Morelia, entre luces y sombras

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Antiguamente, sus casonas palaciegas, acueducto, ex conventos, capillas, templos y plazas con bancas, fuentes y jardines formaban un poema de cantera, un concierto pétreo con portones de madera y herrajes forjados en el yunque, un deleite para disfrutar cada rincón pintoresco, bello y romántico, hasta que un día del siglo XX, con permiso y extensión a la vigésima primera centuria, inició el desmantelamiento de las cosas del ayer, unas depositadas en los carretones de basura, algunas saqueadas y otras vendidas a anticuarios, mercenarios y coleccionistas mexicanos y extranjeros.

Hoy, el centro histórico de lo que muchos, en sus discursos y textos, denominan ciudad culta y de las canteras rosas, es ingrato recuerdo de la epopeya mexicana, y basta con caminar una mañana o una tarde por sus callejuelas para comprobar que pocos inmuebles datan verdaderamente de la Colonia porque amplio porcentaje fueron demolidos o alterados con “estilos” y elementos contemporáneos.

Fundada el 18 de mayo de 1541, Morelia perdió autenticidad y ahora, con 474 años de edad, es la anciana que se apoya en muletas de concreto y ladrillo y muestra prótesis de lámina y plástico.

Convertidas en despachos de abogados, consultorios médicos, notarías y establecimientos comerciales y de servicios, significativo número de fincas sustituyeron sus portones de madera y su herrería forjada por cristales, cortinas de acero y puertas de lámina. Los otrora patios con arquería soberbia, cedieron su belleza arquitectónica a bodegas de establecimientos comerciales, mientras las azoteas, en tanto, no disimulan la invasión de tinacos de plástico y bardas de tabique.

No es que alguien pretenda impedir la modernidad y el progreso, pero sí criticar e influir contra la destrucción del patrimonio arquitectónico y cultural de Morelia, la capital del estado de Michoacán. Obviamente, hay quienes se han preocupado por conservar las casonas añejas de cantera e incluso, en la medida de sus posibilidades, se notan los cuidados y restauraciones.

Similar a Pátzcuaro y otras poblaciones mexicanas donde se practica la simulación, en el centro histórico de Morelia las fachadas de las casas de piedra engañan a quienes las miran porque sólo son eso, apariencia, rostros desmejorados de abuelas centenarias cuyos interiores ya fueron extirpados. Pocas construcciones antiguas conservan su integridad. De hecho, tal vez serán algunos inversionistas y extranjeros quienes coadyuven a conservar esas mansiones antiguas, como ha sucedido en otras regiones del país.

Ante la ineptitud de las autoridades del Instituto Nacional de Antropología e Historia, y en algunos casos, parece, hasta corrupción, no pocos dueños de fincas añejas prefieren que se desmoronen; otros, más audaces, respetan las fachadas, pero demuelen arquería y habitaciones.

Centro histórico que a muchos ya no recuerda la colonización ni las etapas más intensas de la historia nacional, el de Morelia se ha convertido en una plazuela gigante de desorden que lamentablemente no todos admiran ni respetan.

En fin, este 18 de mayo de 2015, Morelia cumple 474 años de haberse fundado con el respaldo del virrey Antonio de Mendoza, y sobrevivió y se hizo grande a pesar de los intereses que entonces representaba Vasco de Quiroga en Pátzcuaro; no obstante, dentro de las celebraciones, hay que hacer un paréntesis para plantear una verdadera cirugía, claro, si es que sus moradores desean conservar su patrimonio arquitectónico, cultural e histórico.

Cierto, hay personas y agrupaciones que se han interesado en mejorar la imagen del centro histórico de Morelia, e incluso han ejercido mejor los recursos que las autoridades estatales cuando tienen dinero para esos rubros; no obstante, la cirugía que requiere esa zona es mayor y exige un presupuesto considerable, un proyecto integral y la participación de todos los sectores de la sociedad. Hace tiempo, la iniciativa privada intervino en el embellecimiento de cierto sector del centro histórico, obra que contrastó con la opacidad en el manejo de los recursos públicos por parte de la dependencia estatal que tuvo oportunidad de trabajar en ese tema.

Uno, generalmente, es aborrecido por señalar lo que está mal; pero si alguien camina hasta la Plaza Valladolid, conocida popularmente como San Francisco por el templo y ex convento coloniales que se erigen desafiantes al tiempo y la modernidad, precisamente donde se trazó la ciudad el 18 de mayo de 1541, y mira hacia el poniente, rumbo a la catedral barroca, descubrirá en las azoteas bardas de ladrillos, tinacos y elementos ajenos al contexto colonial. Las casas que circundan la plaza, carecen de autenticidad.

Tres ejemplos claros de la destrucción del patrimonio arquitectónico de Morelia, por citar algunos, son el ex convento colonial de San Agustín, transformado en vivienda de estudiantes que las autoridades estatales han ocupado en actos de presión y manifestaciones; el templo virreinal de San José, actualmente hasta con malla porque el descuido y la irresponsabilidad provocaron el debilitamiento de sus bloques de cantera; el Museo del Estado, finca conocida en la antigüedad como “La Casa de la Emperatriz”, por haber pertenecido a Ana María Josefa de Huarte y Muñiz -hija del poderoso comerciante e intendente provincial Isidro Huarte y nieta del Marqués de Altamira, quien en 1805 contrajo matrimonio con Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu, consumador de la Independencia y primer emperador de México-, recinto que enfrenta riesgo de colapsarse por desatención de las instancias gubernamentales.

Las autoridades y los políticos, junto con los empresarios del ramo turístico, presumen el centro histórico de Morelia por su acervo arquitectónico y su nombramiento de Patrimonio Cultural de la Humanidad; sin embargo, resulta perentorio transitar de las palabras, presunciones y maquillajes a las acciones con resultados tangibles, no de discurso ni de fotografía.

Evidentemente, nadie necesita que venga, casi como vocero del gobierno michoacano que justifica lo que no se hizo con responsabilidad, el vicepresidente de la Organización Mundial de Turismo de Naciones Unidas, Joan Passolas Farrerons, a platicar que mientras la mayoría de los morelianos dormían, se reunió con cinco taxistas para conocer la realidad del estado, culpar a los periodistas de la desgracia y así iniciar su discurso. No. Morelia requiere personas honestas y profesionales, dispuestas a rescatar su patrimonio. Los discursos no sirven para salvar el centro de la capital michoacana.

Mientras continúen actitudes relacionadas con complicidad, corrupción, pasividad y simulación por parte de funcionarios públicos, políticos, empresarios y diversos sectores de la sociedad sobre el rescate del patrimonio arquitectónico, cultural e histórico del centro de Morelia, fiestas sabatinas como el llamado “encendido” de la catedral, únicamente se utilizarán para demostrar que prevalecen condiciones de tranquilidad en Michoacán y formarán parte de destellos de júbilo momentáneo ante un maquillaje que ocultará, en todo caso, tumores y deformaciones de la anciana agonizante.

