aventureros, los trotamundos, la gente que anda aquí y allá, en un lugar y en otro, en constante peregrinación.
Tal fue mi empeño, por no denominarle necedad, en iniciar, al menos, con la demolición de la primera hilera de bloques de adobe, que mi padre tuvo que preparar una extensión con un foco para alumbrar la faena que llevaba a cabo.
Del frío de la mañana pasé al calor del mediodía y posteriormente, al oscurecer, al descenso de la temperatura, y no me importó que el sol marcara mi cutis y mis brazos, ni tampoco me interesó aparecer con el rostro cubierto de tierra.
Cené y dormí en espera, como el día anterior, de la alborada. Desde muy temprano, ayudado de un marro, derrumbé, uno a uno, los rectángulos de adobe que en determinadas ocasiones, cuando me parecían extraños, demolía y cernía. Algunos, para tener consistencia, guardaban en sus entrañas fragmentos de cerámica y obsidiana; otros, en tanto, conservaban, a pesar de poseer más de una centuria de antigüedad, trozos minúsculos de paja ya descolorida y quebradiza.
Ante la caminata de las horas, los días me alcanzaron y concluí la demolición del legendario cuarto de adobe sin llevar a cabo el hallazgo que tanto había soñado. Asoleado y fatigado, cubierto de polvo apelmazado por el sudor, contemplé una y otra vez los escombros de lo que alguien, hacía más de una centuria, había utilizado para construir una vivienda modesta en la que indudablemente habitó una familia, y que yo, estimulado por la ambición, destruí en unos días.
Todavía con la esencia de niño, porque la infancia no terminará, a pesar de la edad, mientras uno mantenga vigentes los sueños e ilusiones, experimenté angustia e impotencia al haber creído que descubriría monedas de oro y plata entre los bloques irreconocibles de adobe. Apoyé mis manos y brazos en la pala clavada en la tierra y contemplé el panorama de desolación que había dejado a mi alrededor. Me sentí demasiado frágil e insignificante.
Como pude, aquella noche de insomnio traté de recuperar la energía perdida para levantarme a las seis de la mañana y reiniciar el trabajo inconcluso. Retiré, por no decir que despedacé, el piso antiguo que quedaba cual sobreviviente del cuarto de adobe. En una carretilla trasladé los escombros y excavé durante horas sin obtener resultados positivos. Únicamente hallé trozos de cerámica y obsidiana, seguramente de origen tepaneca, y en uno de los primeros estratos, un pedazo de metal ennegrecido, oxidado y con algunas palabras en inglés. Fue todo lo que descubrí.
Esa noche caí enfermo. Insolado, triste, deshidratado, débil, con fiebre, ampollas en las manos y la piel tostada y enlodada, concluí que había pedido el tiempo y la oportunidad de descubrir un tesoro, el de la olla con las monedas de oro y plata que en algún sitio ocultó, hace más de 100 años, la madre de Genoveva Artigas Ubaldo en el “Acoyuco”. Si hubiera escarbado unos centímetros más o a unos metros de distancia del espacio que ocupó el cuarto de adobe, quizá habría encontrado algo, me reclamaba esa noche con energía.
Al dormir mis hermanos, mis padres se aproximaron al sitio en el que permanecía acostado, a mi lecho improvisado, donde me acosaban malestares físicos y torturas mentales. Acariciaron mi cabeza y con el amor que siempre expresaron hacia nosotros, sus hijos, hablaron pausadamente y me felicitaron con el argumento de que era un joven más rico que antes, y que si no descubrí las monedas de oro y plata, poseía una fortuna superior e inmensa porque me había demostrado que por medio de constancia, dedicación, disciplina, esfuerzo y trabajo, apoyados en un proyecto bien definido, podía emprender grandes hazañas.
En realidad, agregaron, me había forjado como ser humano. Solamente necesitaba aprender a controlar mis emociones positivas y negativas, a ser maestro de mi vida; pero por lo demás, era rico aunque no tuviera las monedas, porque había desarrollado una gran fuerza de voluntad. Si aplicaba las experiencias adquiridas en otros asuntos de la vida, indudablemente me convertiría en un hombre con amplias posibilidades de triunfar.
Transcurrieron los años. Vendimos la propiedad y allí se perdieron, por negativa del nuevo propietario de entregármelas como lo había pactado, las losas coloniales que décadas antes compró mi padre cuando demolieron el ex convento que se localizaba frente a la Alameda Central, en la Ciudad de México, del cual fueron numerados los bloques que formaban las arcadas y los muros para reconstruir la finca religiosa en algún terreno perteneciente a la hija de un mandatario nacional; pero esa, la de las piedras, es otra historia.
Lo más importante de todo es que alguna vez, en cierto rincón del mundo, en el predio denominado “Acoyuco”, próximo al centro de Azcapotzalco, aprendí que independientemente de los resultados que se obtengan al final, el ser humano, cuando se lo impone, es capaz de llevar a cabo grandes proezas. Hoy, en una playa cada vez más distante, no pregunto a las cosas si se puede o no, las hago con convicción y la idea de que voy a conseguir mi objetivo. El cuarto añejo de adobe me dio una gran lección.

Culpables sin identidad

Declaraciones preocupantes

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Recientemente, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, declaró que quienes resultaron afectados por las denominadas reformas estructurales del presidente Enrique Peña Nieto, han aprovechado momentos de dolor, como el de los normalistas de Ayotzinapa, para generar desconcierto y violencia en el país, palabras que forman parte de la línea discursiva más reciente de la Federación ante su franca incapacidad para atender y resolver los problemas que enfrenta México.
Si el mensaje lo hubieran emitido un locutor dedicado a hablar estupideces durante toda la programación, el grupo crítico del cafetín o un columnista rastrero, se entendería su falta de información o su afán de servir a los poderosos; pero fue pronunciado por el responsable de la política interna del país, lo cual provoca mortificación porque se trata de acusaciones públicas y señalamientos a todos los afectados por las reformas peñistas y, a la vez, a nadie en particular. Las del secretario de Gobernación fueron expresiones ambiguas y un tanto irresponsables.
Cualquier acusación debe acompañarse de nombres y pruebas; de lo contrario, pierde credibilidad y se transforma en calumnia o farsa. Últimamente, los funcionarios federales han actuado y declarado como lo hizo el secretario de Gobernación, política que emite señales erróneas a la sociedad, ya que si se trata de una práctica de moda entre las autoridades y los políticos mexicanos, significa que cualquiera puede hablar y acusar a los demás públicamente, con ambigüedad y motivado por el coraje.
Si el Gobierno Federal cuenta con pruebas y conoce, en realidad, la identidad de quienes pretenden desestabilizar a los mexicanos por el hecho de sentir afectados sus intereses como consecuencia de la implementación de las reformas promovidas, por no decir impuestas, por el presidente Enrique Peña Nieto, debe actuar y ejercer su responsabilidad en la aplicación de las leyes.
Al referirse Miguel Ángel Osorio Chong a los afectados por las reformas estructurales del mandatario nacional, podría tratarse lo mismo de los dueños de las refresqueras y la telefonía que quienes ahora se encuentran atrapados en el embrollo de la política fiscal, y entonces estaría hablando de grupos alguna vez privilegiados por la élite en el poder o de los millones de personas que diariamente trabajan y pagan impuestos.
No es sano que funcionarios de primer nivel culpen ambiguamente y dejen entrever amenazas y enojos, y menos cuando no han tenido la capacidad de responder oportunamente y con resultados a los reclamos tan serios de millones de mexicanos y al existir asuntos pendientes de aclarar, entre los que destacan la casa blanca de las Lomas, la mansión de Malinalco y los respaldos multimillonarios al Grupo Higa, por citar algunos temas que generan suspicacias e irritación social.
Más que actuar infantilmente y responsabilizar a los demás, como lo haría un escolar, sin proporcionar datos ni nombres, las autoridades y los políticos deben ser responsables y actuar con honestidad y resultados favorables para los mexicanos.

