De tristeza y preocupación a nota diplomática y aclaraciones oficiales

Por los comentarios del Papa Francisco
Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Resulta que las autoridades mexicanas sienten tristeza y preocupación ante los comentarios del Papa Francisco a su amigo Gustavo Vera, en una comunicación privada, respecto a evitar la mexicanización en Argentina, en franca referencia al narcotráfico.

Llama la atención la actitud del gobierno mexicano porque para temas preocupantes, como el caso Ayotzinapa, por ejemplo, se mostró demasiado lerdo en sus respuestas y conclusiones, mientras los comentarios papales a un amigo acerca de la realidad que enfrenta México por el narcotráfico, su reacción fue casi inmediata, lo que deja entrever que existe mayor preocupación e interés en las apariencias, en las superficialidades -en el síndrome del espejo, para ser claros-, que en los problemas reales y de fondo que afectan a millones de personas. Hasta el gobierno argentino, a través del jefe del gabinete, Jorge Capitanich, consideró poco relevantes los comentarios del pontífice.

Que el Papa Francisco comente la realidad mexicana, tal vez pueda parecer de mal gusto e incomode a muchos; pero el hecho de que la Federación se sienta triste y preocupada, al grado de enviar una nota diplomática a El Vaticano, en vez de enfrentar y resolver los grandes problemas nacionales, es caricaturesco e inquietante. Mortifica el comportamiento de las autoridades mexicanas porque solamente reaccionan cuando los señalamientos provienen del exterior, y ni así responden a las demandas de la sociedad.

El canciller de Relaciones Exteriores, José Antonio Meade Kuribreña, declaró públicamente el asunto relacionado con la nota diplomática a El Vaticano, evidentemente con el argumento de los grandes esfuerzos que ha emprendido el gobierno mexicano en materia de lucha contra el narcotráfico, para posteriormente aclarar que se trata de abrir un espacio de diálogo con la intención de conocer los temas que preocupan y cómo se pueden superar juntos. Increíble que un funcionario de primer nivel piense y hable así.

¿Acaso con una nota diplomática a El Vaticano, las autoridades mexicanas creen que pueden modificar la realidad que afecta a una nación completa y que es conocida por toda la comunidad internacional? La palabra la tienen los mexicanos, no quienes siguen empeñados más en pulir el espejo que en limpiar el cochambre y la suciedad de la casa.

Capacho, a la orilla del legendario lago de Cuitzeo

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Su cutis empolvado asoma al lago, donde garzas, patos y pelícanos hunden sus picos para atrapar a los peces que navegan libres, meciéndose en el arrullo del agua rizada por el viento; pero ante la caminata de las horas, la penumbra diluye las siluetas y el espejo acuático devuelve, a cambio, luces de un pueblo somnoliento.

Las callejuelas silenciosas y solitarias, tan acostumbradas al paso de generaciones -hombres y mujeres de sangre purépecha-, duermen apacibles, unidas para siempre en Capacho, al caserío del lago que en lengua indígena significa “tierra de juncos” o “pueblo que se cambió”.

Antaño poblada de indígenas que adoraban ídolos y construían pirámides, la orilla del lago, entre Cuitzeo y Huandacareo, da posada a Capacho. Y es allá, en uno de los rincones centenarios de la loma, donde surge, igual a la princesa que suspira por los muchos días del pasado, el templo fechado en 1722, relicario del Señor de la Expiración, siempre con su ambiente de veladoras, incienso, copal y oraciones que fluyen cual murmullo inagotable.

Él, el Señor de la Expiración o de Capacho, como le denominan los moradores, es protagonista de una historia y una celebración anual. Refiere la tradición, extraviada en minutos virreinales, que fue descubierto en un monte, en un paraje abrupto, resguardado por un pilar de piedras.

Las autoridades eclesiásticas de aquellos años, los de la Colonia, determinaron trasladar la imagen a Cuitzeo, pensando que alguien, el dueño, la reclamaría. Transcurrieron las semanas y nadie se presentó como propietario de la figura.