El Sagrario de Pátzcuaro

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Parece un dibujo de ensueño, una pintura plasmada en el lienzo añejo, una silueta que reposa en el sótano de las añoranzas y los recuerdos, en algún rincón del mundo, en un espacio hechizante y mágico, donde cada detalle se transforma en arte, en partitura, en boceto, en poesía, porque para los otros, los de entonces, los moradores del Pátzcuaro de las horas coloniales, su pueblo representó la casa, el refugio, la morada, la página en la que diseñaron y protagonizaron los capítulos e historias de sus existencias.

Desde la hoja que se desprende del follaje y mece el viento suavemente, hasta el cielo que hospeda nubes arrogantes y rizadas que cambian sus formas, transitan fugazmente y reflejan su coquetería en el lago legendario, donde las islas, el tule y las garzas coexisten, el escenario se presenta extraordinario para enmarcar al poblado de Pátzcuaro, cuyo origen colonial se remonta al siglo XVI, precisamente a los minutos de 1540, cuando Vasco de Quiroga, primer obispo de la provincia de Michoacán, lo eligió como sede tras haberse establecido con anterioridad en Tzintzuntzan, comarca en la que existió y se desarrolló el antiguo y poderoso reino purépecha antes de la conquista española.

Dentro del caserío de adobe con tejados agónicos y bermejos, entre callejuelas chuecas e inclinadas y plazuelas pintorescas en las que se erigen fincas virreinales con portales típicos, se localiza El Sagrario, uno de los complejos arquitectónicos más bellos de tan irrepetible población lacustre.

Es allí, en El Sagrario, donde uno suspira al admirar la arquitectura caprichosa. Y es que cuando la piedra burda e informe se convirtió en arquería, en fachada, en muro, en torre, durante las horas cada vez más distantes de la Colonia, se hicieron, acaso sin sospecharlo, música, pintura, poema, que todavía en nuestros días cautivan los sentidos.

En aquellos días añejos, contemporáneos a conquistadores insaciables que empuñaban espadas y misioneros atrapados en hábitos que portaban crucifijos, la mano indígena, hábil en tallar piedra, abundaba para participar en construcción de casonas, conventos y templos.

Ya separados de sus dioses y cantando o hablando en su lengua, ellos, los nativos, sumaron un día y otro la piedra y el bloque de adobe, hasta concluir casas palaciegas e iglesias y monasterios que hoy causan asombro. Formaron un caserío de adobe, madera y piedra que modificó el terruño otrora rasgado por adoratorios.

Desafiante al aire, a la lluvia, al sol, al tiempo, el majestuoso templo de las Monjas o El Sagrario, que albergó durante 191 años la imagen de Nuestra Señora de la Salud, se erige en uno de los rumbos más bellos y románticos de Pátzcuaro, donde muestra sus facciones barrocas.

Los arcos chuecos que componen la barda principal del conjunto religioso, se prolongan por la calle típica, desde donde se contempla el templo con aspecto de fortaleza abandonada. Es uno de los rincones arquitectónicos más significativos del pueblo, elegido, por lo mismo, por artistas para plasmarlo en sus lienzos.

Igual que un gran viejo que conoce anécdotas y secretos del pasado y de otra gente, parece increíble que sobreviva ante la vorágine de la cotidianeidad y la modernidad. Semeja un monumento extraído de un álbum de estampas artísticas.

Manchado por la humedad, la llovizna y los siglos implacables que dejan huellas indelebles, rasguños en lo que tocan, el edificio inició su construcción a fines del siglo XVII, exactamente en 1691, porque ya resultaba insuficiente el recinto que albergaba a la Virgen de la Salud, venerada por los moradores de Pátzcuaro y la región lacustre, en el Hospital de Santa Martha y La Asunción.

Exquisito e irrepetible, el templo fue proyectado para resguardar a la Virgen de la Salud, elaborada durante el siglo XVI a base de pasta de caña, y, a la vez, con la intención de recibir a incontables devotos y peregrinos de Pátzcuaro y otras regiones que veneraban la imagen que mandó hacer Vasco de Quiroga, primer obispo de la provincia de Michoacán, a indígenas que dominaban la técnica.

Discurrían apacibles y lentamente las horas virreinales, salpicadas de leyendas y tradiciones, cuando el cura Juan Meléndez Carreño inició la obra en 1691, solicitando la licencia correspondiente a las autoridades; entonces pidió cooperaciones y limosnas, para lo que solicitó al lego Andrés de Burgos que llevara a cabo la colecta por todo el territorio michoacano.

Tras dos años de peregrinaje y acompañado de una imagen diminuta de la Virgen de la Salud, el enviado regresó a Pátzcuaro con la cantidad de cuatro mil pesos que evidentemente resultaron insuficientes para la construcción del templo.

En consecuencia, el hermano Francisco de Lerín, sevillano acaudalado de no pocas virtudes, emprendió una segunda colecta viajando por gran parte de la Nueva España. Regresó a Pátzcuaro en 1696.

El cura Juan Meléndez Carreño, iniciador del proyecto arquitectónico, murió 10 años antes de su conclusión, cuando era canónigo penitenciario de la catedral de Valladolid; pero El Sagrario permanece como una obra que encanta por su antigüedad y suntuosidad en el legendario, lacustre y pintoresco Pátzcuaro.

La caminata de los años continuó imparable. El templo registró algunas modificaciones, como la efectuada en 1874, cuando se retiró la reja que separaba el coro bajo, antiguamente reservado a las monjas catarinas, o las que se realizaron en 1890, siendo arzobispo Ignacio Árciga, quien ordenó derribar el altar mayor que era de madera, para sustituirlo por uno de cantera.

Concluidas tales transformaciones, el 8 de diciembre de 1893 reabrió el templo al culto, registrándose, en consecuencia, celebraciones religiosas y fiestas profanas en Pátzcuaro durante un lapso de ocho días.

Finalmente, el 8 de diciembre de 1899, el arzobispo Ignacio Árciga coronó solemnemente, con autorización pontificia, la imagen de la Virgen de la Salud, ante el regocijo popular. La muchedumbre estaba emocionada ante un hecho tan insólito.

Ante la ferviente multitud, el religioso subió al trono en estado agónico y colocó la corona a la Virgen de la Salud, dirigiendo un mensaje conmovedor; días después, falleció en la entonces ciudad de Valladolid, hoy Morelia, capital de Michoacán.

La imagen de Nuestra Señora de la Salud, todavía venerada por la comunidad católica en la hora contemporánea, permaneció en El Sagrario de 1717 a 1908, fecha en que fue trasladada al Santuario que actualmente ocupa.

En el otrora templo de las Monjas, hoy conocido como El Sagrario, reposan reliquias invaluables y es escenario que no pocos artistas han escogido para plasmar en sus lienzos.

