Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Aquí y allá, en una tumba y en otra, el silencio y la soledad exhalaban rumores y suspiros, aunque parezca extraño e incierto, acaso porque es el lenguaje de los muertos, de los hombres y mujeres que alguna vez, al pretender escribir las historias de sus existencias, interrumpieron, por alguna causa, la jornada mundana.
Miré los sepulcros, igual que embarcaciones ancladas en un muelle -el de la muerte-, como si los que se quedaron pretendieran retenerlos y ellos, ya inmóviles, quisieran transmitir algún mensaje.
Igual que cuando transitaron, atrapados en sus cuerpos e inmersos en sus novelas existenciales, por las callejuelas del pueblo tierracalentano de Carácuaro, yacen sus restos en los sepulcros, unos ostentosos y otros humildes, pero todos desafiantes al tiempo, al recuerdo y al olvido.
La mezcla de las flores marchitas con la parafina de las veladoras, tan irreconocibles como los muertos, produce una hediondez peculiar, aromas nauseabundos, apenas disipados y en ocasiones alterados por las ráfagas calientes del viento que acarician y enrojecen las mejillas, los poros de la piel, el rostro.
Hay tumbas en las que sobreviven cruces apolilladas o leves montículos de tierra sedienta y cicatrizada por los rasguños de los años, el viento, la lluvia y el sol incesante; pero también existen otras medianas y algunas ostentosas, casi en proporción a las condiciones socioeconómicas del pueblo que luce su antiguo puente porfiriano que cruza el río.
Nada es permanente, parecen deletrear los sepulcros, y más cuando las hojas doradas y secas crujen al pisarlas y se trozan como los corazones al asistir a los sepelios enmarcados con flores, veladoras y música, como acostumbran en muchos pueblos mexicanos.
De todas las tumbas, hay una que cautiva los sentidos por su majestuosidad y silencio, como si fuera señora de necrópolis, y que data, por el estilo y la fecha inscrita, de la época del Porfiriato.
Soberbia, presume, aun entre la muerte, el nombre de quien ocupa su morada: “aquí yacen los restos del señor don Miguel Santoyo, que falleció el día 13 de junio de 1900 a la edad de 73 años”.
En seguida, habla la piedra adormecida por los años y el calor, quizá con la intención de derramar lágrimas en sustitución de la familia doliente y así proyectar su dolor y tristeza más allá de su estancia en el mundo.
Innegablemente, el contenido, inscrito en el muro, arrebata suspiros y provoca melancolía. Al final, el texto indica que en 1901 el Soneto fue grabado en memoria de don Miguel Santoyo por parte de su esposa, hijos y nietos.
El Soneto conduce a quien lo lee a un océano lúgubre y de lamentaciones, tal vez con la tormenta desatada por el dolor, con destellos de esperanza y resignación que al final abrigan a los seres entristecidos con la promesa de llegar a una playa soleada:
Duerme, duerme, venerable anciano,
mientras tus hijos, con dolor profundo,
lloran la ausencia que legaste al mundo,
lloran tu muerte con dolor insano.
Así lo quiso providente mano,
el Rey de reyes, sin tener segundo.
Así lo quiso, te arrancó del mundo,
por llevarte a su mundo soberano.
Descansa, que la luz de nuestro anhelo
es que vivas con alma venturosa,
pidiendo nos bendigas desde el cielo,
donde tu alma de justo aquí reposa,
y así recibiremos el consuelo
tus hijos, tus nietos y tu esposa
Comprendí, al leer el Soneto y admirar las dimensiones del monumental sepulcro, rodeado con herraje, que se trataba de los restos de un personaje de Carácuaro, el pueblo michoacano de Tierra Caliente, donde José María Morelos, héroe de la Independencia de México, llamado Siervo de la Nación, radicó de 1799 a 1810.
Debo confesar que tras varios años de no visitar Carácuaro, recordé mis viajes a la región, donde escudriñé un rincón y otro para retornar con una mochila pletórica de datos, información y vivencias, y así redactar los reportajes turísticos que semanalmente publicaba en el suplemento de un periódico; no obstante, mi presencia en el cementerio de la población donde la comunidad católica venera la imagen del célebre Cristo Negro, se derivó de la invitación que me formularon unos amigos, cuyo padre deseaba regresar a su pueblo natal con la finalidad de evocar su infancia lejana y limpiar las criptas de sus antepasados.
Yo, como amigo, había accedido a conducir uno de los automóviles, de modo que me dediqué a explorar el cementerio con el interés de detectar tumbas antiguas, leer sus epitafios y conocer los nombres de los personajes que antaño caminaron por los rincones de Carácuaro. Anotaba datos en la libreta. Buscaba, como el arqueólogo y el historiador, trozos del ayer.
