Santiago Galicia Rojon Serrallonga
La fruta -manzanas, papayas, piñas, plátanos, sandías- es raptada por las miradas indígenas y trasladada a los desvanes de la imaginación y la memoria para más tarde, ya en los talleres artesanales de Cuanajo, reproducirlas en baúles, cabeceras, mesas, muebles y sillas que cautivan a quienes recorren las callejuelas con casas de adobe y tejados bermejos.
Parece como si los artesanos hubieran estirado las manos con la intención de coger las estrellas, la luna o el sol y plasmarlos en algunos de los muebles de madera que tanto encantan a los otros, a los turistas extranjeros y nacionales que en cada rincón descubren un detalle que les asombra.
No es de extrañar que en muchas de las casas de Cuanajo, pueblo de origen purépecha que comparte el escenario natural con Tupátaro, no pocos de los moradores se dediquen a la carpintería, a la fabricación de muebles rústicos que posteriormente, una vez comercializados, lucen como un trozo de Michoacán en fincas, despachos, oficinas y hoteles de la República Mexicana e incluso de naciones como Canadá, Estados Unidos de Norteamérica, España, Francia, Italia y Holanda.
Alhajeros, bancas, baúles, cofres, comedores, estrellas, lunas, marcos, salas, soles, tocadores e incontables objetos de madera rivalizan ante las miradas de los viajeros, quienes no resisten la tentación de comprar algo y tomar fotografías para llevarse como recuerdo perdurable un pedazo de Cuanajo y de la gente de Michoacán.
Entre la gente que entra y sale emocionada de los talleres artesanales de Cuanajo, que en lengua purépecha significa “lugar de piñas”, precisamente de las que se desprenden de los pinos, hay quienes sienten atracción por el peculiar templo de la Virgen de la Natividad.
Desde los portales con postes de madera o del jardín principal, aparece ante la mirada el templo de origen colonial con su atrio que alguna vez, en horas ya disipadas por las ráfagas del tiempo, fue cementerio. Todavía existen algunas lisas ennegrecidas, dispersas en el atrio circundado que huele a antigüedad, fiestas y tradiciones.
A un lado, cerca de la antigua casa parroquial, aparece artística e imperturbable la cruz atrial de piedra, en la que permanece recargada una pieza monolítica con un personaje con barba que fue tallado durante los minutos de la Colonia.
La fachada del templo presenta varias inscripciones alusivas a diferentes etapas constructivas, entre las que destacan una de 1760, bajo una cruz en el cubo de la torre del campanario; otra más se localiza muy próxima a una columna que divide las diminutas ventanas, la cual evoca los días de 1804; también hay una que se refiere a unos escalones que conducen al portón y que señala que “se hizo esta escalera costeada por don Camilo Anastasio. Enero de 1872”.
Como la mayoría de los pueblos purépechas, el de Cuanajo celebra sus fiestas religiosas con intensa pasión, de manera que la que dedican a la Virgen de la Natividad es el 8 de septiembre de cada año. Participan los nativos del poblado y de otras comunidades aledañas.
La programación puede variar cada año. No obstante, en términos generales la fiesta inicia a las cinco de la mañana. La comunidad acude al templo con la finalidad de cantar Las Mañanitas. Posteriormente, a las seis de la mañana, se oficia una misa en lengua purépecha. A las nueve, en tanto, se llevan a cabo primeras comuniones.
Al mediodía, generalmente es el arzobispo de Morelia o alguna autoridad eclesiástica quien oficia la misa principal; a las cinco de la tarde, los habitantes regresan al recinto colonial a rezar el rosario y a participar en lo que denominan “la bajada” de la Virgen de la Natividad para llevar la imagen en procesión por las calles del pueblo.
Ya en el ocaso de las horas vespertinas y la aurora de los minutos nocturnos, ocupan la atención las serenatas, los juegos pirotécnicos, las bandas de música de viento y los tradicionales “castillos”.
Nadie olvida que “la entrada” de la cera y las ofrendas se efectúa un día antes de la fiesta. Durante esos días, la imagen sacra luce sus mejores vestidos y es motivo de alegría y fervor.
Cuando las luces del castillo rasgan el manto de la noche, uno siente estremecimiento y recuerda que el de los purépechas es un pueblo mágico e irrepetible que convida a otros sus costumbres y fiestas.