La lección
En agradecimiento y recuerdo de Alain Petiot de Laluisant
Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Estaba frente a la dirección correcta: Havre 15, en la colonia Juárez de la Ciudad de México. No había error. Era, entonces, el Consulado General de Francia en México. Los guardias, elegantes y educados, abrían el portón de madera, tras el cual se distinguían un enrejado y una finca. Así lo observé, o creí mirarlo, desde la banqueta donde me encontraba.
Sostenía el sobre membretado con mi nombre, aún lo recuerdo: Monsieur Santiago Galicia Rojon S. Contenía una carta y un pase firmado por el entonces cónsul general de Francia en México, Alain Petiot de Laluisant. Volví a leer la tarjeta y me convencí, como al principio, de que era una invitación abierta, sin trámite de agenda, para hablar directamente, el día que eligiera, con el máximo diplomático francés en el país.
A pesar de tener la invitación a mi nombre, me parecía increíble que contando con apenas 18 años de edad, un señor tan importante como el cónsul pudiera recibirme en su despacho, escucharme y atender mi solicitud. En esa época pensaba que los asuntos diplomáticos eran exclusivos para hombres y mujeres adultos, dedicados a negocios, a temas más serios que los que pudiera tratar un joven con aspecto de adolescente.
Estremecí al dudar e imaginar que el hombre, al mirarme tan joven, reaccionaría decepcionado y me mandaría con su secretaria, con algún funcionario menor, y que mi asunto sería archivado en el cajón de los temas nada prioritarios, es decir arrojado al cesto de la basura, como acostumbran, en México, muchos de los políticos, funcionarios públicos, burócratas y banqueros cuando no detectan un beneficio personal o perciben compromiso y esfuerzo extra.
Vestía traje negro. Respiré profundamente y decidí tocar y acreditarme; pero en ese momento abrió el portón e ingresó un automóvil lujoso con placas diplomáticas. Tal vez era el cónsul Alain Petiot de Laluisant acompañado de empresarios e inversionistas franceses. Contemplé el escenario que se esfumó de mi vista en cuanto ellos, los guardias, corrieron el portón. Conservar la seguridad del Consulado era su trabajo, no halagar a los transeúntes para que miraran la finca y el ambiente diplomático. Definitivamente no eran adivinos para saber que yo, un joven, poseía el documento que me daría el pase con su jefe.
Mi ambiente preferido era el familiar, a pesar de que desde hacía un par de años antes mezclaba el estudio con el empleo en la oficina de una industria, lo que me permitía, a diferencia de muchos de mis compañeros, convivir con personas de todas las clases sociales y aprender a descifrar la naturaleza humana; sin embargo, ese día, el de mi presentación con el cónsul general de Francia en México, representaba un significado muy especial. Era un acontecimiento nuevo para mí. El hombre haría un paréntesis dentro de sus actividades para escuchar mi solicitud.
Decidí caminar. Di la vuelta a la manzana. Repetí mentalmente las palaras que dirigiría al hombre. Regresé al mismo lugar, a Havre 15, al Consulado General de Francia en México, donde seguramente Monsieur Alain Petiot de Laluisant ya se encontraba en su despacho, quizá hablando con diplomáticos, tal vez revisando su agenda, acaso en alguna sala de juntas con inversionistas o intelectuales, o probablemente en una conferencia telefónica con funcionarios de Europa.
Volví a caminar con mayor nerviosismo. ¿Quién era yo? Sí, el sobre y el pase tenían inscrito mi nombre: Monsieur Santiago Galicia Rojon S.; pero me preguntaba si mi asunto sería tan importante y perentorio como los que trataba el cónsul No lo sabía. Imaginé diversos escenarios. Deambulé por las calles de la colonia Juárez, convencido de que era preferible desistir, regresar otro día, esperar a tener mayor edad para dialogar con el hombre.
Con cada paso, contemplaba las mansiones porfirianas y repasaba, para distraerme y disipar mi angustia, las páginas empolvadas de la historia, cuando en 1870, un hombre con visión, Rafael Martínez de la Torre, consideró que sería negocio urbanizar los terrenos pertenecientes a la Hacienda de la Teja; sin embargo, la propiedad fue adquirida, en 1882, por Salvador Malo. Dos años antes de que concluyera el siglo XIX, la colonia apenas contaba con la traza, de manera que en 1904, a través de una empresa estadounidense, iniciaron las obras de urbanización.
Al observar las mansiones centenarias, imaginaba la elegancia y las historias de las familias, acaudaladas unas y linajudas otras, quienes el 21 de marzo de 1906, bajo el régimen de Porfirio Díaz Mori, atestiguaron el cambio de nombre de la colonia Americana al de Juárez, con motivo del aniversario del nacimiento de otro personaje de la epopeya mexicana, Benito Juárez García.
