Molcajetes y metates, de la búsqueda de piedras en el cerro a la cocina tradicional

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Al amanecer, Cecilio observa el paisaje envuelto en neblina, a veces entumido por la llovizna nocturna y las rachas de viento helado. Traza la ruta al cerro del Remolino, donde busca piedras con el objetivo de elaborar molcajetes y metates que siempre mantendrán el encanto y misterio de viajar a una cocina tradicional, a un restaurante típico, a algún rincón insospechado de México o el mundo.

Camina por el escenario montaraz, entre árboles, rocas, flores y matorrales. Sus zapatos se hunden en el barro, en la tierra humedecida, casi al mismo tiempo que el concierto de aves e insectos se mezclan con el susurro del viento y los rumores de la vida palpitante en cada expresión animal y vegetal. Deja huellas a su paso.

Busca aquí y allá, en un sitio y en otro. Una vez que localiza alguna roca, Cecilio, Cecilio Calderón Martínez, obtiene algunos trozos que sujeta en el lomo de la mula con la intención de regresar a su casa, al taller artesanal donde labra las piezas y da forma a la piedra yerta.

Como él, diferentes artesanos de San Nicolás Obispo coinciden en los parajes abruptos y desolados del Remolino, montaña colindante con el cerro del Águila, reconocido por su altura y riqueza en flora y fauna. Los hombres buscan el material pétreo más idóneo para tallar sus obras utilitarias. Cada artesano paga 100 pesos semanales para tener acceso al monte y extraer piedra de origen volcánico.

Ya en casa, Cecilio es recibido por su esposa con atole, un plato con frijoles cocinados en olla de barro, tortillas hechas a mano y salsa elaborada en molcajete. Barrenar las piedras no es sencillo. Implica bastante trabajo y riesgo. Mientras almuerza y descansa un rato, observa las piedras e imagina sus obras artesanales.

Aunque en ocasiones la gente tiene la percepción de que los molcajetes y metates, utensilios de cocina de origen prehispánico, casi son piezas extintas, objetos de museo, Cecilio sabe que todavía hay muchas personas que los adquieren porque los alimentos les parecen más deliciosos.

Y él sabe que los molcajetes y metates no pueden morir a pesar de que sean de origen prehispánico y que no pocos hombres y mujeres de la hora contemporánea los consideren caducos y desprecien. Rememora que cuando los artesanos de San Nicolás Obispo acudieron a una exposición en Cancún, Quintana Roo, fueron las primeras piezas en comercializarse; además, hace un par de días, en la capital de Michoacán, vendieron no pocos molcajetes y metates durante la Primera Muestra Artesanal Morelia y sus Tenencias. Son utensilios típicos que conservan un hechizo y seducen los sentidos.

Los artesanos de San Nicolás Obispo, como Cecilio, bromean y sonríen al recordar que algunas amas de casa y ciertos restaurantes preparan salsas en licuadora que posteriormente vierten a los molcajetes, con lo que maridos y clientes son engañados al creer que prueban sabores rústicos, molidos en piedra volcánica.

Cecilio refiere que en la tenencia moreliana de San Nicolás Obispo, coexisten entre 95 y 100 artesanos, quienes moran en los barrios Bonito, del Napiz, del Chicalote y de Los Buenos Aires, de los cuales de 45 a 50 se encuentran agrupados y organizados.

Hace cinco años, cuando el trabajo de albañilería, electricidad y plomería escaseó en Morelia como consecuencia de la crisis económica que enfrenta Michoacán, Cecilio decidió aprender la técnica artesanal que denominan lapidaria y que consiste en tallar la piedra volcánica hasta darle forma de molcajete o metate.

Fue su suegro quien le enseñó las técnicas heredadas por sus antepasados. Aprendió rápido el tallado de la piedra y decidió consagrar los días de su existencia a las artesanías que parecen objetos extraviados y despreciados “porque hoy, casi nadie desea esforzarse en preparar salsas en molcajete ni moler alimentos en el metate, quizá por falta de tiempo o tal vez por parecer anticuado”, reflexiona.

Su actividad artesanal le ha permitido, en el lapso de la última media década, pagar la educación de sus cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres. Explica con orgullo que su hijo de 13 años de edad ya sabe fabricar molcajetes y metates, mientras el otro, el de 11 años, aprendió a tallar tejolotes, que son las piedras para moler.

Hombre sencillo y de conversación amena, explica que para no caer en monotonía cuando elabora los molcajetes, primero se dedica a hacer los huecos de media docena y posteriormente las patas. “Así no me aburro y cada pieza es única, trabajada con atención”, menciona el artesano, quien admite que “en ocasiones, cuando únicamente faltan algunos detalles para acabar un molcajete o metate, de pronto se quiebra una pata y la obra se pierde”.

Si bien la lapidaria es un trabajo artesanal que exige constancia, pasión, disciplina y creatividad para elaborar obras bellas y únicas, tiene su parte oscura, un lado que muy pocos clientes y turistas entienden, confiesa Cecilio, quien acaricia una de las piezas y señala que el polvo que se desprende con el martilleo se introduce a los ojos, a la nariz, a los oídos, a los pulmones, y eso menoscaba la salud.

“No solamente es el polvo que se introduce en uno y causa daño”, agrega, “sino los impactos de las herramientas contra las piedras que de alguna manera cimbran el organismo, los órganos, hasta menguar la salud”.

Por lo mismo, prosigue con cierta pesadumbre, “es muy triste cuando los clientes y turistas miran y tratan los molcajetes y metates con desprecio y ofrecen precios fuera de lógica, como se pretendieran aprovecharse de nuestra situación económica. Eso no lo harían en una tienda de lujo”.

Cecilio reconoce que en México la gente regatea, costumbre ya muy antigua y normal; sin embargo, resulta lamentable que haya personas que tratan a los artesanos como individuos de segunda categoría u objetos. “Somos depositarios de un legado prehispánico, de una cultura que es origen de todos los mexicanos; en consecuencia, merecemos trato digno y respetuoso”.

Así, Cecilio permanece entre molcajetes y metates de piedra volcánica, expresiones artesanales que aunque parecen objetos de colección, piezas de museo, exhalan el recuerdo de las centurias, el aroma de las cocinas tradicionales mexicanas, la imagen de familias y rostros ya muy distantes.

La muerte enseña a vivir: artesano de Catrinas en Capula

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

“La muerte enseña a vivir, a reflexionar sobre el milagro de respirar cada instante, a descubrir el sentido de la existencia”, advierte Arturo Pérez Espinosa, artesano que durante los últimos 18 años se ha especializado en elaboración de catrinas de barro, quien reconoce, además, que “es el personaje que da de comer a mucha gente en el pueblo”.

Originario de Capula, tenencia de Morelia, rememora sus días infantiles, cuando tenía entre nueve y 10 años de edad, y ellos, sus padres y abuelos, le enseñaron las técnicas ancestrales para preparar barro, manipularlo y crear piezas de alfarería.

El aroma del barro y la leña al recibir el aliento de la lumbre, le recuerda los días en que mezclaba los juegos en la campiña, en las callejuelas del caserío, y el aprendizaje en la creación de ollas, platos y cazuelas.

Arturo es uno de esos artesanos que se sienten orgullosos de ser depositarios de una tradición legendaria, de sus obras, de cada objeto elaborado con paciencia e inspiración. La artesanía, asegura, “corre por mis venas, la llevo en la sangre, en la piel, en todo lo que hago, en mi estilo de vida”.

Fue en su juventud cuando decidió transitar de la artesanía utilitaria a la ornamental, y así sustituyó la alfarería por las catrinas, “actividad que me inspira y hace sentir artista. Es muy satisfactorio encontrarme en el taller, en Capula, y recibir visitantes interesados en conocer las técnicas de elaboración de las catrinas, o asistir a las exposiciones artesanales y cautivar la atención de mexicanos y extranjeros”, explica.

Refiere que al caminar por el monte o al dormir, llegan ideas inspiradoras a su mente, como si repentinamente se abriera una grieta de la que surgen modelos cautivantes, “y es así como al siguiente día, muy temprano, me dispongo a darles forma, a materializarlos con mis manos”.

El hombre acomoda sus obras, las catrinas elaboradas en su taller, en algún rincón de Capula, tenencia artesanal de la capital de Michoacán. Cada una posee un encanto especial, un rasgo que embelesa, acaso porque como él dice, hay elaborar las obras con pasión, amor e inspiración.

Reconoce que después de todo, la muerte enseña a vivir. Autor de catrinas de barro y pinturas alusivas a dicho personaje en platones de barro, símbolos del más puro mexicanismo, Arturo sonríe y acepta que “ella, la muerte, es quien da de comer a muchos artesanos y les muestra los senderos de la vida”.

Como dato adicional, se calcula que Xenguaro, hoy Capula, fue uno de los poblados indígenas conquistado con mayor celeridad por los españoles, quizá desde la llegada de Cristóbal de Olid a Michoacán en 1522, un año después de la caída de la Gran Tenochtitlán.

