El debate

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Tal vez los seis aspirantes a la gubernatura de Michoacán, o sus asesores, no han entendido que la sociedad está harta de campañas con acusaciones y descalificaciones, en las que todos, casi en estado mesiánico, aseguran ser salvadores de la entidad y contar con fórmulas para combatir miseria, inseguridad, rezagos educativos, desempleo y enfermedades, lo cual, si así fuera, habría que preguntarles por qué no lo hicieron antes, desde los cargos que cada uno ocupó.

La población no necesita que le repitan que unos y otros partidos han saqueado a Michoacán y el país porque es una práctica descarada y criminal que se comente diariamente, en todos los ámbitos, desde hace muchos años. Quienes llegan al poder, pocas veces emprenden tareas grandiosas de beneficio colectivo. La población quiere escuchar compromisos, planteamientos responsables y serios, convocatorias para cerrar las puertas a lo que le causa daño.

Anticipadamente, todos se proclaman triunfadores y poseedores de la verdad. Resulta que ahora todo cambió, como si atrás no quedaran los rastros de corrupción e injusticias cometidos por políticos y funcionarios de diferentes partidos. El rostro deforme de México recuerda el paso de incontables generaciones de políticos que se han enriquecido en perjuicio de millones de mexicanos.

Evidentemente, los candidatos, sus asesores y aquellos que les “aconsejan” al oído, deben salir a las calles, convivir con la gente que cotidianamente estudia y trabaja, palpar la realidad que lamentablemente prevalece en colonias urbanas y comunidades. Parece que solamente transitan en lujosos vehículos de sus casas a los clubes sociales y a sus oficinas, porque existe una realidad lacerante en la que millones de personas coexisten en la pobreza. Olvidaron, acaso, que los cinturones de miseria representan un riesgo para la estabilidad social, pues se trata de multitudes irritadas que tienen poco o nada que perder durante un estallido.

Hasta el momento, las campañas han sido mediocres, con más descalificaciones y juicios que compromisos y propuestas viables, y así quedó demostrado durante el primer debate e indudablemente, de continuar tal tendencia, los candidatos serán consumidos por el tiempo y la sociedad elegirá a alguno con la incertidumbre de si su decisión fue correcta.

Evidentemente, los seis candidatos tienen inteligencia y seguramente capacidad. Deben hacer a un lado a quienes les han orientado erróneamente y demostrar que son capaces de sumar a todos los michoacanos con el propósito de enfrentar los retos y propiciar el desarrollo en base a un proyecto común e integral de estado.

No convencen y eso, hay que admitirlo, representa un riesgo, porque debilita la responsabilidad ciudadana de ejercer el voto. Resulta preocupante cuando uno, al andar en un lugar y en otro y hablar con personas de diferentes estratos sociales, escucha sus opiniones respecto a los diferentes candidatos y expresan, en consecuencia, que no acudirán a las urnas o que tacharán todas las opciones como muestra de descontento. Eso resulta insano e irresponsable, ya que alguno de los candidatos deberá resultar electo gobernador, y lo mismo sucede con los aspirantes a alcaldes y legisladores locales y federales. Los ciudadanos deben ser responsables y ejercer su derecho y compromiso de elegir a sus gobernantes y representantes. Solamente así tendrán legitimidad para reprocharles en caso de que traicionen la confianza de la población.

Los michoacanos esperan no un ser humano con actitudes mesiánicas, sino una persona, hombre o mujer, con capacidad, interés y compromiso real de gobernar con honestidad y justicia social, con resultados palpables y beneficios colectivos. Lo mismo esperan de alcaldes y legisladores. Michoacán y sus habitantes lo merecen después de casi década y media de corrupción, impunidad e injusticias.

Real de Otzumatlán, entre la naturaleza y la historia

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Como páginas de un álbum de estampas que muestran, aquí y allá, los rostros y las siluetas de la naturaleza, o las hojas de un compendio que describe paseos, epopeyas e historias, los paisajes y rincones agrestes de Real de Otzumatlán, pequeño y singular poblado de origen minero que surgió durante la Colonia, se arrullan en la sierra ante el concierto de las aves de bello plumaje, las ráfagas que balancean las ramas crujientes de los pinos y la corriente que remoja la tierra.

Allí coexisten el agua, la tierra, el viento y el aire en natural armonía. El cielo es de azul intenso, ausente de monotonía porque las nubes de efímera existencia adoptan formas caprichosas durante su peregrinaje. Las águilas planean su vuelo en el aire y las serpientes se arrastran hasta las rocas para asolearse, mientras las ardillas trepan por los troncos cubiertos de arrugas y musgo que contiene micromundos insospechados. La corriente diáfana y helada baña las piedras que permanecen en un sitio y en otro, cual náufragas de cauces recónditos y sombríos.

Entre lo más intrincado de las cañadas y los cerros, la neblina matinal se estaciona para más tarde diluirse, igual que los minutos y las horas, precisamente conforme el aliento del sol intenta acariciar los helechos, las flores minúsculas y multicolores, los hongos, los matorrales y los pinos.

Las rachas de aire helado se introducen al bosque, hasta que columpian las ramas de los pinos que crujen y exhalan las fragancias de la vida o desentumen los matorrales que ocultan incontables insectos que emiten murmullos incansables.

El paisaje montaraz ofrece dibujos y rasgos durante el camino. Es el lenguaje de la naturaleza. Y es que desde el peñasco de Queréndaro, que en minutos prehispánicos los nativos consideraron sagrado, hasta los acantilados que la maleza se empeña en ocultar, ya cerca de Real de Otzumatlán, imponen a quien los contempla e invitan al aventurero, al trotamundos, a explorarlos, a desentrañar sus callados misterios, a sentir su pulso, a agarrarse de sus salientes y experimentar emoción y vértigo.

Las mariposas revolotean y presumen su colorido hermoso y fugaz, mientras las abejas se alojan en las flores que simulan ramilletes dispersos en la campiña. Elegantes y presuntuosas, las garzas de blanco plumaje reposan desconfiadas e inquietas en algún tronco, en una piedra, en un muro añejo de adobe o en cualquier cerca, conviviendo con borregos, caballos, chivos y vacas o presenciando el roce áspero de la milpa. Es el prefacio a la sierra de Queréndaro, donde permanece Real de Otzumatlán con su peculiar belleza, imperturbable ante la caminata del tiempo y los rasguños del sol, la lluvia y el viento.

Rincón natural. Si aquí y allá los árboles asoman sus ramas a los charcos, a las represas que se forman en las hondonadas, allí, a la orilla del río, las flores y las plantas se abrazan y besan cual enamoradas que tendrán que acompañarse hasta el momento postrero de sus existencias. Huele a tierra húmeda, a hierba, a vida.

Durante el camino al poblado de la sierra, en el municipio michoacano de Queréndaro, el turista admirará y disfrutará el paisaje previo. Por aquí yace una casa de adobe con tejado; más adelante, una empalizada en la que descansan, engreídas, las garzas; allá, una represa retrata las nubes en su fugaz peregrinación y el vuelo raudo de los pájaros; en aquel rincón, la hiedra trepa insaciable por los árboles que reposan y agachan sus ramas al río. El paisaje representa, en verdad, un obsequio a los sentidos, un regalo al olfato, a la mirada y al oído.

Policromía, perfumes, sabores, formas y sonidos. Disfrazada de artista, la naturaleza robó pinceles, tonalidades y trozos del paraíso para plasmar en el lienzo de lodo, piedra y tierra paisajes que subyugan, impregnando, además, aromas, murmullos, sensaciones. Los escenarios tienen correspondencia con las artes y si algunas ocasiones se presentan como el cuadro más augusto, otras, en cambio, se convierten en escultura, poesía o música.

De improviso, el camino se estrecha; es un puente que pasa sobre un río, desde donde alguna hora de antaño se apreciaba, imperturbable, un tronco enlamado y musgoso que unía las orillas invadidas de matorrales.

Una mañana o una tarde no recordada, alguien colocó un tronco para atravesar el río, o quizá, ya despojado del ropaje cotidiano, hundió los pies en el agua, en el fondo de arena y barro, y abrazado de un árbol, de un arbusto, cerró los ojos y percibió el pulso de la naturaleza, el palpitar del universo, los susurros de la vida, y experimentó momentos inolvidables.

Espectáculo que embelesa. Todos quedan arrobados ante la exuberancia de la naturaleza. Alguien deseará detener su marcha durante unos instantes para recibir en la cara las caricias del viento y palpar el rubor en sus mejillas, o tal vez con el proyecto de permanecer parado o sentado en una piedra, en un tronco, y desde allí, ensimismado y en silencio, atender los gritos de su ser, las voces de la creación, el murmullo de la vida, la risa y el llanto de la lluvia, los claroscuros del bosque, la sinfonía de aves e insectos.

Parajes colmados de vida. Naturaleza que pulsa en cada detalle, en todos los rincones, en las cañadas y las montañas. Y es que tras entrar en comunión consigo y el universo -inmersos en un renacer continuo-, el viajero sentirá que le estorban las máscaras de la cotidianeidad y los atuendos convencionales y rutinarios; entonces romperá las ataduras, los grilletes, y será tan libre como la flor que crece agreste, ufana, o igual que el águila, el halcón o el pájaro que atienden los impulsos y las voces que palpitan en ese mundo serrano.

