Santiago Galicia Rojon Serrallonga
“Tal vez, usted olvidó que le pagamos la quincena pasada”, insistió la responsable del departamento de contabilidad y personal de la empresa ante mi molestia, quien añadió: “haga cuentas, en algo debió gastar el dinero”.
Respondí que trabajaba desde la adolescencia y que jamás, en alguno de mis cargos y empleos, había enfrentado una situación tan incómoda. Acostumbradas a la adulación y zalamería con su jefa, las otras mujeres, especializadas en contabilidad, me inspeccionaron con asombro, como si hubiera cometido un delito al contestar de esa forma.
Una de las mujeres intervino. Abrió una carpeta en la que supuestamente se encontraba una póliza de cheque. Aseguró que ese documento comprobaba que la quincena anterior yo había cobrado mi sueldo, motivo por el que no había razón para alegar. Rehusó mostrarme el documento. Lo guardó.
Expliqué que la quincena anterior, la primera que recibiría de la empresa, no la había solicitado porque me atrasé en la entrega de algunos documentos para mi alta, por lo cual preferí que se acumulara el sueldo; pero ellas, las contadoras, quienes inquietas se miraban entre sí, insistieron en que yo estaba equivocado, que en realidad me habían pagado y que no podrían entregarme el dinero solicitado.
Regresé al escritorio que me habían asignado, al lado de un compañero, economista y ex profesor de primaria muy decaído por su salud y sus problemas conyugales, quien dijo que tendría que resignarme a perder 15 días de sueldo porque ella, la jefa del área contable y de personal, era intocable.
Días antes le había comentado que se notaba era una mujer a la que le seducían los halagos, y tener al personal sometido a sus caprichos. El hombre, más abatido por sus asuntos personales, no había detectado que ambos éramos víctimas de bullyng laboral, conocido como mobbing.
El directivo de mediano nivel que tenía la encomienda de capacitarnos en el trabajo relacionado con temas financieros, estaba jugando con nosotros y no acató las instrucciones del director general de la empresa, por cierto amigo mío desde hace muchos años. Como era el responsable del área a la que mi compañero y yo ingresamos, seguramente temía que más adelante le representáramos competencia e incluso amenaza para su cargo; sin embargo, ni uno ni otro teníamos interés en desplazarlo. El ex profesor decaído admitía que era su última oportunidad laboral; en mi caso, pronto llegué a la conclusión de que no tendría futuro en la empresa y que tal vez lo más correcto sería plantear el asunto a mi amigo y regresar a la actividad periodística.
Hacía dos meses apenas que había concluido mi gestión como coordinador de Comunicación Social en el Congreso del Estado de Michoacán. Ya imaginará el lector que después de haber acumulado gran cantidad de experiencias en ese sitio, donde los ataques e intrigas son prácticas cotidianas en todos los niveles, las actitudes y los argumentos de la contadora y sus seguidoras me parecieron caricaturescos.
Como mercancía barata, expuesta en la vitrina empolvada de un negocio, mi compañero y yo permanecimos algunas semanas sentados ante un solo escritorio y una computadora vieja que diariamente revisaba, cual centinela receloso, el responsable del área de Sistemas de la empresa, a quien todos llamaban Edi. Nos asignaron el espacio más oscuro, carente de ventilación y a unos pasos de los sanitarios. El hombrecillo de las computadoras no perdía oportunidad para revisar nuestro equipo y espiarnos. Había días en que interrumpía el servicio de internet. Todos tenían acceso a internet, excepto nosotros, los dos empleados que les incomodaban.
Vendedores, directivos, secretarias y empleados administrativos transitaban diariamente frente a nosotros y nos miraban con desprecio, como si fuéramos despojos recogidos de algún basurero o les debiéramos algún favor. Entraban y salían del cubículo del hombre que nunca nos capacitó. Reían a carcajadas y al otro señor, mi compañero, le pedían que sacara copias fotostáticas o moviera cajas empolvadas y pesadas en la bodega. En mi caso, uno de los jefes de departamento -vendedor ascendido a ese cargo- intentó enseñarme a elaborar expedientes de una manera déspota, como si no lo hubiera hecho en la oficina de una industria, a los 17 años de edad. Hoy me causa risa tanta estulticia de personas que transforman su pequeño mundo en feudo.