Parques industriales de fantasía

En Michoacán

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Hace años, cuando mi pasión juvenil se desbordó y destaqué con euforia ante un empresario las bellezas arquitectónicas y coloniales de Morelia, Pátzcuaro y Tlalpujahua, y los escenarios naturales de Michoacán, el hombre sonrió irónico, me dio una palmada en la espalda y contestó que él, para invertir, no tomaba en cuenta tanto el acervo cultural e histórico de una plaza porque finalmente ni el acueducto ni la catedral, por más admirados que fueran por los turistas nacionales y extranjeros, le representarían recursos para fortalecer una empresa, a menos que fuera turística, sino otras características como certeza jurídica, estabilidad social, fluidez económica, legalidad, orden, paz, respeto y seguridad.
Mi inexperiencia influyó para sentir cierto malestar por las palabras de aquel capitalista procedente de la región norte del país, quien no solamente demostró indiferencia ante las joyas virreinales que le mostré en el centro histórico de Morelia, sino criticó la economía de Michoacán, estado que me abrió las puertas en aquella época.
Hoy recuerdo, desde una orilla cada vez más distante, aquella expresión que entonces me pareció descortés e insultante, pero que en el fondo, a través de la óptica de un inversionista, tenía mucho de cierto: “yo prefiero un lugar en el que circule el dinero y prevalezcan la estabilidad, el respeto y la seguridad, aunque sea árido y no tenga historia, que uno como Michoacán en el que sus autoridades y habitantes no han sabido aprovechar la incomparable riqueza que se extiende en todo el estado. Ni el acueducto ni la catedral me darán de comer por sí solos”.
Tenía razón. Hay que hablar de un caso específico: el de los parques industriales y la promoción para atraer plantas automotrices. Y es que desde hace muchos años, en Michoacán, autoridades y población han participado en el juego del ilusionismo al anunciar, las primeras, reuniones de trabajo con directivos de plantas automotrices supuestamente interesados en invertir y establecer armadoras en la entidad, y al creer los otros, la sociedad, incluidos los empresarios, que se concretarán grandes proyectos que coadyuvarán a propiciar el desarrollo económico.
Tras emitir esa clase de declaraciones un tanto perversas e irresponsables, transcurren los días, las semanas, los meses, hasta que la noticia se diluye y olvida, se hace añeja o simplemente los funcionarios declaran que estados como los de México, Puebla, Querétaro y Guanajuato tienen ventaja considerable sobre Michoacán.
Los lectores de periódicos y de noticias a través de portales, junto con los que las siguen en radio y televisión, seguramente se cuestionan la razón por la que los dueños de los capitales no eligen Michoacán para instalar sus industrias armadoras de vehículos, sobre todo si se considera que a diferencia de los estados ya mencionados, no sólo ofrece ventajas comparativas como la autopista que enlaza a los dos polos más grandes del país -Ciudad de México y Guadalajara-, sino es el único que cuenta con litoral y, por lo mismo, con puerto en el Pacífico.
No es raro que en sus discursos, autoridades, líderes empresariales y políticos insistan en el inigualable acervo cultural, histórico y natural de Michoacán, al grado de que antes de que inicien sus participaciones en foros como convenciones y congresos, uno casi adivina sus palabras inaugurales y de promoción, y en cierto sentido hablan correctamente porque indiscutiblemente se trata de una entidad privilegiada a nivel nacional en tales temas; sin embargo, no basta difundir las oportunidades inigualables de desarrollo que se contemplan desde un pódium, un micrófono, una oficina burocrática o un negocio, ya que se necesita transitar de las ideas y las palabras a las acciones.
No obstante, las autoridades continúan declarando las posibilidades de que se establezcan armadoras de autos en el territorio estatal, lo cual, hay que ser realistas, no se concretará mientras Michoacán continúe como una de las zonas de mayor riesgo dentro del mapa nacional.
Efectivamente, como manifestaba aquel empresario norteño de mis días juveniles, los dueños y directivos de las marcas automotrices no se sentirán atraídos por las bellezas naturales y el legado arquitectónico, cultural e histórico de Michoacán, que innegablemente son adicionales y valiosos; ellos, para tomar decisiones, analizarán las condiciones que garanticen el desarrollo pleno de sus negocios y sus inversiones millonarias.
Nadie desconoce que los capitales, productivos o especulativos, no tienen nacionalidad, lo que significa, en términos reales, que los inversionistas siempre buscarán la seguridad de su dinero, de sus empresas, y no se guiarán por sentimentalismos de carácter histórico, natural y humanitario. Irán a donde les ofrezcan garantías y sus inversiones sean redituables.
Los funcionarios públicos y los políticos de Michoacán deben ser más éticos y respetuosos con la sociedad, más que hacer creer a la opinión pública en inversiones multimillonarias por parte de las marcas automotrices. La población debe madurar y ser menos ingenua.
En primer término, por políticas pésimas que datan de hace décadas y se prolongaron hasta nuestros días, junto con el saqueo de las finanzas públicas que hasta la fecha ha quedado impune, los parques industriales de Michoacán son insípidos y resultan una caricatura grotesca comparados con los del Estado de México, Puebla, Querétaro y Guanajuato; adicionalmente, no pocos de los predios han sido adquiridos, en determinados momentos, por funcionarios y políticos dedicados a especular, mientras otros, en cambio, permanecen abandonados o enfrentan la asfixia provocada por la expansión de los asentamientos humanos, cuyos habitantes, al cabo de cierto lapso, pugnarán por la reubicación de las escasas fábricas que considerarán amenaza para su salud e integridad.
Por otra parte, habrá que preguntarse si los parques fabriles de Michoacán disponen de suficientes reservas territoriales porque las industrias ancla, como las automotrices, no llegan solas; las acompañan empresas que las proveen de micas, hules, viniles y una gama de aditamentos.
Los parques industriales requieren un diseño inteligente y contar, por lo mismo, con infraestructura adecuada y servicios modernos y acordes a las necesidades productivas. Necesitan carreteras y caminos, calculados para soportar las maniobras y el paso frecuente de camiones y tráileres. Ningún directivo automotriz sentirá atracción por un parque industrial degollado por el crecimiento urbano, rebasado por la modernidad o rodeado de herrerías, bodegas comerciales, vulcanizadoras, loncherías, tendejones y asentamientos irregulares.
Paralelamente, otros factores importantes son la estabilidad social y la seguridad. Definitivamente, ningún grupo de inversionistas expondrá sus capitales en regiones donde los bloqueos a calles y carreteras son práctica cotidiana, y menos cuando las autoridades únicamente contemplan los secuestros de autobuses y camiones de carga, el incendio de vehículos y el saqueo a distribuidores de productos. La certeza y la aplicación de las leyes con justicia son fundamentales.
Extraña, en consecuencia, que los funcionarios públicos estatales y políticos crean que los dueños de capitales productivos se sentirán atraídos por terrenos casi regalados en las incipientes zonas industriales de Michoacán y por facilidades administrativas y tributarias, versus los problemas económicos y sociales que desbordan las acciones gubernamentales y son del conocimiento de toda la comunidad internacional.
Anta tal escenario, las autoridades y los políticos deben ser realistas y hablar de frente a la sociedad para no generarle falsas expectativas por medio de noticias ambiguas sobre el posible establecimiento de plantas automotrices; la población michoacana, incluida la iniciativa privada, no puede actuar como aplaudidora ni comportarse ingenuamente, al grado que crea en la instalación de grandes industrias en parques fabriles de juguete. Hay que ser realistas y trabajar en base a un proyecto común de estado.
Resulta primordial arreglar la casa, restaurar los daños, modernizar el estado y garantizar la estabilidad social y el progreso. Nadie deseará invertir en el chiquero que hemos convertido todos a un estado tan rico en minerales, fauna y flora, climas, arqueología, arquitectura colonial, folklore, historia, leyendas y tradiciones.
Habrá que imaginar lo grandioso que podría ser Michoacán con todas sus riquezas y la instalación de industrias que verdaderamente coadyuven a generar el desarrollo, algo muy lejano a difundir noticias sobre supuestas reuniones para convencer a los dueños de los capitales productivos con la finalidad de que se instalen en el estado, casi regalar los terrenos de las zonas fabriles porque nadie desea establecerse en lugares de alto riesgo, exonerar de algunos impuestos a quienes se arriesguen a trasladar sus plantas productivas, mirar con coraje e impotencia la falta de autoridad y el abuso de quienes se apropian de las carreteras y calles, tambalearse ante la ausencia de un proyecto integral de estado.
Desde hace 26 años de ejercicio periodístico, casi siempre en la fuente económica, he escuchado a las autoridades estatales y a los políticos, secundados por algunos empresarios aplaudidores, que están negociando el establecimiento de plantas automotrices que darán otro matiz a Michoacán. ¿Será?
Primero hay que limpiar y ordenar la casa porque nadie invertirá por el simple hecho de que Michoacán ofrezca paisajes naturales paradisíacos, cuente con poblaciones de origen colonial y haya influido en los procesos históricos y sociales de México. Tenía razón el empresario norteño de mis días juveniles. La respuesta la tienen las autoridades, los políticos y la sociedad en su conjunto. Los michoacanos tienen ante sí la tarea no de maquillar el rostro de Michoacán, sino de practicarle una cirugía integral para que se encuentre en condiciones de incorporarse al ritmo de crecimiento y progreso que han alcanzado otros pueblos en diferentes regiones del mundo, muchas veces con menos recursos y ante adversidades y condiciones peores a las que actualmente enfrenta el estado.

Historia de gitanos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Ya en la infancia, cuando mis hermanos y yo íbamos con mi madre a realizar las compras domésticas, observábamos sus campamentos en un paraje desolado. Los carromatos y las tiendas, de donde salían niños desnudos y greñudos que corrían en persecución de perros enflaquecidos y pintados de amarillo, azul, naranja, rojo y verde, y mujeres ataviadas con vestidos de colores llamativos, quienes adivinaban el destino y la suerte a través de la lectura de café, cartas y manos, formaban sus casas porque ellos, los gitanos, eran peregrinos y desconocían otro estilo de vida. No tenían patria, explicaban los adultos. Desconocían el nacionalismo, la identidad, el arraigo. Permanecían determinadas semanas en un lugar y después, en el instante menos esperado, partían y nadie volvía a saber de ellos.

La gente les temía. La pequeña comunidad española que vivía en la zona, prohibía a sus hijos acercarse a los campamentos; los mexicanos, en tanto, consideraban peligrosos a los gitanos, a quienes denominaban “húngaros”, y aseguraban, incluso, que por carecer de identidad, eran capaces de robar a los pequeños e introducirse a las casas a hurtar objetos de valor. Contaban una multiplicidad de historias, unas falsas y otras verídicas, sobre los gitanos. Españoles y mexicanos evitaban convivir con aquella gente.

Eran los inolvidables e irrepetibles años de los 60, en el ya desvanecido siglo xx. La gente todavía conservaba en la memoria cómo, dos décadas antes, ellos, los gitanos, habían padecido lo indecible en Europa al ser perseguidos, junto con los judíos, por los criminales e implacables nazis que encabezó Adolfo Hitler, uno de los hombres más diabólicos, perversos y sanguinarios en la historia de la humanidad, durante la Segunda Guerra Mundial.