No acaba el encanto. Es una línea inagotable. Los parajes montaraces atraen, seducen, acaso por sus formas, por su soledad, o quizá porque para el hombre y la mujer que diariamente caminan por avenidas y calles citadinas, entre aparadores con colores y reflectores artificiales, resulta fascinante descubrir una fragancia auténtica o un campo alfombrado de flores de fragancias deliciosas y matices intensos.

Cuando el aventurero llegue, al fin, a Real de Otzumatlán, caserío enclavado en la sierra envuelta en neblina, aparecerá el perfil, muy solemne, de la capilla de San Agustín, que creció en los años coloniales, cuando la ambición extranjera sometió a los indígenas para explotar la riqueza minera que ocultan las entrañas de la tierra.

Ranurada por un río que divide al caserío, la cañada es fresca, sombría, y exhibe con orgullo su capilla virreinal de piedra, localizada a 34 kilómetros de Morelia, la capital de Michoacán, en línea recta.

Existe un puente desde el que el turista puede contemplar el río, las rocas que un día naufragaron en la corriente, los árboles que emergen de entre la vegetación, los troncos musgosos y las cortezas enlamadas.

Al cruzar el río que canta y desciende de la cumbre, el caminante encontrará ante sí un kiosco, una fuente, faroles y una arcada de piedra con enrejado que invita a recorrer el atrio y la capilla.

En el arco de piedra, de construcción muy posterior a la capilla, aparece una inscripción que evoca el 24 de abril de 1853. En la fachada de la iglesia, cerca del portón de madera, se aprecian las fechas 1732 y 1879.

La ignorancia motivó a los restauradores, hace años, a cubrir con mezcla de cemento inscripciones que recordaban fechas más distantes, como la mujer que se maquilla con el objetivo de aparentar menor edad y evadir por algunas horas la fugacidad de la existencia.

De rostro austero, pero cautivante y hermoso, cual mujer mestiza, la capilla exhibe, al frente, una torre con campanario, portón de madera, ventanal, nicho con el patrono del pueblo -San Agustín- y una cruz de piedra.

En la parte lateral, cerca de las gárgolas que sobresalen en el muro cual cañones de piedra, se distingue la cúpula pintada de blanco. Es una capilla bonita y bien conservada, a pesar de su vejez. Parece una abuela rejuvenecida que conserva incontables historias.

Ya en el interior, los muros del bautisterio, transformado en galería sacra, exhiben frescos alusivos, precisamente, a tal oficio. Es un espacio húmedo, silencioso y solitario de oraciones y veladoras.

El recinto evoca el llanto, lejano y cercano, de la infancia de ayer y hoy, al recibir el contacto del agua bendita que escurre por una, por otra y por muchas cabezas más de niños anónimos, atrapados en cuerpos minúsculos, que un día caminan por la senda existencial y luego, al anochecer, se desvanecen como los ecos de sus risas y rondallas.

Un arco de piedra y un barandal de madera forman parte del coro, que es balcón que mira hacia el altar donde reposan el Señor del Perdón y San Agustín. Un querubín sobresale en el arco de piedra.

Refiere la leyenda que el Señor del Perdón, imagen añeja de un Cristo ensangrentado, fue muy venerado en la época virreinal y que incluso, ya en la aurora del siglo XX, salvó al pequeño poblado de una catástrofe natural.

En aquella centuria que finalmente agonizó, asegura la tradición que tras una semana de aguaceros, relámpagos y truenos que mantenían aislado e incomunicado al de por sí apartado Real de Otzumatlán, los moradores permanecían encerrados en sus casas de adobe, orando al Señor del Perdón para que los liberara de lo que parecía ser una catástrofe.

Hambrientos y temerosos, los niños abrazaban a sus padres que asomaban angustiados y miraban el pertinaz aguacero y los relámpagos que alumbraban el cielo, proyectando siluetas fantasmales. El canto del río caudaloso era mortuorio. El agua se desbordaba.

Tempestad, relámpagos, oscuridad y neblina. La sierra y el caserío parecían más desolados que otras ocasiones. Estaban irreconocibles. Los moradores temían una desgracia. Se sentían aterrados y solos. Estaban atrapados en sus destinos, en sus casas, en sus temores. Parecía que presenciaban sus funerales anticipados.

Tras implorar la salvación al Señor del Perdón, los rayos solares hirieron el celaje nublado y alumbraron la cañada; ancianos, adultos, jóvenes y niños, hoy ausentes ante el devenir de los años, se dirigieron al templo con la finalidad de agradecer el milagro.

Al abrir el portón ya hinchado por el agua y la humedad, se aproximaron al altar que todavía exhalaba aroma a copal, flores, velas e incienso, y descubrieron en los escalones de piedra huellas de sangre que por el tamaño correspondían a los pies del Señor del Perdón.

Fue él, el Señor del Perdón, quien los salvó de la catástrofe natural. Narra la leyenda que se sacrificó para evitar sufrimiento y luto entre aquella gente que tanto lo adoraba y confiaba en sus fuerzas prodigiosas, en su amor incondicional hacia la humanidad.

Desde entonces, los habitantes de Real de Otzumatlán veneran con mayor fervor al Señor del Perdón, sin olvidar las imágenes de la Virgen de la Purísima Concepción, La Dolorosa, el Sagrado Corazón de Jesús, el Nazareno, el Santo Entierro y San Agustín.

Una callejuela de tierra separa la capilla de una torre de piedra y ladrillo, anciana y cadavérica, que es fragmento, trozo del ayer, y evoca las muchas horas de extracción minera.

Enfrente, ya en agonía, le mira una habitación de piedra con una puerta agotada y enferma, de la que se han apoderado la hierba, la humedad, los insectos y la polilla.

Cerca, también muy desmejorada, permanece somnolienta una construcción que bien podría utilizarse como museo arqueológico, minero y natural.

Si el turista siente impulso aventurero, caminará paralelamente al río y se introducirá al bosque, entre matorrales, y llegará a un socavón, a un túnel que exhala aliento a humedad, mineral, piedra.

Apenas visible, el túnel recuerda que con el descubrimiento y la explotación de minas de plata como la de Real de Otzumatlán, inició una aventura, una historia que causó felicidad y riqueza en unos cuantos y desdicha y luto en muchos, en las mayorías que padecían enfermedades, hambre y pobreza.

Real de Otzumatlán inició actividades mineras en el siglo XVI, alrededor de 1550. Los ambiciosos conquistadores españoles sometieron a la población indígena y la explotaron sin misericordia.

Hay que recordar que en 1591, precisamente en el ocaso del siglo XVI, Tomás de Ordaz solicitó el envío de indígenas en repartimiento para el beneficio de su mina, en Real de Otzumatlán, recibiendo la concesión del Virrey, quien le advirtió que debía pagar a la gente la cantidad de “seis reales por cada seis días de trabajo”.

En 1586, cerraron algunas minas en Real de Otzumatlán como consecuencia de la falta de indígenas, de los que ellos, los conquistadores, los dueños de todo, abusaban despiadadamente.

Otro problema que contribuyó al cierre de minas o a reducir la extracción de plata en ese lugar, en Real de Otzumatlán, fue el ocasionado por las frecuentes inundaciones. El agua se filtraba constantemente por los poros de la tierra, como si se empeñara en defender a los nativos.

No obstante, entre el ocaso del siglo XVI y la aurora del XVII, la explotación de plata en Real de Otzumatlán alcanzó mayores niveles, atrayendo, por lo mismo, la atención de comerciantes españoles.

De acuerdo con datos contenidos en las páginas amarillentas y empolvadas de la historia, durante postrimerías del siglo XVIII las minas de Real de Otzumatlán representaron una riqueza aproximada a los 30 millones; además, parte de la plata, junto con la de Tlalpujahua, se utilizó para la crujía de la catedral de Valladolid -hoy Morelia-, la capital de la provincia de Michoacán.

En el discurrir del siglo XIX, la producción de plata en Real de Otzumatlán fue tan importante como la que se registraba en Angangueo y Tlalpujahua, al oriente de Michoacán.

Con el movimiento insurgente, en el siglo XIX, llegó la hora postrera para las minas de plata de Real de Otzumatlán, quedando en abandono y desolación.

En la misma centuria, ya consumada por la causa independiente y por otros acontecimientos, los británicos arrendaron y aviaron las principales minas de Real de Otzumatlán; aunque al retirarse, continuaron algunas actividades en ese lugar, para lo que se invirtieron cantidades importantes en su explotación.

El mineral fue saqueado del vientre de la montaña, dejando en la oscuridad, entre agua, lodo, piedras y tierra, cadáveres de hombres humildes que nunca regresaron a sus hogares ni miraron ya las sonrisas de sus hijos. Se convirtieron, inesperadamente, en los ausentes de sus hogares. Esa es la historia.

Los túneles abandonados y oscuros, por donde entraron la esclavitud y la vida, y salieron la enfermedad, la muerte y el mineral, yacen en la montaña y conforme transcurren las horas, los días, los años, se desploman y sellan como aconteció con los capítulos añejos de la historia.

Antes de retirarse para proseguir contemplando el paisaje natural, el aventurero mirará el túnel próximo a la torre de ladrillo y piedra, apenas perceptible porque los matorrales lo cubren.