Otra versión oral asegura que fue durante las horas distantes de la Colonia cuando dos personas, uno de Capacho y otro de Cuitzeo, descubrieron la imagen en el paraje mencionado, acordando que una parte del año se le resguardaría en el primer pueblo y la otra, en cambio, en el segundo.

Desde entonces quedó establecida la tradición popular de despedir al Señor de Capacho o de la Expiración en su recinto, en el pueblo, para conducirlo, un día después de la festividad del Sagrado Corazón de Jesús, a Cuitzeo.

La gente se une a la procesión y camina bajo el sol, entre la campiña y el lago, con oraciones, juegos pirotécnicos y música de viento. Llevan la imagen a Cuitzeo. La fiesta dura ocho días. El Cristo es devuelto a Capacho el 17 de octubre, donde la multitud lo espera con intensa fe y algarabía.

Quizá uno de los detalles más cautivantes y enigmáticos de Capacho es el bloque donde reposa la cruz atrial. Se trata de un relieve misterioso e irrepetible que desde hace más de dos centurias exhibe tres rostros que recuerdan lo que la comunidad católica denomina Santísima Trinidad.

El efecto se lo dio un artista anónimo. De nombre desconocido, el escultor talló en la cantera cuatro cejas y el mismo número de ojos, unidos a tres narices e igual cantidad de bocas y barbas que forman, en consecuencia, tres rostros. Es una trinidad.

Tan extraordinario e inigualable relieve de manufactura indígena, da la espalda a la fachada parroquial y atisba tres árboles que, paradójicamente, permanecen enlazados como los rostros donde se apoya la cruz atrial.

En el centro de la cruz de piedra, precisamente donde se unen el eje horizontal con el vertical, surge el rostro de un Cristo de facciones indígenas con una corona de espinas, distribuyéndose a los lados del mismo las pinzas y el martillo, que rematan, en los extremos, con manos sangrantes.

También existen otras cruces de piedra que llaman la atención, como la que se localiza a un costado del templo, cerca de la torre, y la que se encuentra en la barda perimetral, ambas náufragas de minutos virreinales.

Y así, tras la travesía de las horas y las nubes -hermanas, al fin, que comparten similar destino al desvanecerse-, uno comprende que todavía existen muchas historias por desentrañar en pueblos como el de Capacho, arañados por las insinuaciones frenéticas del viento que arrastra aromas y recuerdos del legendario lago de Cuitzeo.

