Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Como páginas de un álbum de estampas que muestran, aquí y allá, los rostros y las siluetas de la naturaleza, o las hojas de un compendio que describe paseos, epopeyas e historias, los paisajes y rincones agrestes de Real de Otzumatlán, pequeño y singular poblado de origen minero que surgió durante la Colonia, se arrullan en la sierra ante el concierto de las aves de bello plumaje, las ráfagas que balancean las ramas crujientes de los pinos y la corriente que remoja la tierra.
Allí coexisten el agua, la tierra, el viento y el aire en natural armonía. El cielo es de azul intenso, ausente de monotonía porque las nubes de efímera existencia adoptan formas caprichosas durante su peregrinaje. Las águilas planean su vuelo en el aire y las serpientes se arrastran hasta las rocas para asolearse, mientras las ardillas trepan por los troncos cubiertos de arrugas y musgo que contiene micromundos insospechados. La corriente diáfana y helada baña las piedras que permanecen en un sitio y en otro, cual náufragas de cauces recónditos y sombríos.
Entre lo más intrincado de las cañadas y los cerros, la neblina matinal se estaciona para más tarde diluirse, igual que los minutos y las horas, precisamente conforme el aliento del sol intenta acariciar los helechos, las flores minúsculas y multicolores, los hongos, los matorrales y los pinos.
Las rachas de aire helado se introducen al bosque, hasta que columpian las ramas de los pinos que crujen y exhalan las fragancias de la vida o desentumen los matorrales que ocultan incontables insectos que emiten murmullos incansables.
El paisaje montaraz ofrece dibujos y rasgos durante el camino. Es el lenguaje de la naturaleza. Y es que desde el peñasco de Queréndaro, que en minutos prehispánicos los nativos consideraron sagrado, hasta los acantilados que la maleza se empeña en ocultar, ya cerca de Real de Otzumatlán, imponen a quien los contempla e invitan al aventurero, al trotamundos, a explorarlos, a desentrañar sus callados misterios, a sentir su pulso, a agarrarse de sus salientes y experimentar emoción y vértigo.
Las mariposas revolotean y presumen su colorido hermoso y fugaz, mientras las abejas se alojan en las flores que simulan ramilletes dispersos en la campiña. Elegantes y presuntuosas, las garzas de blanco plumaje reposan desconfiadas e inquietas en algún tronco, en una piedra, en un muro añejo de adobe o en cualquier cerca, conviviendo con borregos, caballos, chivos y vacas o presenciando el roce áspero de la milpa. Es el prefacio a la sierra de Queréndaro, donde permanece Real de Otzumatlán con su peculiar belleza, imperturbable ante la caminata del tiempo y los rasguños del sol, la lluvia y el viento.
Rincón natural. Si aquí y allá los árboles asoman sus ramas a los charcos, a las represas que se forman en las hondonadas, allí, a la orilla del río, las flores y las plantas se abrazan y besan cual enamoradas que tendrán que acompañarse hasta el momento postrero de sus existencias. Huele a tierra húmeda, a hierba, a vida.
Durante el camino al poblado de la sierra, en el municipio michoacano de Queréndaro, el turista admirará y disfrutará el paisaje previo. Por aquí yace una casa de adobe con tejado; más adelante, una empalizada en la que descansan, engreídas, las garzas; allá, una represa retrata las nubes en su fugaz peregrinación y el vuelo raudo de los pájaros; en aquel rincón, la hiedra trepa insaciable por los árboles que reposan y agachan sus ramas al río. El paisaje representa, en verdad, un obsequio a los sentidos, un regalo al olfato, a la mirada y al oído.
Policromía, perfumes, sabores, formas y sonidos. Disfrazada de artista, la naturaleza robó pinceles, tonalidades y trozos del paraíso para plasmar en el lienzo de lodo, piedra y tierra paisajes que subyugan, impregnando, además, aromas, murmullos, sensaciones. Los escenarios tienen correspondencia con las artes y si algunas ocasiones se presentan como el cuadro más augusto, otras, en cambio, se convierten en escultura, poesía o música.