Del interior del socavón huye un arroyuelo y se escucha el eco de las gotas que caen a algún charco, como si se tratara del llanto de indígenas anónimos y olvidados que sufrieron en la penumbra, en rincones silenciosos y solitarios, desde las horas virreinales hasta los días porfirianos.

Flores minúsculas, convertidas en aretes y collares de cautivantes tonalidades, adornan la vegetación que antecede la entrada del túnel; el riachuelo marcha del socavón y se filtra, nuevamente, por las hendiduras de la naturaleza, en su eterno peregrinar, deslizándose sobre minerales, piedras y tierra.

La llovizna en la sierra recuerda que las horas del atardecer son heladas y que, por lo mismo, hay que retornar a casa, quizá a planear otro viaje por los rincones irrepetibles de Michoacán; pero la jornada ha concluido con un canasto repleto de aventuras, fotografías para el álbum y recuerdos que resguarda la memoria, algo, sin duda, más valioso que el brillo del mineral.

El judaísmo no es moda ni pose

Al rabino Manahen Shaing

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Más que moda, acto circunstancial o pose, el judaísmo, cuando es auténtico, es un estilo de vida, un compromiso sincero y permanente con Hashem, una actitud para estudiar la Torah y practicar sus preceptos en cada acto, por insignificante que parezca.

En el lapso de los últimos años, han surgido incontables personas que acaso con buena intención, pero confundidas por la mezcla de diversas doctrinas y totalmente ajenas a la Torah, desconocen la esencia y hasta consideran que con colocarse una kipá y un talit, como si se tratara de un vestuario de lucimiento social, o defendiendo determinada causa del pueblo de Israel, ya pertenecen al pueblo de Israel.

Uno, en el judaísmo puro, compromete su alma y vida a Hashem porque sabe que le pertenecen; pero esa entrega exige responsabilidad, de modo que si se hacen a un lado la Torah, el shabatt y la sinagoga, entre otros aspectos relevantes, equivale a renunciar a las bendiciones.

Quien verdaderamente aspire al judaísmo ortodoxo, tendrá que renunciar a las cosas que le distraen, acercarse a los rabinos, asistir a la sinagoga, vivir con plenitud el shabbat y, sobre todo, abrazar con auténtico amor a Hashem y su instrucción.

No basta con haber nacido en una familia judía o que el linaje indique ese origen, si se vive en el desarraigo de los mandatos de la Torah, como tampoco, estando fuera, creer que se pertenece al pueblo de Israel con asumir algunos elementos; los primeros necesitan retornar a los principios, a su esencia, mientras los segundos, en tanto, requieren la conversión bajo características y condiciones muy estrictas y especiales.

En consecuencia, al judío ortodoxo, al que vive la Torah plenamente, el mundo lo reconoce más allá de cuestiones raciales y materiales por sus actitudes, por su estilo, por la forma en que se conduce y educa a sus hijos, por el respeto a su hogar, por sus conceptos, y si se aísla de ciertas modas, prácticas y situaciones de carácter superficial, es por amor a Hashem y por su deseo de no ofenderlo ni alejarse de su sabiduría.

Por lo mismo, resulta fundamental no confundir a quien se llama judío por origen racial y linaje o simplemente por defender una causa, presentarse ante el mundo con una apariencia o aprender mediocremente el conocimiento de la Torah. El judaísmo ortodoxo es algo más, y se nota en cada acto de la vida porque el compromiso con Hashem y la Torah va más allá de de la temporalidad. Es cuestión del alma más que de cosas.

¿Y la magia de las reformas estructurales?

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Miembro de una casta de políticos que se han beneficiado con el ejercicio del poder versus el empobrecimiento y las injusticias en perjuicio de millones de familias, el secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray Caso, afirmó recientemente que los mexicanos tendrán que ajustarse a una nueva realidad, palabras ambiguas que lo mismo sugieren mayor cantidad de impuestos, incrementos a las tarifas oficiales, desempleo masivo, inflación, devaluaciones, fuga de inversiones productivas y hasta terrorismo fiscal, porque el señor ministro, tan escrupuloso y severo con los contribuyentes y “preocupado” por la obesidad de los consumidores de bebidas endulzantes, no habló claro y, además, suelen fallar sus perspectivas económicas.

El hecho de anunciar que los mexicanos deberán ajustarse a una nueva realidad y que la Federación aplicará recortes presupuestales con la intención de reducir el gasto gubernamental por varios años, después de informar lo que todos sabemos, el panorama económico mundial -a alguien hay que culpar para justificar los fracasos en el manejo de las finanzas públicas-, Videgaray Caso recibió el saludo cálido de algunos participantes de The Real State Show 2015 que organizó la Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios, en el Centro Banamex.

Más allá de los niveles alarmantes de corrupción que existen en México comparados con los preocupantes índices de desigualdad social que arrastra a millones de personas al descontento y a la pobreza acentuada, el titular de Hacienda expuso a especialistas que el entorno mundial se distingue por tres fenómenos que complican la economía nacional: descenso abrupto y permanente en los precios del petróleo, inminente aumento en las tasas de interés por parte de Estados Unidos de Norteamérica -nuestro “socio” comercial- y una tendencia baja en el crecimiento internacional.

Caray, Luis Videgaray Caso habló respecto al entorno internacional que repercute negativamente en México, nación que enfrenta un reto ante variables que se combinan desfavorablemente en perjuicio de la economía; pero omitió, evidentemente, los temas relacionados al enriquecimiento exagerado de funcionarios públicos y políticos, al favoritismo y los negocios con contratistas que reciben beneficios millonarios, a las percepciones y los gastos excesivos de las autoridades, a los cargos onerosos y dependencias que no sirven para nada, a los programas que a nadie benefician y al despilfarro del sector oficial, entre otros asuntos que realmente preocupan e interesan a los mexicanos.

Si los mexicanos tuvieran otra clase de gobernantes, el mensaje de Luis Videgaray Caso hubiera sido creíble e incluso generado confianza y solidaridad social; pero nadie confía en funcionarios públicos y políticos que han demostrado abusos y que exponen mensajes de doble moral, que hablan de reaccionar con responsabilidad y, paralelamente, poseen mansiones como la llamada casa blanca cuyo costo representa más de tres mil años de salarios mínimos. Millones de personas carecen de recursos para obtener satisfactores mínimos básicos, y estos señores, los dueños del poder, se atreven a advertir ambiguamente, cual amenaza velada, que la gente en este país tendrá que ajustarse a la nueva realidad.

Claro, es la nueva realidad propiciada por las condiciones económicas del entorno internacional, pero en un país debilitado, en ruina, totalmente saqueado durante décadas por familias que han abusado del poder y se han enriquecido sin importarles el daño contra millones de habitantes.

Hace algunas décadas, en 1977, un presidente corrupto, cínico y demagogo como fue José López Portillo y Pacheco, declaró públicamente que las naciones se dividían entre las que poseían riqueza petrolera y las que carecían de la misma, y aseguró que México la tenía. Quien estúpidamente nacionalizó la banca y alguna vez declaró que defendería el peso como un perro, presumía en 1980 que el país exportaba diariamente más de dos millones de barriles de crudo y ocupaba sexto lugar mundial en ese rubro, y por eso expresó en uno de sus discursos que los mexicanos tendrían que aprender a administrar la abundancia. Obviamente, al concluir su mandato, México se encontraba en la ruina económica, con un peso devaluado en más del 200 por ciento. Información de aquella época refiere que durante el sexenio de López Portillo, los altos precios del petróleo representaron más de 100 mil millones de dólares extras al Gobierno Federal. ¿Dónde quedaron? Nación empobrecida, políticos multimillonarios.

Si en aquella época, bajo un entorno mundial favorable para los precios del petróleo y con un presidente que juró defender el peso como perro y manifestó que los mexicanos tendrían que aprender a administrar la opulencia, el país se encontró ante un panorama de desastre económico, ¿qué sucederá ahora que el valor del crudo registra descensos abruptos y con gobernantes que sólo desean adquirir residencias multimillonarias y realizar viajes hasta con la realeza europea como si eso los fuera a transformar en personajes de alcurnia? Millones de mexicanos, como antes, sufrirán las consecuencias negativas; pero habría que preguntar de dónde surgirá el político canino que defienda la moneda nacional.

Por lo pronto, Videgaray Caso indicó, por si alguien lo había olvidado, que este año se aplicará una reducción al gasto por 124 mil millones de pesos, mientras en 2016 habrá que llevar a cabo un ajuste adicional por 135 mil millones de pesos.

Si las medidas federales se aplicaran con justicia, equilibrio y transparencia, seguramente México estaría preparado para enfrentar los retos; pero si las autoridades fallan hasta en sus perspectivas anuales de crecimiento económico y con frecuencia efectúan ajustes a la baja, ¿qué se prevé ante una situación tan riesgosa que definitivamente no han sabido manejar y ya las rebasó?

Los candidatos a diputados federales que hoy muestran sus nuevos semblantes y hablan de transformaciones, lucha contra la corrupción y temas en los que no se distinguieron con anterioridad, serán responsables de analizar y discutir el presupuesto de ingresos y egresos de la Federación para 2016. Uno los mira, en gran porcentaje, inmersos en sus campañas de descalificaciones y propuestas tan pobres, cuando las tienen, que se pregunta si no actuarán como los legisladores que aprobaron las denominadas reformas estructurales del presidente Enrique Peña Nieto. Todos deben levantar las manos para aprobar lo que ordena la élite del poder, y reciben dádivas o la amenaza de frustrar sus “carreras” políticas.