No es extraño descubrir artistas en la calle chueca y empedrada. Observan la peculiar arquitectura de El Sagrario, la dibujan, hacen trazos y la plasman en sus lienzos para después llevarlos a Europa, Canadá, Estados Unidos de Norteamérica, Argentina, Uruguay, Chile y otros rincones del mundo.

La neblina vespertina envuelve nuevamente El Sagrario y las callejuelas del pintoresco Pátzcuaro, como si al cubrirlos con su flotante manto, los acariciara y arrullara en el sueño de las centurias y los conservara imperturbables para continuar embelesando los sentidos y ocupar un espacio en la memoria, los óleos de los artistas y los álbumes de fotografías.

El médico inhumano

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Alguna vez, en mis años juveniles, coincidí con la escritora y filósofa Emma Godoy Lobato en lo interesante que resulta, en la medida de lo posible, renunciar a la comodidad del automóvil y elegir el transporte público para trasladarse a la escuela, al negocio o al empleo, ya que en vez de viajar inmersos en sus pensamientos, en su mundo, las personas se convierten en testigos de hechos cotidianos e historias reales de pasajeros.

La autora de Vive tu vida y sé un genio, La mujer en su año y sus siglos y Que mis palabras te acompañen, entre otras obras editadas por Jus, cedió parte de su tiempo al ambiente cotidiano en los camiones, el tranvía, el Metro y el trolebús, decisión que le permitió conocer innumerables historias que enriquecieron los días de su existencia y se sumaron, por cierto, a su sabiduría.

Hoy fue un día en el que decidí abordar una camioneta del transporte público. Era muy temprano cuando me encontraba en algún lugar del centro histórico de Morelia, la capital de Michoacán, y subí al vehículo colectivo. Pagué siete pesos y ocupé uno de los asientos laterales, al lado de un médico joven que soslayaba a los pasajeros con repugnancia, actitud nada extraña en quienes sufren el llamado síndrome de Dios.

Conforme la camioneta avanzó por las calles céntricas, aumentó el número de pasajeros que la abordaron, al grado de que algunos ya viajaban parados e incómodos por la estrechez del vehículo y los malos hábitos de manejo del chofer que aceleraba y frenaba constantemente.

Subió una anciana a la camioneta y el médico, soberbio, continuó sentado en el espacio correspondiente a dos pasajeros. Un hombre cedió el asiento a la mujer, quien apenas agradeció la atención porque se notaba agotada por los días repetidos, por las enfermedades, por la miseria, por la soledad, por su historia.

En la siguiente parada, el vehículo fue abordado por una mujer que cargaba un bebé y una maleta enorme con pañales y otras cosas. Subió con dificultad y se acomodó entre los pasajeros que viajaban parados, precisamente frente al joven médico que la miró con desprecio y ni siquiera se acomidió ya no a cederle el asiento, sino a ayudarle, al menos, con la carga.

Llamé a la mujer para cederle mi asiento y agradeció sonriente. Más tarde, cuando el médico joven y otros pasajeros descendieron del transporte colectivo, me senté al lado de una señora que leía El Arte de Amar de Erich Fromm, quien criticó la actitud del hombre de la bata blanca y platicó que su hija estudia Medicina. Es una joven que se dedica a su estudio con bastante esmero, pero hasta el momento practica el humanismo, al grado, dijo la orgullosa madre, que destina el dinero que le da su padre en ayudar a los demás. Incluso, hace días encontró una perra callejera con sarna, a la que llevó a curar a un consultorio veterinario.

Felicité a la mujer y, a la vez, lamenté que amplio porcentaje de médicos en México y otras partes del mundo se dediquen a lucrar con la Medicina. Con sus honrosas excepciones, en Morelia, verbigracia, la Medicina es un negocio que causa asco. Le platiqué diversos casos de médicos que diagnostican y operan no porque el paciente lo requiera, sino porque aprovechan la ignorancia de la gente, mezclada con preocupación y temor, y así se enriquecen. Cuento con información documentada, confié a la señora; aunque también admití que conozco galenos extraordinarios y con trayectoria ejemplar.

Le enumeré casos de especialistas éticos y profesionales que he conocido; aunque la imagen del médico es, por lo general, la de un ser indiferente que presenta la sintomatología de Dios, pero una deidad más proclive a la opulencia que a sanar seres humanos.

Los médicos son, según parece, un gremio que la Secretaría de Hacienda y Crédito Público ha olvidado. Habría que comparar, como autoridades, sus automóviles lujosos, casas y viajes, entre otros bienes y gastos, con sus declaraciones anuales de impuestos. Expiden recetas, pero no toda la gente les solicita comprobantes fiscales por sus honorarios.

Pensé en el médico joven aferrado a su asiento, a su comodidad, e imaginé su desempeño en algún consultorio del Seguro Social, hacia donde se dirigió al descender del transporte colectivo. Seguramente ha de ser uno de esos médicos con actitudes de deidad que ni siquiera saludan ni miran a sus pacientes y concluyen las recetas antes de conocer los síntomas. Creen que se degradan si responden las dudas de sus pacientes.

No dudo que dentro de algunos años, ese médico se trasladará a su consultorio en un lujoso automóvil, lucirá joyas, vivirá en un fraccionamiento exclusivo, asistirá al club, almorzará en restaurantes caros y realizará viajes; aunque me parece mirarlo soberbio, más interesado en recibir sus honorarios que en sanar a sus pacientes.

Si un hombre que supuestamente está dedicado a aliviar el dolor de los demás y salvar vidas, es incapaz de ceder el asiento a una mujer humilde con un bebé y a todos mira con desprecio, indudablemente se sumará a los galenos que lucran con las enfermedades y realizan cirugías innecesarias.

Indudablemente, al morir, ya anciano y enriquecido, sus familiares mandarán tallar en su ostentosa cripta, antecedido de su nombre y apellidos, “aquí yace el doctor don…” como lo observamos en diferentes tumbas que resguardan los cadáveres de quienes actuaron como semidioses y se creyeron dueños de la vida durante sus jornadas existenciales.

Justo es rendir homenaje a los médicos humanistas que no han recurrido a la tentación de los mercenarios del sistema de salud pública y privada en México. Es honesto que cobren sus honorarios profesionales. Lo merecen cuando son auténticos médicos. Existe una gran diferencia entre ellos y aquellos que lucran con el dolor. Hay que recomendar a los buenos médicos y denunciar públicamente a los que han convertido la Medicina en negocio particular. Y en el caso del médico joven que tanto cuidó su asiento en el transporte público, como las mascotas cuando orinan para marcar su territorio, se trata de profesionistas que de alguna manera se deben evitar porque su ambición y comodidad siempre serán prioritarias a cualquier necesidad de otros seres humanos.