Fieles a su tradición legendaria, los hombres eran excelentes herreros y ellas, las mujeres, siempre tan exóticas, dominaban el arte de la adivinación y las ciencias ocultas. Algunos zurcían las carpas y otros, ya en la noche, permanecían alrededor de una fogata, bebiendo café turco, conversando, fumando y mirando las estrellas o tocando música. Participaban, por lo visto, en tertulias inolvidables. Formaban parte del paisaje típico de la Ciudad de México y de la entonces apacible provincia. Estaban allí, en la nación mexicana, como en otras regiones del mundo.

Transitábamos cerca de sus pabellones y yo, cautivo por la fascinación que ejercían aquellas imágenes en mi mente y mis sentidos, los miraba a hurtadillas, coexistiendo, al parecer, de una manera tan primitiva que la escena me remontaba al ayer, a centurias que intentan rescatar los investigadores en las páginas de la historia.

En el fondo, suspiraba y anhelaba aproximarme al campamento, dialogar con ellos, convertirme en aprendiz de adivino y mago, correr libremente a su lado; mas la sentencia dictada por mis padres y la sociedad era terminante y no debía, por lo mismo, intentar su amistad. El tema, incluso, era tabú en algunas familias. Me atraían y aterraban. Eran día y noche de una historia compleja. La gente les temía. No pocas personas los consideraban abominables.

Todos los días, al regresar del colegio, admiraba su mundo de miniatura, sintiendo en el corazón una opresión que me asfixiaba, como si en el ayer de mi existencia flotara un fragmento de ellos, algo extraño e inexplicable que gritaba desde el fondo de mi ser que en parte éramos pertenencia unos de otros. Experimentaba lo mismo que mi madre cuando por primera ocasión miró un barco, un lujoso crucero, al grado, incluso, que deseó abordarlo y llorar por todos los sentimientos que le inspiraba. Cosas que forman parte de uno. Recuerdos o sentimientos que laten en lo más íntimo del ser.

Por las noches, antes de conciliar el sueño, imaginaba lo que ya antes había visto, exactamente la vida en el campamento gitano. Creía que allí permanecía una parte fundamental de mí. Sufría lo indecible al imaginar que mientras yo estaba acostado, bastante próximo a mis libros de dinosaurios, hombres prehistóricos, arqueología y religiones, ellos, los personajes enigmáticos que tanto distraían mi atención, participaban en ceremonias exclusivas para los elegidos.

Quería estar allá, a su lado, para mirar a las niñas de cabelleras enredadas y oscuras o rubias, correr al lado de los mozalbetes de ojos aceitunados o azabaches, escuchar canciones dulces o tristes, aprender ritos extraños, oír conversaciones encabezadas por patriarcas y tías, entrar a las tiendas y descubrir mil secretos; pero también relatarles que al igual que ellos, por mis arterias corría un porcentaje de sangre distinta a la de la gente del país. Quizá les hubiera dicho que no importaban las razas judía, catalana, española, francesa o mexicana, como tampoco la gitana o de cualquier otra nacionalidad, porque finalmente lo que interesaba era más profundo, algo que brotaba del interior y que palpitaba aquí y allá, ahora y siempre, como si todos perteneciéramos al mismo origen. Indudablemente hubiera quedado cerca de la fogata con el objetivo de percibir el gemido de las ramas al ser consumidas y contemplar las llamas azuladas y naranjas, la lumbre que proyectaba sombras de árboles, carpas y personas. Juego de los sentidos mezclado con el de las fantasías e ilusiones.

Los cerdos, las gallinas y los perros, todos libres y revueltos, aparecían maquillados ante los ojos incrédulos de quienes mirábamos a hurtadillas. Sus colores eran amarillo, azul, rojo y verde. En ocasiones eran dorados o plateados. Los pintaban como decoraban, también, los toldos de sus casas, con estrellas y lunas, con motivos geométricos; aunque había quienes suponían, en la comunidad, que la intención era ocultar la peculiaridad de cada animal, evitando así que los dueños, a quienes les habían robado los animales, los reconocieran. Se trataba de un truco, decían, tras un supuesto estilo de vida. Pero a mí me arrobaba. Los amaba y, a la vez, les temía.

Me sentía contento y orgulloso de mi raza, de la que conocía, incluso, la genealogía; no obstante, la de los gitanos me atraía y quizá, con un poco de labor de convencimiento, algún día hubiera aceptado aventurarme con esa gente que ha inspirado a escritores y productores de cine, radio y televisión. Uno de mis anhelos fue, justamente, involucrarme en una comunidad gitana y partir con ellos por el mundo, al menos durante varios meses, para luego regresar a casa con un canasto pletórico de historias y contar todas las peripecias ocurridas durante la aventura. Fueron sueños y suspiros de infancia, adolescencia y juventud.

Ya lo dije, era la década de los 60, en el inolvidable e irrepetible siglo xx. Por esos días, uno aún miraba personajes auténticos y singulares transitar por las calles, como aquel hombre que andaba con un oso al que hacía bailar al ritmo de un pandero. Era su modus vivendi. Espectáculo y juego de real peligro para el domador y nosotros, los espectadores; pero formaba parte de la época, de un período que ya no regresará. Gente que traía algo consigo y luego, al marcharse, se llevó sus secretos. Aún no se percibían con tanta intensidad, como ahora, los efectos de la masificación. Había hombres y mujeres genuinos y únicos.

Conforme las agujas del tiempo se introdujeron en la tela de la vida y dejaron el hilo y el estambre como constancia de su paso, las décadas me alcanzaron y un día, ya en Morelia, la capital de Michoacán, cuando me desempeñaba como reportero en un periódico local, encontré lo que tanto había deseado durante la infancia: la oportunidad de convivir con los gitanos. Antes lo había hecho, durante los primeros años de la juventud; mas nuevamente se presentaba la oportunidad de estrechar sus manos en las mías.

Entonces, una de mis tareas era realizar un reportaje cotidiano sobre determinada colonia citadina, destacando siempre sus problemas, historia y realidad. Ahora que lo contemplo desde una arista cada vez más distante, reconozco que fue un trabajo periodístico y sociológico muy interesante e intenso. Me encantó convivir con la gente y coadyuvar, en la medida de lo posible, a denunciar sus carencias y problemas. Un día iba a esta colonia, otro a aquella y uno más a esa, y si mis compañeros, los reporteros gráficos, se quejaban y criticaban, en ocasiones, mis elecciones e inclinación por los asentamientos más pobres y riesgosos, asegurando que buscaba peligro innecesario para todos, disfruté dicha etapa porque la ubiqué dentro de mi proceso de aprendizaje social. Aprendí y contribuí a ayudar a otros. Discurrían, entonces, los días de 1999. Era la noche del siglo xx.

Las andanzas me condujeron, sin esperarlo, a ellos, a los gitanos que establecieron su campamento en un gran terreno. Mi corazón palpitó, reconociendo los signos que se presentaban ante mis ojos. Impulsivamente, ante la sorpresa del fotógrafo, me aproximé a las tiendas con intención de realizar un reportaje sobre los gitanos, pues finalmente estaban en una colonia y formaban parte del paisaje urbano; aunque de inmediato pensé que se trataba de una oportunidad para relacionarme con ellos, compartir horas y días a su lado, participar en sus tertulias y aprender unos de otros.

Hermosas, cautivantes y envueltas en vestidos de uno e incontables colores, las gitanas llegaron hasta nosotros. Me miraron a los ojos como sólo ellas saben hacerlo, rodeándome y ofreciendo adivinar mi destino, mi suerte, por medio del café, las cartas o las manos.

Acaso niñas durante mi infancia o quizá imágenes de mis sueños más fantásticos, pero el hecho es que estaban frente a mí, auténticas, con la mirada firme y las formas más seductoras. Ejercían un hechizo fascinante e irresistible. Eran ellas, no cabía duda, las mismas criaturas otrora desnudas que salían de los carromatos tras los cerdos, las gallinas y los perros maquillados de tonalidades mágicas e increíbles, gritando en su dialecto, el romaní, sonriendo o llorando, mas reproduciendo los rostros de sus abuelas, de sus tatarabuelas, de sus antepasadas, miles de años antes, en el norte de la India o ya posteriormente, peregrinando por Europa, por tierras que hoy huelen a historia y pasado.

Miraron mis ojos, las observé y vi retratada mi imagen en los suyos que eran aceitunados unos y otros de un negro intenso, tan oscuro como la noche, invitándome secretamente a compartir incontables historias, a recordar pactos o algo ya olvidado, tal vez perdido en el tiempo.

Insistieron en adivinar mi futuro. Vencí el encanto que ejercían en mí y pregunté por él, por el patriarca, exponiéndoles mi interés de entrevistarlo para publicar un reportaje sobre la vida de los gitanos en la hora contemporánea, cuando los intereses de los dueños del mundo y la vorágine moderna devoran lo que huele a historia, pasado y tradiciones, para digerir todo y vomitarlo en forma de producto fabricado en serie.

Un tanto asustadas, hablaron en su idioma y una de ellas, la más ágil y joven, fue hasta el carromato del patriarca, quien salió acompañado de varios hombres y pidió que aceptara sentarme en una silla modesta, a su lado, protegidos por un toldo de colores. Ordenó a una mujer que sirviera café turco y a todos ofreció cigarros sin filtro. Así iniciamos la conversación. Había perros y gallinas, pero ya no estaban maquillados como los de mi etapa de inocencia.

¿Qué más podía pedir un hombre como yo, acostumbrado a las aventuras, a las vivencias cotidianas? Sentí que estaba en casa, incluso como un miembro más de la familia, situación que incomodaba a mi compañero fotógrafo, quien solamente deseaba concluir aquella reunión y, por lo mismo, su trabajo. Quizá no se sentía identificado, como yo, con aquellas personas.