Habría que preguntar dónde quedaron el encanto y la magia de las reformas estructurales tan defendidas por el presidente Enrique Peña Nieto y la clase gobernante, como la energética que iba a cambiar el rostro de México y representar ahorro en la economía familiar y atracción de inversiones productivas que generarían empleos y riqueza. Parecía que nuevamente el pueblo mexicano iba a aprender a administrar su opulencia; aunque con el mensaje reciente e impreciso del secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray Caso, todo indica que la sociedad debe prepararse para coexistir en su entorno lacerante y mirar con irritación e impotencia el desfile de grandes señores, dueños de residencias, en helicópteros y escoltados por hombres enormes, armados y capaces de reprimir a cualquier ciudadano que se oponga a las decisiones y políticas gubernamentales.

No obstante, la actual coyuntura representa una oportunidad para que el presidente Enrique Peña Nieto y la clase política mexicana demuestren que su compromiso es con México y que pueden, en consecuencia, conducir el rumbo nacional sin seguir lastimando a millones de familias, muchas de las cuales, por cierto, ya apoyan la idea de la revocación de quienes ostentan el poder, lo cual es peligroso por todo lo que significa en un país desesperado y en la miseria.

¿Quiénes son?

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

En su portal de noticias, Milenio informa que el 98.8 por ciento de los aspirantes a legisladores federales no se han registrado en la plataforma “Candidatos y candidatas, ¡conócelos!”, creada por el Instituto Nacional Electoral con la intención de que la sociedad mexicana tenga acceso a los perfiles de quienes pretenden convertirse en sus representantes en la Cámara de Diputados.

De ser así, significa que las condiciones de inseguridad que prevalecen en el territorio nacional son tan graves que ellos, los candidatos a diputados federales, prefieren no difundir sus antecedentes curriculares, temen que la población los recuerde por sus pobres y nefastos resultados y los señale o definitivamente son omisos e irresponsables y no les interesa establecer compromisos, sino obtener el voto mayoritario, el pasaporte al otro México, al de la clase política privilegiada.

Uno de los argumentos por los que solamente se han registrado 58 de los cuatro mil 496 candidatos a diputados federales que actualmente se encuentran en campañas en la República Mexicana, es porque no existe disposición legal que los comprometa y obligue a publicar sus datos curriculares para que la ciudadanía los conozca, identifique, se forme un criterio y tome decisiones en las urnas, de modo que la gente votará sin saber si el personaje que le representará fue líder sindical, político, empresario, profesor, funcionario público o un desconocido.

Contrariamente a la apatía de los aspirantes a la legislatura federal, en el lapso de dos semanas la plataforma citada ha registrado el ingreso de más de 63 mil personas interesadas en conocer los perfiles de quienes pretenden representarlos.

Si la ausencia de compromisos, respuestas, información y resultados -prácticas comunes en los políticos mexicanos de la hora contemporánea- van a prevalecer entre quienes desean obtener una curul en la Cámara de Diputados, indudablemente su trabajo legislativo será pobre y dañino, como lo ha sido a través de las décadas, para millones de mexicanos.

Es obvio que para votar por un candidato a diputado federal, es fundamental conocer sus antecedentes e identidad, porque sería absurdo concederle la facultad de representar a la población si no hace públicos sus antecedentes curriculares.

Si 98.8 por ciento de los candidatos no se han registrado con la finalidad de que los mexicanos conozcan su trayectoria, habría que cuestionarlos acerca de los motivos por los que no publican sus perfiles, lo cual, por cierto, genera una barrera y, además, la sospecha de que no actuarán con transparencia y de frente a la sociedad. Podrían convertirse en los diputados de siempre, en los legisladores con actitudes y conductas de deidades que se enriquecen y votan en contra de los mexicanos o levantan las manos sin conocer lo que están aprobando. Increíble, pero así se comportan no pocos de los diputados de México.

En caso de que su omisión se deba al temor de ser reconocidos y atacados por la delincuencia, el escenario nacional sería, entonces, más grave de lo que suponemos y las cifras y declaraciones optimistas de las autoridades quedarían una vez más en ridículo.

Lo cierto es que de cuatro mil 496 candidatos a diputados federales que hoy hablan de honestidad, justicia y cambios en un México lacerado por la corrupción, las desigualdades sociales, el abuso de poder, el saqueo y la impunidad, solamente 58 han registrado sus datos curriculares para que los ciudadanos los conozcan. Imagine el lector la clase de legisladores federales que próximamente tendrá el pueblo mexicano.

Quien no se interesa en dar a conocer públicamente su trayectoria y aspira convertirse en representante de los mexicanos, ¿qué acuerdos no firmará a cambio de prebendas? La transparencia comienza en uno, no en descalificar a los contrincantes ni en exigir lo que en lo personal no se ha cumplido.

Campañas políticas y teatro burlesque

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Cuando la inteligencia es rebasada y sustituida por modas y ocurrencias, en días de campañas electorales, las propuestas y soluciones a los grandes problemas ceden espacio a la estulticia, lo grotesco, las acusaciones y la ausencia de compromisos y formalidad.

En un escenario real de ingobernabilidad, corrupción a gran escala, injusticias, represión, inseguridad, miseria, falta de oportunidades de desarrollo integral, ausencia de un auténtico proyecto de nación, rezagos preocupantes, autoritarismo e impunidad, el actual proceso electoral parece ser muy ad hoc a los bajos niveles que México ha alcanzado como país.

Si bien es innegable que todavía existen candidatos bien intencionados y comprometidos con la honestidad, el desarrollo, la justicia, el respeto y la verdad, resulta evidente que amplio porcentaje de aspirantes políticos son los mismos de siempre, los que han corrompido las instituciones, provocado inseguridad, saqueado al país desde las arcas públicas, levantado la mano en contra de millones de familias. Sólo han modificado su imagen física e incluido algunos lemas; pero se trata, en esencia, de los personajes que tanto daño han causado a los mexicanos desde alcaldías, legislaturas y cargos en los poderes Ejecutivo y Judicial.

La falta de imaginación, seriedad y propuestas se hace palpable cuando uno mira, cual carpa de circo o teatro burlesque, a no pocos candidatos políticos descalificándose, criticando el trabajo de unos y otros, difundiendo rumores, y lo ridículo, para llegar a la sensibilidad de las mayorías y resultar favorecidos con el voto, bailando, desnudándose y cantando. A tal grado están prostituyendo la política, claro, más de lo que ya se encuentra.

Una canción “pegajosa”, un baile populachero, un chiste o un espectáculo nudista no resolverán, definitivamente, los graves problemas que enfrentan los mexicanos en todos los aspectos. Sólo son para atraer a los rebaños humanos, a la gente que no piensa, a los que empeñan el presente y futuro de sus hijos por un saludo hipócrita o una dádiva, a los que piensan con satisfacción que un día expresarán “a esa diputada yo la miré desnuda”, a los que ríen y se distraen con las migajas que les ofrecen cínicamente mientras la nación se desmorona.

Hay una colección de aspirantes políticos en el territorio nacional que utilizan, durante campañas, sus alias, los apodos con los que la gente los conoce, y hasta eligen por un momento los disfraces del armario, la ropa de cantantes y bailarines, de bufones que hacen cualquier cosa a cambio de obtener los beneficios de quienes sufragan sin razonar.

Si tales personajes son capaces de sustituir planteamientos serios, fórmulas inteligentes para corregir el rumbo del país desde alcaldías, legislaturas o gubernaturas, por actos más de carpa que acordes a las exigencias y a los retos de la hora contemporánea, ¿qué harán cuando ejerzan sus funciones y se sientan atraídos y seducidos por el brillo del dinero y el poder? ¿Será de confianza quien hoy se desnuda para captar la atención de las multitudes y obtener votos, o aquellos que parece que cantan y bailan en cantinas?

Definitivamente, las familias mexicanas no necesitan espectáculos nudistas ni canciones y bailes de burdel; requieren propuestas, soluciones, trabajo honesto, acciones con resultados de beneficio colectivo.

A los políticos y funcionarios públicos hay que exigirles honestidad y resultados positivos en todos los temas de trascendencia para México, no brindarles aplausos por actos que se representan mejor en los teatros. Por favor, no hay que engrandecerlos desde los palcos; es preferible obligarlos a que trabajen honesta y responsablemente. Los mexicanos desean una nación honesta, justa y próspera, no un país en ruinas ni con personajes que utilizan el poder para su beneficio personal y de grupo.

El contrato del reloj

En este mundo -sólo aquí- parece que existe un pacto impostergable entre las manecillas del reloj y las horas, el tiempo que es el único que se atreve a bofetear belleza, poder y riqueza de apariencia cautivante y seductora, pero de rostro tan fugaz como las caricias del viento una tarde de verano o los ósculos de la lluvia al depositarse en los ríos y deslizar por las hojas y las flores, también de efímera existencia… Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Uno, a cierta edad, suele abrir el portón y las ventanas de la memoria para mirar el jardín de atrás, el escenario que se dejó un día y otro, el paisaje que cada instante, al vivir, quedó plasmado durante la jornada cotidiana. Ocupa uno, entonces, la banca de las remembranzas, el columpio de los recuerdos, para repasar la historia de la existencia.