Los arlequines

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Un arlequín, en la carpa, indudablemente arrancará la risa del auditorio al presentarse situaciones imprevistas en el escenario y reaccionar con miedo, nerviosismo y titubeo, actitudes grotescas y ridículas que lo estimularán, ante la sorpresa de todos, a elegir las peores decisiones, a complicar su tragedia, para lo cual el público, ávido de diversión, pagó su ingreso a las gradas del circo.

El bufón cumple la condena de provocar la risa del público que se convierte en su amo, hombres y mujeres de todas edades que esperan y exigen un gesto ridículo, un acto contrario a la razón, palabras o gesticulaciones que lo alejen de la condición humana, y si un payaso, al actuar, huye, se esconde, culpa a otro saltimbanqui o reacciona inesperadamente ante los pantalones que se le caen al reventar los tirantes, los espectadores comprenderán, en consecuencia, que la comedia se refiere a un individuo torpe y tonto que no sabe qué hacer ante hechos simples. Los aplausos y carcajadas serán mayores. Así, el saltimbanqui se coronará una vez más y complacerá, por lo mismo, a su insaciable patrón.

Innegablemente, el guasón, maquillado de risa, cumple su misión al provocar las carcajadas de quienes miran su actuación y pagan con ese objetivo, y si el hombrecillo no lo logra, seguramente obtendrá la rechifla de una multitud enardecida y hasta será despedido; pero cuando funcionarios públicos de alto nivel, preparados en instituciones universitarias de prestigio, tienen bajo su responsabilidad asuntos como la economía del país, resulta inadmisible que actúen con ambigüedad y titubeos.

Es cierto que el marinero, al navegar, corre el riesgo de enfrentar tormentas y recibir la embestida de olas de dimensiones incalculables que pueden propiciar el naufragio, pero su capacidad y experiencia se miden y prueban para salvar el barco y a la tripulación y así llegar, al final, a la ruta trazada. Un capitán profesional, al enfrentar un capítulo intenso en la inmensidad del océano, no perderá oportunidades y tiempo en culpar a otros, en excusas o en argumentos referentes a que determinadas situaciones no estaban previstas en el viaje; actuará con su mayor empeño y aplicará su experiencia y capacidad más allá de las limitaciones que otros podrían ponerse.

Resulta ofensivo para los mexicanos que quienes tienen bajo su responsabilidad la economía del país -y vaya que para eso se les pagan cantidades millonarias-, no hayan previsto dentro de sus estrategias y de los posibles escenarios, el descenso abrupto en los precios internacionales del petróleo y el deslizamiento del peso frente al dólar, e incluso el aumento en las tasas de interés en Estados Unidos de Norteamérica, tendencias que definitivamente afectan a millones de personas.

No es justificable que ellos, los funcionarios públicos, diluyan su incapacidad en argumentos relacionados con que se trata de factores externos los que afectan a la economía nacional, ya que su obligación era diseñar estrategias ante posibles escenarios.

Hasta el chofer del camión más modesto prevé, antes de viajar por carretera, una descompostura de motor o una ponchadura de llanta. Seguramente, si es racional, no se atreverá a salir de su destino si no carga dinero suficiente y herramienta. Resultaría estulticia e ingenuidad de su parte transitar por una carretera sinuosa, pasar sobre un clavo o vidrios y lamentarse y culpar al irresponsable que ocasionó el problema.

Ahora parece que ni las tan defendidas y pregonadas reformas estructurales, como la energética, del presidente Enrique Peña Nieto y la clase gobernante, salvarán a México de su fatal caída económica y falta de crecimiento.

Definitivamente, a los doctores y maestros que tienen bajo su responsabilidad la conducción económica de la República Mexicana, les faltó capacidad. Cierto que a los elementos externos no se les puede controlar porque dependen de diversos factores ajenos a uno, pero la inteligencia debe utilizarse, cuando se ejercen esos cargos públicos, para tomar en cuenta todos los sucesos posibles y anticiparse con estrategias y planes alternos. No supieron o no quisieron hacerlo, o simplemente así les convino porque entre más calamidades se presenten en el país, mayores pretextos habrá para ejercer y justificar un control autoritario.

Lejos de actuar con responsabilidad histórica y social, las autoridades recortan presupuestos en áreas sensibles, pero no cancelan las incontables plazas de funcionarios -asesores, secretarios técnicos y otros, como los que hablan al oído a sus jefes- que perciben sueldos excesivos y no justifican su permanencia en las dependencias que presentarían los mismos resultados mediocres sin ellos.

Ante la incapacidad de reaccionar a los problemas económicos que cada día hunden a México y provocan descontento generalizado, contrastan noticias sobre mansiones costosas, viajes a Europa con 200 invitados para sentirse parte de la realeza, contratistas privilegiados, traslados particulares en helicópteros, actos de corrupción, compra de vestidos superiores a las percepciones de servidores públicos y otros hechos que delatan que la nación continúa siendo franquicia de las familias privilegiadas que ostentan el poder.

Nada justifica que ellos, los funcionarios públicos responsables de la economía nacional, actúen igual que los titiriteros y saltimbanquis, culpando a otros volatineros de las calamidades que enfrenta la carpa circense. Eso es para arrebatar carcajadas y conseguir ingresos en beneficio del dueño del circo. La clase gobernante debe actuar y hablar a los mexicanos con la verdad, no a través del silencio de quienes se agazapan ante la crítica colectiva ni por medio de discursos y mensajes mediáticos que responsabilizan a otros de lo que ellos han provocado. Las condiciones económicas y sociales de millones de mexicanos no están para jugar al cirquero; aunque también hay que admitir que amplio porcentaje de habitantes de este país, deben renunciar a su posición de espectadores irresponsables que se sienten halagados con partidos de futbol y telenovelas que a menudo se protagonizan en la vida real y en perjuicio de todos.

Más banderas y photoshop que propuestas

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Aburridos, acalorados y menos convincentes que las edecanes que bailan afuera de los almacenes de colchones, llanteras y bares para atraer clientes, los jóvenes permanecen en las esquinas de las avenidas, en los cruceros, donde mecánicamente agitan banderas y reparten folletos con propaganda de diferentes candidatos políticos.

Las avenidas y calles de Morelia, la capital de Michoacán, se han convertido en escenarios circenses invadidos por muchachos que se confunden con hombres que limpian parabrisas, voceadores, repartidores de volantes, limosneros y vendedores ambulantes; pero no convencen porque los folletos y las banderas exhiben lo mismo de siempre, logotipos de partidos, fotografías y nombres de candidatos políticos, algún eslogan y ciertas “propuestas” que parecen más la enumeración de los problemas que afectan al estado.

Tal vez los rostros adustos y agotados por los días repetidos de calor, junto con las banderas que son agitadas sin ritmo ni vigor, reflejan la situación real de los michoacanos, la ausencia de propuestas serias y viables por parte de la mayoría de los candidatos políticos y el juego de críticas y descalificaciones ante la ausencia de planteamientos responsables que exigen compromisos y trabajo honesto.