Durante la plática, que se prolongó más de hora y media, el patriarca confesó que su raza enfrenta el desprecio de la humanidad y que la gente, en todos los pueblos, considera que los hombres gitanos se dedican a robar y las mujeres a engañar con la cartomancia y a obtener dinero a través de la prostitución; pero que se trata, en realidad, de una comunidad que ha padecido durante la travesía de las centurias. Revisamos el pasado, analizamos el presente y pronosticamos el futuro.

Bebimos otra taza con café. Le confié que yo tenía, en el fondo y desde una perspectiva figurada, algo de gitano, secreto que le agradó, según supongo, porque ya emocionado y al lado de sus hijos -niños y jóvenes-, pidió más café turco para todos, ofreció cigarrillos sin filtro, expulsó el humo del tabaco, miró hacia el cielo y declaró que su raza siempre será nómada, que no se admiten bajo otro régimen de vida y que ellos, sus descendientes y todas las generaciones, continuarán su tradición hasta la consumación de los siglos. El día que alguno modifique el esquema, dejará de ser gitano.

Ofreció todos los elementos para la realización del reportaje periodístico, el cual, al siguiente día, fue leído por innumerables personas que sintieron atracción por tan singular pueblo. Algunas personas se comunicaron telefónicamente conmigo para consultar acerca de los gitanos, interesándose en ir a su campamento a conocerles y preguntar, a cambio de algunos pesos, su destino, el pasado, el presente y el futuro.

Pronto, sin buscarlo, me familiaricé con los temas gitanos. Hubo quienes acudieron a mí con la finalidad de saber más acerca de ellos o relatarme sus experiencias. Y si alguien, una señora, confesó que tras pisar involuntariamente a una jovenzuela gitana, ésta, dueña de una mirada intensa, la observó enojada hasta provocarle dolor de cabeza que prevaleció todo el día, otros expresaron que al entrar allá, a las tiendas de adivinación, descubrieron y sintieron lo indecible. Unos hablaban favorablemente y otros, en cambio, con decepción e irritación.

Regresé a casa, al campamento, donde fui recibido con gusto. Miré, una y otra noche, los cielos estrellados, la bóveda sidérea con incontables luceros trazados en formas geométricas; observé, también, sombras de gente, árboles y tiendas que proyectaban las llamas, la fogata que proporcionaba calor y luz a ellos y a mí, los que solíamos participar en las tertulias. Bebí café turco y disfruté los perfumes del incienso, de las mujeres enigmáticas que bailaban y servían bocadillos, del humo que escapaba de las ramas acosadas por la lumbre. Oí las notas huidizas de sus instrumentos musicales, el quejido de las varas yacentes en la fogata y el murmullo del viento. Sentí las caricias del aire nocturno enrojeciendo mis mejillas. Palpé en mi corazón el latido del pueblo gitano. Aprendí su magia y sus misterios. Juro que viví contento. Cumplí, en parte, uno de los sueños de mi infancia.

Diariamente realizaba mis tareas reporteriles sin olvidar que allende el centro de la ciudad, en alguna colonia, aguardaban mis amigos. Una y muchas mañanas nebulosas y de lluvia compartí café turco con una vieja gitana, una tía de cabello encanecido y rostro surcado, quien solía hablar del destino; otros momentos, en tanto, los reservé a las mujeres más jóvenes de las que aprendí este y aquel truco. Escuché los gritos de la vida, las voces del silencio, los susurros del viento y la risa y el llanto de la humanidad y del universo.

Complaciente, llegaba en automóvil y les entregaba alimentos procedentes de un establecimiento comercial que semanas antes decidí cancelar porque no me redituaba utilidades acordes a la inversión y al tiempo dedicado. Ellas, las mujeres, llevaban las provisiones a sus respectivas tiendas, entregando una parte al jefe de su comunidad, al patriarca que todos los días recorría la ciudad, al lado de los muchachos, con el objetivo de ofrecer sus servicios de herrería, oficio que heredaron de sus antecesores. Eran expertos en elaboración de cazos y otras piezas.

Participé en sus rituales. Conocí sus claroscuros. Organizaron una boda inolvidable, pero días más tarde asistí a uno de sus funerales. Cuando la sangre de ella, tan hermosa cual flor al recibir el rocío de la mañana, se unió a la de él, todos sentimos emoción y estremecimiento, reconociendo que sellaban su raza, que quedaba asegurada la perduración de sus costumbres y tradiciones, que el mundo podría reír, distraer su atención en otras cosas, pero el espíritu gitano seguiría palpitando. El baile y la música trasladaron mi ser, siempre tan sensible, a otras horas, lejanas, es cierto, porque quedan en uno ciertas reminiscencias de algo que dicta al corazón y a la memoria que antes, al principio, éramos parte de un todo.

Jamás olvidaré el rostro de la joven gitana. Realmente era bella y simpática. Parecía extraída de un libro de cuentos. Estaba feliz. Llegó al momento culminante de su existencia, fiel a su credo, a su modelo de vida. Su dicha se desbordó y fue compartida por todos. Pocas veces he visto una cara como la suya. Comprendo por qué los forasteros se enamoran de las gitanas. Cómo me hubiera encantado, entonces, ser su enamorado. Cuántos capítulos e historias hubiéramos escrito aquí y allá, en un rincón y otro del mundo, con nuestras almas peregrinas fundidas durante los días lluviosos y soleados, las horas heladas, las noches oscuras y silenciosas.

Si la boda fue de ensueño, el funeral del muchacho, quien pasó a la transición a causa de una leucemia que le acosó día y noche, convirtiéndose al cabo de los meses en fiel compañera, resultó triste. Por doquier, en el gran terreno, había fogatas aquella noche. Gitanos de toda la región llegaron a las exequias.

Colocaron el cadáver enflaquecido, totalmente sometido por el dolor corporal, sobre una mesa de madera, rodeándolo de calabazas enormes, abiertas como fauces que enseñaban la piel naranja y semillas acumuladas en espera de recibir la luz de la vida. Ante la ausencia de ataúd, amarraron sus manos con una cuerda burda y gruesa, apoyando los codos en el abdomen endurecido. Su semblante amarillo e inerte recibía el fulgor de las llamas endebles de cirios y veladoras, mientras la fragancia de las flores recordaba cada instante la fugacidad de la existencia.

Ya entonces, los gitanos me llamaban hermano. Les llevé café, cigarros y bebidas gaseosas; posteriormente entré a la carpa donde yacía el cadáver y acompañé a la señora, a la madre del muchacho, que siempre se comportó con entereza y, además, no derramó lágrimas. Mujer fuerte, recibió mis condolencias y explicó con calma y sabiduría, absolutamente resignada, que la muerte de su hijo tan amado era cuestión del destino, de la vida, de la divinidad. Y cierto, aún pude percibir la esencia del joven. Su hálito atravesó el espacio donde estábamos su madre y yo. Ella repitió: “el es destino, hermano”.

Con aquella comunidad, la gitana, recordé los ciclos de la vida, palpé la dualidad cósmica, escuché el canto de las estrellas y sentí el arrullo de voces exquisitas que trasladaron mi ser a otras fronteras. Y si un día brotó la flor de la tierra, otro más se marchitó y se desprendieron sus pétalos que barrió el soplo de una tarde otoñal.

Una noche, cuando regalé una estufa usada a alguna de las familias gitanas, el vaho de la discordia apareció en el campamento. La mujer, encantada por el obsequio, solicitó ayuda para trasladar el mueble a su tienda, mientras otra, de mayor edad, musitó a mi oído palabras de rencor hacia nuestra hermana, reclamando mi acción porque sentía más derecho de recibir la dádiva. Acepté el reclamo con calma y diplomacia.

No obstante, admitió mi gesto noble y declaró que ya le habían comentado los espíritus, noches antes, que yo “estaba dedicado a hacer el bien”, que buscaba vivir en armonía con la creación y que me interesaba descubrir el sendero hacia el ascenso y el desenvolvimiento espiritual, por lo que sugirió que visitara su carpa la noche del siguiente domingo, donde leería mi mano y adivinaría mi futuro.

Las mismas criaturas incorpóreas que ciertas noches hablaban con ella, le comentaron que sólo faltaba algo para que yo alcanzara la plenitud. Oprimió mis manos y agregó que alguien, al parecer una mujer, pretendía causarme daño mediante brujería. Mostró interés en ayudarme. Prometió que lo haría gratuitamente, en agradecimiento al apoyo que la comunidad gitana había recibido de mi parte.

Llegué, como había prometido, a la tienda de la gitana, quien me recibió con el rostro envuelto en una mascada. Eran las 10 de la noche de un domingo apacible, en medio de una gran extensión de terreno, en un campamento similar a los muchos que admiré durante mi infancia. La bóveda celeste permanecía con sus estrellas titilantes. Sólo el murmullo de los grillos, refugiados en matorrales, se mezclaba, en otro extremo del campamento, con el susurro de gitanos reunidos alrededor de la fogata.

En un mundo que no me resultó desconocido porque desde la niñez he participado en diversos rituales, y no precisamente correspondientes a esa raza, la gitana pidió que me sentara en el suelo, en la tierra; luego encendió incienso y otras velas. Extendí mi mano e inició la lectura, argumentando que ellos, los espíritus, tenían razón cuando aseguraban que yo venía de sendas lejanas, que mis encarnaciones fueron importantes, pero que caí, que era bondadoso y que, paradójicamente, me encontraba en peligro por el odio que le inspiraba a una mujer joven de tez blanca, quien deseaba desencadenar toda la perversidad en contra mía.

