Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Ese día, el del padre, resultaba intenso e irrepetible, acaso por el encanto que significaba, desde una semana previa, elegir y envolver los regalos, esperar ansiosamente la fecha de la celebración y al final, entre cantos y algarabía, entregarlos al hombre que nosotros, sus hijos, más amábamos y admirábamos.
Al recogernos en el colegio, mi madre, la señora amable, como le llamaban quienes la conocían, proponía realizar las compras. Mis hermanos y yo íbamos emocionados en busca de los regalos que daríamos a nuestro padre. Habíamos ahorrado lo suficiente para comprar calzado, alguna loción, camisas y los aviones de dos alas, a escala, marca Lodela, que los coleccionistas armaban y decoraban pacientemente.
Los aviones de dos alas eran regalo tradicional cada año. Le encantaban a mi padre, quien recordaba, al armarlos, sus días juveniles, cuando aprendió a pilotear en el aeródromo de Balbuena, en la Ciudad de México. Relataba con gran emoción sus andanzas en las pistas y el aire, donde un día, entre luces y sombras, atestiguó, junto con sus compañeros, la dramática muerte de su profesor.
Narraba que el avión era de dos plazas y que esa ocasión el instructor ocupó el asiento trasero, desde donde controlaba a los alumnos. Ya en el aire, el sobrino del maestro experimentó, según parece, temor por la altura, al grado de que el hombre golpeó la espalda rígida del muchacho diversas veces con un palo de membrillo. El joven no reaccionó. El miedo lo paralizó totalmente. El frágil avión de dos alas, cayó en picada en los terrenos de Balbuena. Se despedazó. Ambos, tío y sobrino, maestro y alumno, fallecieron de inmediato.
También compartió con nosotros, al unir las piezas con pegamento Revell Lodela, la sensación de volar y mirar desde la altura el caserío, la campiña, los cerros, el paisaje empequeñecido. Es la aventura del ser humano que por instantes u horas se aleja de la tierra para trasladarse a sitios lejanos y aprender que todos los sueños, cuando se trazan con estrategia e inteligencia, pueden cumplirse.
Escogíamos los aviones de dos alas que revivían la juventud paterna, pero también las réplicas de los modelos que intervinieron en la Segunda Guerra Mundial, simbólicos para quien participó, como él, en el desembarco de Normandía, en junio de 1944.
Con más gusto y refinamiento, mi madre intervenía cuando escogíamos las camisas y el calzado. Realmente dedicábamos toda la tarde a las compras. Los aviones a escala los conseguíamos en la tienda autorizada de Revell Lodela, donde la colección de piezas era inmensa; las camisas y corbatas, en tanto, las adquiríamos en algún almacén; el calzado, con una amiga de mi madre, dueña de una papelería y zapatería, a quien sus clientes conocían como doña Juana.
Ella, doña Juana, no se conformaba con esperar a los clientes en su zapatería; iba a las oficinas, a las fábricas, donde ofrecía los modelos a secretarias, empleados y obreros, a quienes cobraba semanal o quincenalmente. Se le distinguía afuera de los centros fabriles, entre esposas e hijas de obreros que esperaban a que éstos concluyeran los horarios laborales para acompañarlos, custodiarlos con los salarios cobrados y evitar que se fueran a las cantinas y a los burdeles.
Doña Juana era excelente vendedora. No niego que en ocasiones, cuando las emociones dominaban nuestras decisiones, comprábamos regalos en exceso y finalmente era mi padre, el festejado, quien días después pagaba los saldos; pero él sabía que nosotros, sus hijos, estábamos ensayando las pruebas de la existencia y entonces sonreía.
Tras las compras, resultaba emocionante llegar a casa, envolver los regalos y ocultarlos para que mi padre, al retornar de la oficina, no los descubriera. Así los manteníamos, escondidos, hasta que al amanecer, en la fecha tan anhelada, los cogíamos para sorprender a mi padre en la cama y festejarlo de acuerdo con nuestro estilo y costumbres.
El hombre mostraba amor, emoción y sorpresa. Mi madre preparaba el almuerzo y a todos nos consentía. La mesa del comedor era punto de encuentro, eje de la vida familiar, escenario de acuerdos, pláticas y relatos. Allí aprendimos el significado de un hogar con valores.
Una vez que concluíamos el almuerzo y la conversación, solíamos continuar con el festejo. Organizábamos, como casi cada fin de semana, un día de campo en algún lugar bello, donde las horas se diluían mágicas e inolvidables porque eso es la vida, parece, una embarcación que navega sin detenerse y obliga a disfrutar la brevedad del viaje.
Han transcurrido muchos años desde aquellos capítulos infantiles. Fueron momentos irrepetibles y memorables porque tuvimos un padre maravilloso que dedicó los días de su existencia a su familia, a su esposa e hijos. Realmente al pasar lista y notar su ausencia, repito en silencio: “fue una bendición y un honor ser tu hijo”. Y si a ese padre ejemplar le agregamos una madre de virtud modelo, el resultado es una familia muy dichosa. Así fue la nuestra.
Ahora evoco las celebraciones familiares durante el día del padre y llego a la conclusión de que los detalles y la espontaneidad se han traducido, a través de los años, en compromisos, apariencias y consumismo en no poca gente.
En una sociedad inmersa en la descomposición, donde muchos hombres y mujeres son responsables de la pésima educación de sus hijos y de las tendencias que degradan a los grupos humanos, los padres que reciben regalos una vez al año deben abrir un paréntesis y hacer un balance sobre su actuación. Habrá quienes verdaderamente merezcan los homenajes; mas otros, en cambio, seguramente sentirán desmoronar al descubrir, si es que son analíticos y sinceros, que han fallado como padres por preferir las reuniones con amigos, los brindis, los romances y hasta los compromisos sociales en menoscabo de la educación y formación de sus hijos. Los niños, adolescentes y jóvenes son el mejor termómetro para medir los niveles evolutivos de una sociedad y los perfiles de sus padres, y todo parece indicar que las cosas no andan bien.
Este día, el del padre, es propicio para recibir festejos y regalos; pero también para reflexionar hasta qué grado se ha cumplido en la formación integral de los hijos. ¿Cuánto vale cada hombre como padre? Es muy sencillo. Basta con medirse a través de las conductas y educación de los hijos.