Les preocupa la recaptura del Chapo, pero evaden el tema de la corrupción e impunidad

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Los desafíos y problemas nacionales se atienden, minimizan o resuelven, parece, desde los actos protocolarios y los banquetes lujosos en el extranjero, o al menos son las señales que enviaron desde Francia, el pasado fin de semana, el mandatario nacional y los principales colaboradores de su gabinete, ante la fuga de Joaquín Guzmán Loera, alias El Chapo, del inexpugnable penal de alta seguridad de Almoloya de Juárez, Estado de México.

El descontento de millones de mexicanos ante los nefastos resultados y políticas del gobierno de Enrique Peña Nieto, las declaraciones ambiguas, contradictorias y titubeantes de las autoridades federales en materia de seguridad, el dispendio y la frivolidad de los viajes al extranjero, la falta de respuestas a los temas de trascendencia, la casa blanca de las Lomas de Chapultepec, el asunto de Ayotzinapa, la gravedad de la situación económica que prevalece en el país y la complejidad en temas educativos y de empleo, salud, vivienda, seguridad e inversiones productivas, aunadas a la corrupción e impunidad crecientes y descaradas por parte de funcionarios públicos y políticos, provocaron que El Chapo, el delincuente más buscado en el mundo, se convirtiera, para muchos, en estrella, en un fugitivo admirado, en un tipo más audaz que los gobernantes mexicanos y sus estrategas. Como en las películas gringas, un solo hombre fue capaz de enfrentarse a un sistema. Es el individuo que quitó la cobija y demostró la corrupción y fragilidad que existe en las estructuras oficiales. Casi es personaje de comic o de programa cibernético para entretenerse con el juego de policías y ladrones.

Joaquín, El Chapo Guzmán, es el rufián del México contemporáneo, el sujeto que se burló del presidente Enrique Peña Nieto y sus colaboradores y quien les arruinó la fiesta en Francia. Qué viaje. Y no es, como piensan, el Robin Hood de Inglaterra, Joan de Serrallonga de Cataluña o Chucho el Roto de México, no, de ninguna manera. Es un mafioso que pasará a la historia. Es objeto de estudio de académicos, intelectuales, especialistas e investigadores. Lo mismo se habla de él, El Chapo, en aulas, cantinas, oficinas, camiones y talleres.

Más allá de las discusiones relacionadas con que si el hombre estaba calvo o tenía cabello o si escapó por la puerta grande o el túnel cuya construcción pasó desapercibida, dicen, a pesar de la clase de tecnología que se requirió, El Chapo se transformó en héroe de muchos y fue quien nuevamente puso en evidencia los altos índices de corrupción e impunidad que se registran en México.

Las autoridades están más entretenidas y preocupadas en capturar por tercera vez a quien se ha escapado dos veces de los penales, que en resolver el cáncer provocado por la corrupción y la impunidad. Mientras no se solucionen esas prácticas tan nocivas para los mexicanos, resultará imposible combatir la inseguridad.

Resulta preocupante y vergonzoso que las autoridades mexicanas pretendan ofrecer una imagen nacional y mundial de mortificación e interés en reaprehender al Chapo, cuando en los hechos no solamente no han cumplido su obligación de combatir con éxito y resultados la inseguridad, sino la han propiciado e incrementado, en muchos casos, con su corrupción, ineptitud y complicidad.

Y lo más penoso y risible es que no pocos de los actores de la función pública hablen de la recaptura del Chapo, como si se tratara del único personaje de la delincuencia o si al concretar la acción, cumplieran su responsabilidad ante la población y restablecieran el orden y la seguridad.

Si algún día atrapan al Chapo, indudablemente volverá a escapar porque conoce la salida y la corrupción ya invadió todas las estructuras e instituciones; aunque lo que debe quedar claro a las autoridades y a los sectores manipulados, ingenuos o masificados de la sociedad, es que la reaprehensión de Joaquín Guzmán Loera, si se da, no significará, como falsamente creen, la solución al problema de inseguridad en México. El Chapo no es toda la delincuencia ni el único elemento a quien hay que combatir para devolver la tranquilidad a los mexicanos, pero así lo hacen creer y de paso sirve de distractor para dar otros golpes desde el ejercicio del poder.

La belleza, los tesoros y el cielo colonial de Santiago Tupátaro

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Desde la flor ufana que brota de la tierra y exhibe su cutis fragante y de intensa policromía y los árboles que balancean sus ramas al sentir las caricias del viento y los ósculos de la lluvia, hasta las lápidas ennegrecidas que permanecen dispersas aquí y allá, cual náufragas de un ayer que se empeña en no diluirse ante la caminata de los años, la imagen de Santiago Tupátaro aparece pintoresca y como lo que es, un trozo del arte, las costumbres, la historia y las tradiciones del pueblo purépecha.

Dentro de la vorágine de la cotidianeidad, la rutina y la modernidad que avanza incontenible por laderas y llanuras hasta asfixiar los poros de la naturaleza y consumir los signos de la historia, Tupátaro, Santiago Tupátaro, permanece en un marco sin el cual Michoacán perdería los rasgos que reflejan su belleza y lo convierten en lienzo del más puro mexicanismo.

Entre Morelia y Pátzcuaro, el paisaje rodeado de montañas azuladas ante la distancia y sombreado por nubes de efímera existencia, conduce al cielo de Tupátaro. Sí. Viajeras incansables que por el camino modifican sus formas caprichosas al ser moldeadas por el aire, las nubes flotan apacibles y fugaces sobre la campiña y el caserío, intentando estérilmente contar las horas, los años, las centurias, el tiempo que duele, acaso porque deja cicatrices desafiantes, señales con claroscuros, como quedó su lenguaje en la capilla colonial de Tupátaro.

Quizá un día insospechado, el trotamundos, una familia, el turista, los amigos o una pareja de enamorados intenten desentrañar la belleza y los enigmas que oculta Tupátaro en sus parajes, y entre conversaciones y alegría consuman las horas de sus existencias, hasta descubrir ante sus miradas el centro típico con su plazuela y sus portales.

Caminarán, sin duda, hacia el cielo pintado al temple durante una hora, otra y muchas más de la decimoctava centuria. De apariencia modesta y maquillaje que embellece el adobe, la capilla de Santiago Tupátaro resguarda un tesoro invaluable en sus entrañas, en su vientre, en su intimidad de barro y madera, cual nativa humilde, modesta, que resulta ser la más preciosa de las doncellas.

Náufrago de minutos virreinales, los del siglo XVI, el recinto, antecedido por un atrio que antiguamente fue cementerio, ofrece una fachada sencilla con puerta y ventana coral enmarcadas de forma similar, apareciendo al nivel de las mampostas el sol y la luna, elementos que denotan el sincretismo entre la doctrina cristiana y el paganismo. Inseparable, le acompaña la torre del campanario, que es un cubo cubierto con tejado.

Envuelto en la penumbra y el silencio, el artesón o artesonado, un techo compuesto de tablillas, representa la vida, pasión y muerte de Cristo. Exhibe un cielo de intensa policromía, reservando 12 misterios, seis de Cristo y seis de la Virgen María, y 33 arcángeles con igual cantidad de instrumentos de la Pasión, los cuales simbolizan, numéricamente, la edad del Mesías.

Destacan, en las tablillas del siglo XVIII, precisamente a las orillas y alrededor de la obra artística elaborada por manos indígenas, los arcángeles con los elementos de la vida, pasión y muerte de Cristo. En el cielo pictórico aparecen la sábana santa, escalera, jofaina en la que Poncio Pilatos lavó sus manos, letrero INRI con rostro, esponja y lanza, martillo, cruz, tres clavos, torniquete, pinzas, sello con sentencia de muerte, túnica blanca, divino rostro, clarín o trompeta y cadenas. Al centro, próximo al coro, se distinguen otros elementos: sentencia que ordenó elaborar Poncio Pilatos y dos arcángeles con incensarios.

También se aprecian, con los arcángeles que circundan el artesón, elementos como palma y pañuelo, precisamente junto a uno que no se distingue, siguiéndoles, en el mismo orden, túnica púrpura, cetro, látigo, túnica blanca, mano de Poncio Pilatos, soga de Judas, 30 monedas de plata y espada, que en realidad es un machete, evidencia de que la obra fue pintada por nativos purépechas. Se trata de la espada que utilizó Pedro en el Monte de los Olivos para cortar la oreja al soldado.

Se distinguen, igualmente, con los arcángeles, cáliz, columna en la que Cristo fue martirizado, sobre la cual, por cierto, se encuentra el gallo que cantó cuando Pedro negó a Jesús tres veces, estandarte, lámpara del prendimiento y jarrón.