Cualquier automovilista que frene al cambiar la luz del semáforo a rojo y permanezca en alguna avenida durante un par de minutos, contemplará el triste escenario de jóvenes -hombres y mujeres- que mueven las banderas de un lado a otro sin entusiasmo o muestran carteles y mantas con nombres de personajes que no pocas veces los ciudadanos no conocen o les recuerdan gestiones públicas nada gratas. De inmediato se percibe una gran pobreza en el contenido del material con el que tratan de convencer a los ciudadanos para que voten por determinados aspirantes a la gubernatura, a las alcaldías y a las legislaturas federal y local.

Transcurren los días de campañas políticas sin que la mayoría de ellos, los candidatos, muestren interés en acercarse a los diferentes sectores de la sociedad para dialogar de frente y conocer con detalle las aspiraciones, los problemas y las necesidades colectivas, acaso porque resulta más cómodo negociar y cubrir las apariencias con declaraciones mediáticas.

Los candidatos pelean y se descalifican ante la complicidad o pereza de las autoridades en materia electoral. Los medios de comunicación publican declaraciones que en poco o nada ayudan a los ciudadanos a formarse criterios sobre los aspirantes políticos a los diferentes cargos. Se aproximan las elecciones. Más que propuestas y razonamientos, abundan las banderas agitadas por jóvenes cansados y acalorados, los folletos y volantes que destacan más el photoshop que las propuestas, las pelucas que colocan a unos y a otros como bufones y espectadores. Uno se inquieta y pregunta si los michoacanos están conformes con las migajas que les ofrecen los señores del poder.

Como el templo de San José, agonizan fincas coloniales de Morelia

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Era una mañana nebulosa y fría, similar a las de los días de mi infancia dorada, cuando miraba desde la ventana de mi habitación la llovizna que se precipitaba sobre las plantas, los árboles, el pasto y las flores del extenso jardín en la casa solariega, y me refugiaba en mis sueños, en mi mundo de fantasías, en mis juegos interminables.

Aquel viernes de hace aproximadamente año y medio, observaba la arquitectura del templo colonial de San José, construido en el discurrir del siglo XVIII, en la antigua Valladolid, actualmente Morelia, capital del estado de Michoacán. Miraba los contrastes de sus dos torres, también de cantera, edificadas a mediados de la vigésima centuria. La unión de los bloques virreinales de cantera con los de la época moderna, humedecidos por la lluvia matutina, me recordaron las adversidades y la difícil prueba de la coexistencia entre el clero secular y el regular, en las horas coloniales.

Heridas por los años, la lluvia, el sol, la humedad, el viento y, sobre todo, el descuido, las piezas de cantera me parecieron molares debilitados. La arquitectura sacra y la historia, reflexioné, exhiben una dentadura ennegrecida, totalmente abandonada, que pronto acabará en ruinas.

Me interné en las rutas del pensamiento y la imaginación, mientras la sutileza del viento y la llovizna acariciaban mis mejillas; sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos, experimenté aturdimiento al escuchar un ruido similar al de los cables de electricidad cuando hacen corto circuito y revientan de los postes de donde cuelgan. Miré hacia arriba y de inmediato el suelo, a tres o cuatro metros de donde me encontraba, entre el portón de madera y la base de la torre sur, y descubrí un bloque de piedra despedazado. Al caer, los trozos de cantera se proyectaron con fuerza al sentido opuesto en el que estaba parado. El bloque pudo caer sobre mí o los fragmentos de piedra causarme daño mortal. Realmente estuve a tres metros de la muerte.

Una vez que reaccioné, comprobé que la piedra se había desprendido de la torre y que yo estaba a salvo. Cayó tan cerca que mí que experimenté alivio y el impulso de meditar sobre la línea tan delgada que separa la vida de la muerte.

Relaté la experiencia en mi columna La Jornada Empresarial, que entonces publicaba semanalmente en el periódico donde laboraba. Evidentemente, critiqué las políticas del Instituto Nacional de Antropología e Historia, cuyos funcionarios y burócratas generalmente actúan irresponsablemente, al grado que se ha dañado gran parte del patrimonio arqueológico, colonial e histórico que existe en la República Mexicana.

En la columna, invité a las autoridades en la materia a revisar el templo colonial de San José y sus torres de mediados de la vigésima centuria; pero también recomendé inspeccionar otros inmuebles vetustos del centro histórico de Morelia, los cuales, por cierto, se encuentran en pésimas condiciones y un día, el menos esperado, pueden perderse por cuestiones burocráticas, corrupción e irresponsabilidad.

Ha transcurrido alrededor de año y medio desde aquel acontecimiento y la publicación en el periódico. Como siempre, el Instituto Nacional de Antropología e Historia no ha revisado las condiciones estructurales del templo de San José, como tampoco de otras casonas antiguas.

Cual dentadura que se debilita y cae, algunas piezas del templo de San José se han desprendido, y ahora, quien mire su fachada, observará que cierta zona se encuentra delimitada con malla, vallas y un letrero que prohíbe el paso; sin embargo, las autoridades correspondientes no han actuado y quizá esperan, como generalmente ocurre en estos casos, que se derrumbe una porción del recinto o que se registre algún accidente.

La plaza de la Reforma Agraria o de San José, como se le conoce popularmente, es frecuentada diariamente por incontables personas, principalmente estudiantes preparatorianos que se sientan durante gran rato en las escalinatas de cantera que conducen al portón y a la fachada del templo. Se trata de jóvenes que corren el riesgo de sufrir un accidente mortal en caso de que se presente algún derrumbe.

El 18 de mayo de 2015, Morelia cumplirá 474 años de haberse fundado. Las casonas antiguas de cantera asistirán a su cumpleaños, igual que una abuela que cuenta los días y relata historias interminables; no obstante, la anciana parece irreconocible por el maquillaje mal aplicado y las prótesis y muletas endebles que utiliza para apoyarse, y es que al revisar su inventario, es sencillo detectar que la mayor parte de la herrería es moderna, los portones de madera fueron sustituidos por cortinas de hierro y puertas de lámina, las fachadas esconden habitaciones de ladrillo y concreto, los patios con arcadas son bodegas o comercios y lo peor, ni las autoridades responsables de proteger el patrimonio arquitectónico son capaces de reaccionar, ya que resulta más cómodo permanecer en la pereza de la burocracia para autorizar desde los escritorios demoliciones completas, prohibir pequeñas restauraciones o sancionar severamente a quienes se atreven a realizar pequeñas reparaciones. El trato y las autorizaciones no son iguales para quienes poseen fortunas que para aquellos que modestamente solicitan licencias con el propósito de sustituir vigas o realizar alguna modificación a casas que muchas veces ni siquiera datan de la Colonia. Aquí, como en tantas partes del territorio nacional, se practica el juego de la simulación.