Tal vez, mecido en el suave arrullo de la melancolía, uno pregunte: ¿qué es una flor, si no una bella fantasía?, ¿qué la vida, si no un suspiro fugaz?, ¿qué Dios, si no la eternidad? Temporalidad, es cierto; pero también infinito, aquí y ahora por siempre. Qué juego de palabras y cuánto peso entre las ideas sobre la caducidad del tiempo y la eternidad.

Entre la lucha contra la cotidianeidad y la rutina que imponen, con frecuencia, las actividades laborales y los compromisos que implica coexistir en una sociedad moderna, miro con cierto encantamiento y, a la vez, realismo, la caminata del tiempo que al mover las manecillas del reloj parece gritarme desde algún rincón lejano: “¡vive! ¡No olvides vivir intensamente! Hazlo en armonía, con equilibrio y plenamente. De cualquier manera pasaré invicto sobre ti y seguiré mi camino indiferente a lo que hayas hecho. No esperes a que te aplaste para decidir experimentar la aventura de la vida”.

Pienso en el tiempo y sus contratos irrenunciables con los relojes -invención humana ante su realidad en el mundo-, y me estremezco al imaginar que marcan la hora, aquí y allá, desde la mano materna que mece la cuna y el brazo paterno que muestra el camino de la vida, hasta las lágrimas que brotan durante las exequias.

Hoy, en la hora contemporánea, los relojes son digitales y se encuentran insertos en teléfonos celulares, computadoras, tabletas, laptops, televisores y hasta hornos de microondas, como para minimizar lo que significa el tiempo o quizá con el propósito de desplazar un producto que hace algunas décadas parecía inseparable de hombres y mujeres. No obstante, es imposible esconder al tiempo en la alacena o el cajón porque aunque no se le puede tocar, sus pasos se sienten y esculpe jeroglíficos en los rostros y en lo que agarra.

El tiempo parece tan ajeno e indiferente a los seres humanos, que éstos, casi siempre en el ocaso de sus existencias, descubren que la vida está compuesta de instantes, momentos que se diluyeron en asuntos y cosas intrascendentes, y que añoran cuando resulta imposible recuperarlos. Escritores, poetas, músicos, filósofos, místicos y gran cantidad de pensadores han dedicado su atención al tiempo, a la vida que se consume entre un suspiro y otro. Hasta el mismo Rubén Darío, en su “Canción de otoño en primavera”, escribió “juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!”, mientras el Libro del Predicador o Eclesiastés, que se encuentra en la Torah y la Biblia, expresa “todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz”.

Todo, en la vida, es pasajero. Hombres y mujeres viajamos, parece, en una embarcación que se aleja de la orilla, que atrás deja rostros familiares y lugares queridos, cosas por las que luchamos, historias que se desvanecen, alegrías y tristezas, ilusiones y desencantos, simplemente segundos.

Recuerdo mi primer reloj, a los 10 años de edad. Fue un regalo de mi abuela paterna, un Haste dorado, con extensible metálico, maquinaria de cuerda y carátula cuadrada. Lo compramos en Joyería Gallegos, en el centro histórico de la Ciudad de México. Me parecía muy bello. Marcó las horas de mi infancia dorada, los minutos acumulados de mi niñez inolvidable, hasta que un día, como en todo, los engranes y las piezas minúsculas sintieron agotamiento y quedó guardado en el baúl de los recuerdos, junto a los juguetes que sólo exhalaban suspiros por los muchos días del ayer consumidos en la casa solariega. Fiel al tiempo hasta el último segundo que marcó, su amo no le perdonó la fatiga y quedó, en consecuencia, confinado entre otras cosas que también caducaron.

El augusto reloj de porcelana de uno de mis antepasados, vendido muchos años después a un anticuario de la ciudad de Puebla, exhibía, ostentoso, una carátula en la que los 12 números fueron sustituidos por el nombre de Porfirio Díaz, amigo de la familia y con quien diversas noches acudió al teatro, acompañados ambos de sus respectivas esposas, uno con la responsabilidad de conducir el destino del país entre postrimerías del siglo XIX y el amanecer de la vigésima centuria, y otro, en tanto, con su título de marqués y sus negocios, todo vano porque el primero no conservó el poder y el segundo, en cambio, perdió su fortuna. Al final sucumbieron y sus cosas e historias se desvanecieron. Todo se disipó.

Otro antepasado poseía una colección de relojes. Uno era tan especial y hermoso, que le fascinaba. A cierta hora, la maquinaria emitía notas musicales de celestial encanto y aparecían, en movimiento circular, pequeñas muñecas de porcelana. Una y otra vez marcaron la hora, indicaron los claroscuros de la existencia, hasta que fueron mancillados durante el movimiento revolucionario de 1910. Todo se consumió y apenas quedaron las recapitulaciones, y eso porque uno, al volverse coleccionista de historias del ayer, rescata algunos recuerdos que un día o una noche se perderán.

Cuando era niño, mi padre me mostro dos relojes de bolsillo, uno dorado y muy antiguo; el otro era plateado y tenía grabada en la parte posterior una locomotora. Ambas piezas de colección, junto con todo lo que poseía, también lo perdimos, igual que cuando alguien renuncia a las horas felices de la tarde al recibir las primeras sombras nocturnas.

Un día, en la adolescencia, caminaba por la calle, en la Ciudad de México, y tres hombres me asaltaron y arrebataron un reloj que un mes antes había comprado. Se llevaron mi reloj, pero no se apoderaron del tiempo que innegablemente marcó huellas indelebles sobre sus rostros, como lo hace con todos.

He mirado, tras vitrinas de museos y en colecciones particulares, relojes antiguos y bellísimos de gran valor, envejecidos, igual, por las exigencias del tiempo, a quien sirvieron fielmente. Todo queda extinto ante la marcha de las horas, de los años, del tiempo implacable.

Resulta imposible atarse a las cosas porque al final, cuando hay que renunciar a su posesión, el sufrimiento es mayor. Eso no significa que haya que carecer de ambición, pero es importante aprender a vivir con las alas de la libertad. Ante la cabalgata de las horas, la gente y las cosas se hacen a un lado, se retiran del camino.

Aunque amé y hasta veneré a mis padres, una madrugada y una mañana abandonaron la barca y partieron a otro plano. Fueron parte esencial de mi existencia, del mundo que me formé desde el albor de mi existencia, y también se marcharon. Hay, en contraparte, quienes asisten a los funerales de sus órganos, brazos, piernas y vista. Nada, en el mundo, es permanente.

Mecido en el columpio de las añoranzas y la reflexión, acude a mi memoria la historia del ser humano por conocer, administrar, controlar y hasta derrotar al tiempo, y también las colecciones de relojes, los horarios, los almanaques, las agendas; sin embargo, dentro de la fugacidad de la existencia, me parece que la fórmula más acertada para aprovecharlo no es lamentándose ni retándolo porque después de todo le es indiferente lo que uno haga y no acepta complicidades, sino convirtiendo cada instante en un aquí y un ahora, en dar lo mejor de sí, en ser feliz y no causar daño a nadie, en vivir en armonía, con equilibrio y plenamente. Hay que hacer de los días de la existencia una historia excelente, una novela irrepetible, intensa, regia e inolvidable. La vida es, sospecho, una embarcación que no mira atrás porque sigue su ruta, dejando en las orillas rostros, cosas e historias de apariencia inolvidable que al caer el telón de la noche, se desvanecen. Cada tripulante tiene que deleitarse con el viaje, aprovecharlo al máximo, porque en cualquier momento su tiempo puede caducar y él descender al muelle menos esperado. Si el tiempo viaja imperturbable, es preferible conocer su esencia, descifrar su ruta y navegar cada día con la dicha de sentir las caricias del viento y la libertad.

Fórmula perfecta: familias de las “oportunidades” históricas versus sociedad adormilada

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

La fórmula parece perfecta para transformarse en parte de las familias que disfrutan las “oportunidades” históricas que le arrancan a México: durante sus gestiones favorecen a empresarios con contratos millonarios para posteriormente resultar beneficiados con residencias lujosas, práctica de la que nadie debe sorprenderse en un país donde la corrupción es ejercicio cotidiano, desde el policía extorsionador y el automovilista con documentos irregulares y el maestro que para pasar a sus alumnos les sugiere una aventura amorosa o una botella de licor, hasta aquellos que decretaron una estatización y favorecieron a sus descendientes o que aprovechan gestiones públicas para enriquecerse con recursos nacionales.

México es, sin duda, uno de los países más corruptos e injustos del mundo, donde las desigualdades sociales resultan evidentes. La miseria es lacerante, los abusos y excesos de poder son práctica cotidiana, el autoritarismo y la represión aumentan alarmantemente, el descontento social se generaliza. Una minoría se enriquece exageradamente, mientras las mayorías empobrecen.

Resulta que ahora, según la revista Proceso, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, sí, el funcionario que realiza giras a diferentes regiones del país y se reúne con hombres y mujeres procedentes de polígonos de pobreza y violencia en actos más similares al esquema de los reality show, es dueño, a través de su esposa, de dos lujosas residencias en Lomas de Chapultepec, en la Ciudad de México, adquiridas bajo idéntica fórmula a la que aplicaron, en su momento, su jefe, el presidente Enrique Peña Nieto, y su compañero de gabinete, el titular de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray Caso.