Niño Jesús ciego de La Merced

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Aquí y allá, en un rincón y en otro, las campanas de bronce, ya centenarias, ancianas e irreconocibles cual abuelas con tantas historias en la memoria e incontables recuerdos en el corazón y el ropero de la nostalgia, son agitadas desde temprano, cuando los pájaros, refugiados en las frondas, trinan y mezclan sus notas con los tañidos que despiertan al caserío somnoliento de cantera.
Como en horas virreinales, cuando Valladolid era ciudad pintoresca, ellos, los moradores del centro histórico de Morelia, en su mayoría ya envejecidos por los años repetidos que se han acumulado en sus cabezas, acuden puntuales a las capillas con aroma a copal e incienso, a las iglesias vetustas de piedra con imágenes y óleos de santos atormentados y entristecidos.
Son templos antaño labrados por indios, nativos desarraigados forzosamente de sus pueblos, de sus terruños, quienes heredaron de sus antepasados, los constructores de adoratorios y pirámides, el oficio de la cantería.
Es momento, entonces, de transformarse en caminante, salir muy temprano, quizá, de una de las casonas de piedra con arcadas, balcones con herraje forjado y portón de madera, para trasladarse, antes de desayunar, al templo de La Merced, que los mercedarios iniciaron en los años de la decimoséptima centuria y concluyeron en el siglo XVIII.
Bien abrigado, el paseante transitará por los típicos y hasta románticos portales morelianos, desde donde contemplará las torres de la catedral barroca con sus campanarios y las antiguas mansiones palaciegas, apenas acariciadas por los primeros rayos matinales que juegan con el frío y la llovizna.
Llegará a la fachada principal de La Merced, que data del siglo XVIII, al estilo churrigueresco y que contrasta con la portada lateral de una centuria anterior, de tipo manierista, y cruzará con emoción el umbral, descubriendo en un nicho la imagen colonial, la escultura del Niño Jesús Ciego, que parece, en verdad, que el artista que le dio forma la concibió sin ojos; no obstante, existe una leyenda enternecedora y, a la vez, aterradora.
Más allá de creencias religiosas, triste, pero conmovedora es la historia del Niño Jesús Ciego de La Merced, porque si alguien, en los días virreinales, lo hurtó para despedazarlo y arrancarle los ojos de piedras preciosas, abandonándolo más tarde en un paraje desolado de la montaña, el pueblo depositó su fe en la imagen que desde entonces considera milagrosa.
El templo de La Merced, que de acuerdo con algunos estudiosos fue concluido en 1736 y modificado en 1750, es recinto que resguarda la imagen del Niño Jesús Ciego, del siglo XVII. Es su casa, su hogar, su morada, y los otros, creyentes y turistas, lo visitan y contemplan con admiración y algunos hasta con fervor.
Hay quienes señalan que los religiosos mercedarios se establecieron en Valladolid, hoy Morelia, durante las horas de 1604, y que hasta 1751 concluyeron lo que actualmente se conoce como templo de La Merced.
Refiere la tradición, conservada en los archivos del templo de Capuchinas, en Puebla, que el 10 de agosto de 1744, el cielo ensombreció en Valladolid, la capital de Michoacán, registrándose una pertinaz tormenta que ahuyentó a los moradores, quienes asustados buscaron refugio en distintos lugares.
Unos se resguardaron en los portales, mirando con horror el cielo negro y escuchando los truenos amenazantes y apocalípticos; otros, en tanto, entraron a las capillas, a los templos, con la esperanza de recibir protección de los santos de expresiones entristecidas.
Cierto hombre alejado de la fe, se introdujo al templo de La Merced y convulsionado por la ira, pero también por la ambición desmedida, emprendió la destrucción de las reliquias sacras que allí eran veneradas.