Respecto al templo colonial de San José, con sus dos torres de mediados del siglo XX, ¿el Instituto Nacional de Antropología e Historia estará esperando que se desmorone y se sume a los monumentos que por irresponsabilidad, burocracia o corrupción se han perdido en México? Claro, siempre hay políticos o empresarios influyentes que adquieren las ruinas, las numeran y las reconstruyen en sus propiedades.

Los archivos empolvados de la historia refieren que el actual templo de San José, de estilo barroco, tuvo sus orígenes en la cuarta década del siglo XVIII, cuando el obispo Juan José de Escalona y Calatayud ordenó la construcción de una capilla. Más tarde, en 1760, el obispo Sánchez de Tagle mandó erigir el templo. Las torres y el remate del reloj, en tanto, datan de 1945. Como esta finca sacra, existen gran cantidad de construcciones de origen colonial que gradualmente se están desmoronando sin que las autoridades del Instituto Nacional de Antropología e Historia reaccionen oportunamente para evitar la desaparición del patrimonio arquitectónico de Morelia, la capital de Michoacán. Todo parece indicar que el centro histórico de Morelia, fundado el 18 de mayo de 1541, asistirá agónico y con muletas no a su cumpleaños 474, sino al preámbulo de sus exequias. Una muestra es, ya quedó claro, el templo de San José.

A preparar gaspachos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Cuando leyó el anuncio, en una página de internet, Emanuel experimentó la sensación de que la convocatoria laboral estaba diseñada especialmente para él, quizá porque cumplía todos los requisitos. La leyó una y otra vez, como para memorizar los documentos que debía entregar y comprobar que cumplía con el perfil solicitado.

La empresa solicitaba supervisores de producción con carrera trunca, de 28 a 38 años de edad, casados, con liderazgo y experiencia de dos años en el manejo de personal. Emulando a Carlos Fuentes, en su obra Aura, sólo faltaba que en el anuncio apareciera su nombre.

Había que presentar solicitud y dos cartas laborales de recomendación. Ofrecían, según el anuncio, sueldo competitivo, bonos de productividad, prestaciones conforme a la ley y capacitación permanente.

Al siguiente día, Emanuel salió de su casa con la ilusión de conseguir la contratación. Recordó que si se presentaba con actitud triunfadora y demostraba que contaba con capacidad para dirigir personal, no habría obstáculos para obtener el empleo.

Llegó puntual a la cita, en cierta colonia de Morelia, la capital de Michoacán, estado localizado al centro occidente de México. Había una fila compuesta por aproximadamente una docena de personas, hombres y mujeres jóvenes, con trajes y vestidos formales, dispuestos a competir por el empleo de supervisor de producción.

Conforme transcurrieron los minutos, se sumaron otras personas a la fila, también con interés en cubrir la vacante. Emanuel observó que una vez que los aspirantes eran entrevistados por el personal responsable de la contratación, se retiraban de prisa, con los rostros desencajados, detalle que si bien lo inquietó, también lo estimuló a presentarse con una actitud totalmente positiva y seguridad en sí mismo.

Una vez que ingresó a la oficina de contratación, Emanuel fue interrogado por un hombre sobre sus antecedentes laborales, quien lo cuestionó acerca de su experiencia en el manejo de personal. Le preguntó, incluso, a cuánto ascendía la cantidad máxima de personal que había manejado y cómo había reaccionado ante ciertas situaciones.

Al concluir la primera parte de la entrevista laboral, más propia de un consorcio, el entrevistador le formuló una serie de preguntas sobre el tema de las frutas, si las conocía por sus nombres, colores y formas, si sabía distinguir sus sabores, si identificaba sus características.

Tras la sesión relacionada con las frutas, Emanuel fue informado por el entrevistador sobre las características del puesto laboral que ocuparía, el cual, para su sorpresa, consistiría en cortar fruta que mezclaría y vaciaría en vasos desechables con la intención de preparar gaspachos morelianos.

Ofuscado, Emanuel se incorporó de la silla que ocupaba y reclamó al entrevistador la burla que resultaba el anuncio en el que la empresa solicitaba supervisores de personal, cuando en realidad la empresa requería cortadores de fruta para elaborar gaspachos morelianos.

Aclaró que cortar fruta es un trabajo digno, pero no se relaciona en nada con la supervisión de personal. Es una tarea que puede realizar cualquier persona capacitada en esa labor, en la cual no está implícito contar con cierto grado de preparación académica ni poseer trayectoria en el manejo de personal.

Reclamó porque el anuncio le pareció un engaño a las personas interesadas en conseguir empleos con determinadas características; además, el hecho de atender una convocatoria de trabajo, significó disponer del tiempo de hombres y mujeres jóvenes, quienes evidentemente gastaron recursos económicos en su traslado hasta el sitio de la entrevista.

Emanuel explicó que si la empresa hubiera anunciado que solicitaba personal con capacidad para preparar gaspachos, indudablemente habría acudido gente con dicho perfil; pero enviar señales erróneas, invitar a trabajar como supervisor de personal, inevitablemente atraería hombres y mujeres con otra formación laboral y diferentes aspiraciones.

Igual a las personas que le antecedieron, salió de la oficina con el rostro desencajado. Los solicitantes de empleo, aún formados en la gran fila, lo miraron, como él lo hizo momentos antes con quienes llegaron con mayor puntualidad, con el ceño fruncido y bastante molestia.

A unos días de su experiencia, Emanuel relata cada detalle como una anécdota chusca, entre risa y coraje; sin embargo, resulta preocupante que existan empresas sin seriedad que jueguen con las necesidades de la gente desempleada.

No obstante, admite que hace un par de días, al transitar por el rumbo de la empresa de gazpachos, miró en determinados puntos de un camellón a jóvenes con fruta que ofrecían pruebas a los automovilistas. Se pregunta, inquieto, si el requisito de la empresa sería, primero, capacitar a los solicitantes en la preparación de gazpachos para posteriormente supervisar a los muchachos que ofrecen las pruebas de piña y otras frutas. Después de todo, el anuncio invitaba con la frase “únete a nuestro equipo”.

Seguramente, toda su vida tendrá la duda; sin embargo, está convencido de que si la convocatoria laboral fue engañosa, le permitió comprobar la necesidad de empleo que existe entre las personas en edad productiva, quienes fácilmente pueden resultar engañados por quienes ofrecen oportunidades de trabajo.

Más allá de las declaraciones presuntuosas por parte de las autoridades federales y estatales respecto a la lucha contra el desempleo, es innegable que Michoacán es un estado carente de inversiones productivas y, en consecuencia, con falta de oportunidades laborales. Los funcionarios públicos y políticos deben desconfiar de las estadísticas que les proporcionan sus asistentes y mantener contacto con la población, palpar por ellos mismos la realidad económica de millones de personas.