Y no hay que espantarse porque indudablemente existen más funcionarios y políticos, no solamente a nivel federal, sino estatal y municipal, que actúan de acuerdo con la moda de corrupción e impunidad que dicta la élite gobernante desde hace décadas en la República Mexicana.

Resulta incongruente y hasta con cierto grado de cinismo y ofensa, que tales funcionarios manifiesten públicamente, por medio de discursos y declaraciones mediáticas, que las autoridades están trabajando arduamente, con compromiso y responsabilidad, para erradicar del país las injusticias, las arbitrariedades, la corrupción, los delitos, las diferencias sociales, la impunidad, las prácticas nocivas, los grupos que tanto daño causan, cuando abusan del poder y se benefician con el dinero que proviene de los mexicanos.

De no ser verídicos el reportaje de Proceso ni los que han publicado medios de comunicación mexicanos y extranjeros respecto a las residencias del mandatario nacional y los funcionarios mencionados, junto con todo lo que implican sus adquisiciones, tendrán que probarlo con documentos y evidencias reales; pero aún así siempre resultará insultante poseer mansiones de valor incalculable versus el pauperismo de millones de personas y las casas de interés social que venden a los trabajadores con la cuarta parte de sus salarios y 30 años de pagos, las cuales son de pésima calidad y tan minúsculas que cabrían, incluso, en alguna de las alcobas principales en las Lomas de Chapultepec, Malinalco, el Pedregal de San Ángel o cualquier otra zona exclusiva.

La lucha contra la corrupción no prosperará mientras los mexicanos la practiquen desde sus niveles más bajos, en sus asuntos cotidianos, y permanezcan más distraídos en el teatro futbolero y telenovelero, en los chismes de actores y cantantes, en las redes sociales y el whats app, en las modas, en lo que ocurre con las vidas de sus vecinos y en esas cosas intrascendentes que acumuladas, consumen gran parte de los días de la existencia.

Independientemente del tema relacionado con las residencias del presidente Enrique Peña Nieto y los colaboradores de su gabinete, aunado al involucramiento y la sospecha de personajes favorecidos con licitaciones y obras públicas, lo cual es demasiado grave y preocupante por lo que implica, se trata de funcionarios que han demostrado incapacidad para gobernar y mantener estabilidad, desarrollo integral, justicia, seguridad y respeto a las libertades.

Con tales antecedentes, uno se pregunta qué regalos no otorgarán a los políticos y altos funcionarios los inversionistas que resulten favorecidos con los contratos derivados de las tan defendidas reformas presidenciales, como la energética, por citar una. Las utilidades serán excesivas y las dádivas también. El nuestro es un México ajeno a más de 100 millones de habitantes porque solamente el grupo que ostenta el poder obtiene privilegios.

Entre funcionarios públicos y políticos de diferentes partidos se acusan de corrupción y otros delitos, pero no pocos se encuentran involucrados en actos de ilegalidad. Seguramente ninguno actuará, de poder hacerlo, en contra del otro.

Resulta lógico que ahora, al escuchar los mensajes presidenciales y de secretarios, gobernadores, legisladores y toda clase de políticos y funcionarios públicos, uno no solamente experimente coraje, repulsión e impotencia; también surge un conflicto interno al sospechar que sus palabras son resultado exclusivo de la desfachatez y el engaño, de simulaciones y programas endebles, de un sistema más proclive a la represión, el autoritarismo y la corrupción que a la justicia social y el desarrollo integral de los mexicanos.

¿Cómo escuchar con respeto los discursos de tales políticos si ellos han actuado, parece, deshonestamente ante decenas de millones de mexicanos que depositaron su confianza en ellos? ¿Cómo reaccionar cuando el presidente de la República anuncie obras millonarias o resalte sus reformas ante la comunidad internacional y los inversionistas? ¿Habrá más contratistas agradecidos? ¿Qué argumentar cuando el secretario de Hacienda y Crédito Público resalte el cumplimiento de las obligaciones fiscales? ¿Y qué contestar a los discursos y declaraciones del secretario de Gobernación? ¿Hay razón para creerles a otros funcionarios y políticos? ¿Qué calidad humana tienen tantos legisladores que con frecuencia votan contra México? Si los principales actores de la política mexicana se conducen bajo fórmulas que despiertan sospechas y no han tenido capacidad de gobernar adecuadamente a los mexicanos, ¿cuáles serán las aspiraciones y los estilos de vida de quienes les siguen en estatus?

Al caminar y mirar a un lado y otro, uno palpa miseria, corrupción, injusticias, abusos, represión e impunidad. Unos, los que pertenecen a la élite del poder, cometen toda clase de excesos y saquean a la nación; otros, los miembros de la sociedad, permanecen adormilados y distraídos, totalmente atrincherados en los grandes corrales humanos. ¿Existen perspectivas de progreso para un país con el perfil de México? Habrá que preguntar a cada uno de sus habitantes.

“Tamiro Miceneo” entre los árcades de Roma

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Aromático, el café era servido en delicadas tazas de porcelana, mientras los bizcochos recién horneados permanecían en charolas que reposaban en el centro de la mesa, donde ellos, Federico Escobedo y sus amigos -algunas familias teziutecas-, compartían la cena. Solían consumir las horas nocturnas en gratas tertulias en las que recordaban, unos, la infancia consumida en terruños distantes, y otros, en tanto, los días más cruentos del movimiento revolucionario, cuando temerosos se ocultaban en los sótanos de sus casas o huían a sitios de difícil acceso.

Dormía, entonces, el Chignautla abrupto con sus nueve manantiales tras la cortina de neblina que le separaba del caserío teziuteco; sin embargo, algún rincón del Santuario del Carmen o una de las casas de los amigos se convertían en pequeño mundo, en refugio de noctámbulos, en comedor para deleitar los paladares y en sala de conversaciones amenas e interminables.

Unos relataban sus travesías en galeones que parecían hundirse en la inmensidad del océano, cuando las páginas del siglo XIX cambiaban lentamente y no sospechaban las hazañas que protagonizarían en América; otros hablaban acerca de sus negocios, sus anécdotas cotidianas, sus aspiraciones, sus ilusiones; algunos se referían a sus familias, a su ayer, a su encuentro con el rostro de la historia; él, Federico Escobedo y Tinoco, a su filosofía, sus reflexiones, su obra literaria, sus poemas.

El abolengo de aquellos apellidos, los de sus amigos, contrastaba con la sencillez y grandeza de su ser. Él, Federico Escobedo, era canónigo, humanista y poeta. Estaban frente a un personaje, un hombre que escribió con sensibilidad y poseía una historia intensa.

Hijo de Leandro Escobedo y Porfiria Tinoco, Juan Federico nació el 7 de febrero de 1874 en Salvatierra, Guanajuato, y al parecer pronto tuvo un encuentro con la religión que predicaría hasta su muerte porque al siguiente día, el 8, fue bautizado. Ese acontecimiento, según sus familiares y amigos, era representativo en su vida religiosa.

Ese gran conversador, quien los cautivaba con sus poemas, había recibido en 1914, por propuesta de Joaquín Casasús, el nombramiento de miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, la cual, por cierto, fue fundada en 1875. Como individuo de número en la Academia Mexicana, sustituyó a Rafael Delgado; pero muchos años más tarde, cuando murió, su lugar fue ocupado por José Rubén Romero.

Fue en abril de 1917 cuando pronunció su discurso de ingreso con el tema “Manzoni en México”, que le contestó José López Portillo y Rojas, convirtiéndose a partir del siguiente año, en 1918, en miembro de la Real Academia Española, en la clase de correspondiente extranjero.

Varios años antes, el 22 de mayo de 1907, la Academia de Buenas Letras y Ciencias de Roma le informó que le había concedido el título de árcade romano, bajo el seudónimo de “Tamiro Miceneo”.

Y es que su inclinación por las letras se acentuó cuando en 1885, en el anochecer del siglo XIX, el abogado, historiador, literato, periodista y sacerdote michoacano Tirso Rafael Córdoba, fundó un colegio al que el joven Escobedo y Tinoco ingresó y demostró, en poco tiempo, su profunda sensibilidad.

El religioso, quien descubrió la capacidad del muchacho, influyó de alguna manera en la disolución del noviazgo que sostenía con Amalia Toledo y lo envió a Puebla con la intención de que estudiara Humanidades en el Seminario Palafoxiano, para posteriormente, en 1889, tras renunciar a la carrera de Medicina, como tanto lo deseaba su padre, seguir su vocación sacerdotal en el Colegio Noviciado de San Simón, en Michoacán, y más tarde, en España, cursar Filosofía.

Acompañado de su hermana María, quien dedicó los años de su existencia al cuidado del latinista y presbítero, al grado que murió célibe, Federico Escobedo evocaba el idealismo de su padre, quien varias ocasiones renunció, en el estado de Guanajuato, a sus cargos públicos por oponerse a las medidas políticas contra religiosos.

Relataba, igualmente, que uno de sus hermanos, Vicente, había sido revolucionario, y que otros dos de ellos, Luis y Julia, murieron a causa del vómito que les provocó una epidemia en Veracruz; a Luz, en tanto, le escribió y dedicó un poema, “La última ilusión”, quien le pidió lo compusiera con melancolía para recitarlo con tal sentimiento, y fue en una de aquellas tertulias, ya en Teziutlán, en la sierra del norte de Puebla, cuando él leyó los versos a sus amigos, los cuales quedaron totalmente conmovidos al escuchar cada línea:

Estas tardes de otoño nebulosas y frías
¡qué bien se compadecen con las tristezas mías!
¡Penetrad en mi alma, rachas de helado viento!,
más frío que vosotras el corazón yo siento.