Ante el terror de la gente de por sí atemorizada por el aguacero y los relámpagos que rasgaban el celaje ensombrecido, arrebató a la imagen, a la Virgen de las Mercedes, el Niño Jesús, y lo hurtó, huyendo hasta el cerro del Punhuato, al oriente de la ciudad, no importándole empaparse ni los truenos que se propagaban fantasmales.
Los testigos de aquel acontecimiento tan brutal, recordaron, en sus declaraciones, que él, el Niño Jesús, lloraba, mientras el otro, el hombre, el ladrón sacrílego, enfurecía y le arrancaba, al huir, brazos y piernas.
Dio treinta y tres puñaladas a la imagen infantil y le despojó los ojos de piedras preciosas, dejándolo ciego y, además, carente de brazos y piernas. Lo mutiló totalmente.
Aquel día aciago de tormenta, el Niño Jesús quedó abandonado, ciego y lisiado en algún paraje del Punhuato, al oriente de la ciudad de Valladolid, hasta que fue rescatado y enviado al convento de las monjas capuchinas de Puebla, quienes estremecidas y con llanto, recibieron la imagen para restaurarla.
Realmente fue imposible colocarle otros ojos, porque nadie encontró piedras preciosas similares a las que poseía originalmente; entonces, las religiosas decidieron dejarlo ciego, convirtiéndose así en imagen venerada no sólo por aquellas personas que sufren algún padecimiento visual, sino por quienes sienten en su corazón amor y fe hacia el Niño Jesús. Las monjas capuchinas regresaron la escultura a los habitantes de Valladolid, a su morada original, al templo de La Merced.
Paralelamente a esta historia, investigada en fuentes pertinentes, existe otra versión, que es la que se encuentra inscrita en una placa, en el templo de La Merced, a un lado de la imagen que también denominan Niño Cieguito, la cual relata que durante la noche del 10 de agosto de 1744, un hombre perverso ingresó al recinto religioso con el objetivo de hurtar dinero y objetos de valor. Se ocultó y cuando las puertas del templo fueron cerradas, esperó hasta media noche para emprender su fechoría. Subió al altar donde se encontraba la Virgen de las Mercedes, a la que robó sus joyas.
En el momento que despojaba a la Virgen de las Mercedes de las reliquias, escuchó el llanto del Niño Jesús que se encontraba en el brazo izquierdo de la imagen. Temeroso de ser descubierto por el escándalo de la criatura, lo arrebató a su madre y le extrajo los ojos.
No obstante, el Niño Jesús prosiguió llorando, motivo por el que lo introdujo en el costal donde cargaba los objetos sustraídos del templo. Huyó hacia el cerro del Punhuato. Como el pequeño siguió con el llanto, el hombre, irascible, le mutiló brazos y piernas, hasta que finalmente lo abandonó en algún paraje montaraz.
Al paso de los días, el profanador fue capturado por las autoridades y confesó el sitio donde abandonó la imagen del Niño de Jesús. La pequeña escultura fue enviada a los padres mercedarios de Puebla, quienes a la vez pidieron a las monjas capuchinas de San Joaquín y Santa Ana lo restauraran. Según la leyenda, la imagen rehusó tener ojos, ya que si las religiosas le colocaban algunos, al siguiente día amanecía ciego. Lo devolvieron a su recinto de origen, en Valladolid, donde hoy, independientemente de las dos historias narradas y de doctrinas religiosas, los morelianos y turistas pueden conocerlo.
Como testimonio de los milagros que aseguran recibir, los creyentes católicos solían llevar juguetes, ropa y diversos objetos a la imagen infantil expuesta en el templo de La Merced, en Morelia -la antigua Valladolid-, que si un día quedó ciega por la ambición y perversidad de un hombre, tiempo después se transformó en esperanza y luz de mucha gente. Es una imagen a la que se aproximaron rostros, personas del ayer, y también de hoy, como cualquier visitante, en el recinto colonial de La Merced, para contemplarla y conocer su historia. Resulta interesante incluir la visita al recinto para admirar la imagen colonial y los detalles arquitectónicos de la fachada. Es un buen pretexto para caminar por las calles del centro de Morelia y conocer sus rincones, su historia y sus leyendas.

