Infectología

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

A los 16 años de edad, cuando ingresé al área de Infectología, en un hospital de la Ciudad de México, la enfermera, malhumorada, ordenó que me desnudara e introdujera en la tina que contenía agua con hielos; además, me entregó unas tijeras enormes para que cortara las uñas de los pies en caso de que lo requiriera.

La fiebre me acosaba y volvía torpe. Ella, la mujer atrapada en un uniforme blanco, aprovechó la ausencia de mi padre que se encontraba tramitando mi ingreso hospitalario, para anticiparme que allí, con los infectados, miraría de frente a la muerte, y aseguró que nosotros, los enfermos graves, representábamos la escoria de la sociedad, la inmundicia del mundo, y que quizá, tras días de sufrimiento, perecería como había acontecido con otros pacientes.

Estaba preso en la celda de la salmonelosis, camuflajeada por la muerte, con la apariencia de una y otra enfermedad para desviar la atención y confundir a los médicos, a los especialistas.

Fue un día 10 de enero, en la tarde, cuando iniciaron los síntomas con escalofrío, dolor de cabeza y abdominal, vómito y fiebre muy elevada que provocaba convulsiones. Esa noche, mis padres me llevaron con el médico, quien informó que se trataba de una infección severa en la garganta. Elaboró la receta y empecé el tratamiento.

Conforme transcurrían los días, mayor era la gravedad. Mis padres me llevaron una y otra vez con médicos particulares e incluso del sector público, y en todos los casos, basados en resultados de análisis clínicos, coincidían en que se trataba de una infección en la garganta.

Uno, al enfermar a ese grado, pierde el sentido de las cosas, de tal manera que los proyectos e ilusiones, los bienes materiales, los intereses, resbalan a abismos insondables y emergen, en su lugar, dolores y preocupaciones que acaparan la atención. Como que los esquemas de la vida se derrumban ante las ideas de las enfermedades crónicas y la muerte.

Cuando uno tiene poco más de década y media de vida, difícilmente comprende que la vida presenta luces y sombras y que es tan frágil la diferencia entre la aurora y el ocaso, que en cualquier momento puede descender el telón y dejar inconclusa la trama existencial. Entre el cunero y el ataúd solamente hay un paso. Por eso, en los cementerios, entre árboles de ramas agachadas y entristecidas y sepulcros ennegrecidos, las ráfagas parecen repetir “vive”.

Las atenciones de mis padres, las revisiones de los especialistas, los medicamentos y las inyecciones resultaron insuficientes para contener las altas temperaturas, el vómito, los dolores intensos y las convulsiones.

Tan maquillada estaba la salmonelosis, que confundió hasta los especialistas del Centro Médico, quienes igual que los galenos que les antecedieron, opinaron que yo sufría una infección muy aguda en la garganta.

Finalmente, me recibió un médico de apellido Juambelz, quien tenía su consultorio por el rumbo de Mixcoac, donde se encontraba la casa de su madre. Hombre él ya viejo, con bastante experiencia, pronosticó que mi enfermedad se debía a una infección muy fuerte, y citó la salmonelosis como posibilidad.

Ya debilitado, escuché como entre sueños que mi nivel de gravedad era bastante elevado y, por lo mismo, enfrentaba el riesgo de sucumbir. Aseguró que estaba demasiado grave y que moriría si no me atendían de inmediato. Era primordial que ese mismo día fuera internado en el hospital y los médicos se orientaran a tratar la enfermedad que definitivamente no era causada por una infección en la garganta. En todo caso, el exceso de tratamientos había alterado el cuadro clínico. Recomendó el Hospital de la Raza.

Mi padre luchó contra la burocracia de los empleados y la soberbia de los médicos, quienes a pesar de mi gravedad, rechazaron que sufriera salmonelosis. Ataviados con sus batas blancas y atrapados en su síndrome de deidades, se oponían a los argumentos paternos. ¿Cómo iban a admitir que un hombre ajeno al ejercicio médico les diera indicaciones? En cuanto a las recomendaciones del doctor Juambelz, su orgullo y celo profesional, que no fue más que una actitud superficial y frívola, propia de hombres y mujeres que olvidan que también morirán con todos sus conocimientos acerca de salud, les parecieron exageradas y totalmente absurdas.

A pesar de la oposición de los médicos, mi padre consiguió mi ingreso hospitalario, y es que él no se daba por vencido. Solía expresar que el día que la humanidad dijera “no puedo” y abandonara todo intento de lucha, el mundo llegaría a su fin. Y lo practicó toda su vida.

De este modo, la enfermera que me recibió, menos humana y más con aspecto de carcelera o soldadera, me reprendió y asustó con el argumento de que el área en la que permanecería era la de los más graves, el recinto de la basura entre los pacientes del Instituto Mexicano del Seguro Social.

Débil y casi sin sentido, me condujeron hasta un área bastante restringida, que consideraban era de los pacientes de gravedad. Me acomodaron en una cama y de inmediato me aplicaron suero. No tardaron en visitarme los médicos, quienes me revisaron minuciosamente y ordenaron exámenes de laboratorio.

