Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Si alguien, desnudo, observa cada día, frente al espejo, el tumor que crece desmesuradamente en su pecho y en vez de acudir con el médico especialista aplica cremas y ungüentos para sofocar la intensidad de los dolores, innegablemente estará presenciando su agonía y su funeral. La mayoría de la gente pensaría que se trata de una persona ignorante y masoquista que elige el sufrimiento y la muerte, y no la oportunidad de atenderse y quizá curar su padecimiento. Todos estarían de acuerdo en el desequilibrio mental y emocional del paciente.
Paradójicamente, lo mismo ocurre con la nación mexicana que a diario, en casi todos los ámbitos, enfrenta el cáncer de la corrupción e impunidad, palpable en actos desde el burócrata y policía que insinúan una “mordida”, hasta los funcionarios públicos y políticos que adquieren mansiones tan costosas que superan sus ingresos. La sociedad percibe la enfermedad de aspecto incurable y lejos de actuar para combatirla, la acentúa con su complacencia, pasividad y simulación.
Cotidianamente, los medios de comunicación y las redes sociales reportan actos de corrupción que se registran en el territorio nacional; pero la sociedad parece tan acostumbrada al estiércol en que se encuentra hundida, que reacciona insensiblemente y en ocasiones hasta con risa, acaso porque sabe que se trata de una criatura con incontables rostros y tentáculos que es capaz de aniquilar a quien intente denunciarla, menguarla o destruirla.
Reglamentos, leyes y toda clase de mecanismos oficiales parecen estar elaborados para complicar las cosas y favorecer a la burocracia improductiva que sólo piensa en almorzar y en sus quincenas y días de descanso, a los policías regordetes o mal encarados que muchas ocasiones son más temidos que los delincuentes, a los funcionarios y políticos que se enriquecen ante la miseria de millones de familias, a los líderes farsantes y traidores que manipulan a la gente adocenada, a los profesores que exigen alcohol o complacencias sexuales para aprobar a sus alumnos, a los ministerios públicos y jueces capaces de perjudicar personas inocentes, a los médicos que aplican cirugías innecesarias o prolongan los tratamientos de las enfermedades, a los abogados que defienden delincuentes e infractores o engañan a sus clientes, a los inspectores que se dedican a robar, al mesero que escupe la comida de su patrón y adultera las bebidas de los clientes, a las autoridades que aprueban licitaciones públicas a amigos que posteriormente les agradecen con regalos costosos como automóviles, joyas y residencias, a los periodistas que distorsionan la verdad a cambio de dádivas, al agente aduanal que permite el paso de armas y objetos prohibidos al país, al constructor que roba al ejidatario con el objetivo de pagarle migajas por los terrenos en los que construirá casas que lo harán millonario, al comerciante que pesa cantidades menores, al gasolinero que suministra litros falsos, a los empresarios que evaden impuestos, a las compañías telefónicas que abusan de los usuarios.
En el país son tan inconmensurables la corrupción e impunidad, acaso porque se practica desde el empleado más modesto hasta el político con mayor poder, que de acuerdo con el documento “¿Cómo vamos?”, elaborado y presentado por Observatorio Económico México durante el primer bimestre de 2015, representaron en 2014 el retroceso del valor del Producto Interno Bruto nacional equivalente a 22 mil millones de dólares.
Tal cantidad se habría incorporado a la economía mexicana si se hubiera reducido la percepción de la corrupción e impunidad; además, según el documento citado, ese renglón tan negativo representó 15 por ciento de la inversión pública correspondiente a 2014.
Adicionalmente, Observatorio Económico México indicó, en su momento, que un incremento de 10 por ciento en la percepción de corrupción en la República Mexicana, genera pérdidas de valor en pesos del Producto Interno Bruto nacional de dos por ciento, lo cual es preocupante.
Como bien sabe el lector, es imposible calcular en términos reales las cantidades millonarias que anualmente pagan los mexicanos por concepto de corrupción; pero la prueba la enfrenta cualquiera al transitar por una calle o avenida y toparse con un policía o en carretera con un patrullero, quienes buscarán en la tarjeta de circulación y en los documentos y registros vehiculares hasta las peccatas minutas para tratarlo como delincuente y extorsionarlo. Así, la corrupción se extiende como una serpiente de incontables cabezas hasta los más altos niveles de poder.
Es terrible imaginar los grados de corrupción que se presentan en los niveles de diputados y senadores, funcionarios públicos, alcaldes, gobernadores, secretarios y toda clase de políticos. En esta época, hasta la familia presidencial ha resultado envuelta en escándalos de esa naturaleza. Evidentemente, no es desconocido que la clase gobernante se ha dedicado a saquear al país desde hace décadas.
Tampoco es secreto que la corrupción inicia en los hogares, en las familias, cuando unos a otros se mienten, en el momento en que llega el cobrador y los padres piden al hijo que los niegue, al no devolver la cartera con identificación, al exigir a la profesora que apruebe al niño que no estudió para el examen, al regatearle al artesano o campesino empobrecido, al jugar con el tiempo de los demás.
La corrupción e impunidad siempre se han practicado en México, sólo que en la hora contemporánea el enfermo aparece ante el espejo totalmente deforme e irreconocible, con tumores, llagas y derrames putrefactos que nadie se atreve a curar. Todos observan al moribundo, pero la mayoría prefiere simular que no lo conoce, a pesar de que los riesgos de contagio sean reales y amenacen con transformarse en pandemia.