En medio, en el mismo cielo pintado al temple, los visitantes admirarán, asombrados por la concepción indígena de la religión y su arte, 12 misterios, de los cuales los seis primeros corresponden a María, ya que resaltan a Santa Cecilia, la Inmaculada Concepción, la Sagrada Familia de María con Santa Ana y San Joaquín, la visitación a su prima Isabel, la asunción, la coronación y la anunciación.

Los siguientes seis misterios se relacionan con Jesús: nacimiento, adoración de los Reyes Magos, circuncisión, última cena, resurrección y ascensión. En el caso de las tablillas que forman la última cena, llama la atención, al centro de la mesa y frente a Cristo, una mancha verde, que es una rebanada de sandía, muy próxima, por cierto, a un pescado blanco de Pátzcuaro. Otro elemento del más puro mexicanismo es, indiscutiblemente, el perro que roe un hueso en el piso, entre las piernas de un apóstol y la mesa.

Otros detalles interesantes son los penachos con plumas que portan los arcángeles pintados en las tablillas. Alrededor de cada arcángel se encuentran querubines que forman cruces. Igual al resto de la obra, fueron pintados con vegetales y tierras, y pegados con yemas de huevo.

Los artesones o artesonados se incluyeron dentro de algunos templos virreinales, basándose en tablamentos de madera decorada con figuras policromadas y texto en distintas técnicas al temple. Se trata, en realidad, de plafones decorativos que cumplían con la tarea evangelizadora; además, su estructura propiciaba una acústica más adecuada.

Entre los datos e inscripciones labradas y pintadas que aparecen en las vigas estructurales de la capilla, destacan “día 3 de octubre de 1717, crucifixus… apparuit venite adoremus”, canastas y flores, “esta santa iglesia se hizo el año de 1725, siendo cura el señor don Diego Fernández Blanco y Villegas”…

Otras inscripciones importantes son las de las tres campanas, en la torre, ya que mientras la más pequeña exhibe el año de 1730, la mediana presenta el de 1820 y la más reciente el de 1830. La capilla data del siglo XVI, mientras el artesón o artesonado y el retablo, en tanto, del XVIII.

Y si el artesón resulta cautivante e irrepetible, el retablo del ábside, que también data del siglo XVIII, está tallado en madera dorada al estilo barroco y con columnas y soportes salomónicos, que mantiene seis pinturas al óleo y un nicho con el Señor del Pino o del Pinito, imagen de Cristo al que inicialmente se dedicó la capilla.

El retablo está estufado y contiene lámina de oro de 23.5 quilates. En la parte alta del mismo, existen dos ángeles laterales de perfil tallados en madera, los cuales, por cierto, son mestizos. En las columnas existen algunos elementos que llaman la atención, como mazorcas o granadas, que en el barroco clásico se denominan uvas; también contienen mitades de aguacates con huesos. En las cornisas del altar, en tanto, alternan aguacates y flores.

Subyugantes e inigualables, las pinturas representan a Santiago Apóstol, la coronación de espinas, la adoración de los reyes, el camino al Calvario, flagelación y oración en el huerto. Cabe destacar que el hábito que porta Cristo, pertenece a la orden franciscana, a la que se atribuye la fundación del pueblo.

Bajo el artístico y majestuoso retablo, precisamente en la predela, existen algunos frescos alusivos a San Agustín, San Ambrosio, San Gregorio y San Jerónimo, doctores de la Iglesia Católica; en el extremo opuesto, el derecho, aparecen Juan, Lucas, Marcos y Mateo, los cuatro evangelistas reconocidos por la religión ya mencionada.

Las esculturas de pelícanos que acompañan los frescos, pertenecen a una especie que pica su pecho para alimentar de su sangre a las crías al escasear la comida. Se trata de una alegoría referente a que Cristo dio su vida por la humanidad. También derramó sangre.

Están presentes los elementos referentes a la Santísima Trinidad, ubicándose Dios padre en la parte superior del retablo, con un rostro; el hijo en el nicho que contiene al Señor del Pino o del Pinito; el espíritu santo en una paloma de alas abiertas, manufacturada en plata, que se encuentra en las tablillas del techo decorado. Hay un rosetón de madera con lámina de plata.

Cautiva la atención el piso de la capilla, que está formado con tablones, como antiguamente se acostumbraba en estos pueblos. Cubren 90 tumbas de personajes importantes de Tupátaro. Cada tapa o sección Protege una tumba. Se encuentran acomodadas en hileras de 10.

En uno de los muros laterales, reposa en calma el imponente Señor de Unguarán, imagen colonial de manufactura indígena con pómulos y rodillas heridos que representa no a un Cristo de 33 años de edad, como el que fue crucificado de acuerdo con la doctrina católica, sino a un hombre mayor, quizá de 40 o 45.

Los nativos aseguran que él, el Señor de Unguarán, ha crecido conforme avanzan las manecillas imperturbables del tiempo. En la antigüedad, cuando la provincia de Michoacán olía a conquista y evangelización, medía metro y medio de altura; hoy, su dimensión es de casi un metro con 80 centímetros. Su manufactura es de madera y pasta de caña.

Refiere la tradición que en un instante no recordado de la Colonia, un campesino que araba la tierra realizó el descubrimiento de la imagen que apareció entre los surcos, atribuyéndole, desde entonces, facultades milagrosas.

Ese hombre, que entonces vivía en Unguarán, contrajo matrimonio con una mujer de Tupátaro, haciéndose cargo ambos de la imagen de rasgos indígenas. Al morir el matrimonio, una de las hermanas de la señora decidió trasladar al Cristo de Unguarán a la capilla de Tupátaro.

La tradición oral cambia de una generación a otra e incluso entre los moradores del poblado. Hay quienes aseguran que la imagen fue descubierta por el campesino mencionado en las horas del siglo XIX y que cuando murió el hombre, su esposa, quien se llamaba Ventura, regresó a su natal Tupátaro, donde donó el Cristo durante los primeros años de la vigésima centuria. Comentan que el Señor de Unguarán era de mayor dimensión que la cruz, motivo por el que los habitantes elaboraron otra con base de madera.

En los muros laterales del templo de adobe, cuelgan un par de óleos coloniales. Uno, de autor anónimo y del siglo XVIII, es de la Inmaculada Concepción; el otro, el de la Virgen de Guadalupe, fue pintado en 1760 por Manuel de la Cerda, y aparece, además, el nombre de Joseph Mariano de la Piedra, con la leyenda “teniente de cura de este pueblo de Tupátaro”.

La otra imagen de Cristo, la del Señor del Pino o del Pinito, que reposa en el nicho del altar, data de 1719, cuando un leñador humilde se dirigió al cerro en busca de un buen árbol. Detectó un pino que ofrecía, por su corpulencia, excelente leña para el fogón de su casa, procediendo así a cortarlo. Fue al partir el árbol cuando él, el leñador, descubrió la imagen de Cristo en su cruz.

Los nativos de Tupátaro hablan de una leyenda acerca de un Cristo. Refieren que Rafael, un leñador indígena, fue al monte a cortar un árbol. Con cada golpe, el hacha hería el tronco cubierto de musgo, hundiéndose en sus entrañas, en su intimidad, porque el hombre, ya anciano, con una historia consumida, necesitaba un palo para puntal de la cocina de su casa.

En la soledad de la montaña, hasta donde llegaba el murmullo de las frondas acariciadas por el viento helado, el leñador cortaba el enorme pino con dos ramas horizontales. Con los golpes, el pino inició una serie de movimientos que provocó miedo en el viejo indio llamado Rafael, quien huyó hacia Tupátaro, donde vivía.

Cobijado por las sombras nocturnas, su memoria repasaba el hecho insólito que lo cautivaba, lo llamaba, para cortar el pino y, por su forma, colocarlo como cruz en el patio de su casa.

El buen Rafael regresó al siguiente día. Retiró la corteza y descubrió, con todos sus misterios, la imagen de un Cristo tallado que exhibía en la espalda la herida del hachazo. Era el año de 1746. Entonces, Tupátaro era barrio de Pátzcuaro. Tras el milagro, del que tomó nota el bachiller José Miguel de Silva, cura beneficiado y juez eclesiástico del partido de Patamban, el indio Rafael y su esposa, quienes eran de virtud modelo, dedicaron los días de sus existencias a recolectar limosnas para el Cristo de Tupátaro.