Prosiguió. Explicó que ella, la joven, deseaba con vehemencia mirarme empobrecido, enfermo, macilento e impotente, arrastrándome y babeando en las calles, ante el asombro de toda la sociedad, y que tal era la razón por la que yo, años antes, había perdido dinero, prestigio y propiedades. Total, la dama pretendía mi ruina económica, espiritual, orgánica e intelectual. Sentía tal rencor hacia mí, que estaba dispuesta a cualquier cosa a cambio de atestiguar mi destrucción.

Inmersos en un ambiente enrarecido, apenas alumbrado por las flamas tenues de las velas, la gitana colocó ante mis ojos una bolsa con huevos, invitando a que eligiera uno, el que yo deseara de acuerdo con mis impulsos internos. Lo tomé. Lo observó e intentó quebrarlo contra la suela de uno de mis zapatos. Golpeó repetidas ocasiones sin conseguir su objetivo. Insistió. Finalmente, el cascarón ya no contuvo la clara y la yema que escaparon, huyeron, cayendo a la tierra, mientras mi amiga y hermana gitana analizaba un trozo de hueso que, según ella, provenía del interior. Limpió la pieza y pronunció ciertas frases en romaní, escupiendo al suelo e invitándome a emularla, a orar, a repetir una plegaria gitana muy antigua que le enseñó su abuela.

Cuando colocó el fragmento de hueso en mi mano, lo examiné y descubrí un rostro, la cara de una mujer joven de cabello claro, corto y rizado que parecía dirigir su mirada a la mía, quien presuntamente era autora de mis fracasos y mi ruina progresiva. La tenía frente a mí. De inmediato acudió a mi mente la imagen de una persona de facciones que reconocería en cualquier lugar del planeta; no obstante, controlé mi ánimo, recordando las enseñanzas de mis antiguos maestros, y devolví el objeto.

No sin gesticular, la gitana soltó el hueso. Nuevamente habló en romaní y explicó que se trataba de una cosa que quemaba la piel y hería el corazón. Algo con capacidad de rasgar las vestiduras del destino. Reveló, entonces, que me encontraba en grave peligro, que el riesgo era mayor de lo que suponía y que mi enemiga tenía capacidad para destruirme. Nuevamente exigió que escupiera y pronunciara ciertas frases.

El hálito del viento penetró la tienda e inclinó las flamas de las velas. Era una noche de desolación y silencio. Yo estaba solo, al lado de la adivinadora, quien interrogó si pretendía devolver el mal a la joven, formar un espejo etéreo y mágico para que los deseos malignos retornaran a la fuente que les dio origen, a lo que respondí que no, que nunca causaría daño a la gente. Ella instó a reembolsar el maleficio. No accedí y finalmente me felicitó, afirmando que ya lo sabía, que los espíritus también le habían comentado que mi ser no estaba contaminado.

Propuso que sin devolver el embrujo, podríamos disolverlo si yo colaboraba, anticipando, desde luego, que a ellos, los de la comunidad gitana, no les causaba daño el hecho que flotara en el ambiente fuerza tan negativa porque estaban acostumbrados, desde que nacían, a tratar con diversas clases de energía, pero que me perjudicaría, por lo que resultaba perentorio actuar.

Dentro de la trama, confesó que me consideraba amigo y hermano, que estaba agradecida con los regalos que había entregado a la gente del campamento, que no cobraría por la ayuda que me proporcionaría. Igualmente, preguntó con qué cantidad de dinero estaba dispuesto a colaborar para curarme de tan grave encanto. Le expliqué que ella misma reveló, minutos antes, que yo había empobrecido; pero manifestó que entre la gente que yo conocía, seguramente existían integrantes acaudalados, quienes podrían proporcionarme recursos si se los pedía. Le dije que no era así y que mi proceso de empobrecimiento parecía incontenible. Asimismo, declaró que el impulso malévolo flotaba y que si no lo abatíamos, acabaría con sus hijos. ¿No antes había asegurado que a los gitanos no les perjudicaban los hechizos?

Al parecer, estaba atrapado en una mazmorra gitana. ¿Qué podía hacer encerrado en una tienda de aquel campamento, en medio de un baldío desolado, la noche agonizante de un domingo otoñal? Carentes de identidad, serían capaces, si se empeñaban, de acabar conmigo y dejar mi cuerpo abandonado en algún paraje desolado y lejano. Acudieron a mi cerebro los consejos de los protagonistas de otra época, la de mi infancia, referentes a que los gitanos eran gente non grata. Non grata y non santa. Experimenté amargura y dolor al descubrir que una gitana rompía la hermandad, el sentimiento de amistad, mancillando lo más bello que puede entregar una persona a otra.

Para mí, la amistad es algo más que una casualidad o un saludo; se trata, en realidad, de capítulos mutuos, una historia compartida, un sentimiento intenso e inquebrantable. Y si tal es mi concepto de la amistad, el del amor es superior.

No tenía salida, así que decidí abordar el furgón de un ferrocarril que cualquier instante podría descarrilarse. Actué. Acepté la invitación. Ya contenta, llamó a su hija, joven y linda, en romaní, instruyéndola para que se dirigiera a la tienda del patriarca y le pidiera un préstamo de dos mil pesos, suma que le reintegraría en cuanto yo pagara no la deuda, sino la ayuda proporcionada.

Después de hablar en su dialecto, la hija entregó 10 billetes de dos mil pesos cada uno a su madre, quien procedió a rozarlos por todo mi cuerpo al mismo tiempo que entró en un trance extraño, articulando sílabas que formaban parte de una oración. Concentrada en su acto, celebró una misa para ahuyentar la mala fortuna y atraer el bien, la salud, la suerte, la vida, la opulencia y el amor. Modificó la posición de las fuerzas. Repetí otra oración con ella. Escupimos al suelo, acto que va contra mis costumbres. De repente, formó un montón de tierra al que añadió agua; preparó una mezcla de barro, un amasijo de lodo, e introdujo los billetes para posteriormente, en un acto raudo e inesperado, despedazarlos.

O sus manos fueron tan vertiginosas que intercambió con su hija, cuando las pasó por mi espalda, los billetes por papeles en blanco, o en verdad cometió la torpeza de romperlos; pero lo cierto es que el acto se transformó en pasaporte de una discusión posterior. Exigió que me tranquilizara para concluir la celebración. Y así fue.

Caminamos por la orilla desolada del campamento y en determinado paraje, bajo el resplandor de las estrellas, arrojamos el hueso con la pintura de la joven hechicera. Regresamos a la carpa, donde me entregó un costalito con polvos mágicos y certificó que yo estaba a salvo de cualquier maleficio; pero que a cambio, como hermanos que éramos, debía cumplir mi promesa de pagar el dinero que dedicó a mi amparo. Cantidad que, aparentemente, debía al patriarca, quien la sancionaría ejemplarmente si no resarcía la deuda.

Ante mi oposición, aseguró que conocía personas con mejor posición económica a la mía y estableció un plazo de 12 horas para reintegrarle el dinero invertido en mi rescate; de lo contrario, las fuerzas perniciosas renacerían de las entrañas de la tierra y ella y sus hijos sufrirían maldiciones y trastornos inimaginables. Casi pronosticó el caos mundial, la extinción de la humanidad, el fin del planeta. Se trataba, insistió, de algo relacionado con huesos, “tierra de panteón” y muerto

Fingí preocupación porque obviamente pretendía esquilmarme. Prometí regresar al siguiente día, puntual, con el monto acordado, ah, y con otra estufa o, si era posible, con sillones de una sala. Era madrugada cuando salí de la carpa. Al asomar, suplicó que tuviera compasión de su familia. Partí encolerizado y melancólico. Sentí decepción. Amargura que hirió mi sensibilidad.

Antes de llegar a casa, desvié mi camino al hogar de cierta persona, a quien cariñosamente llamaba madame Eau de Morsoi. Eran las dos de la mañana cuando, en la sala de su casa, le narré mi aventura, de modo que repetimos la escena del huevo y claro, no contuvo huesos ni el esbozo de aquella dama imaginaria que aparentemente deseó la peor tragedia para mí.

Las dudas se disiparon y solamente quedaron sombras causadas por el dolor y la tristeza, la decepción de haber sido traicionado por una gitana perteneciente a una comunidad que recibió beneficios desinteresados de mi parte, a pesar de encontrarme en una situación económica bastante complicada.

Una vez más, comprobé las enseñanzas de mis antiguos maestros, quienes dejaron en mí el mensaje de que si acaso existen abismos, celdas, espectros y fronteras, son los que moran en el interior de cada persona, porque uno elige, finalmente, las luces o las sombras, los palacios o las pocilgas.

Creí que la señora, la gitana, me buscaría en las oficinas del periódico donde laboraba; pero jamás llegó porque evidentemente actuó mal, con trampa y ventaja. Abusó de la amistad que le ofrecí. Quizá si le hubiera comentado al patriarca la conducta de aquella mujer, la habría reprendido; pero ya no regresé al campamento y ellos, mis amigos y hermanos, partieron a otras tierras, a pueblos distantes, tras meses de estancia en ese rincón moreliano.

Un día me encontraba en un pueblo, rumbo a lo que en Michoacán denominan “tierra caliente”, cuando leí en un periódico regional que la policía había aprehendido a dos mujeres gitanas que intentaron estafar a una señora, prometiéndole que sanarían a su hijo, un muchacho que tenía atrofiadas sus facultades mentales. Al no obtener resultados satisfactorios, la madre ofendida denunció a las gitanas que ya habían recibido cierta cantidad de dinero.

Casualmente, una de ellas era la hermana, la mujer que una noche anónima, en algún rincón de Morelia, pretendió embaucarme. Estaban pagando el precio de su ambición. La maldición gitana nunca llegó a mí, y si posteriormente sentí el roce de las espinas, fue porque yo lo provoqué, como también, es cierto, experimenté la paz profunda cuando la invoqué.