De improviso, el camino se estrecha; es un puente que pasa sobre un río, desde donde alguna hora de antaño se apreciaba, imperturbable, un tronco enlamado y musgoso que unía las orillas invadidas de matorrales.
Una mañana o una tarde no recordada, alguien colocó un tronco para atravesar el río, o quizá, ya despojado del ropaje cotidiano, hundió los pies en el agua, en el fondo de arena y barro, y abrazado de un árbol, de un arbusto, cerró los ojos y percibió el pulso de la naturaleza, el palpitar del universo, los susurros de la vida, y experimentó momentos inolvidables.
Espectáculo que embelesa. Todos quedan arrobados ante la exuberancia de la naturaleza. Alguien deseará detener su marcha durante unos instantes para recibir en la cara las caricias del viento y palpar el rubor en sus mejillas, o tal vez con el proyecto de permanecer parado o sentado en una piedra, en un tronco, y desde allí, ensimismado y en silencio, atender los gritos de su ser, las voces de la creación, el murmullo de la vida, la risa y el llanto de la lluvia, los claroscuros del bosque, la sinfonía de aves e insectos.
Parajes colmados de vida. Naturaleza que pulsa en cada detalle, en todos los rincones, en las cañadas y las montañas. Y es que tras entrar en comunión consigo y el universo -inmersos en un renacer continuo-, el viajero sentirá que le estorban las máscaras de la cotidianeidad y los atuendos convencionales y rutinarios; entonces romperá las ataduras, los grilletes, y será tan libre como la flor que crece agreste, ufana, o igual que el águila, el halcón o el pájaro que atienden los impulsos y las voces que palpitan en ese mundo serrano.
No acaba el encanto. Es una línea inagotable. Los parajes montaraces atraen, seducen, acaso por sus formas, por su soledad, o quizá porque para el hombre y la mujer que diariamente caminan por avenidas y calles citadinas, entre aparadores con colores y reflectores artificiales, resulta fascinante descubrir una fragancia auténtica o un campo alfombrado de flores de fragancias deliciosas y matices intensos.
Cuando el aventurero llegue, al fin, a Real de Otzumatlán, caserío enclavado en la sierra envuelta en neblina, aparecerá el perfil, muy solemne, de la capilla de San Agustín, que creció en los años coloniales, cuando la ambición extranjera sometió a los indígenas para explotar la riqueza minera que ocultan las entrañas de la tierra.
Ranurada por un río que divide al caserío, la cañada es fresca, sombría, y exhibe con orgullo su capilla virreinal de piedra, localizada a 34 kilómetros de Morelia, la capital de Michoacán, en línea recta.
Existe un puente desde el que el turista puede contemplar el río, las rocas que un día naufragaron en la corriente, los árboles que emergen de entre la vegetación, los troncos musgosos y las cortezas enlamadas.
Al cruzar el río que canta y desciende de la cumbre, el caminante encontrará ante sí un kiosco, una fuente, faroles y una arcada de piedra con enrejado que invita a recorrer el atrio y la capilla.
En el arco de piedra, de construcción muy posterior a la capilla, aparece una inscripción que evoca el 24 de abril de 1853. En la fachada de la iglesia, cerca del portón de madera, se aprecian las fechas 1732 y 1879.
La ignorancia motivó a los restauradores, hace años, a cubrir con mezcla de cemento inscripciones que recordaban fechas más distantes, como la mujer que se maquilla con el objetivo de aparentar menor edad y evadir por algunas horas la fugacidad de la existencia.
De rostro austero, pero cautivante y hermoso, cual mujer mestiza, la capilla exhibe, al frente, una torre con campanario, portón de madera, ventanal, nicho con el patrono del pueblo -San Agustín- y una cruz de piedra.
En la parte lateral, cerca de las gárgolas que sobresalen en el muro cual cañones de piedra, se distingue la cúpula pintada de blanco. Es una capilla bonita y bien conservada, a pesar de su vejez. Parece una abuela rejuvenecida que conserva incontables historias.