Fue el obispo Antonio Ruiz de Morales quien erigió en 1569, en pleno siglo XVI, la parroquia de Santiago Capula, siendo el primer párroco, en 1570, Juan Díaz Novela. Si bien es cierto que del primer templo cristiano se conserva un Cristo monumental de piedra, la actual parroquia fue construida, según cálculos de los especialistas, entre 1768 y 1770. El recinto es hijo del siglo XVIII.

Existe una piedra fechada el año 1528, que es testimonio de que Capula fue Encomienda de los españoles en el discurrir de la Colonia. Paralelamente, hay evidencias arqueológicas que aunque no han sido exploradas ni recibido la atención que merecen por parte de las autoridades en la materia, e incluso han sido destruidas y saqueadas, dan idea de la grandeza que Xenguaro tuvo antes de la llegada de los conquistadores europeos.

Quien recorra Capula, descubrirá talleres artesanales de alfarería y catrinas, un templo de origen virreinal, costumbres, leyendas y tradiciones que bien vale conocer, experimentar y vivir.

Torre del templo colonial del Carmen

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Estas mañanas nebulosas y frías, el arroyuelo entume y serpentea la cañada umbría, refugio de matorrales y pinos que reciben las caricias del viento que balancea sus ramas, mientras la torre del templo colonial de piedra permanece aislada, silenciosa, ausente de los mineros, de las cosas sacras y de los instantes consumidos ante la caminata impostergable de las manecillas.

Paraje agreste y desolado que parece exhalar los muchos suspiros del ayer y de los mineros que alguna vez, hasta las horas de 1937, moraron en los barrios del Carmen, Chinchillas y La Cuadrilla, seduce los sentidos por su peculiaridad e invita al viajero, al aventurero, a consultar las páginas amarillentas y quebradizas de la historia para recordar un acontecimiento que transformó el rumbo y el semblante de Tlalpujahua, pueblo irrepetible y pintoresco enclavado en el oriente de Michoacán.

Como náufraga a partir de aquella madrugada, la del 27 de mayo de 1937, la torre del templo colonial del Carmen aparece en el escenario natural, entre la Mina “Las Dos Estrellas” y las callejuelas chuecas, empedradas e inclinadas de Tlalpujahua, recordando que a las cinco de la mañana con 20 minutos de ese día, los residuos del mineral denominados “lamas”, que ascendían a más de ocho millones de toneladas de arenas con cianuro y reposaban en una extensión de 18 hectáreas con 35 metros de altura, se precipitaron y un tercio de hora más tarde arrasaron con casas, gente, animales y cosas.

Tres barrios quedaron sepultados bajo 30 metros de escombros. Al cruzar el río por dos puentes de tablones, el turista contempla la torre desfasada, totalmente fragmentada, como una evidencia de que allí, bajo toneladas de piedras y tierra, yacen restos del templo virreinal y de las casas endebles que pertenecieron a los mineros que por generaciones extrajeron el oro y la plata, el mineral atrapado en las entrañas de la montaña.

Bastaron unos minutos para que entre la penumbra, el frío, la neblina y la llovizna, ancianos, niños, jóvenes y adultos despertaran e interrumpieran sus arrullos, la brevedad de su sueño, y enfrentaran el terror, las piedras y la tierra que se encimaban, el peso de los escombros que oscurecieron los días de sus existencias. Las ilusiones se rompieron y la vida se perdió. Los juguetes humildes, cubiertos de lodo, se transformaron en testimonio de una infancia fragmentada e interrumpida con sus luces y sombras. Los hogares mineros, humildes y sufridos por la explotación de los ingleses en ese último período, desaparecieron hasta convertirse en añoranzas y después en olvido, como la hojarasca y tierra que arrastra el viento otoñal.

La altura de los pinos sobrepasa la torre de piedra que ahora es monumento de antaño y evidencia, además, de aquella catástrofe que se registró en uno de los parajes insospechados de Tlalpujahua. Entre la arboleda se distinguen algunas criptas y el paisaje natural donde ellos, los moradores y turistas, suelen caminar.

De acuerdo con las referencias y la tradición histórica, el sacerdote Felipe Neri Valleza llegó a la región de Tlalpujahua en la juventud del siglo XVIII, en 1730, donde tuvo oportunidad de conocer la entonces capilla modesta que exhibía en el adobe una pintura de la Virgen del Carmen, a la que estaba dedicada.

Conforme a la información que recabó el religioso entre las personas de mayor edad, es importante resaltar que en el pasado, mucho antes de que él llegara a la comarca, existió una hacienda, cuyo propietario mandó pintar imágenes de santos en la capilla que construyó, entre las que destacaba la Virgen del Carmen. Hay quienes aseguran que la ermita humilde fue construida durante los albores del siglo XVII.

Ante el posterior abandono y deterioro de la hacienda, que finalmente fue demolida, quedó la capilla de adobe como recuerdo de aquellos años bonancibles, a la que otros calculaban su fundación entre 1717 y 1722; no obstante, fue hasta la decimonovena centuria cuando se estableció el Santuario de la Virgen del Carmen, cuya imagen se colocó en el altar principal.

Tras las constantes convulsiones que se registraron durante la decimonovena centuria, fue hasta el 16 de marzo de 1930, ya en el siglo XX, cuando la Virgen del Carmen recibió la coronación con autorización del Vaticano. Alguien hurtó la corona, por lo que la comunidad, bastante consternada, la repuso el 10 de abril de 1932 con una más hermosa.

Rodeado de barrios donde moraban los mineros, en cuyos recuerdos palpitaba todavía el apogeo de la Mina “Las Dos Estrellas”, fundada en 1899 por el francés Françoise Joseph Fournier y que entre 1908 y 1913 fue una de las más productivas del mundo, el templo con antecedentes virreinales enfrentó su destino aquella madrugada de 1937, cuando quedó destruido por los escombros con cianuro, salvándose los muros localizados al norte y al sur, junto con la torre y, milagrosamente para muchos, la imagen sepultada de la Virgen del Carmen, pintada alrededor de 1630.

Una vez que los habitantes de Tlalpujahua superaron la crisis provocada por la catástrofe, analizaron innumerables alternativas y propuestas para rescatar de las entrañas de la tierra la imagen de la Virgen del Carmen, la cual, tras un trabajo exhaustivo, finalmente extrajeron en un bloque de adobe que protegieron con una caja de madera y hierro, trasladándola el 27 de julio de 1937 a su nueva morada, el monumental y soberbio Santuario de San Pedro y San Pablo, uno de los templos coloniales más hermosos de México, cuya construcción inició José de la Borda en el siglo XVIII, el mismo que respaldó le edificación de la célebre iglesia de Santa Prisca, en Taxco, Guerrero.

Ya en la hora contemporánea, cuando los callejones y detalles de Tlalpujahua embelesan por tratarse de un pueblo irrepetible, mágico e inagotable, mientras la Mina “Las Dos Estrellas” permanece enclavada en la montaña boscosa, en ocasiones envuelta en neblina y exhalando el suspiro de historias olvidadas, la torre de piedra que perteneció al templo virreinal de la Virgen del Carmen, es una remembranza de los otros días, de los mineros que coexistieron en barrios y protagonizaron un capítulo y muchos más, a una e incontables horas del ayer en un rincón del mundo que conquista los sentidos e invita a la ensoñación.

¿Evaden su participación en el quebranto de negocios o no saben hacer operaciones aritméticas?

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Siempre he pensado que los gobiernos con barniz endeble de democracia y tendencias autoritarias, como el mexicano, necesitan grupos opositores que les hagan contrapeso; de lo contrario, en su afán de controlar a todos los sectores de la sociedad para mantenerse en el poder, son capaces de reprimir y cometer atrocidades.

La mexicana es una democracia entre comillas, con un esmalte tan artificial y débil que las diferencias entre los grupos adversos de poder se solucionan con represión o por medio de negociaciones oscuras. El diálogo, que sería la expresión más inteligente para dirimir problemas, no siempre es la opción ante la corrupción, los intereses ajenos a los de las mayorías y la incapacidad de las autoridades para atender las demandas colectivas, algunas lícitas y otras, al contrario, injustificables.

Así, en los escenarios callejeros lo mismo aparecen actores que, entre otras acciones, exigen la destitución de algún funcionario prepotente y corrupto o de un profesor abusivo e inepto, denuncian la tala clandestina de bosques y el saqueo de recursos naturales o minerales, se oponen a alguna reforma o medida gubernamental, ofensivamente solicitan respeto a los animales en pliegos que contienen más derechos que obligaciones, rechazan la instalación de una cantina en su colonia, reclaman obras y servicios en asentamientos irregulares, pugnan por la legalización de los terrenos que robaron como “paracaidistas”, recuerdan actos represivos como los de octubre de 1968 y junio de 1971 en los que ni siquiera habían nacido, desean ser aceptados como estudiantes de Medicina aunque hayan reprobado, pelean por el control de las rutas de transporte colectivo, marchan por la paz y participan en toda clase de manifestaciones y plantones.