Han transcurrido los años y no he vuelto a coincidir con el campamento gitano donde se cumplió, en parte, mi sueño de la infancia; mas por ser la gitana una de las comunidades que cada vez se le encuentra con menor frecuencia en el paisaje, transitando así a la historia, he guardado su imagen en mí con el deseo de plasmar su recuerdo en estas páginas. Después de todo, cualquier turista puede coincidir con ellos durante alguno de sus viajes. Quien deambule por los caminos michoacanos, quizá algún día coincida con ellos, con los gitanos que andan aquí y allá, en un rumbo y en otro, como sus antepasados que desde tiempos inmemorables salieron del norte de la India hacia rutas insospechadas del mundo.

Obviamente, como en todos los pueblos y razas, existen gitanos buenos y malos. Por mi parte, cumplí mi sueño infantil de convivir con los gitanos y aprendí la lección; aunque en ocasiones pienso que si nuevamente tuviera la oportunidad de coincidir con ellos, en algún campamento, seguramente no dudaría en unirme para protagonizar las historias que siempre imaginé y soñé.

Políticos mexicanos, malos ejemplos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

La exoneración de Raúl Salinas de Gortari, la casa blanca de la familia presidencial, la costosa mansión del secretario de Hacienda y Crédito Público y la relación de negocios del Grupo Higa con la clase gobernante del país, son ejemplos claros de que las leyes no aplican a quienes se han apropiado del poder económico y político en México.

El más reciente caso, el del hermano incómodo del ex presidente Carlos Salinas de Gortari, muestra el grado de corrupción y el tráfico de influencias que existe en el Poder Judicial, donde a pesar de las pruebas, el señor, dueño de una fortuna superior a los ingresos que percibió en el pasado, quedó absuelto.

Aparentemente, la noticia sobre la exoneración de Raúl Salinas de Gortari, la cual causó irritabilidad entre amplios sectores de la sociedad mexicana, parece ser un distractor más para que los mexicanos olviden el tema de la casa blanca de la esposa del presidente Enrique Peña Nieto y la residencia que adquirió el secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray Caso.

Claro, parecen lucubraciones de uno pensar que el perdón al hermano del ex presidente Carlos Salinas de Gortari forma parte de un mensaje claro y tajante: “entiendan, mexicanos, en nosotros, los dueños del poder, no se ejerce el peso de la ley porque somos quienes manejamos la justicia a nuestro antojo, intereses y conveniencia, e integramos la élite privilegiada e intocable de este país. No insistan en remover los temas relacionados con la mansión presidencial en Las Lomas de Chapultepec y la residencia del secretario de Hacienda y Crédito Público, ejecutor de las políticas fiscales, ni se atrevan a abordar asuntos que parezcan ofrecer indicios o sospechas de corrupción, porque somos intocables, Una muestra es el caso Raúl Salinas de Gortari. No pierdan el tiempo. Lo mismo sucederá con la casa blanca y el palacete de Malinalco. Ustedes padecen amnesia y nosotros, en cambio, ostentamos el poder, tenemos proyecto y sabemos bien lo que deseamos”.

Se trata de mensajes muy precisos para los mexicanos, pero a la vez cínicos, desafiantes, perversos y riesgosos porque por una parte demuestran que la corrupción e impunidad entre la gente del poder no se castigará, y por otro lado, en tanto, son una invitación a imitar y hasta superar los modelos de enriquecimiento por medio de recursos públicos ante una justicia y leyes mancilladas.

La clase política mexicana ha sido tan audaz, que la mayoría de sus cuentas e inversiones bancarias y propiedades multimillonarias se encuentran a nombre de las esposas o de familiares, de manera que resulta imposible confiscarles sus bienes, aunque se compruebe la procedencia ilícita de sus fortunas.

Por cantidades ínfimas, cualquier ciudadano mexicano ya se encontraría en prisión, acusado de disponer de recursos de procedencia ilícita, tal vez por evasión fiscal o lavado de dinero. Las autoridades hacendarias son tan estrictas e inflexibles, que hasta por un error en los datos de las declaraciones los contribuyentes pueden resbalar a un proceso agobiante, similar a una pesadilla.

Si resultan ofensivas y perjudiciales las prácticas y conductas asumidas por la clase gobernante, más peligroso para México será que sus millones de habitantes se acostumbren a las noticias referentes a enriquecimiento sospechoso de funcionarios públicos y políticos, a sus respuestas ambiguas y contradictorias, a su falta de transparencia y a su descaro para tratar temas tan delicados, porque entonces entraremos a un terreno fangoso en el que todos podremos practicar la corrupción sin temor a causar daño ni ser castigados al tener la convicción de que la justicia y las leyes se compran.

¿Maestros y doctores para curar a México?

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Ostentan -sólo eso- títulos que los acreditan como maestros y doctores por parte de universidades mexicanas y extranjeras de prestigio, inaccesibles a las mayorías, donde el mundo es analizado y contemplado desde otra perspectiva, la de los poderosos y sus servidores; pero en la práctica -pregúntele a la sociedad mexicana-, su desempeño y resultados como funcionarios públicos y políticos son mediocres, contrarios a los intereses nacionales. Generalmente, en nada benefician a millones de familias que enfrentan crisis económica y una serie de problemas que colocan al país en riesgo de resquebrajamiento.

Teóricamente asistieron a las aulas universitarias diseñadas para la élite y adquirieron mayores conocimientos que aquellos que cotidianamente recibieron clases en instituciones públicas con paros de actividades, o privadas, pero de menor categoría. En la práctica, son los que han rematado a México y conducido al empobrecerlo a amplios sectores de la sociedad; aunque claro, ellos, los maestros y doctores de la función pública y la política, poseen cuentas millonarias, residencias de lujo, vehículos blindados y todos los beneficios que pertenecen a la clase gobernante.

Al contender en campañas políticas o cuando reciben nombramientos como funcionarios o los anuncian en los actos públicos, con frecuencia destacan su formación académica, sus títulos universitarios, al grado que da la impresión de que poseen las fórmulas y llaves para asumir su responsabilidad ante los mexicanos y enfrentar los problemas y retos de la hora contemporánea a favor de las mayorías.

Los años de gestión en cualquiera de los tres poderes, transcurren fugaces y se suman, hasta convertirse en ayer, en historia mediocre y sucia que muy pocos comprenden para no volver a resbalar en los mismos errores. Siempre es lo mismo. Resurgen como salvadores del país y al final se convierten en señores acaudalados, dueños de fortunas inmensas, ante el empobrecimiento y endeudamiento de la colectividad.

Así, la actuación de los relucientes funcionarios y políticos con maestrías y doctorados, muchas veces es tan absurda y perversa como la que mostraron hace décadas quienes les antecedieron. La mayoría se enriquecen ilícita e inexplicablemente y heredan lastres a millones de mexicanos todavía adormilados, aplaudidores de bellezas artificiales, críticos de café, conformistas con recibir las migajas del pan que les arrebatan.

Si bien es cierto que la ambición desmedida parece formar parte de la naturaleza humana, y más cuando se ostenta el poder, los funcionarios y políticos mexicanos parecen competir entre sí en la incansable carrera de corrupción y enriquecimiento exagerado e ilegal.

El desempeño tan pobre en resultados para los mexicanos por parte de tales funcionarios y políticos, quienes actúan como dueños de la nación, indican que en las universidades únicamente les enseñaron a trabajar por el bien propio, a negociar, relacionarse y ponerse bajo las órdenes del Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, el Grupo de los 7, instituciones financieras de carácter internacional y trasnacionales.

Se doblegan ante los intereses mundiales y se preocupan más en atender la macroeconomía que las necesidades urgentes de millones de habitantes que cada día enfrentan problemas y crisis derivadas de las políticas gubernamentales erróneas; aunque en el lapso de los últimos años su ineficiencia ha quedado al descubierto. Engañan a los mexicanos, o eso pretenden, al hacerles creer que en el año habrá crecimiento y más tarde, ante la realidad que ellos mismos provocan, presentan argumentos ridículos y ajustan sus perspectivas a la baja. Ahora ni siquiera pueden controlar la cotización del peso frente al dólar. El precio del petróleo ha caído abruptamente en los mercados internacionales y no cuentan con estrategias. Presumen sus estudios de posgrado y hasta son tecnócratas; pero también, deben admitirlo, hombres y mujeres desnudos ante el mundo por los niveles de miseria en que han colocado a México.

Aprendieron a involucrarse y negociar con las grandes instituciones financieras del mundo, pero no con la población, contigo y conmigo, con los millones de mexicanos que hoy reclaman honestidad, justicia, gobernabilidad, desarrollo integral, equidad, oportunidades reales de desarrollo y no discursos demagógicos ni dádivas ofensivas que se adquieren con los impuestos a muy alto costo.

Conocen el pensamiento de los ideólogos de la política y economía mundial; sin embargo, desconocen o al menos eso aparentan, las lecciones históricas, el peligro que representa el empobrecimiento acelerado de millones de personas, el desempleo masivo, la formación de cinturones de miseria, la pérdida de poder adquisitivo, el cierre de empresas y la aplicación exagerada e irracional de impuestos, entre otros factores riesgosos para la estabilidad, en medio de un ambiente de corrupción, inseguridad, represión, deshonestidad, cinismo, ausencia de rumbo e impunidad.

Para colmo, los maestros y doctores de la función pública y la política mexicana, ahora han adoptado la manía de no responder oportunamente a los reclamos sociales, consentir que ocurran las catástrofes, lucir descaradamente su riqueza de dudosa procedencia, contestar tardíamente con argumentos absurdos y contradictorios, y al quedar rebasados por las quejas, críticas y circunstancias, callar. No tienen respuestas.