Rafael, el humilde indígena que un día del Virreinato escaló la montaña y se introdujo en el bosque para cortar un palo, descubriendo la imagen sangrada de Cristo en el corazón de un pino, vivió más de 70 años, admirado por su divino hallazgo y entregado a su culto.

Otra leyenda referente al Señor del Pino o del Pinito es la que cuentan acerca de un leñador que cruzó el río de Camacuicho con la finalidad de dirigirse al monte en busca de leña para su casa, hasta que descubrió en determinado paraje un pequeño pino que tenía la forma de cruz. Lo llevó a su hogar y lo talló pacientemente, hasta darle la forma de Cristo. Así nació, según versiones populares, la imagen del Señor del Pino o del Pinito.

Hay otra historia interesante, la de Santiago Apóstol, representado en el óleo superior del retablo y en una escultura. Cuenta la leyenda que anualmente, en los días de la Colonia, los moradores de Tupátaro permitían a los nativos de Cuanajo, igualmente de origen purépecha, trasladar la imagen de Santiago Apóstol, a quien también llamaban Santiago Caballero y Santiago Matamoros, a su respectivo templo, hasta que fascinados por la belleza y los milagros del santo, empezaron a demostrar cierto interés en apropiarse de la pieza.

Tras percatarse de las intenciones de sus vecinos, los habitantes de Tupátaro decidieron no prestar más a Santiago Apóstol, provocando en los indígenas de Cuanajo cierto coraje que los estimuló a reunirse y dirigirse al pequeño poblado con la intención de secuestrar al santo. Deseaban robarlo y conservarlo permanentemente en su pueblo.

El apacible Tupátaro tenía muy pocos habitantes, quienes asustados por la osadía de sus enemigos que se acercaban al poblado, se encomendaron a su santo, Santiago Apóstol, de manera que cuando aquéllos, los purépechas de Cuanajo, descendían por una ladera al caserío de sus rivales, todos se estremecieron al escuchar galopes incesantes. Eran incontables caballos que se aproximaban a Tupátaro, entre los que cabalgaba un personaje impresionante de ropa blanca y resplandeciente. Se trataba de Santiago Apóstol que se acercaba a Tupátaro con la finalidad de defender a su gente. Si ellos, los nativos de Tupátaro, estaban decididos a exponer sus vidas para evitar que aquéllos, los de Cuanajo, raptaran al santo, ¿por qué, entonces, no defenderlos?

Al notar la furia de tan misterioso e imponente personaje, los nativos de Cuanajo huyeron despavoridos a su comunidad. El grupo, momentos antes embravecido, se dispersó por el lomerío. Santiago Apóstol se convirtió, entonces, en defensor de Tupátaro y allí se quedó, donde es venerado hasta la actualidad.

Algunos nativos cuentan una historia diferente. Dicen que sus antepasados prestaban la imagen de San José a los moradores de Cuanajo, quienes un día decidieron destrozar la puerta a hachazos para hurtar al santo. Regresaron a su pueblo por ayuda y precisamente cuando intentaban descender por la loma, notaron que se acercaba mucha gente a caballo. Temerosos, huyeron a su poblado. Era Santiago Apóstol que pretendía defender la imagen de San José y a los habitantes de Tupátaro. La imagen de Santiago Apóstol, montado en su caballo de madera, data del siglo XVIII. Antiguamente, la gente la sacaba en procesión por las callejuelas de Tupátaro.

Reposa en la capilla un frontal bellísimo e irrepetible, único en el mundo, manufacturado a base de pasta de caña con terminados de plata laminada, que fue restaurado y devuelto a la comunidad durante la última década del siglo XX,

Los especialistas calculan que el frontal, fechado en 1765, estuvo abandonado en una de las habitaciones de la capilla por lo menos durante los últimos 100 años, donde fue herido por la humedad y la polilla. Originalmente, el frontal se encontraba empotrado en el área del altar; en la actualidad, los turistas pueden apreciarlo ya restaurado. Es una obra singular de la Colonia.

Junto a la sacristía se localizan las habitaciones convertidas en museo de arte colonial. Consta, entre otras piezas, del cuadro de las ánimas, pintura del siglo XVIII que los nativos llevan en procesión durante las celebraciones de difuntos; Señor San José en madera con hoja de plata; púlpito con tornavoz; Cristo elaborado con maguey y pasta de caña sobre colorín, que presenta rasgos europeos con materiales de Michoacán.

También forma parte de la colección un Cristo agonizante de pasta de caña de bella manufactura, con cendal de hoja de plata, que las publicaciones españolas han comparado con los de aquella nación ibérica; Señor de la Columna, imagen bellamente policromada; baúl de madera decorada para ornamentos; frontal pintado en tela de lino, con motivos florales y frutales, considerado único en el mundo; dos óleos anónimos del siglo XVIII.

El frontal de tela, pintado con técnica de temple, era trasladado, según los estudiosos en la materia, a los sitios donde llegaban las procesiones. Es una pieza irrepetible de manta con soporte. Data del siglo XVIII.

Otra escultura hermosa es la que está entelada sobre la talla de madera. Es de postrimerías del siglo XVIII. Llaman la atención tres imágenes crucificadas que representan a Cristo, Dimas y Gestas, también de la decimoctava centuria. Hay otro Cristo de pasta de caña y la pintura alusiva al hallazgo del Señor del Pino.

Igualmente, la colección cuenta con santos de “maniquí” o “títere”, a los que los clérigos colocaban vestuario para representar a María y José; estandarte de San Antonio con los ojos donantes, trabajo efectuado con marco repujado que corresponde al siglo XVIII, pintado sobre lámina; óleo de una Virgen coronada por Dios, el espíritu santo y el hijo, a la que reciben dos ángeles con música, mientras otros la elevan; parte de un altar del siglo XVIII; nicho del siglo XIX; bastón de procesión con un crucifijo de plata, totalmente decorado, que en 1762 sirvió al Señor de Dávila y que era colocado a la cabecera cuando alguien moría. Es de plata y madera en la parte del centro.

Joya de la época colonial, el recinto posee púlpito y dos pilas bautismales. La pila bautismal pequeña, que data de las horas del siglo XVI, es la que el pueblo ha utilizado durante sus ceremonias religiosas; la otra, que fue esculpida en la decimoctava centuria, es de mayor dimensión y realmente no fue muy usada por los nativos.

El atrio fue cementerio. En horas añejas, constaba de dos partes. Bajo los tablones de la capilla, existen 90 tumbas de personajes y clérigos de los siglos XVII y XVIII; en la parte más importante del atrio, la cercana a la construcción sacra de adobe, estaban los sepulcros de personas relacionadas con la iglesia; allende el jardín del pueblo y las construcciones de adobe con portales, enterraban a la gente común. Una de las habitaciones, donde actualmente se localiza el Taller de Recuperación de Técnicas y Oficios Perdidos de Caña de Maíz, era utilizada para preparar los cuerpos de los difuntos antes de sepultarlos. La cruz de piedra que actualmente permanece en el atrio, se ubicaba tras la construcción referida, siendo lugar de descanso y oración para los dolientes, quienes colocaban al difunto en la base antes de trasladarlo a la tumba.

Tupátaro significa, en lengua indígena, “lugar de junco o tule”. Algunos autores consideran que forma parte de las poblaciones evangelizadas por los agustinos establecidos en Tiripetío; aunque elementos como los de uno de los óleos del retablo, con Cristo que porta hábito franciscano, hacen suponer que esa orden estuvo presente en el pequeño poblado que ya en 1632 contaba con dos decenas de vecinos, un templo y un hospital atendido por el clero secular de Pátzcuaro.

Por cierto, después de más de 200 años de haberse perdido la técnica de la pasta de caña, la comunidad la ha recuperado por medio de un taller que fue fundado en postrimerías del siglo XX por el escultor Pedro Dávalos Cotonieto, personaje él que se siente orgulloso de haber salvado los tablones que forman parte del piso de la capilla virreinal, ya que una monja respaldada por un sacerdote, tenía la intención de retirarlos y sustituirlos por mosaicos modernos. Fue él quien restauró el frontal colonial y enseñó a los nativos a valorar y proteger su patrimonio.

Orgulloso de su origen otomí y totonaco, es un artista de reconocido prestigio que lo mismo ha realizado trabajos en museos de la ciudad de México que de Louvre, en Francia, y otras ciudades de Europa e incluso de Egipto, y si ha impartido clases en Japón y en diversas naciones del mundo, renunció a su posición para morar en Tupátaro y dar todo a los indígenas, a los purépechas, y dedicarse a lo que tanto le apasiona.