Durante muchos años me he dedicado a investigar datos en documentos, cementerios y archivos. Siempre descubro algo. He andado entre criptas, donde las losas ennegrecidas parecen desplomarse y llegar al fondo, hasta donde reposan esqueletos y cadáveres ya muy viejos; pero también he hojeado libros con registros, documentos amarillentos y quebradizos.
Busqué un paraje alejado de mis amigos, entre sepulcros que compartieron mi silencio. Me senté en una piedra. Contemplé el horizonte, el paisaje carcomido por el calor y me transporté década y media antes, cuando recorrí Carácuaro con la intención de escribir reportajes turísticos. Me parecieron, entonces, tan próximas y distantes, a la vez, las palabras que escribí en mi publicación periodística: “de nombres ya olvidados, yacentes en capas lejanas de la memoria, los moradores del Carácuaro de postrimerías del Virreinato -cuando las tierras mexicanas olían a conspiración, descontento, antagonismo, anhelo de libertad-, escucharon los sermones del cura José María Teclo Morelos y Pavón, quien un día, otro y muchos más, durante 11 años, caminó por las callejuelas pintorescas de aquel pueblo enclavado en las montañas de formas apocalípticas y caprichosas”.
Mi texto se refería a Mariana, cumbre de la que los moradores de la región argumentan es la auténtica “mujer dormida”. Explicaba que “en aquella soledad, el silencio de las montañas se hace patético. El paisaje es distinto, contrario a los barrancos, a las llanuras y a las montañas que la mayoría de los viajeros conoce. Es trozo apartado del mundo… Misteriosas, solas e irrepetibles, las cumbres se extienden por kilómetros. Son parajes inhóspitos…”
En mi reportaje también mencioné el puente legendario y tradicional de Carácuaro, el cual fue construido en 1901 e inaugurado en 1905, en la época del Porfiriato. Es cierto, inició la construcción el mismo año que los descendientes de don Miguel Santoyo mandaron escribir el Soneto en su tumba.
Fue allí, en Carácuaro, que en lengua chichimeca significa “lugar de la cuesta”, donde José María Teclo Morelos y Pavón, el otrora joven arriero que en algún momento y en un aula del Colegio de San Nicolás, en Valladolid, hoy Morelia, coincidió una hora y otras tantas con Miguel Hidalgo y Costilla y con personajes que más tarde protagonizarían el movimiento independiente de México, convivió durante más de una década con los niños, ancianos, hombres y mujeres de tierra caliente, compartiendo con ellos algunos de los capítulos de su existencia.
Con la cabeza cubierta con un paliacate, el cura Morelos llegó a Carácuaro en abril de 1799 y en noviembre del mismo año, siete meses más tarde, provocó el disgusto de los católicos que se quejaron en el Obispado de Michoacán, al grado, incluso, de que el sacerdote que un día se rebelaría y llegaría a ser “el Siervo de la Nación”, envió a sus superiores un informe detallado de sus actividades. No obstante, mientras fue sacerdote de Carácuaro, levantó varios censos de población y el curato progresó considerablemente.
Las mismas manos que antaño se hundieron en el agua bendita para bautizar a los pequeños y aliviar las penas de ancianos y moribundos del pueblo que no era libre en su propia patria, empuñaron la espada e hirieron al enemigo opresor. Dedos que cogieron el cáliz, el crucifijo, la hostia; pero también el cañón, la espada, el cuchillo.
Ojos que miraron al enfermo, al pobre, al hambriento, al moribundo, a los que predicó su doctrina y dio los santos óleos; pero que más tarde, en los días decisivos, cuando la nación se encontraba de frente con su destino, observaron al enemigo herido y agonizante. Hombre, es cierto, que escuchó el lenguaje de los necesitados y de los enemigos.
Los labios que en la juventud, ya lejana, gritaron a las recuas de mulas y que en Carácuaro, siendo cura, evangelizaron y oraron, en las horas de la insurrección exaltaron e invitaron a conquistar la libertad. Y es que entre la vida y la muerte, sólo existe un paso, sí, un hilo muy delgado que en cualquier instante puede reventar.
Hay que señalar que la tradición narra que fue fray Juan Bautista de Mora, cuyos restos reposan en el templo enclavado en el centro de la población, quien fundó Carácuaro en el discurrir de las horas coloniales. Eran los días del siglo XVI.
Con relación al Señor de Carácuaro, un Cristo negro muy venerado por michoacanos y mexicanos, existen dos historias sobre su origen: la primera relata que cuando fray Juan Bautista de Mora realizó la fundación, la imagen fue llevada de España tras una larga travesía en barco, llegando a Veracruz y más tarde a la población michoacana.