Desde luego, las autoridades y los políticos, inmersos en sus intereses personales y de grupo, suelen reaccionar lentamente ante tales expresiones sociales, al grado que sus evasivas e irresponsabilidad provocan que los problemas y el descontento se generalicen. En lo que solicitan permiso a sus superiores y deciden la estrategia gubernamental que seguirán, favorecen los conflictos callejeros que duran horas en perjuicio de quienes verdaderamente estudian, trabajan e invierten. Finalmente, tras horas o días de manifestaciones que perjudican a la sociedad, los funcionarios públicos anuncian que se reunirán con una comitiva al siguiente día. En esas prácticas se han especializado gobiernos como el de Michoacán.

No pocos de tales movimientos sociales, son ficticios y manipulados por líderes corruptos e incluso por funcionarios públicos y políticos que presionan a otros grupos para obtener prebendas. Así, las luchas sociales legítimas se mezclan y confunden con las que pretenden obtener beneficios más allá de la honestidad, el orden y las leyes.

En el caso de los maestros disidentes, los que pertenecen a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, representan un sector que por sus dimensiones, capacidad de movilización e influencia todavía en determinados lugares de México, pueden contrarrestar, en parte, los abusos y medidas unilaterales de las autoridades y los políticos, pero también empecinarse en caprichos, intereses particulares y necesidades que generan atraso, descontento y problemas.

Si bien es cierto que muchos no compartimos sus ideales ni su estilo de vida, como tampoco sus prácticas para manifestarse porque después de todo, tras el circo que protagonizan y las molestias que causan a millones de ciudadanos, junto al deterioro de la educación en prejuicio de las actuales generaciones de niños y adolescentes, finalmente son manipulados por líderes que se benefician con las canonjías que les ofrecen los señores del poder.

Independientemente de que el magisterio tenga o no razón en sus planteamientos y demandas, es innegable que México y específicamente el estado de Michoacán, enfrentan un grave y preocupante rezago educativo, mientras los menores y sus padres atestiguan cotidianamente la bajeza con que se conducen los maestros y el desorden, caos y problemas que provocan.

Han perdido el respeto a sus alumnos, a la sociedad, a ti, a mí. Atentaron alguna vez contra un portón histórico del Palacio de Gobierno de Michoacán e impiden el libre tránsito de los morelianos, ofenden y agreden a quienes se atreven a reclamar sus actos de barbarie, se apropian de los espacios de la gente y de su tiempo -fragmentos de vida-, generan pérdida de dinero y que la ciudadanía no acuda puntualmente a los centros laborales, instituciones educativas, consultas médicas, análisis y pruebas de laboratorio, trámites hacendarios y bancarios e innumerables asuntos y compromisos.

Desde hace tiempo, tales maestros, porque también hay buenos, dejaron de ser los personajes admirados, ejemplares y queridos de colonias, comunidades y pueblos por sus actitudes de semidioses -sí, como las de los médicos-, la incongruencia entre lo que enseñan y sus conductas, el incumplimiento de su responsabilidad, el abandono de las aulas y sus resultados tan mediocres en la enseñanza, obviamente en un entorno de descomposición social y en el que innumerables padres de familia se encuentran inmersos en preocupaciones o presiones o se sienten más atraídos por las superficialidades que por la educación y formación integral de sus hijos.

Evidentemente, la crítica no contempla a los maestros que cumplen responsablemente el compromiso de formar a las nuevas generaciones, que afortunadamente todavía existen en todos los ámbitos. En cada grupo, el de los institucionales y el de los democráticos, e incluso en los colegios particulares, hay profesores buenos y malos.

La lucha magisterial presenta claroscuros y en algunos temas quizá podrían convencer a la sociedad; sin embargo, los abusos y las prebendas que obtienen sus líderes, la manipulación del gremio y el daño que causan a los menores, a la educación y a la sociedad, los reprueba totalmente. Se han ganado el rechazo colectivo.

Hace días, al leer las declaraciones del dirigente de la Sección XVIII de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación en Michoacán -la llamada CNTE para quienes acostumbran hablar y leer con siglas-, Juan José Ortega Madrigal, llamó mi atención que evadiera la responsabilidad de su gremio y criticara los argumentos del presidente de la agrupación de Comerciantes y Vecinos del Centro Histórico de Morelia (Covechi), Alfonso Guerrero Guadarrama, en el sentido de que el exceso de marchas, bloqueos y manifestaciones por parte del magisterio y otros grupos ha contribuido, en gran medida, a propiciar el quebranto y cierre de no pocos establecimientos comerciales y de servicios en esa zona de la capital del estado.

Al parecer, el líder magisterial se sintió atacado y de inmediato protestó e incluso negó que su sector sea responsable del cierre de negocios en el centro histórico de Morelia. Consideró que tales señalamientos se orientan a la creación de una corriente de opinión con la finalidad de que el día que los profesores democráticos sean reprimidos por las fuerzas gubernamentales, la población lo celebre.

Descalificó las declaraciones e información de Guerrero Guadarrama, líder de los comerciantes del centro histórico de Morelia, las cuales calificó como falsas, y exhortó a ese sector empresarial a entender que las protestas magisteriales están encaminadas a mejorar la educación pública. Como suele pasar en estos casos, nadie defendió la posición del dirigente de Covechi, acaso porque prevalece desunión y discordia entre las agrupaciones de la iniciativa privada, quizá por temor a las represalias de los profesores democráticos o tal vez para que el tema quedara en el olvido.

Es verdad que la tambaleante economía de Michoacán se debe, entre otras causas, a los pésimos gobiernos estatales desde Lázaro Cárdenas Batel hasta la era de Salvador Jara Guerrero, a la creciente inseguridad que ahuyenta las inversiones productivas, a la crisis que prevalece en el territorio nacional y principalmente en la entidad, a la falta de autoridades honestas y responsables, al exceso de tarifas e impuestos caros versus inexistencia de obras y servicios de calidad, y hasta por el ferrocarril que interrumpe sin recato la productividad de los morelianos; pero los conflictos sociales -entiéndanse manifestaciones, bloqueos, plantones y marchas- repercuten en la aniquilación de los negocios establecidos en zonas como el centro histórico de Morelia, donde la gente cada día se traslada menos para evitar congestionamientos vehiculares y conflictos. Esto significa, en consecuencia, que los ingresos de las empresas del centro disminuyen considerablemente.

Los turistas interesados en recorrer destinos de origen colonial, en tanto, descartan Morelia de sus opciones de viaje y eligen, en cambio, Guanajuato, Querétaro y Puebla, entre otras ciudades, restando así ingresos económicos a hoteles, restaurantes, bares y establecimientos en general.

Al disminuir el número de consumidores y turistas en el centro histórico de Morelia, lógicamente los establecimientos comerciales y de servicios lo resienten en sus ingresos económicos. Las empresas deben pagar nóminas, prestaciones sociales, impuestos, profesionistas que lleven sus contabilidades, renta y tarifas de agua, energía eléctrica y teléfono, independientemente de que registren óptimas o pésimas ventas.

Cuando se rompe el punto de equilibrio en los negocios, el quebranto es fatal. Al no haber ingresos por ventas, falta liquidez y es imposible pagar sueldos, impuestos, renta, servicios y tarifas. Las empresas dejan de ser redituables, despiden personal y reducen sus gastos, o definitivamente quiebran y cierran por incosteables con el consecuente desempleo que representa un verdadero riesgo para la estabilidad social.

Los profesores que abandonan las aulas para dedicarse a atender asuntos gremiales, participar en marchas y bloquear el paso en avenidas y calles, bancos, centros comerciales y espacios públicos y privados, no miden, por conveniencia o ignorancia, las consecuencias negativas de sus actos para la economía de Morelia, las actividades productivas y el desarrollo de la población. Asistan o no a las aulas, cobran sus sueldos íntegros porque las autoridades estatales son tan débiles y convenencieras, que temen ser agredidas e incluso perder sus cargos.

Habría que repetirle al líder del magisterio democrático que al alterar el orden de la ciudad, la gente evita trasladarse al centro histórico de Morelia a realizar sus compras, decisiones que afectan los ingresos de los establecimientos comerciales y de servicios, desestabilizan la planta laboral y provocan pérdidas materiales y de tiempo; además, proyectan una imagen tan negativa de la ciudad, que los turistas nacionales y extranjeros cancelan sus proyectos de viajar a la capital de Michoacán. Por favor, profesores, no hay que hacer el ridículo porque si niegan una realidad tan clara, estimularán a los ciudadanos a pensar que ni siquiera tienen capacidad de hacer operaciones aritméticas en el pizarrón.