La niebla que me envuelve como flotante gasa,
semeja una paloma que en raudo vuelo pasa,
aquí y allá, dejando sólo blancos vellones,
¡imagen de mis muchas frustradas ilusiones!

Pero hay algo más triste que me causa congojas,
contemplar la caída de las últimas hojas,
de las últimas hojas que desplomadas ruedan
del árbol y sin vida sobre la tierra quedan.

En esas pobres hojas, tristes y desgajadas,
mis rotas ilusiones yo miro retratadas…
La última que en el árbol quedaba de mi vida,
no pudo libertarse de la fatal caída.

¡Necia de mí!, pensaba que por ser la postrera,
sería su existencia más firme y duradera.
Pero fue vano ensueño… ¡cayó del corazón,
como la hoja del árbol, mi postrera ilusión!

De entonces, está mi alma tiritando de frío,
y gravita sobre ella de la tumba el vacío…
Y cuando de hojas secas miro acaso un montón,
clamo con amargura, “¡tal es mi corazón!”

Fue en Puebla donde probó la satisfacción de su esfuerzo, ya que en esa ciudad mexicana le publicaron sus primeros tres libros; pero también, en ese lugar, cuando se diluían los minutos de 1914, se hizo cargo provisionalmente del arzobispado, enfrentándose no pocas veces a grupos revolucionarios para proteger al clero. Enfrentó, incluso, a su hermano Vicente, que ya entonces pertenecía a las tropas rebeldes.

De 1921 a 1925 moró en el Santuario de Nuestra Señora del Carmen, donde convivió con las familias de Teziutlán, a las que dejó la huella de su ser, su grandeza y su historia. Y si en Teziutlán participó en inolvidables tertulias nocturnas y en paseos campestres, también fue allí, en la Perla Serrana, donde casó a muchas parejas de enamorados y escribió sus más sentidas obras.

Conservaba, igual que se guarda el más preciado de los tesoros, correspondencia de personajes como Amado Nervo, Rubén Darío y Ricardo León, la cual mostraba a sus amigos más preciados durante las noches de reuniones.

La Negociación Impresora de Teziutlán le imprimió, en 1923, su obra “Rapsodias bíblicas, horacianas y soledades canoras”, cuyo prólogo escribió Antonio Caso, entonces rector de la Universidad Nacional.

Y aunque en 1927 fue capturado por los perseguidores católicos y trasladado hasta la Ciudad de México, donde lo recluyeron en una guarnición, logró sobrevivir y regresar a Puebla, y allí, en Teziutlán, enfrentó la prueba de la pobreza, al grado, incluso, que un día su amigo Luis Audirac Gálvez le sugirió que compusiera un poema a Samuel Vega, propietario de juegos infantiles que instaló con motivo de una fiesta local.

Una vez que el latinista concluyó el verso, Luis Audirac lo publicó en el periódico “El Regional”, que dirigía en esa época, mientras Samuel Vega, quien entonces era empresario próspero, se sintió halagado y mandó al religioso la cantidad de cien pesos en Aztecas de oro.

Si en 1940 la Academia Colombiana de la Lengua lo nombró miembro correspondiente, el 13 de noviembre de 1949, tras una severa enfermedad, Federico Escobedo y Tinoco conoció el rostro de la muerte; sin embargo, quienes fueron testigos de su grandeza, conservaron en la memoria su imagen y quizá alguno de sus poemas, como el que intituló “Sero a me flagitas rosas”:

Tarde… muy tarde llegaste, niña,
cuando ya flores no hay en mi huerto,
ni verdes gramas en mi campiña…
¡Ay!, el invierno ya garapiña
con nívea escarcha mi rostro yerto.

Tarde has pensado tejer un nido,
cuando no hay hojas en mi arboleda,
con qué te forme lecho mullido.
¡Todas las hojas ya se han caído!
¡Ni leve sombra del árbol queda!

Por tanto, niña, vuelve tus ojos
a otras praderas, busca otro huerto
de donde saques ricos despojos…
Yo sólo puedo brindarte abrojos,
porque mis flores… ¡todas han muerto!

Tal vez, nadie lo sabe, los rumores del viento llevan hasta los oídos las palabras de Antonio Caso, quien se refirió a cierta parte de la obra de Federico Escobedo y Tinoco, en el sentido de que “terminan las Horacianas con otro soneto tan propio, tan castizo, tan inspirado, que vale más no hablar de él, sino apreciarlo en su genuina belleza, porque más que literaria expresión de un estado anímico, diríase la complicidad perfecta del rostro de una mujer con la niebla del ambiente de la sierra poblana y el alma sutil de un contemplativo que, con el mayor desinterés del arte, pondera la belleza de las notas que le nacen del alma, con la misma naturalidad con que la poética neblina enreda sus chales en las ásperas breñas del monte o los irisa milagrosamente en un rayo de sol…”
Y tras cautivante canto, porque eso es la lengua -música, poema-, aparecen los versos del latinista:

“Amo la niebla porque en torno gira
del techo que en sus muros te aprisiona,
y así las gracias mil de tu persona
hurta al ojo profano que te mira.
Amo la niebla, porque en vaga espira,
transparente, sutil y juguetona,
prende en tus sienes nítida corona
y te envuelve en un manto de chaquira.
Amo la niebla, porque en ella miro
de nuestro casto amor la mano impresa
y de nuestra alma el incesante giro.
Y la amo, sobre todo, porque apresa,
para llevarlo a ti, dulce suspiro
con que mi ausente corazón te besa.
De mis oscuras soledades vengo
y tornaré a mis tristes soledades”

Zorak

A mis padres

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Pellizqué mis piernas aún entumidas por la humedad del pantalón azul marino que rozaba mi piel, mientras ella, la religiosa, explicaba a mi padre por teléfono que yo, su hijo, presentaba síntomas de retraso mental y, por lo mismo, auguraba que no concluiría la primaria en el colegio y jamás tendría éxito en la vida.

Fuera de sí, su acento español se descompuso y manifestó que yo era cínico porque lejos de responder sus preguntas, permanecía callado y reía como idiota. Insistió en que me encontraba sentado frente a ella, castigado por haber orinado los pantalones, carente de explicaciones y respuestas, con la mirada inexpresiva, sonriente. Confesó, incluso, que le aterraba lo insondable de mis ojos.

Es cierto, a mis 10 años de edad no contesté sus reclamos porque consideré que si había orinado los pantalones del uniforme escolar, no había sido por descuido o placer, ni tampoco por sucio, como me calificó, ni siquiera por malos hábitos, sino porque la maestra me negó el permiso para ir al sanitario, y evidentemente el organismo reaccionó de acuerdo con sus procesos naturales. Eso era todo, la profesora me impidió ir al baño y oriné. Reí no por mofarme de ella; lo hice por los nervios que me transmitía con sus gritos y regaños, por su actitud descompuesta frente a un menor, por el hecho de que ellas, las religiosas y maestras, provocaban situaciones complicadas a los alumnos y finalmente los descalificaban, reprendían y castigaban con saña, y claro, lo admito, por la incongruencia entre las monjas y la doctrina que seguían y predicaban. Al menos en teoría, su religión se opone a injusticias e intolerancia. Esos fueron los motivos de mi risa y silencio. ¿Cómo me defendería, me preguntaba, si provocaban las faltas y al mismo tiempo se transformaban en jueces inflexibles?

Respecto a mi hermetismo, confieso que siempre he sido así; además, a esa edad ya había leído documentos y libros sobre diferentes doctrinas filosóficas, religiosas y esotéricas que tenía mi padre en su biblioteca particular, y escuchado de paso las conversaciones y discusiones sobre tales temas con diferentes personajes que visitaban la casa solariega. Me parecía que la mujer no era fiel a las creencias que pretendía inculcar en el colegio; no obstante, debía callar para no involucrarme en problemas más fuertes de los que ya enfrentaba. Tampoco le iba a rebatir que los estudiantes sabían más de doctrina religiosa que de matemáticas o historia, aunque no practicaran sus principios en el primer caso y obtuvieran excelentes calificaciones en el segundo.

El problema parecía delicado, aseguró la mujer cuyo pecho exhibía un crucifijo plateado que resaltaba con el tono oscuro de su vestido y la gravedad de su rostro. Así que mi padre desatendió sus ocupaciones y se dirigió al colegio con la intención de hablar con la directora, con quien permanecí gran parte de la mañana en una oficina oscura, rodeada de imágenes religiosas y libros. No entendí, entonces, la causa por la que me mantenía como rehén en la dirección, pues de cualquier manera no hubiera podido huir ni evadirla.

El resultado del balance me desfavoreció. Me pareció injusto, pero tontamente evité presentar mis argumentos de defensa. La mujer acusó mi costumbre de orinar los pantalones, no comprender las lecciones, permanecer distraído durante clases, apartarme de mis compañeros a la hora del recreo, no participar en las actividades sociales, negarme a seguir las acciones litúrgicas, no mostrar emociones, no contestar las preguntas de profesoras y religiosas, dibujar en horario escolar y reír, mostrar un aspecto de estúpido al que solamente le faltaba babear. La verdad es que estaba aterrado por el bullyng que practicaban monjas, maestras y alumnos.