Entre los flamantes funcionarios y políticos mexicanos que hoy lucen títulos universitarios de maestrías y doctorados, y los que hace muchos años ridiculizó Cantinflas en sus películas, no se percibe diferencia en los fines individuales y de grupo que persiguen, a excepción del estilo y los métodos con que actúan en perjuicio de la sociedad y de México.

México necesita y exige funcionarios y políticos comprometidos con la nación, con sus habitantes, no con el Banco Mundial ni otras instituciones financieras que se interesan en objetivos ajenos a los de la población. Más que maestros y doctores que se conducen como deidades y cuyos resultados son pobres y desastrosos para la sociedad, México requiere hombres y mujeres comprometidos, responsables y honestos que verdaderamente encaren los retos y reclamos nacionales de la hora contemporánea.

Mariposas Monarca, lienzo y poemario de la naturaleza

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA 

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Montañas, las del oriente de Michoacán, transformadas en lienzo, partitura y poemario de la naturaleza, porque allí, en lo más intrincado del bosque cobijado por la neblina matinal, posteriormente disipada por la luz solar que intenta filtrarse por las coníferas, la policromía de las flores y las mariposas, el concierto de los pájaros y los riachuelos y la armonía y el equilibrio en todas las expresiones del paisaje, se perciben irrepetibles, intensos y subyugantes.

Cuando el viento pertinaz rasguña las nubes apelmazadas y ensortijadas, hasta convertirlas en filamentos endebles y de efímera belleza, o en el instante fugaz en que la corriente entume los helechos y matorrales que crecen en la orilla y próximos a los troncos cubiertos de musgo, parece como si una mano mágica -la de la creación- pretendiera que todo palpitara al mismo ritmo y se manifestara con múltiples rostros. Como que hay un orden en todo.

Y es que desde el azul intenso del cielo y la blancura de las nubes rizadas o rasgadas por el aire helado, hasta las tonalidades verdosas del musgo, de las plantas silvestres y del follaje de los oyameles y los pinos, mezclados con el café peculiar de los hongos y de los troncos arrugados y el matiz intenso de las flores aromáticas, reunidas en ramilletes o solitarias en lo más sombrío del bosque, se siente el palpitar de la vida, alterado más tarde -de octubre o noviembre a marzo de cada año- por las pinceladas de la naturaleza que incluyen en su tapiz los colores blanco, naranja y negro de docenas, cientos, miles, millones de mariposas Monarca que revolotean alegres e inquietas es un escenario imponente.

Realmente se trata de un juego de colores y formas, de luces y sombras, cuando el bosque se convierte en morada temporal, en casa, en refugio invernal de incontables mariposas Monarca, peregrinas, viajeras incansables, que ya traen en la memoria colectiva, desde hace miles de años, la fórmula y el itinerario de sus antepasadas, los rumbos que les resultan familiares, las rutas de los parajes que les dan asilo temporal.

Corpulentos e imperturbables, los oyameles y los pinos añejos y perfumados extienden sus ramas en las que posan, cual huéspedes distinguidos, grupos de mariposas que obstruyen el verdor natural a cambio de sus alas blancas, naranjas y negras, con dibujos y diseños irrepetibles cual huellas digitales o signos en las partituras de una sinfonía magistral.

Inmersas en un mundo que es el suyo, distante del ruido y donde el oxígeno, a esa altura, es tan puro, se atraen unas con otras y hasta permanecen reunidas en los ramajes en grandes comunidades convertidas en racimos que cuelgan de los árboles, mientras otras, más desenvueltas, vuelan, agitan sus alas estimuladas por los rayos solares que se filtran en el bosque y alumbran las flores, los helechos, los hongos y el musgo. Unas posan en los pétalos, de los que hurtan el sabor de la naturaleza, de la creación; pero otras, ya envejecidas, agotadas por la jornada existencial, por el viaje, llegan al suelo y aletean una y repetidas veces en un proceso inquietante y misterioso de agonía, hasta fundirse con la hojarasca, con la tierra, con el todo. Sentimiento, el de su muerte, similar al del ocaso, al de la hora que se mece entre el atardecer y la noche, al del instante postrero, cuando las luces se transforman en sombras.

Entre más alumbra el sol las frondas, mayor es el número de mariposas que se desprenden de los ramilletes y vuelan, dan vueltas, aletean, giran y recuerdan que la vida es dinámica y, la vez, efímero. Parecen incansables. Transmiten la alegría y la emoción de coexistir dentro del palpitar de la naturaleza.

Espectáculo inagotable, hechizante, mágico. Concierto silencioso que se percibe con los sentidos y el corazón; poema que embelesa y conduce a rutas insospechadas; lienzo que reproduce el soplo divino. A algunos les parece, por cierto, el juego de Dios; a otros, en tanto, las combinaciones de la naturaleza; a unos más, en cambio, una simple manifestación de la vida.

No cesa la vida en los bosques del oriente michoacano, colindantes con los del Estado de México. Las montañas boscosas, constantemente acosadas por neblina que flota con lentitud, en las que los cantos de los pájaros y el rumor de los insectos se propagan incesantes, como extraídos de un mundo cada vez más extraño, albergan comunidades millonarias de mariposas Monarca.

Comparten las fragancias, los colores y las formas del bosque. Vuelan. Están en su hogar, en su otra casa, la de México, la de Michoacán, lejos de su morada veraniega en Canadá y Estados Unidos de Norteamérica, cual intermediarias entre una generación, la que partió, y otra, la que finalmente llegará. Son las de en medio, las que realmente disfrutan la estancia en los bosques michoacanos y mexiquenses.

Ya desde los senderos se contemplan, bellos y majestuosos, los insectos peregrinos que vuelan durante instantes de acentuada brevedad, como sus existencias, acaso en un ritual de la vida que cada generación ha repetido desde hace milenios.

Con atuendos y maquillajes auténticos y propios, son actrices en el escenario boscoso, donde conviven en armonía y equilibrio, aprovechando cada instante el desenvolvimiento de su esencia.

Quienes pertenecemos a la hora contemporánea, sabemos que su nombre científico es Danaus Plexippus Linneo y que se trata de lepidópteros muy resistentes a las condiciones variables del clima Presentan, incluso, longevidad de nueve meses, equivalente a doce veces más que otras especies de esa clase de insectos.

De acuerdo con investigaciones de los especialistas, desde hace 40 mil años las mariposas Monarca, procedentes de Norteamérica, entre las Montañas Rocallosas y los Grandes Lagos, emigran a parajes situados en Angangueo, Contepec, Maravatío, Ocampo, Senguio y Zitácuaro, donde llegan a partir de postrimerías de octubre e inicio de noviembre de cada año y retornan a su lugar de origen alrededor de marzo.

Recorren más de cuatro mil kilómetros de distancia a una velocidad aproximada a 20 kilómetros por hora. En un lapso de 25 días, cubren un trayecto de tres mil kilómetros. Vuelan a 50 metros de altura en zonas planas y a 10 en las montañas.

Su sentido de orientación continúa como incógnita para los científicos. En realidad, las mariposas que llegan a los santuarios son descendientes de las que partieron del lugar de origen.

Es un insecto que se agrupa. Forma comunidades compuestas por aproximadamente 600 individuos; al llegar a las zonas boscosas de Michoacán y parte del Estado de México, han llegado a sumar hasta 160 millones de mariposas.

La cifra puede variar, e incluso la tendencia en los últimos años ha sido de disminución, pues la tala clandestina de árboles en la región, las alteraciones en el uso de suelo y el desequilibrio ecológico, han contribuido a alterar su entorno y sus condiciones de vida durante su permanencia en el país. De hecho, su sobrevivencia involucra a los tres países de América del Norte.

Si bien es cierto que durante años la comunidad científica del mundo reconocía que la mariposa Monarca pasaba el invierno en alguna zona distante a su lugar de origen, fue hasta 1975 cuando quedó oficialmente al descubierto la región de hibernación, donde las temperaturas normales alcanzan cerca de cero grados centígrados. Se trata de áreas boscosas con una altitud promedio de tres mil 300 metros sobre el nivel del mar.

La búsqueda de los lugares de hibernación fue iniciada, en 1938, por el zoólogo canadiense Fred Urquhart, quien demostró que el vuelo de la mariposa Monarca es diurno y que se alimenta durante las noches.

La mariposa Monarca habita, en verano, la región norte de Estados Unidos de Norteamérica y la zona sur de Canadá. Esa es su otra morada, la casa distante, el hábitat lejano de tierras michoacanas y mexiquenses.

La hipótesis de su migración se fundamenta en diversos análisis. Les atrae el magnetismo del área minera del oriente michoacano y de una porción del Estado de México. El microclima de los bosques de oyamel produce en tales insectos un retraso metabólico que les ayuda, incluso, a alcanzar la madurez sexual cuatro meses después de su nacimiento. De esta manera, la próxima generación nacerá una vez que los grupos hayan emprendido el retorno. En mayo llegan al semidesierto del norte de la República Mexicana y del sur de Estados Unidos de Norteamérica, región en la que existe asclepcia, planta en la que nacen y de la que se alimentan. Continúan el viaje hasta el lugar de origen de sus antecesoras.

La asclepcia, denominada popularmente “algodoncillo” o “venenillo”, contiene un alcaloide peligroso para otras especies; pero representa protección para las mariposas Monarca porque al ser devoradas por las aves, acelera su ritmo cardíaco y propicia su muerte.

Durante el apareamiento, los machos consumen las últimas reservas de energía que conservan tras largas jornadas de vuelo y el aletargamiento de los meses fríos, razón por la que mueren.