Domadores

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Estas son las definiciones de domador que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: “persona que doma animales” y “persona que trabaja en un espectáculo exhibiendo fieras domadas”. Claro, en México, gracias al Partido Verde Ecologista y a quienes apoyaron su iniciativa tan controvertida, los domadores circenses forman parte de una clase casi extinta.

Hace días, cuando el presidente de la República Mexicana, Enrique Peña Nieto, asistió a la instalación del Consejo del Sistema Nacional de Transparencia y resaltó que la democracia posee dos nuevos pilares como son el Sistema Nacional Anticorrupción y la Reforma de Transparencia, llamaron la atención sus palabras y el significado de las mismas. Manifestó que el Estado mexicano y la sociedad están domando la condición humana relacionada con corrupción.

Si partimos del hecho de que los seres humanos son duales y, por lo mismo, presentan luces y sombras, rasgos positivos y negativos, de inmediato llegaremos a la conclusión de que si la corrupción, más cercana a las bestias que sólo viven para saciar sus apetitos e instintos, es una condición de las personas, también lo es la honestidad.

La visión presidencial parece fatalista porque si me refiero a un borracho o un drogadicto y aseguro que su debilidad ante los vicios es parte de la condición humana, estoy justificando su estado de brutalidad y colocando a la gente en niveles ínfimos y con limitaciones, ya que el dominio de sí mismo y la superación también forman parte de su naturaleza. Ya imagino lo que pensarían mis amigos de mí al hacer tales declaraciones que sólo comprobarían la mediocridad del vicio en el que seguramente también me encontraría inmerso.

En ocasiones, los políticos no calculan el peso de las palabras. A las fieras se les doma y controla, es cierto, pero siempre representarán un riesgo latente. En el caso de la corrupción, definitivamente no hay que domarla, sino castigarla severamente y eliminarla del país, no con circos mediáticos ni “arreglos” privados, sino encarcelando a quienes cometen tales actos que atentan contra los mexicanos y quitándoles sus propiedades y cuentas que generalmente se encuentran a nombre de sus esposas, novias, familiares y otros. No hacerlo, equivale a burlarse de México y fomentar las prácticas nocivas de corrupción.

La corrupción no se doma, se castiga y se erradica, a pesar de que sea propia de la ambición humana. Efectivamente, como lo declaró en el acto, no faltará el caricaturista que pretenda criticar sus palabras; sin embargo, con todo el respeto que merece la investidura presidencial que debe ir más allá de gente pasajera, resulta trágico justificar la corrupción por el hecho de que forme parte de la condición humana, cuando la honestidad y los valores también lo son. El pueblo mexicano merece respeto.

Por otra parte, si se trata de domar fieras, hay que empezar con las que están en casa. El enriquecimiento inexplicable de autoridades y políticos, las mansiones, los viajes costosos, los lujos, la ausencia de austeridad, el nepotismo, el tráfico de influencias, las licitaciones perversas y todas las acciones públicas encaminadas a la corrupción, provienen de las más altas esferas del poder y llegan hasta los puestos bajos de burócratas, inspectores y policías. Es allí donde hay que empezar no a domar la corrupción, sino a castigarla, así sea un presidente, secretario, gobernador, ministro de Justicia o legislador.

Mientras no se castiguen la corrupción e impunidad, los actos protocolarios y discursos sólo serán eso, un circo, y un espectáculo sin domadores porque el Partido Verde Ecologista y sus aliados, en su afán de ganar la simpatía de los votantes, los extinguieron en vez de regular esa actividad.

En fin, la mayoría coincidimos en que resulta perentorio combatir la corrupción, pero no con autoridades parciales ni con una sociedad adormilada, a quienes ahora se les compara con domadores, sino con cárcel y confiscación de sus bienes, independientemente de que se encuentren a nombre de familiares y otras personas. Habrá que tomarle la palabra al mandatario nacional, eso sí, en el combate a la corrupción e impunidad, y aprovechar su discurso para exigir honestidad y resultados a todos los políticos y servidores públicos, desde Los Pinos, Congreso de la Unión, dependencias federales, Supremo Tribunal de Justicia y gobiernos estatales, entre otros, hasta policías, ministerios públicos, inspectores, burócratas y verificadores.

Álbum de familia

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, define la genealogía como “serie de progenitores y ascendientes de cada persona”; otras fuentes, en tanto, refieren que se trata de una ciencia que se dedica al estudio de los antepasados y descendientes de una familia.

Más allá de definiciones, el estudio de la genealogía es importante para que las personas, independientemente de sus creencias y orígenes raciales, conozcan la historia de sus antepasados, lo que hicieron y aportaron sus abuelos y quienes les antecedieron. Así comprenderán, en consecuencia, los antecedentes de su realidad, el preámbulo de lo que son como individuos y grupo, y, por lo mismo, se adaptarán mejor a su presente y definirán su futuro con mayor precisión.

Conocer las biografías de los antepasados, equivale a abrir el álbum de remembranzas e historias familiares, interpretar los signos y recrearse, quizá, con retratos y documentos amarillentos, fechas, apellidos, lugares insospechados y anécdotas; pero también es coger la pala y excavar aquí y allá, en un sitio y en otro, con la intención de conocer no solamente rasgos físicos y capítulos existenciales, sino costumbres, tendencias y hasta enfermedades hereditarias.

Quizá por la idiosincrasia del pueblo mexicano o tal vez por falta de atención por parte de las autoridades, más interesadas en mantenerse en el poder que en fortalecer a la sociedad, la genealogía atrae a poca gente y no forma parte de las asignaturas escolares. Afortunadamente, existen personas que resguardan los álbumes familiares con sus retratos e historias.

Si alguna vez, en sus vidas, los mexicanos estudiaran, entre sus materias, genealogía, indudablemente entenderían sus antecedentes y comprenderían su presente con todas sus fortalezas y debilidades. Emularían la grandeza y los aspectos positivos de sus antecesores y desecharían, sin duda, lo negativo. Conocerían lo que son capaces de emprender y hasta las tendencias de salud. Cuántos problemas se evitarían o resolverían con mayor firmeza.

Nadie desconoce que en ciertas familias, inesperadamente nace algún bebé con un padecimiento hereditario o con rasgos un tanto diferentes a los de su grupo, y los miembros de las mismas entran en asombro precisamente por desconocer sus antecedentes.

Adicionalmente, la historia de los pueblos la escriben los hombres y mujeres de cada época. Unos influyeron de manera directa en las transformaciones de su entorno y otros, en tanto, con su estudio, trabajo, aportaciones y ejemplo. La multiplicidad de seres humanos, con sus ideales y acciones, complementa y enriquece a las sociedades y les da, con frecuencia, rumbo y sentido.

Uno puede iniciar la tarea de convertirse en el historiador de la familia, en el depositario de las tradiciones, los retratos, las fechas, los documentos y las anécdotas. Es cuestión de recolectar las fotografías antiguas, rescatar las historias de los antepasados con algunas personas de mayor edad, conseguir documentos, acudir a las oficinas eclesiásticas, gubernamentales, diplomáticas y hasta de los cementerios, donde seguramente existe información muy importante.

La historia se recuerda, se reconstruye y se inventa. En el caso de la genealogía familiar, resulta primordial recordarla y reconstruirla por medio de conversaciones, datos, anécdotas, fechas y retratos. No es válido inventarla, a menos que sea para unir un capítulo y otro con cuestiones obvias. Cuando las mentiras se cotejan con la historia real y la verdad, resulta penoso haber tejido fantasías, relatos inexistentes y redes tramposas para impresionar a los demás.

No se trata de cubrirse de glorias ajenas ni esconder las vergüenzas del pasado, sino rescatar de la memoria familiar la historia de los antecesores, con sus luces y sombras, para conocer la esencia de cada grupo, modificar lo pernicioso y fortalecer los proyectos existenciales.

Tan absurdo es avergonzarse de un ayer modesto o humilde como ufanarse de la epopeya de los antepasados. En todo caso, si se tratara de presumir un pasado esplendoroso, habría que preguntarles a quienes lo difunden con soberbia y ausencia de recato, si han sido capaces de protagonizar grandes historias o si simplemente viven de las sombras y migajas de sus antecesores.

Obviamente, hay quienes recuerdan, a través de su realidad, el refrán “padre minero, hijo caballero, nieto pordiosero”, y mientras pregonan las odiseas de sus antepasados, coexisten en la miseria, los problemas y el pésimo estilo de vida. Eso es una práctica grotesca que suele presentarse con frecuencia.

Incluso, ante el interés de algunas personas en conocer los orígenes de sus apellidos, diversas empresas se dedican a los blasones, buscar árboles genealógicos y proporcionar información acerca de la gente del pasado, algunas ocasiones con imprecisiones y otras con datos exagerados. En ese sentido, es aconsejable no tomar decisiones bajo los influjos de las emociones positivas y negativas. Hay que analizar y valorar cada dato si se desea contar con una verdadera biografía familiar.