El aprendiz

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Aquí y allá, en una tumba y en otra, el silencio y la soledad exhalaban rumores y suspiros, aunque parezca extraño e incierto, acaso porque es el lenguaje de los muertos, de los hombres y mujeres que alguna vez, al pretender escribir las historias de sus existencias, interrumpieron, por alguna causa, la jornada mundana.
Miré los sepulcros, igual que embarcaciones ancladas en un muelle -el de la muerte-, como si los que se quedaron pretendieran retenerlos y ellos, ya inmóviles, quisieran transmitir algún mensaje.
Igual que cuando transitaron, atrapados en sus cuerpos e inmersos en sus novelas existenciales, por las callejuelas del pueblo tierracalentano de Carácuaro, yacen sus restos en los sepulcros, unos ostentosos y otros humildes, pero todos desafiantes al tiempo, al recuerdo y al olvido.
La mezcla de las flores marchitas con la parafina de las veladoras, tan irreconocibles como los muertos, produce una hediondez peculiar, aromas nauseabundos, apenas disipados y en ocasiones alterados por las ráfagas calientes del viento que acarician y enrojecen las mejillas, los poros de la piel, el rostro.
Hay tumbas en las que sobreviven cruces apolilladas o leves montículos de tierra sedienta y cicatrizada por los rasguños de los años, el viento, la lluvia y el sol incesante; pero también existen otras medianas y algunas ostentosas, casi en proporción a las condiciones socioeconómicas del pueblo que luce su antiguo puente porfiriano que cruza el río.
Nada es permanente, parecen deletrear los sepulcros, y más cuando las hojas doradas y secas crujen al pisarlas y se trozan como los corazones al asistir a los sepelios enmarcados con flores, veladoras y música, como acostumbran en muchos pueblos mexicanos.
De todas las tumbas, hay una que cautiva los sentidos por su majestuosidad y silencio, como si fuera señora de necrópolis, y que data, por el estilo y la fecha inscrita, de la época del Porfiriato.
Soberbia, presume, aun entre la muerte, el nombre de quien ocupa su morada: “aquí yacen los restos del señor don Miguel Santoyo, que falleció el día 13 de junio de 1900 a la edad de 73 años”.
En seguida, habla la piedra adormecida por los años y el calor, quizá con la intención de derramar lágrimas en sustitución de la familia doliente y así proyectar su dolor y tristeza más allá de su estancia en el mundo.
Innegablemente, el contenido, inscrito en el muro, arrebata suspiros y provoca melancolía. Al final, el texto indica que en 1901 el Soneto fue grabado en memoria de don Miguel Santoyo por parte de su esposa, hijos y nietos.
El Soneto conduce a quien lo lee a un océano lúgubre y de lamentaciones, tal vez con la tormenta desatada por el dolor, con destellos de esperanza y resignación que al final abrigan a los seres entristecidos con la promesa de llegar a una playa soleada:

Duerme, duerme, venerable anciano,
mientras tus hijos, con dolor profundo,
lloran la ausencia que legaste al mundo,
lloran tu muerte con dolor insano.
Así lo quiso providente mano,
el Rey de reyes, sin tener segundo.
Así lo quiso, te arrancó del mundo,
por llevarte a su mundo soberano.
Descansa, que la luz de nuestro anhelo
es que vivas con alma venturosa,
pidiendo nos bendigas desde el cielo,
donde tu alma de justo aquí reposa,
y así recibiremos el consuelo
tus hijos, tus nietos y tu esposa

Comprendí, al leer el Soneto y admirar las dimensiones del monumental sepulcro, rodeado con herraje, que se trataba de los restos de un personaje de Carácuaro, el pueblo michoacano de Tierra Caliente, donde José María Morelos, héroe de la Independencia de México, llamado Siervo de la Nación, radicó de 1799 a 1810.
Debo confesar que tras varios años de no visitar Carácuaro, recordé mis viajes a la región, donde escudriñé un rincón y otro para retornar con una mochila pletórica de datos, información y vivencias, y así redactar los reportajes turísticos que semanalmente publicaba en el suplemento de un periódico; no obstante, mi presencia en el cementerio de la población donde la comunidad católica venera la imagen del célebre Cristo Negro, se derivó de la invitación que me formularon unos amigos, cuyo padre deseaba regresar a su pueblo natal con la finalidad de evocar su infancia lejana y limpiar las criptas de sus antepasados.
Yo, como amigo, había accedido a conducir uno de los automóviles, de modo que me dediqué a explorar el cementerio con el interés de detectar tumbas antiguas, leer sus epitafios y conocer los nombres de los personajes que antaño caminaron por los rincones de Carácuaro. Anotaba datos en la libreta. Buscaba, como el arqueólogo y el historiador, trozos del ayer.
Durante muchos años me he dedicado a investigar datos en documentos, cementerios y archivos. Siempre descubro algo. He andado entre criptas, donde las losas ennegrecidas parecen desplomarse y llegar al fondo, hasta donde reposan esqueletos y cadáveres ya muy viejos; pero también he hojeado libros con registros, documentos amarillentos y quebradizos.
Busqué un paraje alejado de mis amigos, entre sepulcros que compartieron mi silencio. Me senté en una piedra. Contemplé el horizonte, el paisaje carcomido por el calor y me transporté década y media antes, cuando recorrí Carácuaro con la intención de escribir reportajes turísticos. Me parecieron, entonces, tan próximas y distantes, a la vez, las palabras que escribí en mi publicación periodística: “de nombres ya olvidados, yacentes en capas lejanas de la memoria, los moradores del Carácuaro de postrimerías del Virreinato -cuando las tierras mexicanas olían a conspiración, descontento, antagonismo, anhelo de libertad-, escucharon los sermones del cura José María Teclo Morelos y Pavón, quien un día, otro y muchos más, durante 11 años, caminó por las callejuelas pintorescas de aquel pueblo enclavado en las montañas de formas apocalípticas y caprichosas”.
Mi texto se refería a Mariana, cumbre de la que los moradores de la región argumentan es la auténtica “mujer dormida”. Explicaba que “en aquella soledad, el silencio de las montañas se hace patético. El paisaje es distinto, contrario a los barrancos, a las llanuras y a las montañas que la mayoría de los viajeros conoce. Es trozo apartado del mundo… Misteriosas, solas e irrepetibles, las cumbres se extienden por kilómetros. Son parajes inhóspitos…”
En mi reportaje también mencioné el puente legendario y tradicional de Carácuaro, el cual fue construido en 1901 e inaugurado en 1905, en la época del Porfiriato. Es cierto, inició la construcción el mismo año que los descendientes de don Miguel Santoyo mandaron escribir el Soneto en su tumba.
Fue allí, en Carácuaro, que en lengua chichimeca significa “lugar de la cuesta”, donde José María Teclo Morelos y Pavón, el otrora joven arriero que en algún momento y en un aula del Colegio de San Nicolás, en Valladolid, hoy Morelia, coincidió una hora y otras tantas con Miguel Hidalgo y Costilla y con personajes que más tarde protagonizarían el movimiento independiente de México, convivió durante más de una década con los niños, ancianos, hombres y mujeres de tierra caliente, compartiendo con ellos algunos de los capítulos de su existencia.
Con la cabeza cubierta con un paliacate, el cura Morelos llegó a Carácuaro en abril de 1799 y en noviembre del mismo año, siete meses más tarde, provocó el disgusto de los católicos que se quejaron en el Obispado de Michoacán, al grado, incluso, de que el sacerdote que un día se rebelaría y llegaría a ser “el Siervo de la Nación”, envió a sus superiores un informe detallado de sus actividades. No obstante, mientras fue sacerdote de Carácuaro, levantó varios censos de población y el curato progresó considerablemente.
Las mismas manos que antaño se hundieron en el agua bendita para bautizar a los pequeños y aliviar las penas de ancianos y moribundos del pueblo que no era libre en su propia patria, empuñaron la espada e hirieron al enemigo opresor. Dedos que cogieron el cáliz, el crucifijo, la hostia; pero también el cañón, la espada, el cuchillo.
Ojos que miraron al enfermo, al pobre, al hambriento, al moribundo, a los que predicó su doctrina y dio los santos óleos; pero que más tarde, en los días decisivos, cuando la nación se encontraba de frente con su destino, observaron al enemigo herido y agonizante. Hombre, es cierto, que escuchó el lenguaje de los necesitados y de los enemigos.