Ya en el interior, los muros del bautisterio, transformado en galería sacra, exhiben frescos alusivos, precisamente, a tal oficio. Es un espacio húmedo, silencioso y solitario de oraciones y veladoras.
El recinto evoca el llanto, lejano y cercano, de la infancia de ayer y hoy, al recibir el contacto del agua bendita que escurre por una, por otra y por muchas cabezas más de niños anónimos, atrapados en cuerpos minúsculos, que un día caminan por la senda existencial y luego, al anochecer, se desvanecen como los ecos de sus risas y rondallas.
Un arco de piedra y un barandal de madera forman parte del coro, que es balcón que mira hacia el altar donde reposan el Señor del Perdón y San Agustín. Un querubín sobresale en el arco de piedra.
Refiere la leyenda que el Señor del Perdón, imagen añeja de un Cristo ensangrentado, fue muy venerado en la época virreinal y que incluso, ya en la aurora del siglo XX, salvó al pequeño poblado de una catástrofe natural.
En aquella centuria que finalmente agonizó, asegura la tradición que tras una semana de aguaceros, relámpagos y truenos que mantenían aislado e incomunicado al de por sí apartado Real de Otzumatlán, los moradores permanecían encerrados en sus casas de adobe, orando al Señor del Perdón para que los liberara de lo que parecía ser una catástrofe.
Hambrientos y temerosos, los niños abrazaban a sus padres que asomaban angustiados y miraban el pertinaz aguacero y los relámpagos que alumbraban el cielo, proyectando siluetas fantasmales. El canto del río caudaloso era mortuorio. El agua se desbordaba.
Tempestad, relámpagos, oscuridad y neblina. La sierra y el caserío parecían más desolados que otras ocasiones. Estaban irreconocibles. Los moradores temían una desgracia. Se sentían aterrados y solos. Estaban atrapados en sus destinos, en sus casas, en sus temores. Parecía que presenciaban sus funerales anticipados.
Tras implorar la salvación al Señor del Perdón, los rayos solares hirieron el celaje nublado y alumbraron la cañada; ancianos, adultos, jóvenes y niños, hoy ausentes ante el devenir de los años, se dirigieron al templo con la finalidad de agradecer el milagro.
Al abrir el portón ya hinchado por el agua y la humedad, se aproximaron al altar que todavía exhalaba aroma a copal, flores, velas e incienso, y descubrieron en los escalones de piedra huellas de sangre que por el tamaño correspondían a los pies del Señor del Perdón.
Fue él, el Señor del Perdón, quien los salvó de la catástrofe natural. Narra la leyenda que se sacrificó para evitar sufrimiento y luto entre aquella gente que tanto lo adoraba y confiaba en sus fuerzas prodigiosas, en su amor incondicional hacia la humanidad.
Desde entonces, los habitantes de Real de Otzumatlán veneran con mayor fervor al Señor del Perdón, sin olvidar las imágenes de la Virgen de la Purísima Concepción, La Dolorosa, el Sagrado Corazón de Jesús, el Nazareno, el Santo Entierro y San Agustín.
Una callejuela de tierra separa la capilla de una torre de piedra y ladrillo, anciana y cadavérica, que es fragmento, trozo del ayer, y evoca las muchas horas de extracción minera.
Enfrente, ya en agonía, le mira una habitación de piedra con una puerta agotada y enferma, de la que se han apoderado la hierba, la humedad, los insectos y la polilla.
Cerca, también muy desmejorada, permanece somnolienta una construcción que bien podría utilizarse como museo arqueológico, minero y natural.
Si el turista siente impulso aventurero, caminará paralelamente al río y se introducirá al bosque, entre matorrales, y llegará a un socavón, a un túnel que exhala aliento a humedad, mineral, piedra.
Apenas visible, el túnel recuerda que con el descubrimiento y la explotación de minas de plata como la de Real de Otzumatlán, inició una aventura, una historia que causó felicidad y riqueza en unos cuantos y desdicha y luto en muchos, en las mayorías que padecían enfermedades, hambre y pobreza.