Hace años, cuando mis padres conversaban acerca de nuestros antepasados, me interesé en conocer sus historias, sus orígenes, sus rostros. Era adolescente cuando decidí dialogar con algunos de mis antecesores todavía vivos y con personas que los conocieron. Dediqué años a la investigación.

Viajé a un lugar y a otro, me introduje a los cementerios en busca de criptas y epitafios, abrí libros de registro con hojas amarillentas y quebradizas, miré retratos sepia y escuché narraciones sobre las muchas horas del pasado. Hice anotaciones. Conocí personas, hombres y mujeres que parecían náufragos del ayer, a quienes indudablemente simpaticé por mi insistencia juvenil en abrir baúles del pasado, relicarios que ya parecían extraviados ante la caminata de las décadas.

Parecía una tarea ociosa y hubo quienes criticaron mi pasión por escudriñar las historias familiares del ayer. Platiqué con los rostros del pasado, con los seres humanos que provenían de algún instante de la historia, quienes hace años, por cierto, abandonaron este plano, porque todo pasa, nada es permanente en el mundo.

Disfruté platicar con gente que nació en postrimerías del siglo XIX y durante la aurora de la vigésima centuria, personajes que viajaron en barcos cuando el mar todavía olía a aventura y piratas, mujeres que bailaron en fiestas elegantes y de ensueño, hombres que hicieron fortuna, aventureros, damas que recordaron su ayer, sus romances, su infancia fugaz. Con ellos reviví las muchas horas atrapadas en el ayer. Los relojes de pared, con números romanos inscritos en las carátulas y péndulos que se columpiaban de un lado a otro, les robaron las horas de la infancia y la juventud.

Cuando creí que conocía todo sobre mis antepasados, descubrí que sólo poseía el barniz de su grandiosa historia. Dediqué horas, traducidas en años, en el estudio e investigación, e incluso en la traducción de documentos. En alguna de mis ramas familiares, incluso, nadé por las profundidades del tiempo y llegué al año 866. Resultó enriquecedor e interesante investigar la historia de mis antepasados.

Así, antes de que se cumplieran 200 años de la independencia y una centuria de la revolución mexicana, en 2010, creí que no tendría caso publicar un libro sobre la historia de mis antepasados, ya que inesperadamente me pareció una tarea ociosa y que interesaría a pocas personas o a nadie; sin embargo, cuando pensaba que mi labor de tantos años -toda una vida- quedaría sepultada en el olvido, descubrí que en la página oficial del Gobierno Federal con motivo de ambas celebraciones, decenas de miles de personas participaron en la sección “Historias de familia”, unos relatando anécdotas de sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, y otros con narraciones más cercanas con sus padres y hermanos. Comprendí, entonces, que en este país existen innumerables personas interesadas en los temas familiares, hecho que me alegró porque significa que a pesar de que los enemigos de México han intentado resquebrajar los valores, todavía hay quienes se empeñan en conservarlos o rescatarlos.

Decidí retomar el tema genealógico, pero ya no solamente con la historia de mis antepasados, sino con capítulos de otros personajes y familias de antaño. Inicié la recolección de anécdotas, retratos y documentos antiguos con el objetivo de escribir y publicar una obra que contribuya a fortalecer la genealogía en México y rescatar, al mismo tiempo, capítulos que de pronto parecen olvidados y que suelen desvanecerse en la memoria de los ancianos y perderse durante el ocaso de las existencias, en las criptas, en los cementerios cubiertos de hojarasca y polvo.

Si en cada familia hubiera alguien interesado, en sus ratos libres, en rescatar las fotografías e historias de sus antepasados, innegablemente sus cuadernos de anotaciones pasarían de una generación a otra y resultarían documentos invaluables que enriquecerían el conocimiento de cada grupo.

Cada familia conserva, en su historia, alegrías y tristezas, felicidad y tragedias, cual es la vida, con sus claroscuros. Es importante asimilar las lecciones del pasado, entender el mensaje oculto, y mejorar el rumbo de cada generación.

En la medida que la gente conoce de dónde viene, es más factible que sepa quién es y defina a dónde se dirige. Un pueblo que tiene identidad, difícilmente es manipulado. Bien vale el esfuerzo rescatar las historias de nuestros antepasados para conocer las fortalezas y debilidades del grupo familiar, las tendencias genéticas y los valores que le distinguen. El reto es superar las historias del pasado para que los protagonistas de hoy y mañana sean mejores, vivan con mayor plenitud y participen en la construcción de un mundo de armonía, equilibrio, progreso y respeto.

Otro golpe a la economía de los mexicanos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Diariamente, millones de mexicanos consumen incontables cantidades de refrescos, golosinas, botanas, tacos, quesadillas, burritos, hamburguesas, hot dogs, tortas, baguettes, pizzas y otros productos que deterioran sus de por sí menguados ingresos y colocan a la nación en los primeros sitios mundiales de obesidad y diabetes, entre otros padecimientos orgánicos cuya atención demanda miles de millones de pesos anuales para el sector salud.

El modelo mexicano, respaldado y fortalecido por la televisión y otros medios de comunicación, se orienta a satisfacer apetitos primarios, es decir a colocar a hombres y mujeres en niveles acentuados de consumismo, a comer y beber en exceso y a adquirir todo a cualquier precio, sin importar las consecuencias en la salud y la estabilidad económica.

Adicionalmente, las distancias, los horarios escolares y laborales, las horas de angustiante traslado y espera en las oficinas pletóricas de burócratas improductivos, en juzgados y en clínicas y hospitales donde la salud es rapiña, provocan que millones de personas coman en las calles e incluso en las llamadas tiendas de conveniencia.

Comer en las calles forma parte de la idiosincrasia de amplio porcentaje de mexicanos, refleja una realidad bastante compleja y en muchas ocasiones se vuelve una necesidad. Se trata, en consecuencia, de una mezcla de costumbres, hábitos, necesidades versus las distancias y el tiempo e influencia nociva de la televisión. Resulta imposible erradicar hábitos nocivos a través de programas tan mediocres de concientización.

Ni el afán del secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray Caso, de aplicar impuestos a los productos endulzantes para evitar obesidad y diabetes en los mexicanos, ni el engaño de las trasnacionales que supuestamente no incrementaron sus precios, pero redujeron los contenidos de los productos sin alterar las dimensiones de los empaques, influirán para que los mexicanos renuncien a la costumbre de consumir esa clase de mercancía. Se necesitan campañas integrales, no impuestos que más allá de disfrazarse como medidas protectoras a la salud del pueblo, son para incrementar las arcas públicas.

Nadie desconoce que millones de personas en México salen diariamente de sus hogares a trabajar y percibir, finalmente, salarios que definitivamente no alcanzan para vivir dignamente, y que además, por los horarios y los rumbos en que se localizan sus centros laborales, comen en la vía pública e incluso en las llamadas tiendas de conveniencia que, por cierto, han sabido explotar un nicho de mercado, principalmente aquel que no cuenta con recursos suficientes para almorzar o comer en fondas y restaurantes.

Si bien es cierto que los ingresos de las tiendas de conveniencia y otros establecimientos similares se han incrementado considerablemente con la venta de hot dogs, burritos, pizzas, sándwiches y diversos productos, ahora resulta que tales firmas tienen nuevos socios que compartirán los millonarios recursos, las autoridades hacendarias, quienes anunciaron que a partir del 1 de julio de 2015, los consumidores tendrán que pagar 16 por ciento por concepto de Impuesto al Valor Agregado.

Por medio de la “Tercera Resolución de Modificaciones a la Resolución Miscelánea Fiscal” para 2015 -término tan complejo como la materia fiscal-, el Servicio de Administración Tributaria dio a conocer la noticia que afectará la economía de millones de mexicanos. Claro, la noticia había que darla a conocer después de las elecciones intermedias para no alterar la permanencia de la élite gobernante en el poder.

El incremento se debe, según las autoridades fiscales, a que tales productos figuran dentro de la lista de alimentos preparados; sin embargo, el daño que harán a las familias mexicanas será bastante considerable, sobre todo porque hay gente que come esos productos por cuestiones de costos y tiempo, o definitivamente no prueba alimento alguno durante el día por salir de su presupuesto el consumo en fondas y restaurantes.

Ante la costumbre y necesidad de innumerables mexicanos de comer hot dogs y otros alimentos preparados en tiendas de conveniencia, éstas, las firmas comerciales, se han enriquecido considerablemente; pero a partir de julio, las ganancias serán compartidas con un socio que no invertirá, pero sí vigilará con exageración cada operación mercantil: la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

Lo peor del caso es que mientras millones de personas enfrentarán un nuevo golpe a su deteriorada economía, las autoridades no demuestran interés en combatir la corrupción e impunidad, ni tampoco en implementar auténticas políticas de austeridad en el gasto público; al contrario, los desvíos de recursos, el enriquecimiento de funcionarios y políticos, la adquisición de residencias multimillonarias, los viajes al extranjero, el derroche, el saqueo y las acciones dañinas para México y sus habitantes, son prácticas cotidianas en todo el territorio nacional.