El destino del Cristo, según refiere la tradición, era Acatitlán, en el actual Estado de México; pero por razones desconocidas para los moradores de aquel pueblo, fue trasladada hasta Carácuaro.
Por tal motivo y en recuerdo a que la imagen era para su pueblo, cada año los habitantes de Acatitlán peregrinan hasta Carácuaro, donde danzan y escenifican la historia con intenso fervor.
La segunda versión refiere que la imagen del Señor de Carácuaro, elaborada a base de pasta de caña, procede de Pátzcuaro y data de los días en que Vasco de Quiroga fue el primer obispo de Michoacán, en el siglo XVI.
Imagen singular y de gran realismo, es de color negro, según aseguran los moradores y las leyendas, por el humo de velas y veladoras, porque alguna vez fue restaurado y se descubrió que era blanco, como en 2000 recordaba don Vulfrano Chávez Bautista a sus ochenta y tres años de edad, alcalde de Carácuaro hace alrededor de cuatro décadas. Versiones populares. Cada persona tiene un concepto, una historia, una idea diferente sobre el Cristo negro.
Rememoré que al visitar, década y media antes, el pequeño museo instalado en la casa que antaño habitó Morelos, había en exhibición algunas reliquias, destacando un vestido café del siglo XVIII y unos zapatos para mujer de la misma centuria. Dignos de mencionarse, en el museo, son la escribanía de plata, la miniatura de cera de Morelos con marco dorado y el estuche para anteojos, en carey con incrustaciones de nácar y plata, que datan del siglo XIX. Al no poder visitar el museo, confié en que las piezas se encuentran en sus respectivas vitrinas, ya que es común en diversos lugares de México que alguien las sustraiga sin que haya reclamos.
También recordé la constancia, firmada por Morelos el 8 de diciembre de 1800, con relación a que los feligreses de Carácuaro cumplieron los preceptos de confesión. Faltaba, entonces, una década para que el hombre se incorporara al movimiento independiente.
En el Archivo General de la Nación, en la Ciudad de México, se encuentran el interrogatorio y el proceso inquisitorial que se siguió a José María Morelos y Pavón, en los que consta, por confesión a la tercera pregunta que se le formuló, “que sólo con 25 personas que pudo reunir en la demarcación de su curato, con algunas escopetas y lanzas que mandó hacer, emprendió la marcha para la costa de Zacatula…” y que “salió del curato de Carácuaro el 25 de octubre de 1810…”
Por algo, los hombres que acompañaron al cura en la gran epopeya histórica, rumbo a la costa de Zacatula, fueron bautizados posteriormente como héroes de Nocupétaro. Hay que recordar que dicha población está muy próxima de Carácuaro.
Se cuenta que antes de llegada de los españoles, Carácuaro era una pequeña aldea chichimeca que no aparece, por cierto, en los testimonios de las campañas de conquista de los reyes purépechas.
Ya en el siglo XVII, alrededor del año 1631, Carácuaro era una aldea con 25 vecinos y dependía del Partido de Indios de Nocupétaro. En el siglo XVIII figuraba como tenencia del partido de Cinagua o Ario.
La tierra ardiente y montaraz, alivia su sed con el agua que corre por sus arterias abiertas, salpicando la campiña y refrescando los árboles y las flores que crecen ufanas y salvajes en la orilla.
El murmullo del río, unido al canto de los pájaros de tierra caliente, contrasta con la majestuosidad de las montañas y el eco del ayer, con los fragmentos de la historia, que enriquecen la existencia del viajero que dispone de unas horas, dentro de la eternidad, para descansar y contemplar tanta belleza.
¿Cómo no recordar los días que se han vivido? Tal es la inspiración que se siente en Carácuaro, donde el cura José María Teclo Morelos y Pavón, Siervo de la Nación, compartió algunos capítulos de su existencia con los moradores y se preparó, además, para acudir muy puntual a su cita con el destino y la historia.
Al abandonar el cementerio y retornar a Morelia, la capital de Michoacán, de donde partiría a la Ciudad de México, evoqué mis andanzas y mis reportajes turísticos al inicio de este siglo, y me estremecí al repasar el Soneto dedicado a don Miguel Santoyo, su extraordinaria tumba de la época porfiriana, los epitafios y nombres olvidados, las callejuelas de Carácuaro, la cadena montañosa de formas caprichosas y el pulso de la historia y de la naturaleza que se perciben en cada espacio, como si le recordaran a uno que es un caminante, un aprendiz al que solamente le es permitido mirar durante un rato los destellos dentro de lo inconmensurable del tiempo y la vida incesante.