En estos días, cuando los aspirantes políticos a la gubernatura de Michoacán, a las alcaldías y a las legislaturas locales y federales ofrecen convertirse en los hombres y mujeres que cambiarán la realidad del estado, habría que comprometerlos a que más que discursos y promesas que casi siempre se diluyen cuando resultan favorecidos por el voto mayoritario, trabajen con resultados en base a un proyecto integral de estado, precisamente con la finalidad de generar condiciones de estabilidad que atraigan capitales productivos con capacidad de crear fuentes laborales dignas.

Muchas veces, los moradores de Michoacán observan el paso del progreso en tráileres, camiones y furgones de ferrocarril, con destino a entidades vecinas que con menos recursos naturales y minerales, han escalado a mayores niveles de desarrollo a pesar de las dificultades que enfrenta México.

Durante muchos años, los michoacanos solamente han escuchado promesas falsas por parte de políticos y funcionarios públicos de todos los partidos, con resultados mediocres y no pocas veces con fraudes y problemas. La sociedad reclama hechos, realidades, y en el tema de fuentes laborales dignas y dentro de la formalidad, no se trata de un juego al azar ni de una broma, como cínicamente lo han hecho las administraciones estatales pasadas, en las que parece que las personas recomendadas acceden a cargos de asesores, secretarios técnicos y otros, con sueldos excesivos en las dependencias públicas, mientras incontables familias michoacanas apenas subsisten o definitivamente no forman parte de las oportunidades de bienestar.

La India María

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Deleitó a millones de familias mexicanas con Tonta, tonta, pero no tanto, El miedo no anda en burro y Sor tequila, entre otros filmes que provocaron risas y reflejaron los abusos y corrupción de políticos, las actitudes miserables de empresarios y la discriminación de la sociedad hacia la clase indígena. No se sirvió de actos grotescos ni de vulgaridades para divertir a la gente. Los aplausos y risas que obtuvo de su público fueron auténticos.

María Elena Velasco Fragoso, mejor conocida como La India María, supo cautivar al público mexicano con su peculiar personaje, cuyas películas seguramente quedaron grabadas en la memoria colectiva de gran cantidad de generaciones.

La India María fue, en las cintas cinematográficas, una mujer pobre, involucrada en situaciones complicadas de abusos y corrupción, ingenua, carente de instrucción y con pésimo lenguaje español. Ingeniosa y pícara, entró a los hogares mexicanos como un personaje muy amado y simpático.

Más allá de la vida, obra y muerte de María Elena Velasco Fragoso, quien nació en el discurrir de 1940, en Puebla, y falleció hace unos días en la Ciudad de México, es innegable que si su personaje, una mujer de la etnia mazahua, hizo reír a hombres y mujeres con sus ocurrencias, también mostró la triste realidad que enfrentan los indígenas mexicanos.

Generalmente, los indígenas, en México, son tratados en los discursos de funcionarios públicos y políticos como piezas de folklore. Solamente los utilizan para lucirse con la aplicación de programas y recursos públicos que definitivamente en poco o nada ayudan a las etnias. Se trata de simulaciones por parte de la clase gobernante, ya que ellos, los indígenas, representan minorías raciales que le estorban y no le representan votos ni intereses, a menos que exista la posibilidad de despojarlos de sus tierras o de las obras de arte sacro que resguardan sus capillas.

Durante sus discursos, los oradores se refieren a los indígenas como los verdaderos representantes de México porque su sangre proviene, precisamente, de las razas que dieron origen a la nación; sin embargo, los hechos contradicen las palabras cuando éstos, procedentes de sus pueblos, acuden a las oficinas públicas y son despreciados, desde el inicio, por burócratas improductivos que solamente piensan en almorzar, en días de descanso y en prestaciones laborales.

Por su pobreza de palabras en el idioma español, su instrucción deficiente, sus costumbres distintas a las de los habitantes de las ciudades e incluso hasta por su aspecto, los indígenas son despreciados y maltratados, como si se tratara de personas de quinta categoría.

Si van a una dependencia pública, reciben groserías y malos tratos hasta de los policías que vigilan y las secretarias contratadas para atender al público; si venden artesanías en algún sitio, la gente los observa como adorno folklórico y les regatea los precios, lo cual nadie hace en Sanborns o Liverpool, donde el valor de los artículos es bastante superior.

Acostumbrados a la parcela, a la hortaliza, al campo, los indígenas llegan a las ciudades, donde reciben maltratos y humillaciones por parte de mexicanos que también tienen orígenes en las etnias, pero que practican, como sus ancestros, la discriminación racial.

Si llegan a las urbes con varios niños, regresan, al final, casi desolados, porque las criaturas son prostituidas, mancilladas, raptadas o asesinadas. Son más mexicanos, por su raza, que cualquier otra persona; pero coexisten como parias en una nación donde se les desprecia y niegan sus derechos y dignidad de seres humanos.

Eso es, precisamente, lo que ella, María Elena Velasco Fragoso, pretendía transmitir en sus películas a través del inolvidable personaje La India María. Hace algunos años, tuve oportunidad de visitar una comunidad mazahua, entre Michoacán y el Estado de México, bastante aislada de las principales ciudades de la región, para lo que transité un camino de terracería, entre árboles, piedras, barrancos y escarpas.

Observé, en las parcelas, hombres y mujeres tratando de arrancar el alimento insípido de la tierra. Ellas, las señoras, vestían indumentaria de colores llamativos, como los que utilizaba La India María en sus películas, muy propios de los mazahuas.

Una vez que el equipo de trabajo y yo concluimos nuestra tarea, nos retiramos de la comunidad mazahua, no sin antes llevar en la camioneta a una mujer con su hijo que solicitó la apoyáramos con trasladarlos hasta la ciudad en la que comeríamos.

El hijo babeaba y gesticulaba. La señora relató que hacía algunos años, cuando el adolescente era niño, presentó temperaturas tan altas que ella y su marido lo trasladaron, como pudieron, a un hospital de salud pública en la ciudad de Toluca, capital del Estado de México.

Recibieron tratos denigrantes por parte de recepcionistas, enfermeras y médicos de la institución hospitalaria, donde el pequeño fue recluido en un camastro descuidado y sucio, sin atenciones, entre sábanas y vendas con sangre, vómito y suciedad, testimonio, sin duda, del paso de otro enfermo.

Tras rogar mejor atención para el pequeño agonizante, el personal médico extendió una receta para que el matrimonio adquiriera el medicamento; además, el costo por la estancia y las intervenciones, según las proyecciones de la trabajadora social, superarían sus recursos económicos.

Mientras la camioneta avanzaba por el camino de terracería, ella, la mazahua, abrazaba al adolescente y derramaba algunas lágrimas al recordar que regresó con su marido a la comunidad donde pertenecían, con la intención de vender su parcela al cacique.

El hombre, endurecido y mezquino, ofreció cierta cantidad de dinero al matrimonio, muy inferior, por cierto, al valor del terreno de cultivo. Aceptaron el ofrecimiento y se deshicieron de la parcela que les proporcionaba, cuando la trabajaban, frijol, calabaza y maíz.