Resulta paradójico que lejos de traducirse los impuestos millonarios en mayor seguridad, educación, caminos, hospitales, empleos, obras y servicios, aparezcan personajes que se han enriquecido con la política y el ejercicio de la función pública.

Increíble, los mexicanos que por necesidad económica y de tiempo consuman tortas y otros productos catalogados como preparados, tendrán que pagar 16 por ciento más, mientras a la misma hora que se deleiten con los fugaces sabores de su comida chatarra, políticos y funcionarios derrocharán el dinero público en restaurantes lujosos, y no necesariamente por cuestiones de trabajo.

Las reformas no deberían de ser el maquillaje para lucir como niña bonita, coquetear con los vecinos y convencerlos de que inviertan su dinero con ella, sino propiciar, en verdad, el proceso de transformaciones que requieren los mexicanos. La nación, hay que reconocerlo, se encuentra atascada en un período de descontento y miseria. En fin, la noticia de medio año es que millones de mexicanos tendrán que pagar 16 por ciento más por sus almuerzos y comidas que se clasifiquen como productos elaborados. Habrá que sacrificar otros gastos o no comer.

Día del padre

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Ese día, el del padre, resultaba intenso e irrepetible, acaso por el encanto que significaba, desde una semana previa, elegir y envolver los regalos, esperar ansiosamente la fecha de la celebración y al final, entre cantos y algarabía, entregarlos al hombre que nosotros, sus hijos, más amábamos y admirábamos.

Al recogernos en el colegio, mi madre, la señora amable, como le llamaban quienes la conocían, proponía realizar las compras. Mis hermanos y yo íbamos emocionados en busca de los regalos que daríamos a nuestro padre. Habíamos ahorrado lo suficiente para comprar calzado, alguna loción, camisas y los aviones de dos alas, a escala, marca Lodela, que los coleccionistas armaban y decoraban pacientemente.

Los aviones de dos alas eran regalo tradicional cada año. Le encantaban a mi padre, quien recordaba, al armarlos, sus días juveniles, cuando aprendió a pilotear en el aeródromo de Balbuena, en la Ciudad de México. Relataba con gran emoción sus andanzas en las pistas y el aire, donde un día, entre luces y sombras, atestiguó, junto con sus compañeros, la dramática muerte de su profesor.

Narraba que el avión era de dos plazas y que esa ocasión el instructor ocupó el asiento trasero, desde donde controlaba a los alumnos. Ya en el aire, el sobrino del maestro experimentó, según parece, temor por la altura, al grado de que el hombre golpeó la espalda rígida del muchacho diversas veces con un palo de membrillo. El joven no reaccionó. El miedo lo paralizó totalmente. El frágil avión de dos alas, cayó en picada en los terrenos de Balbuena. Se despedazó. Ambos, tío y sobrino, maestro y alumno, fallecieron de inmediato.

También compartió con nosotros, al unir las piezas con pegamento Revell Lodela, la sensación de volar y mirar desde la altura el caserío, la campiña, los cerros, el paisaje empequeñecido. Es la aventura del ser humano que por instantes u horas se aleja de la tierra para trasladarse a sitios lejanos y aprender que todos los sueños, cuando se trazan con estrategia e inteligencia, pueden cumplirse.

Escogíamos los aviones de dos alas que revivían la juventud paterna, pero también las réplicas de los modelos que intervinieron en la Segunda Guerra Mundial, simbólicos para quien participó, como él, en el desembarco de Normandía, en junio de 1944.

Con más gusto y refinamiento, mi madre intervenía cuando escogíamos las camisas y el calzado. Realmente dedicábamos toda la tarde a las compras. Los aviones a escala los conseguíamos en la tienda autorizada de Revell Lodela, donde la colección de piezas era inmensa; las camisas y corbatas, en tanto, las adquiríamos en algún almacén; el calzado, con una amiga de mi madre, dueña de una papelería y zapatería, a quien sus clientes conocían como doña Juana.

Ella, doña Juana, no se conformaba con esperar a los clientes en su zapatería; iba a las oficinas, a las fábricas, donde ofrecía los modelos a secretarias, empleados y obreros, a quienes cobraba semanal o quincenalmente. Se le distinguía afuera de los centros fabriles, entre esposas e hijas de obreros que esperaban a que éstos concluyeran los horarios laborales para acompañarlos, custodiarlos con los salarios cobrados y evitar que se fueran a las cantinas y a los burdeles.

Doña Juana era excelente vendedora. No niego que en ocasiones, cuando las emociones dominaban nuestras decisiones, comprábamos regalos en exceso y finalmente era mi padre, el festejado, quien días después pagaba los saldos; pero él sabía que nosotros, sus hijos, estábamos ensayando las pruebas de la existencia y entonces sonreía.

Tras las compras, resultaba emocionante llegar a casa, envolver los regalos y ocultarlos para que mi padre, al retornar de la oficina, no los descubriera. Así los manteníamos, escondidos, hasta que al amanecer, en la fecha tan anhelada, los cogíamos para sorprender a mi padre en la cama y festejarlo de acuerdo con nuestro estilo y costumbres.

El hombre mostraba amor, emoción y sorpresa. Mi madre preparaba el almuerzo y a todos nos consentía. La mesa del comedor era punto de encuentro, eje de la vida familiar, escenario de acuerdos, pláticas y relatos. Allí aprendimos el significado de un hogar con valores.

Una vez que concluíamos el almuerzo y la conversación, solíamos continuar con el festejo. Organizábamos, como casi cada fin de semana, un día de campo en algún lugar bello, donde las horas se diluían mágicas e inolvidables porque eso es la vida, parece, una embarcación que navega sin detenerse y obliga a disfrutar la brevedad del viaje.

Han transcurrido muchos años desde aquellos capítulos infantiles. Fueron momentos irrepetibles y memorables porque tuvimos un padre maravilloso que dedicó los días de su existencia a su familia, a su esposa e hijos. Realmente al pasar lista y notar su ausencia, repito en silencio: “fue una bendición y un honor ser tu hijo”. Y si a ese padre ejemplar le agregamos una madre de virtud modelo, el resultado es una familia muy dichosa. Así fue la nuestra.

Ahora evoco las celebraciones familiares durante el día del padre y llego a la conclusión de que los detalles y la espontaneidad se han traducido, a través de los años, en compromisos, apariencias y consumismo en no poca gente.

En una sociedad inmersa en la descomposición, donde muchos hombres y mujeres son responsables de la pésima educación de sus hijos y de las tendencias que degradan a los grupos humanos, los padres que reciben regalos una vez al año deben abrir un paréntesis y hacer un balance sobre su actuación. Habrá quienes verdaderamente merezcan los homenajes; mas otros, en cambio, seguramente sentirán desmoronar al descubrir, si es que son analíticos y sinceros, que han fallado como padres por preferir las reuniones con amigos, los brindis, los romances y hasta los compromisos sociales en menoscabo de la educación y formación de sus hijos. Los niños, adolescentes y jóvenes son el mejor termómetro para medir los niveles evolutivos de una sociedad y los perfiles de sus padres, y todo parece indicar que las cosas no andan bien.

Este día, el del padre, es propicio para recibir festejos y regalos; pero también para reflexionar hasta qué grado se ha cumplido en la formación integral de los hijos. ¿Cuánto vale cada hombre como padre? Es muy sencillo. Basta con medirse a través de las conductas y educación de los hijos.

De casa del intendente José María Anzorena y Foncerrada a Palacio Legislativo de Michoacán

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Mientras el tañido de los campanarios coloniales anuncia el ocaso de la tarde, el organillero arranca melodías melancólicas de su cilindro -descendiente de los antiguos instrumentos alemanes- y descubre que igual que el crepúsculo que se disipa y se rinde ante el cielo que ya se tiñe de sombras, él es personaje casi extinto de la ciudad.

Los rumores citadinos se sofocan ante las campanas pesadas de la catedral y de otros templos vetustos, porque ni el canto vespertino de los pájaros que se reúnen en las frondas de los árboles dispersos en las plazuelas ni la inquietud de las palomas que se aglomeran en las cornisas de las fachadas virreinales de cantera, atentan la acústica del bronce centenario.

Agotados, los globeros caminan cabizbajos, acaso en espera de que la ilusión postrera de algún niño ambicione alguna de las esferas multicolores y efímeras que sujetan con hilos para que no escapen, muy similares a las otras fantasías, las de los adultos, cautivas tras los cristales de los aparadores e iluminadas por reflectores que dan mayor consistencia al calzado, a las corbatas, a las joyas, a los trajes, a los vestidos.