Igual a la doncella bonita, humilde, modesta, que almacena en el corazón los más sublimes sentimientos, la capilla de Santiago Tupátaro resguarda en su intimidad de adobe y madera fragmentos del ayer, aliento de los signos coloniales con toda su gente y sus cosas que parecen repetirse un día, otro y muchos más, mientras las nubes fugaces, pasajeras, cambian sus rostros y recuerdan que a las manecillas del tiempo no les es permitida la tregua.

Así, uno imagina a los viajeros, a las familias, a los amigos e incluso a los enamorados, a los que se miran retratados en los ojos y se toman las manos para percibir el pulso del universo, maravillados por los tesoros que esconde Santiago Tupátaro.

Si la mañana fue dedicada a desentrañar los enigmas y la belleza de la capilla, la tarde es propicia para caminar por las callejuelas, por los senderos, y así admirar la campiña alfombrada de flores multicolores y perfumadas que invitan a experimentar plenamente los días de la existencia. Al anochecer, las casas somnolientas, apenas alumbradas por focos y lámparas, recuerdan que en lo pequeño se esconde lo bello y que lo que se hace con amor y autenticidad, perdura. Allí, en ese rincón del mundo, se quedan los recuerdos de un día anónimo de paseo, tal vez unidos a los rumores del pasado y la historia.

Fiestas pomposas y fuga del penal, reflejo de la realidad mexicana

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Nada más contrastante y fiel a la compleja realidad mexicana, que la pomposa visita de Estado del presidente Enrique Peña Nieto y su séquito de 391 -¡casi 400!- acompañantes a las fiestas que con motivo de la toma de la Bastilla se celebrarán en Francia, con la reciente fuga del líder del Cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán Loera, alias El Chapo, del penal de alta seguridad en Almoloya de Juárez, Estado de México.

México arde mientras el presidente y aproximadamente cuatro centenares de personas, de las que al menos 159 viajan con cargo al Gobierno Federal, participarán en la fiesta francesa, asistirán a actos de protocolo y firmarán más de 60 acuerdos bilaterales que sin duda quedarán como muchos otros, en las fotografías, los archiveros y los cestos de basura.

Cuán simbólico y reflejo de la lacerante realidad es presenciar a los señores del poder atentos a fiestas y paseos onerosos para el país, versus la nueva huída del Chapo de un penal de alta seguridad, escenario que demuestra la ambigüedad y farsa del poder en México, pero también los niveles de corrupción. Evidentemente, las dos noticias se registran en un escenario nacional de corrupción, descontento, impunidad, desempleo, miseria e inseguridad.

Definitivamente, ambas noticias demuestran cuáles son las prioridades de los gobernantes y, adicionalmente, los arreglos y la corrupción en un país que se desmorona. Se trata del juego de policías y ladrones, pero una clase de gendarmes sin credibilidad que en ocasiones causan más daños y temor que los delincuentes.

En mi artículo reciente, “Estamos de fiesta, vamos a Francia”, comenté que habría que recordar bien la fecha del viaje de la onerosa comitiva mexicana a la nación europea, pero jamás imaginé que coincidiría con la fuga del Chapo de un penal de alta seguridad, lo cual, hay que insistir, es reflejo de la situación que prevalece en México. Por un lado vemos dispendio y superficialidad de la élite política, y por el otro, en tanto, una mano que atenta contra el desarrollo, la paz y la seguridad de los mexicanos.

Aunque el mandatario mexicano haya declarado, en Francia, que la fuga del Chapo es una afrenta y le indigna, el hecho delata la alta corrupción que prevalece en México y la incapacidad del gobierno para restablecer el orden y la seguridad en beneficio de millones de habitantes. Ordenó la reaprehensión de Joaquín Guzmán Loera, quien demostró mayor astucia que las autoridades y que aquí, en este país, la corrupción es capaz de solucionar cualquier asunto, por imposible que parezca; pero no se trata de lamentarse ni de dictar órdenes, sino de responder con aciertos y resultados a las demandas de la sociedad mexicana.

Nadie desconoce que la noticia relacionada con la fuga del Chapo, se difundió a nivel nacional y mundial y la imagen de México y su gobierno nuevamente quedó enlodada. Las declaraciones, los enojos y las instrucciones para capturar al líder del Cártel de Sinaloa, parecen mediáticas, expresadas más con intención de convencer al mundo de una imagen que ya nadie cree, que con el interés de enfrentar los problemas y devolverle a México la oportunidad de crecer, superar sus rezagos, eliminar sus problemas y caminar hacia el progreso integral.

Coincidencia o no, la fuga de Joaquín Guzmán Loera, alias El Chapo, desenmascara a las autoridades, a los políticos y gobernantes mexicanos que hoy andan de gira en Francia, en el marco de las celebraciones de la toma de la Bastilla, y coloca al descubierto, sobre la mesa, la corrupción, impunidad e incompetencia de quienes ostentan el poder. Esto sí es como de telenovela.

Estamos de fiesta, vamos a Francia

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

En México, ciertos grupos sociales toman decisiones de acuerdo con sus emociones, al grado, incluso, que efectúan compras a crédito, viajan y hasta planean fiestas costosas, más allá de sus presupuestos familiares, impulsos que posteriormente les generan preocupaciones, endeudamiento y conflictos.

Se entiende que no pocos mexicanos sueñan y actúan fuera de la realidad por falta de cultura, enajenación de los medios de comunicación, adversidad y competencia con familiares y vecinos y hasta para escapar, aunque sea momentáneamente, de las condiciones precarias en las que están condenados a permanecer toda la vida.

Resulta inexplicable, para muchos, las razones por las que familias completas toman decisiones que parecen erróneas, y así, con salarios menguados y acentuadas carencias económicas, se endeudan con viajes a la playa, pantallas y celulares costosos.

Evidentemente, hay otros sectores, dentro de una clase menos sufrida económicamente, pero también frágil, que vive de acuerdo con sus emociones, y resulta hasta ridículo descubrir que compran vehículos lujosos que estacionan afuera de sus casas de interés social, consumen en los bufetes de restaurantes y acuden a los clubes deportivos para convivir con personas más arriba de su clase; aunque no pocas veces tengan que pagar caro su lucimiento, su ostentosidad, su estilo de vida de apariencias.

México es una nación que ha sido saqueada desde hace siglos. La población suele alterarse y condenar acontecimientos que se registraron en las horas coloniales, cuando el oro se transportaba a Europa; pero tal vez el mayor latrocinio se ha presentado en el lapso de los últimos 85 años, ante las miradas pasivas y complacientes.

En la hora contemporánea, los mexicanos saben que su país está fragmentado y enfrenta graves riesgos. Los políticos y las autoridades siguen conduciéndose como dueños del poder y cada día se enriquecen más ante millones de mexicanos que viven en la penuria y otros tantos que experimentan la angustia de la inestabilidad. Los gobernantes han sido incapaces de responder a las demandas sociales relacionadas con educación, empleo, inversión, respeto a los derechos humanos, salud, seguridad, transparencia y vivienda, entre otros temas. México se resquebraja.

Así es, México enfrenta una crisis severa, y no solamente por el exceso de autoridades y políticos ambiciosos y corruptos, sino por la apatía y descomposición social que afecta a millones de familias. Aunado a la compleja problemática interna, el escenario parece complicarse con elementos internacionales. El mundo tampoco está bien. La diferencia es que hay gobiernos más responsables que otros y sociedades con mayor conciencia.

En una nación resquebrajada como México, donde el 22.4 por ciento de los jóvenes de 15 a 29 años ni estudian ni trabajan, según información de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), parece que la clase gobernante no entiende el momento histórico y continúa derrochando los recursos económicos que la población aporta con su esfuerzo diario.

Dentro de la OCDE, México es el país que menos gasta en políticas activas de empleo, pero la élite gobernante mantiene un estilo de vida ajeno al de millones de mexicanos totalmente empobrecidos y desesperados. Resulta, de acuerdo con noticias difundidas a nivel nacional, que el presidente Enrique Peña Nieto viajará a Francia,

Cierto, en 2012 había 53.3 millones de personas pobres en México, 45.5 por ciento de la población total, de acuerdo con fuentes como el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social; no obstante, la clase gobernante asistirá a Francia.

Tal vez nada tendría de extraño ni criticable que Enrique Peña Nieto viajara al país galo como presidente de los mexicanos; pero lo hará con 142 personas, a quienes se sumarán militares, empresarios, rectores, “especialistas” y “personalidades”, lo que formará una comitiva de aproximadamente 442 hombres y mujeres que presenciarán las celebraciones con motivo del Día Nacional de Francia, entre otras actividades.