Los labios que en la juventud, ya lejana, gritaron a las recuas de mulas y que en Carácuaro, siendo cura, evangelizaron y oraron, en las horas de la insurrección exaltaron e invitaron a conquistar la libertad. Y es que entre la vida y la muerte, sólo existe un paso, sí, un hilo muy delgado que en cualquier instante puede reventar.
Hay que señalar que la tradición narra que fue fray Juan Bautista de Mora, cuyos restos reposan en el templo enclavado en el centro de la población, quien fundó Carácuaro en el discurrir de las horas coloniales. Eran los días del siglo XVI.
Con relación al Señor de Carácuaro, un Cristo negro muy venerado por michoacanos y mexicanos, existen dos historias sobre su origen: la primera relata que cuando fray Juan Bautista de Mora realizó la fundación, la imagen fue llevada de España tras una larga travesía en barco, llegando a Veracruz y más tarde a la población michoacana.
El destino del Cristo, según refiere la tradición, era Acatitlán, en el actual Estado de México; pero por razones desconocidas para los moradores de aquel pueblo, fue trasladada hasta Carácuaro.
Por tal motivo y en recuerdo a que la imagen era para su pueblo, cada año los habitantes de Acatitlán peregrinan hasta Carácuaro, donde danzan y escenifican la historia con intenso fervor.
La segunda versión refiere que la imagen del Señor de Carácuaro, elaborada a base de pasta de caña, procede de Pátzcuaro y data de los días en que Vasco de Quiroga fue el primer obispo de Michoacán, en el siglo XVI.
Imagen singular y de gran realismo, es de color negro, según aseguran los moradores y las leyendas, por el humo de velas y veladoras, porque alguna vez fue restaurado y se descubrió que era blanco, como en 2000 recordaba don Vulfrano Chávez Bautista a sus ochenta y tres años de edad, alcalde de Carácuaro hace alrededor de cuatro décadas. Versiones populares. Cada persona tiene un concepto, una historia, una idea diferente sobre el Cristo negro.
Rememoré que al visitar, década y media antes, el pequeño museo instalado en la casa que antaño habitó Morelos, había en exhibición algunas reliquias, destacando un vestido café del siglo XVIII y unos zapatos para mujer de la misma centuria. Dignos de mencionarse, en el museo, son la escribanía de plata, la miniatura de cera de Morelos con marco dorado y el estuche para anteojos, en carey con incrustaciones de nácar y plata, que datan del siglo XIX. Al no poder visitar el museo, confié en que las piezas se encuentran en sus respectivas vitrinas, ya que es común en diversos lugares de México que alguien las sustraiga sin que haya reclamos.
También recordé la constancia, firmada por Morelos el 8 de diciembre de 1800, con relación a que los feligreses de Carácuaro cumplieron los preceptos de confesión. Faltaba, entonces, una década para que el hombre se incorporara al movimiento independiente.
En el Archivo General de la Nación, en la Ciudad de México, se encuentran el interrogatorio y el proceso inquisitorial que se siguió a José María Morelos y Pavón, en los que consta, por confesión a la tercera pregunta que se le formuló, “que sólo con 25 personas que pudo reunir en la demarcación de su curato, con algunas escopetas y lanzas que mandó hacer, emprendió la marcha para la costa de Zacatula…” y que “salió del curato de Carácuaro el 25 de octubre de 1810…”
Por algo, los hombres que acompañaron al cura en la gran epopeya histórica, rumbo a la costa de Zacatula, fueron bautizados posteriormente como héroes de Nocupétaro. Hay que recordar que dicha población está muy próxima de Carácuaro.
Se cuenta que antes de llegada de los españoles, Carácuaro era una pequeña aldea chichimeca que no aparece, por cierto, en los testimonios de las campañas de conquista de los reyes purépechas.
Ya en el siglo XVII, alrededor del año 1631, Carácuaro era una aldea con 25 vecinos y dependía del Partido de Indios de Nocupétaro. En el siglo XVIII figuraba como tenencia del partido de Cinagua o Ario.
La tierra ardiente y montaraz, alivia su sed con el agua que corre por sus arterias abiertas, salpicando la campiña y refrescando los árboles y las flores que crecen ufanas y salvajes en la orilla.
El murmullo del río, unido al canto de los pájaros de tierra caliente, contrasta con la majestuosidad de las montañas y el eco del ayer, con los fragmentos de la historia, que enriquecen la existencia del viajero que dispone de unas horas, dentro de la eternidad, para descansar y contemplar tanta belleza.
¿Cómo no recordar los días que se han vivido? Tal es la inspiración que se siente en Carácuaro, donde el cura José María Teclo Morelos y Pavón, Siervo de la Nación, compartió algunos capítulos de su existencia con los moradores y se preparó, además, para acudir muy puntual a su cita con el destino y la historia.
Al abandonar el cementerio y retornar a Morelia, la capital de Michoacán, de donde partiría a la Ciudad de México, evoqué mis andanzas y mis reportajes turísticos al inicio de este siglo, y me estremecí al repasar el Soneto dedicado a don Miguel Santoyo, su extraordinaria tumba de la época porfiriana, los epitafios y nombres olvidados, las callejuelas de Carácuaro, la cadena montañosa de formas caprichosas y el pulso de la historia y de la naturaleza que se perciben en cada espacio, como si le recordaran a uno que es un caminante, un aprendiz al que solamente le es permitido mirar durante un rato los destellos dentro de lo inconmensurable del tiempo y la vida incesante.