Tarde que agoniza. Noche que nace. Claroscuros de la vida, al fin, que conviven con la llovizna. Los enamorados, totalmente entregados a sus abrazos y besos, caminan por las banquetas en un estado de encantamiento, coincidiendo aquí y allá, en un rincón y en otro, con los turistas que admiran los palacios que antaño, en los minutos coloniales, formaron parte de Valladolid, la actual ciudad de Morelia.

Cada casona establecida en el centro de Morelia, la capital de Michoacán, conserva los ecos del ayer, capítulos incompletos de la historia, relatos ya olvidados sobre acontecimientos muy añejos; pero los automóviles transitan indiferentes y los transeúntes, en tanto, caminan inmersos en sus pensamientos, en sus ilusiones, en sus fantasías, en sus asuntos, en su realidad, como si la ciudad fuera un volumen de páginas en blanco en las que cotidianamente se escriben vivencias o un lienzo en el que se pintan escenas que más tarde se diluyen para dejar espacio a las que han de venir.

Unas fincas reciben la luz de los reflectores, mientras otras apenas presumen sus siluetas con la mirada tenue de los faroles, como si se tratara de una partitura con símbolos de piedra esculpida hace siglos para componer un concierto citadino, una sinfonía urbana, un canto metropolitano. Acumulación de épocas, es cierto. Piedras esculpidas e historias inscritas desde 1541, año en que se fundó la ciudad.

En los portales típicos, los turistas beben café y se deleitan con el escenario de residencias virreinales; mas uno, cuando deambula en una interminable búsqueda de aventuras y secretos, contempla edificaciones, como el Palacio Legislativo, majestuosa construcción que parece exhalar los suspiros de la historia, los gritos del tiempo, los rumores de las generaciones que transitan pasajeramente.

Vecino de antiguas mansiones, como la que utilizaron los conspiradores de Valladolid en 1809, el Real Hospital de San Juan de Dios o la catedral barroca, el Palacio Legislativo es similar a la casa del pueblo, un sitio donde se ha escrito parte de la historia de Michoacán y de México, con sus luces y sombras, con sus verdades y mentiras, con su patriotismo y traición, porque después de todo los protagonistas han sido hombres y mujeres, unos con inclinaciones heroicas y otros, en cambio, con ambiciones criminales. Qué mejor espacio para aprender que las figuras que influyen en el rumbo de Michoacán y del país no son dibujos de monografías ni siluetas para iluminar en los libros de texto, sino seres humanos con fortalezas y debilidades tan acentuadas que pueden propiciar el bienestar de un pueblo o su destrucción.

Uno entra al recinto y admira, ipso facto, el patio con columnas de cantera, las escalinatas y los barandales de herraje, donde han transitado incontables personajes de la política michoacana de ayer y hoy, con sus anhelos de contribuir al engrandecimiento de Michoacán o de enriquecerse y cometer actos viles, como lo demuestra la historia.

Antiguamente, en los instantes del siglo XVIII, era una casa con una multiplicidad de habitaciones y dos patios, donde una familia y otra escribieron su historia, los capítulos de sus existencias, hasta que en la ancianidad de la decimonovena centuria, precisamente en 1897, en plena época porfiriana, la construcción fue remodelada y sus detalles adquirieron un estilo diferente, rasgos propios del neoclásico.

Precisamente en la parte central de la fachada, sobre el portón de madera y el barandal y los ventanales principales del segundo piso, aparece la inscripción 1897, y más arriba, en tanto, casi sobre dos guirnaldas de piedra, una concha de la que asoma el rostro de un personaje. Son rasgos de postrimerías del siglo XIX, pero la casona, antes de su remodelación, tuvo como dueño, en la centuria anterior, a un personaje destacado de Valladolid.

Fue en aquella centuria que cada día parece enclavada en algún almanaque más distante, la decimoctava, cuando él, José María Anzorena y Foncerrada, quien pronto se convertiría en intendente de Valladolid, compró la hermosa y majestuosa residencia.

Inicialmente, la finca pertenecía a una familia criolla y si bien es cierto que disponía de dos patios, lucía un hermoso estilo barroco, hasta que más tarde, en aquel siglo XVIII, la compró José María Anzorena y Foncerrada.

Mansión la del intendente de Valladolid que tuvo cita con el destino, con la historia, con los personajes que protagonizaron capítulos intensos de un México convulsionado. La tradición relata que el palacio era habitado por José María Anzorena y Foncerrada, cuando las tropas insurgentes de Hidalgo tomaron la ciudad de Valladolid.

Miguel Hidalgo y Costilla, a quien los mexicanos consideran padre de la patria, nombró a José María Anzorena y Foncerrada intendente de Valladolid y, además, le encomendó redactar y firmar el decreto de abolición de la esclavitud, promulgado el 6 de diciembre de 1810.

Ya desde entonces, el recinto de cantera parecía estar destinado a transformarse en rincón, en sede de acontecimientos importantes para los michoacanos y mexicanos. Había llegado muy puntual a su encuentro con la historia, cuando México se encontraba en sus horas más cruentas.

La historia y el tiempo se diluyeron, hasta que a fines del siglo XIX, en la época porfiriana, la mansión fue adquirida por un hombre muy acaudalado, el ingeniero ferrocarrilero Luis McGregor, quien solicitó al arquitecto José Francisco Serrano su remodelación, la cual inició en 1896 y concluyó en 1897.

Refiere la historia que en 1899, la casa fue adquirida por Joaquín Oseguera, hombre él de negocios, quien la vendió ese año al Gobierno de Michoacán, convirtiéndose así en residencia del mandatario del estado. Durante el Porfiriato, la construcción fue habitada por el gobernador Aristeo Mercado.

Las transformaciones efectuadas a su cutis, a su semblante, parecían orientadas, acaso sin sospecharlo, a lo que años más tarde, ya en el inolvidable e intenso siglo XX, definiría la edificación como lo que es en la actualidad, el recinto legislativo de los michoacanos. Fue en 1922 cuando se le designó sede del Poder Legislativo de Michoacán.

La fachada del antiguo edificio adquirió otro aspecto. Su diseño ya exhibía, entonces, una gran influencia francesa. La antigua mansión perdió uno de sus patios, pero a cambio obtuvo otros atributos. Su patio rectangular, con corredor abierto por los cuatro lados, tanto en el nivel inferior como en el superior, presume pilares muy singulares.

El Palacio Legislativo cuenta con cinco pilares dóricos al este y el mismo número al oeste, los cuales se alzan sobre un alto pedestal, mientras al norte y al sur, en tanto, tiene dos por cada lado.

De acuerdo con los especialistas, entre los pilares del primer piso y del segundo nivel, existe una diferencia notable, ya que los de abajo son dóricos con fuste ranurado y los otros, los de arriba, en cambio, jónicos y lisos.

Uno anda por los corredores y sube por alguna de las dos rampas de las escalinatas custodiadas por herraje, hasta que a la mitad se unen y forman una, dándole un toque arquitectónico muy peculiar y con bastante similitud a otras que existen en casonas de la antigua Valladolid.

Quizá una noche brumosa y gélida, mientras la llovizna cubre las baldosas, uno perciba el eco, los murmullos de todos los tiempos, el susurro de la gente que ha coincidido en el recinto, desde las familias que habitaron la morada, hasta los otros, los legisladores y los grupos sociales que han asistido al desfile de la historia.

Como en no pocas de las fincas palaciegas que forman parte de la colección de Morelia, la antigua Valladolid, resultan comunes los relatos populares sobre apariciones y manifestaciones sobrenaturales, y el Palacio Legislativo, con su rostro ya de postrimerías del siglo XIX, no escapa a las narraciones que se refieren a tales temas.

Reseña la tradición oral que es en la madrugada, al encontrarse apagadas todas las luces, cuando se escuchan balbuceos, rumores confusos, que llegan hasta los oídos como algo que no pertenece a este mundo, o que a determinada hora de la noche, al voltear uno hacia los corredores, las escalinatas o el patio, sombras minúsculas recorren raudas los espacios, cual niños que corren o juegan.

Los golpes a las puertas, el peso repentino que de improviso han sentido sobre sí los veladores que han sido comisionados a cuidar el recinto legislativo, los susurros al oído, las sombras fugaces y los chistidos, entre otros fenómenos, forman parte de las anécdotas de algunos, quienes no siempre las cuentan porque temen que se repitan con mayor fuerza. Son historias y leyendas populares.

Se cierra el pesado portón de la fachada y atrás quedan los detalles arquitectónicos, la historia, las leyendas, los discursos pronunciados, las leyes, el testimonio político de los michoacanos, los siglos, como cuando se concluye un libro y se da vuelta a la página póstuma y a la pasta.