Nadie niega que el presidente asista a esa clase de actividades ni que se frene la actividad diplomática; pero ante las condiciones deplorables de la nación en todos sentidos, habría que preguntar si nuevamente esa carga onerosa la llevarán los mexicanos sobre sus espaldas.

La gira será del 13 al 16 de julio de 2015, no hay que olvidarlo. La comitiva estará integrada por el mandatario nacional, su esposa, titulares de 31 dependencias federales, 37 miembros del equipo de trabajo y más de siete decenas de personas -73 para ser exactos- que se dedicarán al apoyo, logística y comunicación. Serán 143 personas, conforme a la información oficial.

Según información de algunos medios de comunicación, como el diario Reforma, viajó a París, Francia, un contingente de 150 elementos del Heroico Colegio Militar, de la Heroica Escuela Naval Militar, del Colegio del Aire y de la Gendarmería, desde luego en calidad de invitados especiales para participar en el desfile del 14 de julio con motivo de la conmemoración de la Toma de la Bastilla.

Estarán presentes, también, 70 empresarios y 80 rectores y directivos de instituciones educativas, más especialistas -¿en qué?- y otras personalidades -¿de qué medio?- que formarán parte del histórico e inolvidable viaje a Francia. Vaya, serán más de 440 acompañantes del presidente Enrique Peña Nieto.

Asfixiado en corrupción, impunidad, represión, inseguridad, descontento social, desempleo y crisis económica, entre otros problemas, el viaje a Francia tiene como propósito, según anunció el coordinador de Comunicación Social de la Presidencia de la República, Eduardo Sánchez Hernández, estrechar lazos históricos de amistad, cooperación y diálogo político entre las dos naciones.

La agenda se dio a conocer y la mayor parte de los puntos coinciden en cuestiones protocolarias. Es innegable que Francia es el segundo socio comercial de México a nivel internacional, con un comercio bilateral que el año pasado significó una cifra superior a los cinco mil 400 millones de dólares, como también es real que en nuestro país existan casi mil 600 empresas de capital francés dedicadas, en su mayoría, al almacenamiento, comercio, manufacturas y transporte; pero una pregunta al respecto es si eso justifica derrochar gran cantidad de dinero con una comitiva tan exagerada.

Hay que recordar que el viaje oficial del mandatario Enrique Peña Nieto a Londres, Inglaterra, realizado el pasado 3 de marzo, representó, de acuerdo con el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), siete millones 153 mil 604 pesos; aunque claro, se trató de una gira de dos días en la que 57 personas se trasladaron en el avión presidencial y 16 se integraron a la comitiva oficial ampliada. Hay que aclarar que los 24 reporteros acompañantes pagaron su hospedaje. De cualquier manera, fue un dispendio.

Indudablemente, la erogación por el viaje a Francia será mayor que la registrada en Gran Bretaña, que incluyó convivencia con la familia real. México se desmorona, pero parece que existen viarias realidades, la de los señores del poder, la de los pobres y la de la gente que cada día se esfuerza más en estudiar, invertir y trabajar.

La casa es de cartón y palos, con piso de tierra, en un territorio hostil; pero hay que asistir a las celebraciones que rememoran la Toma de la Bastilla, en Francia. Después de todo, los viajes al extranjero forman parte de las oportunidades históricas.

La señora amable

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Comparado con el Ajusco, al sur de la Ciudad de México, el Xitle, que en náhuatl significa “ombliguito”, es minúsculo; sin embargo, cuando hizo erupción en el año 2.422 antes del presente (AP), fue capaz de distorsionar el paisaje natural y cubrir la floreciente cultura mesoamericana de Cuicuilco.

Situado a 3.100 metros sobre el nivel del mar, el Xitle cubrió de lava alrededor de 70 kilómetros cuadrados. El panorama y la vida se modificaron totalmente. Tras la erupción volcánica, nada fue igual.

Al recorrer Cuicuilco, el Pedregal de San Ángel y zonas como Tlalpan -la antigua Villa de San Agustín de las Cuevas-, es inevitable reconocer la fuerza del volcán tipo cono de ceniza, que transformó los colores y formas de la naturaleza y el desarrollo de una civilización prehispánica.

No pocas ocasiones, al contemplar los efectos de la erupción del Xitle y otros volcanes, he quedado maravillado y, a la vez, aterrado por la fragilidad de la vida. He comparado, adicionalmente, la ira de la naturaleza, expresada en erupciones volcánicas, terremotos, huracanes y tsunamis, con el enojo humano que cuando excede los límites de la normalidad, también destruye lo que encuentra a su alrededor.

En la hora contemporánea, acaso por la dinámica que las sociedades viven cotidianamente, es frecuente coincidir con rostros humanos endurecidos y cada vez más agresivos. Como que mucha gente, al andar en calles, escuelas, negocios y centros laborales, porta un aspecto de enojo que lamentablemente, en no pocos casos, dejó de ser máscara para convertirse en elíxir que envenena el interior.

He presenciado, en el lapso de los últimos meses, escenas protagonizadas por personas que muestran rostro de irritación, sentimiento que ante cualquier motivo se torna en violencia. Discuten y hasta llegan a las agresiones físicas. Esto sucede en hogares, escuelas, centros laborales, negocios, calles, sitios de diversión. Hemos perdido la capacidad de ser amables, dar las gracias, pedir por favor y respetar a los demás.

La gentileza, hoy casi virtud exclusiva de seres evolucionados y superiores, se extravió en el camino. Innegablemente, los hombres y mujeres de la hora contemporánea tienen a su servicio comodidades que proporcionan la ciencia y tecnología, como nunca antes en la historia; pero extraviaron en alguna parte la amabilidad, la frescura de la vida, el agradecimiento, las buenas intenciones, el respeto, la tolerancia y la paz.

Hace años, cuando era niño, conocí un ser humano extraordinario y de virtudes, una mujer a quien la gente llamaba la señora amable. De mirada dulce y comprensiva, sabía escuchar a las personas que casi siempre, por la confianza que les inspiraba, le confiaban algún dolor o tristeza. Las palabras que pronunciaba nunca se transformaron en el aguijón que inyecta veneno porque desconocía la costumbre de hablar mal de los demás. Nunca fue pepenadora de vidas ajenas. Respetó a los hombres y mujeres que le rodeaban.

A pesar de que sufrió lo indecible durante su niñez, adolescencia y primeros años de juventud, dedicó los días de su existencia a derramar agradecimientos, perdonar ofensas, regalar detalles y descubrir lo bello en cada expresión de la vida. Entendió que el amor y las cosas no solamente son para uno, sino para el bien que se pueda hacer a los demás.

Tal era su amabilidad, que cuando alguien visitaba su casa, le ofrecía agua, comida, atenciones, consejos. Su plática amena semejaba el rumor de la cascada o la lluvia una mañana de primavera o una tarde veraniega. Siempre extendió la mano al necesitado, alimentó al hambriento, curó al herido, dio de beber al sediento, atendió al enfermo y consoló al afligido.

Nunca se le vio discutir ni maldecir a la gente, y menos pelear o amenazar como hoy que parece tan fácil destilar odio. Su hogar, sus hijos, fueron su mayor tesoro; pero su amabilidad traspasó las fronteras de su casa y llegó aquí y allá, a las personas que la trataron.

Esa mujer que ahora parece extraída de una historia extraordinaria y mágica, fue mi madre. Me consta que quienes le llamaban la señora amable, tenían razón. Un día, ya en los años juveniles, recibimos en casa a unos amigos de Chile y Perú, quienes estudiaban la maestría de Demografía en el Colegio de México. Permanecieron varios días en casa. Antes de partir, agradecieron las atenciones recibidas y se dirigieron a mis hermanos y a mí con la intención de felicitarnos por la madre que teníamos. Aseguraron que pertenecía, quizá, a la última generación de mujeres que se entregaban por completo a su hogar, desde el que prodigaban amor, amabilidades y virtudes.

Cierto, las condiciones humanas cambian y no es lo mismo ayer que hoy; no obstante, resulta lamentable que en la hora presente abunden las personas que han perdido por completo la cortesía. Hay mucho odio y enojo en todas partes. La violencia parece ser, en determinados momentos y lugares, práctica normal y cotidiana ya muy generalizada. La televisión -nodriza de varias generaciones- se ha encargado de promover lo burdo y normalizar situaciones como la ira y la violencia.

En verdad sería muy sano recuperar la capacidad de agradecer, solicitar las cosas con la expresión por favor, practicar el respeto y la tolerancia, sonreír, controlar la ira, arrojar el resentimiento al cesto de la basura. Si practicáramos tales principios, al menos desde los círculos más cercanos, seguramente los efectos multiplicadores serían asombrosos para bien de todos. Como que avanzaríamos otro peldaño.

