Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Al amanecer, Cecilio observa el paisaje envuelto en neblina, a veces entumido por la llovizna nocturna y las rachas de viento helado. Traza la ruta al cerro del Remolino, donde busca piedras con el objetivo de elaborar molcajetes y metates que siempre mantendrán el encanto y misterio de viajar a una cocina tradicional, a un restaurante típico, a algún rincón insospechado de México o el mundo.
Camina por el escenario montaraz, entre árboles, rocas, flores y matorrales. Sus zapatos se hunden en el barro, en la tierra humedecida, casi al mismo tiempo que el concierto de aves e insectos se mezclan con el susurro del viento y los rumores de la vida palpitante en cada expresión animal y vegetal. Deja huellas a su paso.
Busca aquí y allá, en un sitio y en otro. Una vez que localiza alguna roca, Cecilio, Cecilio Calderón Martínez, obtiene algunos trozos que sujeta en el lomo de la mula con la intención de regresar a su casa, al taller artesanal donde labra las piezas y da forma a la piedra yerta.
Como él, diferentes artesanos de San Nicolás Obispo coinciden en los parajes abruptos y desolados del Remolino, montaña colindante con el cerro del Águila, reconocido por su altura y riqueza en flora y fauna. Los hombres buscan el material pétreo más idóneo para tallar sus obras utilitarias. Cada artesano paga 100 pesos semanales para tener acceso al monte y extraer piedra de origen volcánico.
Ya en casa, Cecilio es recibido por su esposa con atole, un plato con frijoles cocinados en olla de barro, tortillas hechas a mano y salsa elaborada en molcajete. Barrenar las piedras no es sencillo. Implica bastante trabajo y riesgo. Mientras almuerza y descansa un rato, observa las piedras e imagina sus obras artesanales.
Aunque en ocasiones la gente tiene la percepción de que los molcajetes y metates, utensilios de cocina de origen prehispánico, casi son piezas extintas, objetos de museo, Cecilio sabe que todavía hay muchas personas que los adquieren porque los alimentos les parecen más deliciosos.
Y él sabe que los molcajetes y metates no pueden morir a pesar de que sean de origen prehispánico y que no pocos hombres y mujeres de la hora contemporánea los consideren caducos y desprecien. Rememora que cuando los artesanos de San Nicolás Obispo acudieron a una exposición en Cancún, Quintana Roo, fueron las primeras piezas en comercializarse; además, hace un par de días, en la capital de Michoacán, vendieron no pocos molcajetes y metates durante la Primera Muestra Artesanal Morelia y sus Tenencias. Son utensilios típicos que conservan un hechizo y seducen los sentidos.
Los artesanos de San Nicolás Obispo, como Cecilio, bromean y sonríen al recordar que algunas amas de casa y ciertos restaurantes preparan salsas en licuadora que posteriormente vierten a los molcajetes, con lo que maridos y clientes son engañados al creer que prueban sabores rústicos, molidos en piedra volcánica.
Cecilio refiere que en la tenencia moreliana de San Nicolás Obispo, coexisten entre 95 y 100 artesanos, quienes moran en los barrios Bonito, del Napiz, del Chicalote y de Los Buenos Aires, de los cuales de 45 a 50 se encuentran agrupados y organizados.
Hace cinco años, cuando el trabajo de albañilería, electricidad y plomería escaseó en Morelia como consecuencia de la crisis económica que enfrenta Michoacán, Cecilio decidió aprender la técnica artesanal que denominan lapidaria y que consiste en tallar la piedra volcánica hasta darle forma de molcajete o metate.
Fue su suegro quien le enseñó las técnicas heredadas por sus antepasados. Aprendió rápido el tallado de la piedra y decidió consagrar los días de su existencia a las artesanías que parecen objetos extraviados y despreciados “porque hoy, casi nadie desea esforzarse en preparar salsas en molcajete ni moler alimentos en el metate, quizá por falta de tiempo o tal vez por parecer anticuado”, reflexiona.
Su actividad artesanal le ha permitido, en el lapso de la última media década, pagar la educación de sus cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres. Explica con orgullo que su hijo de 13 años de edad ya sabe fabricar molcajetes y metates, mientras el otro, el de 11 años, aprendió a tallar tejolotes, que son las piedras para moler.
Hombre sencillo y de conversación amena, explica que para no caer en monotonía cuando elabora los molcajetes, primero se dedica a hacer los huecos de media docena y posteriormente las patas. “Así no me aburro y cada pieza es única, trabajada con atención”, menciona el artesano, quien admite que “en ocasiones, cuando únicamente faltan algunos detalles para acabar un molcajete o metate, de pronto se quiebra una pata y la obra se pierde”.
Si bien la lapidaria es un trabajo artesanal que exige constancia, pasión, disciplina y creatividad para elaborar obras bellas y únicas, tiene su parte oscura, un lado que muy pocos clientes y turistas entienden, confiesa Cecilio, quien acaricia una de las piezas y señala que el polvo que se desprende con el martilleo se introduce a los ojos, a la nariz, a los oídos, a los pulmones, y eso menoscaba la salud.
“No solamente es el polvo que se introduce en uno y causa daño”, agrega, “sino los impactos de las herramientas contra las piedras que de alguna manera cimbran el organismo, los órganos, hasta menguar la salud”.
Por lo mismo, prosigue con cierta pesadumbre, “es muy triste cuando los clientes y turistas miran y tratan los molcajetes y metates con desprecio y ofrecen precios fuera de lógica, como se pretendieran aprovecharse de nuestra situación económica. Eso no lo harían en una tienda de lujo”.
Cecilio reconoce que en México la gente regatea, costumbre ya muy antigua y normal; sin embargo, resulta lamentable que haya personas que tratan a los artesanos como individuos de segunda categoría u objetos. “Somos depositarios de un legado prehispánico, de una cultura que es origen de todos los mexicanos; en consecuencia, merecemos trato digno y respetuoso”.
Así, Cecilio permanece entre molcajetes y metates de piedra volcánica, expresiones artesanales que aunque parecen objetos de colección, piezas de museo, exhalan el recuerdo de las centurias, el aroma de las cocinas tradicionales mexicanas, la imagen de familias y rostros ya muy distantes.