La música triste que el organillero arrebata al cilindro que sostiene con un palo, se apaga de repente, igual que los campanarios agotados y envejecidos, dejando espacio a la lluvia nocturna, a las ráfagas que cruzan por los corredores y pasillos de las viejas casas y al soplo de las centurias. Ese es uno de los encantos del centro histórico, en la capital michoacana, donde las construcciones de cantera resguardan historias, leyendas y tradiciones.

La pista

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

A mi madre

“Hay que correr a un ritmo que nos mantenga en el primer plano, pero que agote a nuestros competidores”, propuse a mi amigo y compañero de entrenamiento matutino, a quien invité a convertirnos en los mejores atletas de la universidad.

Ambos notamos que al entrenador le agradaban los halagos de nuestras compañeras y que sólo cumplía con las rutinas de ejercicios que asignaba al grupo heterogéneo a partir de las siete de la mañana, de lunes a viernes, para lo cual le pagaba la institución universitaria. No daba más de sí. Si pretendíamos destacar en atletismo, como era nuestra aspiración, tendríamos que ser disciplinados y especializarnos en la carrera de 10 mil metros.

Todos los días, acompañados de la mascota universitaria -un mastín napolitano-, seguíamos las instrucciones del entrenador, casi siempre con el anhelo de concluir la rutina de ejercicios para continuar con lo que nos apasionaba, las 25 vueltas a la pista, a un ritmo que no provocara cansancio en nosotros, pero sí en nuestros más cercanos adversarios deportivos.

En aquellos años juveniles, mezclaba el estudio con el empleo, la literatura y otras actividades y aficiones; sin embargo, el atletismo me apasionaba y deseaba ser el mejor. En la infancia, mi madre había influido para que me fascinaran los deportes y sintiera atracción irresistible por los juegos olímpicos.

Fue así que en la aurora de mi infancia, aproveché las vacaciones para mirar las transmisiones olímpicas y entre una competencia y otra, salir al jardín enorme que poseíamos, con algunos árboles, plantas y escondrijos insospechados, precisamente con la intención de correr. Hasta diseñé, con dibujos, cartulina, estambre y otros materiales, las medallas que obteníamos mis hermanos y yo al competir.

En general, me llamaban la atención deportes como atletismo, basquetbol, esgrima, gimnasia, karate, natación, tenis y volibol. Confieso que nunca me agradaron el box y el futbol.

Con tales sueños de la infancia, que siempre me mecieron en escenas fantasiosas de triunfo en una alberca o una pista olímpica, navegué hasta las horas juveniles, los días universitarios. Estaba frente ante la pista de la universidad, con un entrenador más interesado en bromear con mis compañeras, con una canasta pletórica de aspiraciones y con la ilusión de convertirme en atleta, en el mejor corredor de los 10 mil metros.

Un día a la semana, me trasladaba hasta un cerro dentro de la gran ciudad y allí, sin pensar en los riesgos, corría hasta la parte más elevada. Mientras corría, incluso en las zonas más abruptas, imaginaba que enfrentaba grandes retos y los superaba con éxito a base de constancia, esfuerzo y disciplina.

Al entrenador universitario nunca le llamaron la atención los avances significativos que presentábamos mi compañero y yo. Estaba más entretenido, una vez que concluía la rutina, en las conversaciones que entablaba con algunas de mis compañeras en el gimnasio escolar, en la manzana que le obsequiaba una amiga y en sus asuntos, que en el progreso de quienes verdaderamente deseábamos figurar en atletismo. Evidentemente, mi compañero y yo no pretendíamos desplazarlo ni apropiarnos de su plaza como profesor universitario. Nuestras aspiraciones eran superiores y bien intencionadas.

Nuestro pequeño mundo matutino, en la pista y el gimnasio, representaba una oportunidad para convivir y fortalecernos. Cierto, al paso del tiempo hubo quienes adquirieron pie de atleta y otras infecciones por prestar sus toallas y bañarse sin sandalias, mientras otros claudicaron, se conformaron con las rutinas o marcaron sus propias metas; pero nosotros, mi amigo y yo, proseguimos con nuestro proyecto de ser los mejores corredores de la universidad, y lo logramos.

Una mañana, el entrenador anunció que la pista y las instalaciones de la institución serían sede de un encuentro de atletismo interuniversitario, motivo por el que solicitó la participación de todos en tres disciplinas distintas. Como especialista en educación física, creo que debió valorarnos e inscribirnos de acuerdo con nuestros perfiles y capacidades; pero no lo hizo así y me anotó, sin preguntar, en salto de longitud y las competencias de 800 y cinco mil metros. Acaso por mi edad e inexperiencia, no repliqué; aunque me pareció absurdo y desgastante participar en actividades que no eran mi especialidad, principalmente en salto de longitud y la carrera de 800 metros.

Los días transcurrieron raudos, con sus claroscuros, con las cosas de la vida que unas veces son profundas y de gran significado y otras, en cambio, superficiales, fugaces. Era una mañana calurosa, la de la competencia interuniversitaria, en la que comprobé lo que antes había reflexionado: imposible obtener el triunfo en salto de longitud y 800 metros, cuando no estaba preparado para tales disciplinas. Mi especialidad era otra. Competí con entrega y pasión; sin embargo, ganaron los alumnos que durante tanto tiempo habían entrenado, como yo con los 10 mil metros, en tales actividades deportivas.

Ya desgastado física y emocionalmente por las tres participaciones mediocres que tuve en salto de longitud, preocupado y con el tobillo torcido, tontamente me sumé a los competidores de la carrera de los cinco mil metros, cuyo arranque fue fatal para mí porque la lesión muscular provocó que cayera al césped, a un lado de la pista, sin que se aproximaran a mí los paramédicos. Alguien preguntó si me sentía bien y se retiró.

Evidentemente, la de los 800 metros es la carrera inicial de medio fondo y la fórmula aplicable es resistencia sobre velocidad; pero la lesión que me provoqué desde la primera competencia, la de salto de longitud, me desgastó para participar en los cinco mil metros.

Mi amigo y compañero de carreras, quedó descalificado en las dos primeras disciplinas en las que estaba registrado porque llegó tarde y casi perdía la tercera, la de los cinco mil metros. Se integró con los competidores y ganó. Me alegró, en verdad, que obtuviera primer lugar porque lo merecía por su dedicación y esfuerzo; además, eso significaba que si yo me hubiera encontrado en excelentes condiciones físicas, habríamos conquistado un gran triunfo. Lo hizo él y me sentí feliz.

La ausencia de interés y sentido común por parte de nuestro entrenador, provocó que la institución universitaria sólo figurara en la carrera de los cinco mil metros. Cuán distinto hubiera sido obtener el primer y segundo lugares, junto con otros éxitos en diferentes disciplinas.

Aprendí que a pesar de que uno se encuentre preparado en ciertas actividades, no siempre es posible ganar por diferentes circunstancias, unas veces fortuitas y otras ocasiones, en cambio, provocadas. Es importante participar con optimismo y dar lo mejor de sí. En el camino se pueden presentar algunas situaciones, pero el hecho de no darse por vencido y luchar, engrandece a los seres humanos.

También comprendí que no todos los líderes son auténticos ni bien intencionados. A algunos, incluso, les falta experiencia o carecen de visión amplia, y conducen a sus seguidores al fracaso, como lo propició, en todas las competencias, excepto en la de los cinco mil metros, nuestro entrenador de atletismo. No fue un verdadero guía.

Recordé que aquí, en México, como en otras naciones subdesarrolladas, hasta en la participación de no pocos deportistas en encuentros internacionales, han influido más los favoritismos y recomendaciones que la capacidad, lo cual es notorio en los resultados, y no es que los competidores extranjeros sean superiores, pues simplemente cuentan con atención y apoyo por parte de las autoridades y otros sectores de la sociedad a la que pertenecen.

Aquella competencia interuniversitaria, me enseñó que uno debe tomar decisiones acertadas y enfrentar los retos con inteligencia, de acuerdo con las capacidades, experiencias y otros elementos, lejos de la coraza del egoísmo y la soberbia, con personas capaces y bien intencionadas. Resulta absurdo pretender competir en todo y en nada a la vez, como la estrategia que diseñó nuestro profesor.

No claudiqué en el atletismo. Seguí corriendo, unas veces en la pista y otras a campo traviesa, siempre con el ánimo de mejorar mis marcas y conservar la condición física y la salud. No fui a las olimpiadas, como era mi sueño infantil; pero rompí mis propios récords y aprendí a enfrentar retos, por difíciles que parecieran.

Todavía hoy, cuando tengo que tomar decisiones, recuerdo que estoy en la pista y que del camino que elija, la disciplina que dedique y el esfuerzo que lleve a cabo, dependerán el rumbo, el destino y los resultados. No quiero equivocarme ni desperdiciar el tiempo en actividades que no me corresponden y que suelen presentarse en la vida como distractores; simplemente, me encuentro en la pista y seguiré dando lo mejor de mí, aunque algunas veces me equivoque. Todavía hay marcas por superar.