La furia, como la que actualmente prevalece en muchos ambientes, puede destruir todo, igual que los volcanes cuando hacen erupción y acaban con la vida y el paisaje. Después de un arrebato de ira, nada es igual. Al contrario, la amabilidad, cuando es auténtica, es semejante a los ríos que serpentean la campiña y dan vida. Uno puede ser, al tratar a los demás, volcán o lluvia.

Mi madre fue la señora amable. Ahora que no se encuentra físicamente con nosotros, no pocas personas la recuerdan entrañablemente y admiten que con sus consejos, atenciones y ternura influyó positivamente en sus vidas.

Una vez, en la adolescencia, leí un epitafio inscrito en una tumba que más o menos decía: “mis hijos buscaban a su madre y yo a mi esposa, mas ella que fue de virtud modelo, yace bajo esta losa, y nosotros sin encontrar consuelo”. El texto me impresionó y recordó a mi madre, pues seguramente esa mujer a quien le lloraban su esposo e hijos, dejó huellas indelebles durante su jornada existencial y fue otra señora amable.

Los periodistas estamos solos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Redactaba el último párrafo de un reportaje, a las siete de la noche, cuando el chofer del periódico se aproximó a mí sigilosamente para avisarme, casi al oído, que más de un centenar de personas, al parecer enardecidas, preguntaban por mí y exigían mi presencia en el patio de la empresa.

El hombre, quien mostraba nerviosismo y mortificación, preguntó si deseaba que me negara o si enfrentaría al grupo. Analicé los escenarios que podrían presentarse y opté por el diálogo.

Igual que a los funcionarios públicos y políticos cuando les bloquean y toman sus oficinas, docenas de hombres y mujeres, totalmente alterados, me rodearon de inmediato con la intención de reclamar, entre amenazas e insultos, el contenido de un reportaje que había publicado acerca de una colonia popular en cierta zona de Morelia, capital de Michoacán.

El líder, manipulador de otros dirigentes de colonias, planteó que en mi reportaje había tergiversado la realidad, que era mentiroso y que de alguna manera le afectaba la publicación porque denigraba su gestión e imagen pública.

Sentí varios coscorrones y empujones. Las señoras gritaban y me insultaban. Amenazaban desnudarme y exponerme a la mitad de la avenida. Otras, fuera de sí, advertían que incendiarían el periódico. Los hombres, en tanto, exigían, con groserías, que tuviera valor y asumiera las consecuencias de publicar farsas que perjudicaban a su dirigente.

Les expliqué que durante mi recorrido por las calles de la colonia mencionada, los moradores se habían quejado de falta de organización, obras y servicios básicos deficientes e inseguridad, escenario que el otro, el hombre de mayor autoridad, negó.

Observé furtivamente a mi alrededor. Comprendí que aquellas personas, controladas por el líder mayor, habían ido al periódico por mi cabeza. Se encontraban a unos centímetros de mí, lo que les permitía golpearme la cabeza, empujarme y gritarme. Percibía sus alientos.

En determinados momentos lograba tranquilizarlos con mis explicaciones, pero de pronto alguna de las mujeres lamentaba que hubiera publicado un reportaje que molestaba a su jefe y todos volvían, como un contagio, a amenazar e insultar.

Sé que el tiempo siempre es el mismo. Lo único que cambia, de acuerdo con la situación que se vive, es la percepción que se tiene del mismo. Los minutos me parecieron horas. Aquel encuentro parecía interminable.

Desconocía lo que aquella turba haría conmigo. Solamente estaba seguro de que el director y los jefes de Redacción e Información no saldrían en mi defensa. El vigilante permanecía encerrado en su caseta, con su televisor y el teléfono a un lado. Definitivamente, los reporteros gráficos no tomarían fotografías de aquel hecho. Estaba solo. Así me sentí.

Las señoras eran más agresivas y reactivas que los señores. De inmediato decidí implementar una estrategia para solucionar el problema. Expliqué a mis cuasi verdugos que las personas que entrevisté habían confundido el nombre de la colonia porque varias colindaban de una calle a otra, motivo por el que estaba dispuesto a regresar con el objetivo de que él, el líder, me demostrara que la situación era diferente a lo que explicaba en mi reportaje.

Convencí a los manifestantes. Antes de marcharse, las mujeres amedrentaron con regresar para desnudarme. El dirigente aceptó mi propuesta y me invitó para que visitara la colonia dos días más tarde. Lo que miré y sucedió durante mi recorrido, forma parte de otra historia. Ningún directivo me preguntó esa noche ni al siguiente día sobre lo ocurrido en el patio del periódico. Una vez más comprobé y entendí que nosotros, los periodistas, estamos solos y desprotegidos.

Francisco Javier, el gallo de los constructores michoacanos

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Tiene historia. Es de los hombres que un día, otro y muchos más, al envejecer, no contará las horas repetidas y monótonas, sino relatos, capítulos de una vida intensa, cautivante e irrepetible. Así es, o al menos es lo que irradia, lo que uno percibe al conversar con él.

La caminata de las horas conserva su ritmo, su cadencia, porque el tiempo es indiferente a las personas, a los seres vivientes, a las cosas del mundo; pero en la oficina de la empresa -su constructora-, los directivos y empleados revisan documentos, hablan por teléfono, envían correos con información y toman decisiones. Es sábado, día en que el horario laboral es más corto.

Transcurren los minutos. Las voces de hombres y mujeres llegan hasta el vestíbulo de la oficina, en la planta baja, hasta que una secretaria desciende por las escaleras y anuncia que él, Francisco Javier Gallo Palmer, director de la empresa y presidente de la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción en Michoacán, espera en su despacho.

El escritorio y los libreros del hombre contienen documentos engargolados, oficios, cartas, comunicados, fólderes. De no ser por una especie de gallo cubano, disecado, y otro más atrapado en una pintura al óleo, que recuerdan el apellido paterno del constructor, la mayor parte de los elementos que permanecen a su alrededor son de trabajo. Como que es la oficina de alguien que más que poses y lucimientos, toma decisiones, ordena, emprende acciones, negocia, lidera y revisa la ejecución de las obras.

Su aspecto es el de un hombre del norte mexicano, con su gran bigote cano. Se le nota, en apariencia, hosco y endurecido, como si se tratara de un señor que puede disgustarse por cualquier motivo; no obstante, al deambular por las laderas de su existencia, uno descubre que está más allá de poses, como las que adoptan algunos empresarios arrogantes y, a la vez, aplaudidores de las acciones gubernamentales, los funcionarios y los políticos.

Al mirar uno el gallo disecado que consiguió en Cuba y el otro, el mexicano, cautivo en el lienzo, sabe que la pregunta se relacionará con esa clase de aves y confirma, efectivamente, que son el significado de su apellido paterno.

Francisco Javier abre el baúl de las remembranzas con el objetivo de explicar que su abuelo fue dueño de la antigua fábrica Gallo Hermanos Navajas. Conoció el taller en la época en que las navajas para gallos de pelea se manufacturaban en el yunque, con fuego y marro.

Con una mezcla de alegría, orgullo y nostalgia, admite que los gallos le apasionan y han formado parte de su vida, al grado que hace años, en una faceta de ranchero, se dedicó a la crianza de esa clase de aves.

Evoca la infancia en Pátzcuaro, donde nació y estudió, hasta que un día, en plena adolescencia, la familia Gallo Palmer se mudó a Guadalajara, quedando en la memoria y el álbum de remembranzas los muchos días consumidos en algún rincón del pueblo lacustre. Su padre laboraba en el Gobierno Federal, de donde lo comisionaron a la capital de Jalisco.

Francisco se volvió habitante de varios lugares. Así inició la etapa que sin duda marcó su trayectoria, su estilo de vida, porque estuvo aquí y allá, en una entidad y en otra, durante un cuarto de siglo.

Si bien es cierto que durante sus andanzas retornó a Morelia, la capital de Michoacán, donde laboró en el gobierno estatal de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, en la década de los 80, su trabajo en la Secretaría de la Reforma Agraria y las comisiones que desempeñó en algunas instituciones, le dieron oportunidad de radicar en 18 estados de la República Mexicana y conocer, en consecuencia, personajes de los ámbitos empresarial, político, social y académico, y hasta de la guerrilla.

