Santiago Galicia Rojon Serrallonga
“En las calles de la ciudad, el odio y la violencia suplen la ausencia de orden, seguridad y servicios”, expresó el taxista que me condujo a la central de autobuses, quien recomendó: “mi consejo es evitar involucrarse en agresiones, insultos y discusiones”.
Relató que días antes, cerca del Centro de Convenciones de Morelia y Plaza Fiesta Camelinas, en la capital de Michoacán, una mujer ofendió y retó a golpes a otro conductor, quien irascible descendió del automóvil y la derribó al asfalto de un puñetazo. Ante la mirada atónica de los testigos, el hombre abordó su vehículo y abandonó a la señora, quien herida, cubría su rostro y lloraba encolerizada e histérica.
El taxista insistió en que actualmente se detecta exceso de agresividad, nerviosismo y violencia en hombres y mujeres por igual, y lamentó que ni siquiera se interesen en su integridad física ni en la educación y el ejemplo que dan a sus hijos. “Se parecen a nosotros, los choferes del transporte público, que somos cafres”, reflexionó.
Recordé al taxista porque hace un par de días, en la tarde, caminaba por las calles de un fraccionamiento, al sur de la ciudad de Morelia, cuando inesperadamente descubrí que una mujer arrancó su automóvil -no recuerdo si Honda o Civic- y avanzó en reversa sin mirar los espejos retrovisores. Frenó cuando el vehículo casi me embestía.
Al subir a la banqueta, miré hacia la ventanilla por la que asomó la señora encolerizada, quien a gritos y majaderías me culpó de un accidente que ella, no yo, iba a provocar por falta de preocupación e imprudencia. Las amenazas, maldiciones y groserías femeninas se acentuaron.
Preferí seguir mi camino y no atorarme en los arrebatos de una señora perturbada. Apenas había dado unos pasos, cuando escuché que aceleró bruscamente el automóvil y frenó igual, con rudeza. Continué mi marcha, pero me siguió en el vehículo.
Observé la dilatación de su mirada. El rostro estaba descompuesto. Me retó a golpes. No contesté ni atendí su provocación. Con el vocabulario de cantinero o de pendenciero, aseguró que me faltaba valor para pelear con ella. No respondí, actitud que estimuló su irritación.
Al no contestarle, preguntó dónde vivía porque su marido, a quien narraría mi supuesta falta de respeto, me buscaría para aniquilarme. Refiriéndose a una niña que caminaba cerca de mí, a quien aparentemente confundió con algún familiar mío, vociferó y preguntó que si no me avergonzaba comportarme grotescamente frente a una criatura.
Ofuscada y con ridícula capacidad histriónica, la señora se dirigió nuevamente a mí como víctima y dijo que era mujer, una dama educada, y que yo la había ofendido y amenazado. Pensé en el alto grado de peligrosidad de esa persona, sobre todo en un país donde las autoridades son corruptas y las leyes tan ambiguas que es posible mancillarlas y prostituirlas en contra de los inocentes.
Bien es sabido que en las calles hay personas que se dedican a extorsionar a otras. Las acusan de intento de violación o de otro delito y ya ante el Ministerio Público, exigen dinero a cambio de retirar la denuncia.
La apariencia de la mujer, sí, sólo eso, el aspecto, era de una persona de alrededor de 40 años de edad, quizá hasta respetable si se presentara en una institución bancaria o en cualquier lugar público; pero su conducta me pareció grotesca y riesgosa. La imaginé en el Ministerio Público, gritando, convirtiéndose en víctima, totalmente descompuesta y quizá hasta acusándome de agresor o violador.
Proseguí caminando, mientras ella, la señora que se autocalificó como dama ofendida, me amenazó y maldijo nuevamente. Arrancó su automóvil en otro arrebato de coraje, hasta que se alejó.
De inmediato recordé las palabras del taxista: “hay mucho odio y violencia en las calles de la ciudad. Mi recomendación es no involucrarse en discusiones y pleitos”. El hombre tenía razón. Lo comprobé con la señora imprudente que casi me atropellaba y retó a golpes. Es verdad, las calles mexicanas han deformado su antiguo rostro apacible por uno desgarrador e intoxicado de rencor y agresividad.