Real de Otzumatlán inició actividades mineras en el siglo XVI, alrededor de 1550. Los ambiciosos conquistadores españoles sometieron a la población indígena y la explotaron sin misericordia.
Hay que recordar que en 1591, precisamente en el ocaso del siglo XVI, Tomás de Ordaz solicitó el envío de indígenas en repartimiento para el beneficio de su mina, en Real de Otzumatlán, recibiendo la concesión del Virrey, quien le advirtió que debía pagar a la gente la cantidad de “seis reales por cada seis días de trabajo”.
En 1586, cerraron algunas minas en Real de Otzumatlán como consecuencia de la falta de indígenas, de los que ellos, los conquistadores, los dueños de todo, abusaban despiadadamente.
Otro problema que contribuyó al cierre de minas o a reducir la extracción de plata en ese lugar, en Real de Otzumatlán, fue el ocasionado por las frecuentes inundaciones. El agua se filtraba constantemente por los poros de la tierra, como si se empeñara en defender a los nativos.
No obstante, entre el ocaso del siglo XVI y la aurora del XVII, la explotación de plata en Real de Otzumatlán alcanzó mayores niveles, atrayendo, por lo mismo, la atención de comerciantes españoles.
De acuerdo con datos contenidos en las páginas amarillentas y empolvadas de la historia, durante postrimerías del siglo XVIII las minas de Real de Otzumatlán representaron una riqueza aproximada a los 30 millones; además, parte de la plata, junto con la de Tlalpujahua, se utilizó para la crujía de la catedral de Valladolid -hoy Morelia-, la capital de la provincia de Michoacán.
En el discurrir del siglo XIX, la producción de plata en Real de Otzumatlán fue tan importante como la que se registraba en Angangueo y Tlalpujahua, al oriente de Michoacán.
Con el movimiento insurgente, en el siglo XIX, llegó la hora postrera para las minas de plata de Real de Otzumatlán, quedando en abandono y desolación.
En la misma centuria, ya consumada por la causa independiente y por otros acontecimientos, los británicos arrendaron y aviaron las principales minas de Real de Otzumatlán; aunque al retirarse, continuaron algunas actividades en ese lugar, para lo que se invirtieron cantidades importantes en su explotación.
El mineral fue saqueado del vientre de la montaña, dejando en la oscuridad, entre agua, lodo, piedras y tierra, cadáveres de hombres humildes que nunca regresaron a sus hogares ni miraron ya las sonrisas de sus hijos. Se convirtieron, inesperadamente, en los ausentes de sus hogares. Esa es la historia.
Los túneles abandonados y oscuros, por donde entraron la esclavitud y la vida, y salieron la enfermedad, la muerte y el mineral, yacen en la montaña y conforme transcurren las horas, los días, los años, se desploman y sellan como aconteció con los capítulos añejos de la historia.
Antes de retirarse para proseguir contemplando el paisaje natural, el aventurero mirará el túnel próximo a la torre de ladrillo y piedra, apenas perceptible porque los matorrales lo cubren.
Del interior del socavón huye un arroyuelo y se escucha el eco de las gotas que caen a algún charco, como si se tratara del llanto de indígenas anónimos y olvidados que sufrieron en la penumbra, en rincones silenciosos y solitarios, desde las horas virreinales hasta los días porfirianos.
Flores minúsculas, convertidas en aretes y collares de cautivantes tonalidades, adornan la vegetación que antecede la entrada del túnel; el riachuelo marcha del socavón y se filtra, nuevamente, por las hendiduras de la naturaleza, en su eterno peregrinar, deslizándose sobre minerales, piedras y tierra.
La llovizna en la sierra recuerda que las horas del atardecer son heladas y que, por lo mismo, hay que retornar a casa, quizá a planear otro viaje por los rincones irrepetibles de Michoacán; pero la jornada ha concluido con un canasto repleto de aventuras, fotografías para el álbum y recuerdos que resguarda la memoria, algo, sin duda, más valioso que el brillo del mineral.