Ya con el expediente que contenía el rostro oscuro de mi existencia y casi mi destierro del colegio y la ausencia de días de gloria durante mi jornada terrena, mi padre conversó con mi madre y conmigo, y aunque no creyeron, por exagerados e incongruentes, los argumentos de la directora, coincidieron en que me entrenarían integralmente con la finalidad de que superara las pruebas que estaba enfrentando. Fortalecerían mi autoestima, la confianza en mí, y demostraría a la comunidad educativa cuán equivocada estaba.

Nunca les confié el maltrato que recibía en el colegio. Lamentablemente, amenazado por creencias oscurantistas, no denuncié ante mis padres que ellas, las religiosas y maestras, nos imponían castigos como permanecer hincados a un lado del pizarrón, con las manos extendidas hacia arriba, o recibir impactos con la regla, el borrador o el “metro” en las yemas de los dedos, en las palmas de las manos, en la cabeza o en las pantorrillas. Cometí el error de no revelar las atrocidades que se cometían en el colegio, y es que quizá por mi mente rondaban los fantasmas diseñados por las religiosas para asustarnos y ejercer control absoluto y manipulador.

Mi madre, siempre tan amorosa y dulce, me relató historias de hombres y mujeres que aportaron algo valioso a la humanidad, seres extraordinarios que a pesar de las adversidades, desolación, ruina y tribulaciones, descubrieron la fórmula de la inmortalidad y se engrandecieron al emprender actos heroicos e ir más allá que los demás. Hasta rememoró la epopeya de nuestros antepasados y me invitó a emularlos, a convertirme en un ser irrepetible, especial, grandioso e inolvidable, en alguien capaz de retirar la enramada del camino y dejar huellas indelebles para que otros, los que marchan a los lados y atrás, no se extravíen. Coger la luz y alumbrar el sendero, advirtió, implica atravesar las tinieblas, pero se trata, parece, de la aventura más noble y llena de proezas.

Mi padre, en tanto, habló sobre la formación del carácter y la seguridad en uno mismo. Me enseñó a vencer los obstáculos y el miedo -caray, volar un avión de dos alas en la adolescencia, permanecer solo en una catacumba cuando se es joven y años después saborear el terror durante el desembarco de Normandía, en la Segunda Guerra Mundial, entre otros actos, no había sido cualquier cosa en su vida-; pero también a conducirme con amor, honestidad y valores en todos los capítulos de mi existencia, por insignificantes que me parecieran, porque hasta en lo pequeño se proyecta la grandeza.

Continuamos con la convivencia y los paseos porque las críticas y opiniones de una religiosa que perdía la cordura con un niño de 10 años, simplemente por orinar los pantalones y no responder preguntas como consecuencia del aturdimiento provocado por la reprimenda, no merecían tanta atención ni permitir que rompieran la armonía, ni tampoco abrir la puerta a dudas y problemas. Nunca se derrumbó la muralla que protegía nuestro exclusivo mundo familiar de un ambiente que no parecía el nuestro.

Fue mi padre quien al reconocer mi imaginación, apasionamiento por el arte y los libros, estado permanente de ensoñación e interés en ciertos temas, concibió la idea de invitarme a escribir una novela, que inicialmente titulamos “Zorak, el hombre de las cavernas”.

Sin descuidar la atención con mis hermanos, mi padre relataba con vehemencia, al llevarnos al colegio, algún fragmento del capítulo que yo, a la hora del descanso escolar, debía recordar y escribir. En casa, después de comer, hacer la tarea escolar y jugar un rato, me dedicaba a escribir la historia de Zorak. En las noches, antes de la cena familiar, mi padre revisaba mis escritos y hacía algunas recomendaciones.

Las reuniones familiares en el comedor, principalmente los fines de semana y cuando disponíamos de mayor cantidad de tiempo y no realizábamos algún paseo, resultaban de intensa convivencia y con disertaciones enriquecedoras sobre humanismo, filosofía, historia, arte, viajes, anécdotas, religiones, política y otros temas. En ese contexto hacía recomendaciones para que mejorara mis textos infantiles.

Conservo dos ejemplos muy ilustrativos acerca de mis primeros intentos de ser novelista. Una mañana, mi padre describió con detalle y pasión la lucha entre Zorak y un oso prehistórico. Escribí lo siguiente: “un día, Zorak tenía hambre, encontró un oso, pelió (sic) con él, lo mató y se lo comió”.

Ahora que me parece contemplar la expresión paterna en una orilla cada vez más distante, pero siempre amada, creo que sonrió por las ocurrencias de su hijo mayor. Tomó mi mano, me condujo amorosamente hasta él y explicó que uno, al escribir, debe hacerlo de tal manera que transmita sensaciones. Hay que tener la capacidad de trasladar al lector hasta el lugar de los hechos, provocar que experimente cada acontecimiento, entregarle una historia llena de vida, de manera que si uno lanza una moneda a una fuente, verbigracia, debe hasta escuchar el sonido de la pieza metálica al girar por el aire y al caer y sumergirse en el agua. Me enseñó a dar vida a las palabras, llenarlas de emociones positivas o negativas.

Relató, con detalles, lo que debía imaginar y sentir cualquier persona al leer la lucha encarnizada entre Zorak y el oso de las cavernas. Quien leyera esas líneas tenía que sentir, incluso, el sudor producido por el calor y el miedo de enfrentar una fiera, también hambrienta, armada de garras y colmillos temibles, junto con el ardor de las heridas que se acentuaban al caer en la tierra, entre la hierba, y hasta percibir la hediondez del pelambre de la bestia, en fin, cada detalle del escenario donde se desarrollaba la batalla mortal.

Conocedor del violín, refirió que los músicos, al interpretar un concierto, deben hacerlo al grado que los instrumentos transmitan sentimientos, como si acariciaran y sedujeran al público. Lo mismo ocurre con las letras. Hay que darles vitalidad y forma.

La otra anécdota se refiere al nacimiento del hijo de Zorak. Mi padre narró ese momento tan especial, al interior de la caverna que habitaba la tribu de Zorak. Como a esa edad creía que los bebés llegaban de París y los entregaban las cigüeñas, se me dificultó concebir el nacimiento del hijo de Zorak en una época en la que esa ciudad europea no existía por tratarse de la prehistoria.

Me adelanté y escribí lo siguiente: “esa noche, Zorak despertó a su esposa…” Qué barbaridad, utilicé el concepto esposa para los días prehistóricos. “¡Dalia, Dalia, despierta, despierta, nos ha nacido un hijo!” Imagine el lector, la mujer ni siquiera sabía que se había convertido en madre de un bebé.

Cuando creí que mi padre me felicitaría por la redacción del capítulo, nuevamente me abrazó y si bien es cierto que no cambió mi idea sobre el nacimiento de los seres humanos, me invitó a escribir de nuevo esa parte de la historia y hacerlo de tal manera que los lectores sintieran la emoción que experimentó la pareja al convertirse en progenitores de una criatura tan bella y a la vez la angustia que significaba pensar en su pequeñez en medio de un mundo agreste.

Zorak fue mi iniciación al mundo de las letras, al arte, a la literatura. Nunca concluí la novela, inspiración de mi padre, con la que me enseñó a escribir. Todos los días desarrollaba verbalmente los capítulos y me daba importantes lecciones.

Un día, como en todo, concluí mi ciclo en el colegio y jamás volví a saber de la monja ni de las profesoras; tampoco busqué a mis compañeros. Sólo conservé la amistad de uno, quien me ayudó en los momentos más aciagos en la escuela. Curiosamente, dentro de los claroscuros de la vida, un año me calificó la directora como retrasado mental y al siguiente me entregó una medalla en reconocimiento a mi conducta. Seguí mi camino. Me adelanté a los consejos de mi padre y decidí publicar mis dos primeros libros, uno escrito a los 20 y otro a los 23 años de edad, que he denominado “pecados de juventud” por la inexperiencia; sin embargo, continué porque aprendí a no darme por vencido, a luchar hasta conseguir resultados, y aquí estoy.

Reconozco que las manecillas del reloj viajan en una fragata que mantiene pacto impostergable con el tiempo y que me dirijo, por lo mismo, hacia el final del camino, igual que todos los seres humanos en el mundo; pero antes de llegar al horizonte, creo que escribiré más obras literarias con la promesa de que Zorak luchará con el oso de las cavernas y los lectores se sentirán en el campo de batalla, y también con el compromiso de que el protagonista de la novela ya no interrumpirá el sueño de su compañera en la cueva para informarle que nació su hijo. Los relatos serán diferentes, y todo gracias a Zorak y mi padre, autor del personaje y la historia. Lo demás, lo que pronosticaba la monja respecto a mi éxito en la vida, no soy yo quien calificará mis aciertos y yerros; tampoco sé si padecí algún tipo de retraso mental. No me dediqué a babear, como vaticinaron, cada una en su momento, la directora de la institución educativa y una de las mujeres de la comunidad gitana con la que conviví. Sólo me entrego a los susurros de las musas para permanecer dichoso en mi mundo paralelo, claro, sin descuidar el que me tocó vivir. Eso es todo.