Acosado por mosquitos e insectos, en parajes montaraces, dialogó repetidas ocasiones con Lucio Cabañas Barrientos, maestro rural que estudió en la Normal Rural de Ayotzinapa, y fue líder estudiantil, jefe del Partido de los Pobres y guerrillero en la sierra, precisamente en ele stado de Guerrero, durante la década de los 70; también lo hizo con los zapatistas, en la selva lacandona de Chiapas, antes de que el movimiento armado perdiera su esencia.

Trató con gobernadores y políticos de primer nivel, hasta que un día replanteó su vida y experimentó necesidad de dar vuelta a la página, concluir 25 años de historia intensa e iniciar un capítulo diferente en Morelia, la capital de Michoacán, cerca de su terruño -Pátzcuaro-, donde nació y se diluyeron los días de su infancia.

Le urgía reunir a sus hijos, que tuvo muchos en diversas ciudades del país. Quizá era protagonista de incontables historias que llevaría en el morral de las remembranzas; pero le faltaban, y eso era importante, los capítulos al lado de sus hijos.

Convenció a todos y lo que parecía sueño, fantasía, ilusión, se cristalizó, al cabo del tiempo, en realidad. Hoy, Francisco Gallo Palmer radica en Morelia con la satisfacción de que todos sus descendientes viven en la misma ciudad.

Regresó a Morelia en 2002 y hasta 2008 concretó su sueño familiar. Sus descendientes estaban dispersos en Chiapas, Oaxaca, San Luis Potosí y Tamaulipas, entre otras entidades. Unos llegaron a Morelia a continuar sus estudios y otros, en tanto, a establecer negocios.

Francisco hace una pausa, detiene su relato, como si le embargara la nostalgia. Reflexiona y se pregunta de qué sirven las vivencias intensas, las comodidades, si no se tiene capacidad u oportunidad de disfrutar lo bello. Ahora, admite, goza la convivencia con sus hijos y nietos.

Desde que se estableció en la ciudad de Morelia, en 2002, fundó una constructora que ha participado en más de 200 obras en diferentes municipios michoacanos, entre las que destacan las calles de Cuitzeo, el puente de Guadalupe Victoria a Torreón Nuevo, el boulevard Arriaga Rivera y la vialidad, también en la capital michoacana, de Cuautla; asimismo, ha hecho edificios y hasta la Estancia del Adulto Mayor. Afirma que cuando transita cerca de las obras ejecutadas por su constructora, experimenta bastante satisfacción por el hecho de haber aportado algo al desarrollo de Michoacán.

Quienes hemos asistido a las actividades públicas de la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción en Michoacán, escuchamos que al referirse a Francisco, su líder, los empresarios del ramo declaran que tienen un gallo que los representa y defiende los intereses del sector.

Innegable es que él, Francisco Javier Gallo Palmer, ha roto paradigmas de esa agrupación, y a diferencia de las tácticas de no pocos de sus antecesores, ésta tiene mayor apertura, incluyendo a los periodistas que muchas ocasiones le formulamos preguntas complejas. Seguramente -sólo él lo sabe- ha pagado las consecuencias de hacer declaraciones incómodas para ciertos actores públicos.

Busca en los anaqueles de la memoria y encuentra el momento en que se convirtió en líder. Fue en la escuela, en el internado, donde se comprometió a defender a sus compañeros más débiles. “En los internados, la vida no es fácil, y menos en la época en que fui estudiante”, refiere.

Entre otros cargos, fue líder nacional de la Unión de Promotores Agrarios, dirigente de capacitación del INCO Rural y presidente del Club de Leones. Igualmente, encabezó la Asociación de Charros de Chiapas.

Confiesa que en el caso de la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción, Delegación Michoacán, experimentó la urgente necesidad de darle mayor apertura y colocarla en el sitio que le corresponde.

Sabe que la sociedad mexicana no siempre cree en las agrupaciones empresariales, y menos si debe pagar cuotas. Hay que trabajar con ahínco para ofrecer resultados, con la advertencia de que no se trata de conseguir empleos ni favoritismos, sino representar, defender, capacitar y fortalecerse como sector, indica.

Su mayor deseo, en ese aspecto, es concluir con éxito su gestión dentro de la Cámara Mexicana de la Industria de la Construcción en Michoacán, lo cual será en febrero de 2016. Se siente satisfecho al saber que existe una generación de constructores michoacanos dispuestos a seguir adelante con los proyectos y a trabajar arduamente para propiciar el desarrollo del sector y de la entidad en beneficio de toda sociedad.

Suspira y expresa: “ya son 63 años”. Sonríe. Pasará la estafeta de su empresa a quienes continuarán dándole rumbo empresarial. Él, el gallo de los constructores michoacanos, dedicará los días de su existencia a convivir con sus hijos y nietos; aunque indudablemente escribirá sus memorias y la historia de sus antepasados porque fueron inquietos, como él, y participaron en la colonización de Baja California Sur cuando era territorio. Francisco se queda en la constructora, rodeado de colaboradores; uno, en tanto, desciende las escaleras con la libreta en la mano y la idea de redactar la entrevista. Es media mañana del sábado.

Don Porfirio Díaz Mori y dos historias

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Unos, al escribir la historia, la recuerdan; otros, en tanto, la rescatan por medio de vestigios, documentos y evidencias; algunos, en cambio, la alteran y hasta la inventan. Todo depende del autor, de las intenciones e incluso del régimen político que ordene su recapitulación.

En México, como en otras naciones, la historia se hizo oficial para favorecer a los señores del poder. Muy al estilo de las doctrinas religiosas en las que hay santos y demonios, los protagonistas también fueron fragmentados, ausentes de los claroscuros naturales en los seres humanos, hasta presentarse en los libros como héroes y traidores. O eran buenos o malos.

Así, los protagonistas históricos que coincidieron con los intereses, políticas e ideología de los dueños del poder, durante décadas permanecieron como héroes, paladines de un México en el que siempre han coexistido poderosos y miserables; los personajes que por sus acciones del pasado no se ajustaron a las doctrinas partidistas de la época moderna, quedaron atrapados en el lodazal de los traidores.

En el caso de José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, quien nació el 15 de septiembre de 1830 en Oaxaca, y murió en el exilio, en París, Francia, el 2 de julio de 1915 y fue presidente de México en nueve períodos, iniciando el primero a partir de 1876 y concluyendo el último en 1911, los historiadores del oficialismo lo satanizaron al grado de destacar exclusivamente sus rasgos negativos y sepultar su perfil positivo, hasta quedar en la conciencia colectiva la imagen de un dictador.

Obviamente, un régimen político que se mantuvo 71 años consecutivos en el poder, hasta convertir el ejercicio de autoridad en dictadura de partido más nefasta que la que impuso el propio Porfirio Díaz Mori, definitivamente no podía tolerar a quien les guste o no, con sus luces y sombras, contribuyó a la modernidad de México hace poco más de una centuria.

Los historiadores oficialistas tuvieron que aplicar una cirugía mayor para que Porfirio Díaz Mori permaneciera en los abismos del desprecio nacional, y es que nadie podría tolerar que la modernización nacional se impulsara a costa de la explotación y miseria de la mayor parte del pueblo mexicano de aquella época; sin embargo, al hacer un recuento, cualquier analítico llegará a la conclusión de que mayor daño y saqueo en perjuicio del país se han registrado con el sistema político mexicano que ejerció el poder durante las últimas siete décadas del siglo XX, junto con los que continúan ostentándolo hasta la fecha. Tal vez una dictadura no pueda ver ni tolerar otro sistema parecido.

Había que aprovechar una revolución, por no llamarle revuelta, en la que más que una lucha genuina y justa, se registraron crímenes, asaltos, saqueos y violaciones. Fue un movimiento en el que predominaron más los instintos bestiales, el odio, la crueldad y el resentimiento, que la búsqueda de bienestar y justicia social. Evidentemente, había que suavizar los episodios revolucionarios para que todos creyeran que se trató de una lucha justa de la que surgieron, posteriormente, décadas de armonía, estabilidad y progreso para los mexicanos.

A pesar de su permanencia en el poder en lo que se transformó en dictadura, Porfirio Díaz Mori también fue héroe y pionero en la construcción del México moderno; pero lamentablemente a autoridades y políticos no les conviene resaltar las virtudes de ese gran estadista. Aprovecharon el descontento que ya existía en la época porfiriana y acentuaron los aspectos negativos. Don Porfirio tuvo un rostro positivo y otro negativo. Es un tema muy complejo y, además, controvertido.