En tanto, las hembras depositan los huevecillos en las asclepcias, hasta que en un ciclo de 10 días salen orugas que se fijan a las ramas y tejen a su alrededor capullos de seda, donde completan su metamorfosis. Se registran la maravilla y el milagro de la vida. Salen mariposas bellas que continúan el viaje de retorno durante los primeros días de abril.

Ya en 1980, fue decretada la protección a la mariposa Monarca en todo el país. Años más tarde, en 1986, se emitió un decreto adicional que establece un área de conservación de flores y fauna, localizada en los municipios michoacanos de Angangueo, Contepec, Ocampo, Senguio, Tlalpujahua y Zitácuaro, y en los mexiquenses de Donato Guerra, San Felipe del Progreso, Temascalcingo y Villa de Allende.

No obstante la intensa labor de búsqueda de santuarios que emprendieron los científicos, los nativos del oriente michoacano ya conocían desde hacía mucho tiempo antes el rostro de las mariposas Monarca. Tuvieron el privilegio de convivir con tan extraordinario insecto siglos antes de que la comunidad científica del mundo y los turistas se maravillaran con su presencia.

Las ráfagas del viento helado las aglutinan, las invitan a reunirse en las ramas, en los árboles, en ramilletes mágicos que entonces adoptan tonalidades apagadas por el reverso de sus alas; pero los besos cálidos del sol las llaman e inquietan para que nuevamente bailen en el aire o reflejen su belleza efímera en el agua, en los charcos que retratan la profundidad del cielo y la temporalidad de las nubes.

Y así se acumulan los minutos, las horas, los días, en aquellos rincones boscosos del oriente michoacano y los parajes mexiquenses, hasta que concluyen sus vacaciones y coinciden en el retorno a la morada, en el regreso al hogar. Dejan por unos meses su otra casa, la de Michoacán y el Estado de México, que siempre, como mujer maternal, las esperará con amor en su regazo.

Espectáculo maravilloso y singular el de las mariposas Monarca en los bosques, en las montañas, al oriente de Michoacán y en los parajes del Estado de México, rincones que eligieron sus ancestros, hace milenios, para hibernar y convertirse, sin sospecharlo, en patrimonio natural de la humanidad.

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¿La ropa sucia se lava en casa?

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Existe un dicho entre los mexicanos que sentencia “la ropa sucia se lava en casa”, alusivo a que los problemas y diferencias familiares, entre amigos, vecinales o de cualquier índole se solucionan dentro de sus respectivos ámbitos, sin necesidad de que trasciendan y los demás se enteren; no obstante, el coraje, la frustración y la impotencia de la sociedad contra la clase política es tanta, que resulta imposible callar y esconder los niveles de corrupción e impunidad que se practican en el país y que, además, la comunidad internacional conoce y condena severamente.

Hace unos días, para asombro de millones de personas en todo el mundo y vergüenza por parte de los gobernantes y políticos que no han sabido actuar ni conducir al país a la altura de los mexicanos, el joven universitario Adán Cortés Salas tuvo el valor de manifestarse durante la ceremonia de entrega del premio Nobel de la Paz, en Oslo, Noruega, concedido a la paquistaní Malala Yousafzai y al presidente de la Marcha Global contra el Trabajo Infantil, Kailash Satyarthi.

Unos censurarán al joven de 21 años de edad, estudiante de Relaciones Internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México, por su falta de diplomacia, mientras otros, en tanto, lo condenarán por oportunista y aprovechar la atención mundial para convertirse en personaje célebre, obtener asilo y beneficiarse a través de una supuesta lucha social, y algunos, en cambio, criticarán sus actitudes y reacciones de estudiante impulsivo e inmaduro; sin embargo, independientemente de cualquier argumento, es innegable que él, Adán, demostró y representó en ese momento el enojo de amplios porcentajes de mexicanos contra su presidente, los funcionarios públicos y la clase política, quienes al parecer, por lo hechos sin aclarar, están más inmersos en sus privilegios e intereses personales y de grupo que en trabajar por el desarrollo integral de la nación.

Por unos segundos, las cámaras captaron a Adán con una bandera mexicana, manchada de rojo, color que simboliza la sangre que se ha derramado en perjuicio de innumerables personas, ante una estructura política inhumana, insensible a las causas sociales y aferrada en sostener sus aprobadas reformas impuestas y que no necesariamente reflejan los intereses de las mayorías, como la fiscal, por ejemplo.

Evidentemente, el joven mexicano fue retirado del escenario y sancionado. Volvió a remover, por si los gobernantes y políticos creían que los temas ya estaban cubiertos por la sepultura del olvido, asuntos como el de los normalistas de Ayotzinapa, y de paso, claro está, la casa blanca y otras cuestiones muy delicadas para el México.

No se puede negar que esa clase de expresiones se presentan cuando las autoridades no responden oportunamente ni tienen capacidad para resolver los problemas que mortifican a los mexicanos. Cierto que existe la posibilidad de que alguien apoyó al joven a acreditarse e ingresar al recinto de premiación; aunque el colmo sería que algún miembro de la clase política mexicana declarara, como suelen hacerlo, que tras la conducta del universitario Adán Cortés Salas existen intereses perversos que pretenden deslegitimizar al gobierno, generar inestabilidad, debilitar las reformas estructurales que cambiarán al país y provocar sangre y “espectáculo”.

¿Otra vez a pagar tenencia?

En Michoacán

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Insensibles a la realidad social, los gobernantes suelen recurrir a la aplicación de mayor cantidad de multas, sanciones e impuestos en perjuicio de los mexicanos que cotidianamente enfrentan condiciones negativas derivadas de actos de corrupción, sostén de una burocracia improductiva, excesos en el gasto público, aplicación de políticas erróneas en materia económica y manutención , por así llamarle, de una nueva casta de funcionarios recomendados -asesores y secretarios técnicos, entre otros- que para lo único que sirven es para cobrar sueldos que ofenden a las mayorías empobrecidas y endeudadas.

Ese es el caso de un estado como Michoacán que desde hace al menos 12 años ha enfrentado corrupción, saqueos multimillonarios y problemas graves sin que autoridad alguna intervenga en serio para castigar a los responsables, recuperar los desfalcos y rectificar el rumbo.

Carentes de responsabilidad social, los especialistas del Gobierno de Michoacán coincidieron en que la mejor fórmula para solventar parte de los enormes compromisos heredados por administraciones anteriores y deudas añejas con proveedores, es la reactivación del impuesto a la tenencia vehicular, medida antipopular y absurda que durante décadas implementaron administraciones corruptas y demagogas en México, siempre perjudicando la economía familiar y respaldados, no podían faltar, por legisladores aplaudidores, improductivos e ineficientes que generalmente no han hecho algo positivo por la nación y sí, en cambio, han representado una carga millonaria para la sociedad y un lastre nacional en muchos de los casos.

Resulta que ahora, como el marido borracho y desobligado que tras despilfarrar el dinero y acabar con el patrimonio familiar, jura portarse bien y pretende que su esposa e hijos descuiden sus actividades y proyectos de vida para que le ayuden a pagar las deudas que irresponsablemente contrajo durante sus francachelas, el Poder Ejecutivo de Michoacán confía en que los otros, los diputados locales, cuyo desempeño ha sido extremadamente pobre, aprueben su esperanzadora propuesta.

Se trata de una medida emergente y carente de imaginación y sensibilidad que afectará a todos los habitantes de Michoacán, ya que si bien es cierto que uno de los argumentos oficiales sobre el tema ha sido que no perjudicará a las mayorías porque solamente pagarán impuesto los propietarios de vehículos con hasta 10 años de antigüedad, hay que recordarles a los funcionarios y políticos que un amplio porcentaje de personas  hacen el esfuerzo para adquirir automóviles nuevos en las agencias. Es golpe a la economía de las familias, aunque lo nieguen. Si tuvieran apertura sobre el tema, habría que invitarlos a arrastrar el lápiz, como dicen algunos, y hacer cuentas, de modo que resultaría factible diseñar e implementar fórmulas diferentes.

Y mientras unos y otros esperan los resultados de un encuentro en el que indudablemente habrá quienes se desgarren las vestiduras para finalmente levantar la mano, como acontece en los recintos legislativos del país transformados muchas veces en carpas, la economía de Michoacán es una de las más desastrosas de la República Mexicana, al grado de que cada vez se registran mayores índices de desempleo y personas endeudadas, a pesar de lo que indiquen las estadísticas oficiales. Basta con descubrir en las principales ciudades michoacanas el alarmante número de locales en renta y hasta la cantidad de terrenos y casas en venta. No hay dinero entre las clases baja y media.

La economía de Michoacán no está paralizada, sino en franco proceso de desmoronamiento, situación grave si se toman en cuenta los posibles escenarios sociales y en materia de seguridad que pueden desencadenarse si continuamos en el mismo sentido.

Hay un empobrecimiento preocupante versus los niveles de ingresos que percibe esa nueva casta de asesores, secretarios técnicos y funcionarios, cuyas plazas se crearon para favorecer a personas recomendadas por la clase política que hoy pretende dar otro golpe a la economía popular. Es fácil identificarlos en las dependencias y detectar de inmediato su ineptitud y prepotencia en funciones que se duplican y no tienen sentido, pero sí dañan las finanzas públicas que provienen de los impuestos que cada día paga la sociedad con mayor esfuerzo.

Más que seguir dañando a la población con impuestos totalmente injustificables e irracionales, las autoridades y los políticos michoacanos deben limpiar la casa, sanear las finanzas públicas, y habría que recordarles que se podrían ahorrar más millones de pesos suprimiendo las innumerables plazas referidas y los gastos superfluos, que sacrificar una vez más a las familias que habitan el estado.