Eran historias que se asociaban al pasado y yo pretendía, igualmente, conocer la de mis antepasados. No podía desperdiciar, en consecuencia, la oportunidad de hablar con el cónsul francés. Debía dominar mi nerviosismo extraño, sí, inexplicable porque para entonces, a mis 18 años de edad, no me impresionaba la opulencia ni me aterraba la miseria. Evidentemente, eran otros tiempos. No existían las herramientas del internet. Hoy basta con buscar en páginas oficiales y formales para obtener información de utilidad e interés.
Las horas de la mañana me parecieron más lentas que otros días. Ningún minuto naufragó como para hundirme a su lado y desaparecer de la embarcación. Estaba parado afuera, junto al portón, en la fachada del Consulado General de Francia en México. Poseía un documento, un pase a mi nombre; también, junto con la acreditación, era propietario de mis nervios y temores.
No obstante, las horas matutinas transcurrirían a pesar de todo, agonizarían y cambiarían la estafeta a las vespertinas, y seguramente yo, paralizado por el nerviosismo, miraría con impotencia la salida del cónsul francés en el automóvil negro. Tendría que regresar otro día y enfrentar, como esa mañana, desasosiego y retraimiento.
Tras titubear unos segundos, finalmente toqué. Asomó un guardia, quien me preguntó el asunto al que iba. Le mostré la carta firmada por el cónsul francés y el pase. Bastaron unos minutos, que me parecieron interminables, para que el hombre del uniforme regresara y me hiciera pasar. Abrió la puerta de madera y posteriormente la reja de hierro. Me pareció un hombre educado y serio, demasiado rígido, pero diferente, en actitudes, a no pocos de los policías mexicanos tan proclives, como el sistema burocrático y político, al desorden y la corrupción. Un hombre me esperaba a la entrada. Me guió hasta un vestíbulo, donde esperé brevemente porque apareció, afable, el cónsul Alain Petiot de Laluisant, quien me saludó y pidió que lo acompañara a su despacho.
En el camino a la oficina, coincidimos con dos hombres, también vestidos de traje, a quienes me presentó y a los que explicó, en francés, algo referente a mi apellido Rojon. Intercambiaron algunas palabras y antes de retirarse sonrientes, me dieron un par de palmadas en la espalda.
Ya en su despacho, el cónsul preguntó la razón de mi interés en investigar los orígenes de mi genealogía y los nombres de ciudadanos franceses con el apellido Rojon. Conversamos amigablemente. Me mostró directorios telefónicos de ciudades francesas, en los que aparecían algunos usuarios con mi apellido. Le relaté la historia del fundador de nuestra familia y le confié los motivos por los que tenía interés en investigar sobre la genealogía del apellido y mantener correspondencia con posibles parientes. El diplomático tuvo la atención de escucharme y anotar los datos que le proporcioné.
Días más tarde, recibí otra carta del cónsul, quien hizo favor de enviarme la información que requería. Desde entonces y parte del tiempo que radicó en México, intercambiamos tarjetas de felicitación con motivo del año nuevo y otros acontecimientos. No volví a saber de él, pero su recuerdo permanece en mi memoria.
Lo importante, después de todo, no fueron los resultados que conseguí respecto a mi genealogía y la correspondencia que intercambié posteriormente con personas con mi apellido, lo cual podría calificarse como una tarea ociosa o fatua, sino el aprendizaje, las lecciones que asimilé. Esa mañana, tras una serie de luchas internas, vencí el miedo y la timidez para asistir de frente a mi cita con el diplomático francés, de quien aprendí, adicionalmente, que aspectos como la educación, los valores, la eficiencia, el servicio y la capacidad de respuesta no siempre son rivales de quienes ostentan cargos importantes. Monsieur Alain Petiot de Laluisant fue, en su momento, el máximo representante de Francia en México, y lo mismo alternó con diplomáticos y empresarios que con intelectuales, funcionarios de primer nivel y políticos, sin perder la sencillez que lo engrandeció como ser humano. Bien pudo encauzarme con un empleado, pero tuvo la atención y el detalle de atenderme personalmente y dar respuesta a mi solicitud.
Si no hubiera controlado el miedo y la timidez, indudablemente jamás habría vivido la experiencia de convivir con el cónsul francés ni obtenido la información que me proporcionó. Me habría negado la oportunidad de comprobar que no todos los hombres y mujeres que ostentan una función pública, son déspotas e inaccesibles.
Han transcurrido años desde aquel acontecimiento, pero siempre que tuve que enfrentar alguna situación compleja, recordé la lección en el Consulado General de Francia en México. Cuántas veces morimos antes de enfrentar un problema o una realidad. Muchas ocasiones son más los fantasmas que creamos que las barreras que existen al mirar de frente y luchar por conseguir un objetivo. Todos, como seres humanos, valemos y tenemos capacidad para conseguir lo que soñamos o deseamos si enfrentamos los asuntos con decisión, honestidad, disciplina y trabajo.
Por lo demás, cuando en la vida práctica coincido con secretarias, empleados, asesores y funcionarios déspotas, groseros, mediocres y malhumorados, sonrío al recordar que alguna vez, en este país, conocí y traté a un hombre superior en responsabilidades y ejemplo en amabilidad, atención y eficiencia. Havre 15 me dio una gran lección.