El pasado jueves 2 de julio de 2015, al cumplirse 100 años del fallecimiento de don Porfirio, sus restos permanecen en París, Francia, y al parecer no retornarán a México. Simplemente, se organizó una misa solemne en la parroquia de Nuestra Señora del Socorro, en Lomas Chapultepec, una de las zonas más exclusivas del Distrito Federal, claro, la misma donde la familia presidencial y otros personajes de la política tienen sus mansiones.

Al cumplirse el primer centenario de la muerte de Porfirio Díaz Mori, recordé que hace más de una centuria, uno de los salones de La Estrella de Oro, la casona del personaje a quien la aristocracia mexicana conocía como marqués de Serrallonga, exhibía, entre poltronas, espejos, esculturas, óleos, mesas con bases de mármol y el piano traído de Alemania -todo un acontecimiento cuando llegó a Papantla, Veracruz, y lo armaron técnicos europeos-, un reloj de porcelana con una carátula en la que los números fueron sustituidos por letras que formaban el nombre del presidente del país. Los signos numéricos del uno al 12, cedieron espacio a una docena de letras que formaban el nombre Porfirio Díaz.

José Serrallonga Fortes y Cristina Patiño Campos, marqueses de Serrallonga que durante cierta época, junto con otras familias extranjeras, controlaban el mercado mundial de la vainilla, eran amigos de don Porfirio Díaz Mori y su esposa Carmelita Romero Rubio y Castelló, con quienes periódicamente solían asistir al teatro en la Ciudad de México.

De los carruajes elegantes descendían hombres y mujeres, a los que con regular frecuencia se añadía el de los marqueses de Serrallonga, quienes compartían palcos con la pareja presidencial, con la cual, por cierto, pasaban días de descanso en la Hacienda Molino de Flores, enclavada en algún rincón de Texcoco, Estado de México, y en otros lugares.

Es innegable que aquellos personajes, junto con otras familias, compartieron horas de convivencia y encanto frente a la realidad incierta y la desdicha de millones de personas explotadas, principalmente en el campo y las minas. El proceso de modernización de México era desigual, con la fortuna y la dicha para un número reducido de personas y la sombra de la penuria para incontables familias miserables y explotadas, hasta que inició el movimiento revolucionario, también con sus auroras y ocasos, y el telón cayó. Los marqueses de Serrallonga, como su amigo Porfirio Díaz Mori y otras familias acaudaladas de la época, resbalaron a los desfiladeros de la historia y la vida. Perdieron todo. Se acabaron.

Ese es fragmento de una historia real. Esta es otra. Igual que con los retratos que quedan atrapados en los álbumes, las cartas escritas a los familiares y a los amigos son guardadas en los baúles, en los roperos, hasta convertirse en ayer, en recuerdo, en fragmentos de hombres y mujeres que protagonizaron historias y quedaron como testimonios de que alguna vez existieron en este mundo.

Y es que si no fuera por esas fotografías amarillentas y por aquellas misivas carcomidas, en ocasiones manchadas por la parafina de las velas y a veces por la humedad, ¿quién recordaría a los seres anónimos cuando dejaran de existir? Nadie sabría de ellos porque solamente quedarían las huellas indelebles de aquellos que emprenden grandes proezas y aportan algo a la humanidad, o de los que arrebatan todo y se quedan con el poder para inmortalizarse.

Tal vez nadie sabría acerca de Zeferino Montero y Eleno Aguilar, de no ser por la carta que el segundo escribió al primero un 30 de junio de 1904, en plena época del Porfiriato, con la intención de reunirse y convivir, disfrutar las caricias del agua y mirar con paciencia el discurrir de las horas.

Uno y otro eran agricultores y ganaderos. Arrancaban a la tierra el maíz que cada hora recibía el aliento del sol, las caricias de la lluvia, el soplo del viento, y que más tarde, al cabo de las semanas, comercializaban en Xilitla, un pueblo de San Luis Potosí.

También se dedicaban a la venta de café y otros productos, actividad que complementaban con la cría de ganado. Eran, como tantas personas en la época del Porfiriato, medieros y no siempre tenían éxito en sus negocios porque competían contra los hacendados y latifundistas que parecían ser dueños de todo.

Como constancia de aquella amistad que concluyó en compadrazgo, vínculo muy peculiar entre los mexicanos, existe una carta que data de 1904, seis años antes de que iniciara el movimiento revolucionario. Fue escrita por Eleno Aguilar el 30 de junio de aquel año en Xilitla, que en lengua indígena significa tierra de caracoles y se encuentra en San Luis Potosí.

La misiva fue dirigida a Zeferino Montero, quien entonces moraba en Xilitlilla, y su contenido era el siguiente:

“Estimado compadre:”

“Como muchas veces no viene usted al comercio el día domingo, me apresuro a manifestarle que lo espero sin falta el lunes, pero temprano, a fin de que nos vayamos a gozar un poco a Tancanhuitz con aquella temperatura tan agradable y aquella agua que ni tantito mal le hace. No se preocupe mucho por llevar mucho dinero, pues a más de que no es fuerza gastar, yo procuraré que sus gastos no sean tan grandes”.

“Mis recuerdos a mi comadre y chico y usted ordene a su compadre que lo aprecia”.

“Eleno Aguilar”.

“Si acaso puede ver a Hermenegildo, dígale que no le destape las clavijas, que no hay que tentar a Dios de paciencia”.

Y así fue. Los dos amigos se reunieron como tantas ocasiones lo habían acordado. Ambos se trasladaban en yeguas hasta Tancanhuitz, que significa canoa de flores, donde compraban alimentos y provisiones o vendían sus productos.

Con la Revolución Mexicana, el rostro del país se desfiguró como sucedió con la hoja de papel que una hora de 1904 utilizó Eleno Aguilar para invitar a su amigo Zeferino Montero a hacer un paréntesis dentro de su vida cotidiana, olvidar los asuntos de dinero y disfrutar la temperatura del agua, porque después de todo la vida, según parece, un día llega y otro se diluye.

Zeferino Montero, quien fue testigo de los días porfirianos, revolucionarios y de pugna entre generales por obtener el poder del país, recibió el 26 de agosto de 1925, en Xilitla, una tarjeta postal impresa en Estados Unidos de Norteamérica, cuyo texto fue redactado por Margarita González.

El anverso presenta una fotografía muy peculiar de Xilitla, San Luis Potosí. Al fondo, luce majestuosa una imponente montaña; en primer plano, en tanto, se aprecia una plaza pública con casas típicas. En la casona principal de dos plantas, cuelga un letrero comercial con la razón social “La Palestina”. Hay algunas personas y un árbol; además, la fotografía incluye un impreso que señala “calle Zaragoza, Xilitla, S.L.P.”

Fue el mismo Eleno Aguilar quien el 29 de enero de 1921, 17 años después de haberle escrito a su compadre Zeferino Montero, decidió dirigirle unas palabras a su ahijado Francisco Montero. Con letra manuscrita, escribió en el reverso de una tarjeta postal impresa en Alemania, el siguiente texto:

“A mi distinguido ahijado Francisco Montero:”

“Tengo el gusto de felicitarte con la presente tarjeta que representa no al tirano como el vulgo ha querido apostrofarle, sino al primer estadista de las Américas, al ilustre y valiente general D. Porfirio Díaz”.

“Consérvalo como un recuerdo de tu padrino Eleno Aguilar”.

Resulta que la impresión ofrece la traducción de “tarjeta postal” en más de 10 idiomas y el anverso exhibe, para sorpresa de todos, al presidente Porfirio Díaz Mori, ya anciano y con uniforme militar con insignias, montado a caballo y al fondo, primero, los ahuehuetes, y en la parte alta, en tanto, el soberbio e histórico Castillo de Chapultepec.

Se trata, en verdad, de un documento invaluable, ya que la fotografía del general Porfirio Díaz Mori es muy singular y, además, el concepto de Eleno Aguilar respecto a quien fue presidente de México una década antes de dedicar la postal a su ahijado Francisco Montero, demuestra que no solamente muchas familias acaudaladas reconocían en el mandatario nacional a un hombre que aportó mucho a México, sino también fue admirado y valorado por personas de menor posición económica, lo que desmiente, una vez más, a la historia oficial y a sus detractores.

Resulta fundamental analizar y estudiar el Porfiriato para reescribir la historia no en base a mentiras o suposiciones, sino a la verdad, con sus luces y sombras, con las flores que sostuvo en una mano y el látigo que sujetó con la otra. Hay que renunciar a esa historia oficialista de santos y demonios para descubrir a los hombres con sus virtudes y defectos. Sólo así podrán centrarse los mexicanos, entender su pasado, comprender su presente y definir su futuro. Es primordial asimilar las lecciones históricas.