Me observaban con recelo, sobre todo porque pensaban, sospecho, que podría denunciar sus acciones ante mi amigo, el dueño de la empresa; pero preferí ser más racional que reactivo. Ya habría oportunidad de conversar con él e informarle la situación que prevalecía en su empresa, y no como chisme, sino con la intención de corregir las tendencias negativas. Necesitaba contar con mayores elementos.
Admito que desarrollé mi primera actividad laboral a los 15 años de edad. Dos años más tarde, a los 17 de edad, compartí el estudio con el empleo, y desde entonces estoy activo, de modo que he pasado por incontables experiencias a través de la historia de mi existencia.
Esa tarde, regresé dispuesto a recuperar el sueldo que me debían. Entré a la oficina del contador general de la empresa, a quien expuse el problema. Mandó llamar a la contadora, quien me miró con asombro y argumentó que ya había cobrado la quincena, pero que yo no lo recordaba. Aseguró contar con la póliza del cheque que la empresa emitió a mi nombre, declaración que aproveché para pedirle el número del documento y el nombre de la institución bancaria, a la que solicitaría me respondiera quién había suplantado mi identidad o los datos de la persona a la que se le endosó. Titubeó. Evidentemente, entendió que si yo presentaba una denuncia formal o una queja ante el banco y exigía me informaran la identidad de quien cobró un cheque emitido a mi nombre y con endoso falso, enfrentaría problemas legales.
La mujer con síndrome de princesa, reconoció que quizá había un error. Su rostro sonrojado me dio idea de su coraje y vergüenza. Al siguiente día me pagaron y una semana más tarde presenté mi renuncia, agradecí a mi amigo la oportunidad laboral y regresé al periodismo. Ya tendré oportunidad, quizá, de compartir otra experiencia de mobbing en un periódico.
El ex profesor abatido, celebró mi victoria, que yo calificaría más como acto de defensa y justicia a mis derechos. Reconoció que si hubieran cometido tal arbitrariedad contra él, indudablemente no se habría atrevido a protestar porque se sentía enfermo y consideraba que ese era su último empleo. Entonces, el hombre tenía 45 años de edad. Su enfermedad era imaginaria, derivada, precisamente, de los conflictos con su esposa.
No regresé más a la empresa. Me dediqué a alternar mi profesión periodística con otras actividades; no obstante, tal experiencia me permitió comprobar, una vez más, los altos niveles de agresividad, coraje, envidia, perversidad y resentimiento que se llevan a cabo en los ámbitos laborales, prácticas que son naturales en todos los niveles y hasta con quienes tuvieron oportunidad de estudiar maestrías y doctorados en instituciones universitarias de prestigio. Hay una colección de casos.
En esa empresa, respaldada por una marca de prestigio internacional, los directivos y empleados han formado lo que denominaría un grupo de amigos, un clan o círculo al que únicamente ingresan quienes corresponden a sus intereses. Quienes no forman parte de ese ambiente, reciben los peores tratos. Son capaces de destruir a cualquiera que les estorbe. Si a mí, que soy amigo del dueño, intentaron causarme daño, ¿cómo actuarán con los empleados de nivel muy bajo? Los destruyen. Cada día se convierte en una pesadilla, hasta que las personas renuncian y se quedan sin empleo y la oportunidad de solventar los gastos familiares. Tal es la realidad en México y otros países, donde los seres humanos, a pesar de sus avances científicos y tecnológicos, pero carentes de valores, parecen desear el retorno al estado bestial que se supone superaron cuando las cavernas eran su morada; aunque en aquellas criaturas se comprenden sus reacciones porque coexistían en un entorno primitivo.