Al ingresar la mujer al cuarto del hospital donde se encontraba su hijo, descubrió horrorizada que un médico viejo asfixiaba al pequeño con una almohada. Los brazos y las piernas minúsculas se agitaban cada vez con menor intensidad ante la ausencia de oxígeno.

Enfurecida, la mazahua se lanzó contra el viejo de la bata blanca, a quien rasguñó y amenazó. El médico corrió hasta la dirección del hospital para denunciar que una mujer indígena lo había agredido y lo acusaba de pretender asfixiar a su hijo con una almohada.

Antes de concluir el viaje, la mujer narró que el director del hospital ordenó al personal de vigilancia que la aprehendieran y condujeran hasta su oficina, donde le cobró la atención médica y le exigió que se llevara al paciente a otro lado; además, amenazó con denunciarla y enviarla a prisión si continuaba escandalizando con el chisme de que el doctor deseaba ahogar al niño.

El matrimonio mazahua regresó al caserío con su hijo acosado por altas temperaturas y convulsiones, sin dinero ni la parcela de la que obtenían, al menos, raíces y maíz para comer. Dentro de las comunidades de miseria hay gente que vive en el pauperismo, y ella y su familia se convirtieron, a partir de entonces, en una de las familias más pobres de la monarca. Eran pobres entre los desposeídos. El niño se recuperó, pero algo atrofió su cerebro.

Carente de pruebas documentales, pero con lágrimas y voz quebrantada, igual que una vara seca que yace en un camino árido y pedregoso, la mujer mazahua aseguró que la historia es real y que nadie, en la ciudad de Toluca, creyó que un médico viejo intentara asfixiar a su hijo con una almohada. Al llegar a la ciudad, descendió de la camioneta y se marchó con su hijo que babeaba y se retorcía al caminar; nosotros ingresamos a un restaurante, aunque ya con el malestar que generaba la historia que contó la mazahua, y es que coincidimos en que resultaría difícil comer tranquilos ante la realidad que cotidianamente enfrentan incontables indígenas en sus comunidades y en las grandes urbes.

Tal vez, ante la ausencia de María Elena Velasco Fragoso, La India María, el mejor homenaje que se le puede rendir no solamente es recordando sus producciones cinematográficas, sino contribuyendo a mejorar las condiciones de vida de las etnias mexicanas.

Hace días, al caminar por una calle céntrica, coincidí de frente con un hombre de origen indígena que cargaba a un niño que dormía por el agotamiento, el hambre, la monotonía. Como el espacio era estrecho por la presencia de un poste, detuvo la marcha con la finalidad de que yo pasara primero; sin embargo, le cedí el paso con amabilidad y su rostro proyectó, según me pareció, alegría y sorpresa, quizá por estar acostumbrado a ser el segundo en la ciudad y de pronto recibir una pequeña atención inesperada. Tengo la certeza de que si todos, en este país, lleváramos a cabo acciones para integrar a los indígenas al país que les pertenece, los mexicanos se transformarían en un pueblo más digno, justo y sólido.

Si unos lo hacen, ¿los otros también?

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

“¿Quiere que emitamos la factura con un porcentaje mayor e incluso con lo doble del monto real?”, preguntó el responsable del establecimiento comercial donde compré casi medio centenar de reproductores mp3, quien añadió que así lo habían solicitado recientemente funcionarios de cierta dependencia estatal de Michoacán.

Al notar mi rostro carente de emociones, el hombre insinuó que no habría problema con el hecho de ganarme una cantidad adicional de dinero porque se trataba de una práctica común entre burócratas y funcionarios. Insistió en que ninguna autoridad se dedicaba a visitar los negocios con la intención de inspeccionar los precios marcados en las facturas expedidas al sector oficial. Sólo tendría que pagarle la cantidad adicional a los impuestos que pagaría.

Le contesté que no alterara la factura, que me cobrara la cantidad real, porque si era infiel y sucio en actos de apariencia insignificante, mañana o cualquier otro día lo sería en asuntos de mayor trascendencia. Resultaría incongruente criticar más tarde la corrupción si yo incurría en las mismas prácticas.

Recordé mis principios y las enseñanzas de mis padres, cuyas trayectorias existenciales se caracterizaron por la honestidad y la práctica de valores. No podría traicionarme, ni tampoco a ellos.

Recordé al empresario que los recursos públicos provienen de los impuestos que aporta la sociedad al trabajar y consumir, y que me parecía grotesco e insultante aprovechar un cargo para desviar dinero y beneficiarse, cuando hay millones de personas en este país que coexisten en la miseria, mueren por falta de unos pesos para comprar medicina y carecen de lo mínimo para alimentar y educar a sus hijos.

Sorprendido, el hombre elaboró la factura con la cantidad real, a nombre del Congreso del Estado de Michoacán, donde entonces me desempeñaba como coordinador de Comunicación Social. Los reproductores mp3 eran para obsequiar a los reporteros que cubrían la fuente, precisamente con motivo del día de la libertad de expresión.

Una vez más comprobé que la corrupción no solamente la practican los funcionarios públicos y políticos; también es propiciada por los empresarios, por quienes critican los abusos y deshonestidad de las autoridades. Claro, si un negociante no se presta a actuar con corrupción, siempre habrá otro que aproveche las circunstancias y lo haga.

Nadie desconoce que en licitaciones y asuntos de proveeduría al sector oficial, gran cantidad de empresarios interesados en participar, destinan recursos económicos a la corrupción, a los funcionarios responsables de autorizar las compras, a los hombres y mujeres que toman las decisiones.

Por lo mismo, cuando uno conoce los escándalos relacionados con las mansiones de la familia presidencial y de otros funcionarios del gabinete federal, en los que están involucrados empresarios beneficiados con contratos millonarios, comprende que si hay quienes son capaces de alterar facturas en la venta de mp3 para asegurar la venta y dar a ganar unos pesos a funcionarios estatales, aquellos que reciben beneficios inimaginables a través de licitaciones públicas, no dudarán en pagar los favores recibidos. Evidentemente, aquellos que resultan favorecidos con contratos que les reditúan, a través de los años, miles de millones de pesos, no van a regalar una botella de coñac o whisky ni un automóvil lujoso., lo cual resultaría ofensivo a sus benefactores. Los obsequios son mayores.

Si unos, por cantidades tan ínfimas, se corrompen, ¿cómo actuarán quienes autorizan y reciben millones de pesos y acumulan fortunas incalculables por medio de contratos y licitaciones públicas? Es una realidad que corresponde exclusivamente a los hombres y mujeres de las “oportunidades históricas”, porque los demás están condenados a trabajar toda la vida en un escenario nacional de miseria, injusticias, corrupción e impunidad. Los regalos, las dádivas, son para los otros, para los señores del poder económico y político. Nadie dijo que millones de mexicanos estarían incluidos en las delicias que se han convertido en franquicias de la clase gobernante de México.