Una vez que médicos y enfermeras se retiraron de la habitación, los tres internos que se encontraban en las otras camas me recibieron con la noticia de que momentos antes había fallecido un paciente con síntomas demasiado similares a los que yo presentaba. Bautizaron mi espacio como “la cama de la muerte”, porque referían que todos los pacientes que eran instalados allí, fallecían. Curiosamente, yo fui el único de los cuatro que sobrevivió. Tales señores padecían infecciones intestinales y no tuvieron oportunidad de sanar.

Tal vez resultaría ocioso narrar las pruebas dolorosas e interminables que pasé; pero basta comentar, para dar idea del ambiente, que la enfermera que me introdujo en la zona anal un palo con el extremo cubierto de algodón, lo hizo con brusquedad y exclamó “¡Esto es lo que se siente, para que nunca lo olvides!”

Cómo se mofaban las enfermeras de mi padecimiento e ingenuidad. Cuando me tomaban las placas de rayos X, ingresaban y ante el radiólogo que reía, ordenaban que colocara las manos en la nuca. Reían cuando sentía resbalar los pantalones enormes de mi pijama.

Los hombrecillos de las tres camas vecinas, insistían en fastidiarme, a pesar de que los cuatro recibíamos el aliento de la muerte que acechaba en los corredores, en todos los rincones del hospital.

Desde la cama donde me encontraba -la de la muerte-, distinguía el paso apresurado de camillas, médicos, enfermeras y personal que llevaba tanques de oxígeno y equipos para auxiliar a los moribundos, a los que agonizaban, a los que daban el último suspiro.

Mi madre se hizo cargo de mis cuatro hermanos menores, mientras mi padre permaneció en el hospital prácticamente día y noche, atento a los reducidos horarios de visita y a cualquier noticia, buena o mala, sobre mi salud y mi vida.

Cuando mi padre iba a casa, en las mañanas, con la finalidad de bañarse y mudar ropa, compartía con mi madre las noticias sobre mi estado de salud tan deplorable. Prácticamente, había que estar preparados para el desenlace porque la enfermedad se agudizaba y los especialistas auguraban mi deceso.

Fue en el período de mayor gravedad cuando recibí no solamente la visita de mis progenitores, sino de algunos de mis parientes y vecinos, acto más similar a la despedida, a la visita postrera, al anuncio fatal.

Uno de esos días aciagos, los especialistas anunciaron a mis padres que las esperanzas de vida para mí se acortaban. El cuadro clínico resultaba demasiado complejo, principalmente porque los resultados de laboratorio, al inicio de la enfermedad, habían sido ambiguos y, en consecuencia, provocaron confusión en los médicos que me atendieron previamente- Se perdió mucho tiempo, mientras la infección avanzaba incontenible.

Al recibir la noticia, se abrazaron fuerte, con el amor tan intenso que siempre los unió, hasta derramar lágrimas, fundir sus corazones en uno y comprender que la vida es un sí y un no, y que si hay auroras, arcoíris, cascadas, también existen ocasos, noches frías y desoladas. Se fortalecieron y, a la vez, decidieron seguir luchando conmigo hasta el final; aunque no desconocían, por su formación, que de mí dependería gran parte de mi salvación.

Mi padre volvió a abrazar a mi madre. Lloraron y al mirarse, experimentaron una sensación dolorosa y un vacío terrible, como si se hubieran transmitido calladamente la idea de que su familia se desmoronaba y resultaba preciso, en todo caso, impedir que prematuramente se convirtiera en trozo, ruina, fragmento. Aún no era día de las ausencias.

Atormentado, el hombre abandonó la tristeza e impotencia en la sala de espera del hospital y entró a la habitación infectada, donde yo, su hijo, renunciaba gradualmente a la vitalidad. Mi vida escapaba con cada exhalación. Era un navegante, parece, que se alejaba del puerto, guiado por un viento extraño y melancólico que arrastraba el aroma pútrido de la muerte.

Hombre de incontables vivencias y gran fortaleza, mi padre enjugó sus lágrimas e ingresó a la habitación donde me encontraba. Acarició mi cabeza, me observó y habló pausadamente, con la ternura que lo caracterizaba. Se transformó en un ser humano que mira a otro, su hijo, demacrado e irreconocible por la fiebre, por la infección arrolladora. Era la mayúscula frente a su minúscula que se encuentra próxima a ser borrada de la plana.

Allí estaba el hombre de intensa historia, mi padre, quien alguna vez, durante el desembarco de Normandía, luchó contra la monstruosidad de la Segunda Guerra Mundial, ante su hijo, apenas convertido en adolescente, con una jornada que tal vez quedaría trunca. Aspiraciones, juegos e ilusiones parecían náufragas que en algún momento se rendirían. El rostro con rasgos todavía infantiles, ya reflejaba la silueta de la muerte disfrazada de enfermedad.

Fue claro. No había tiempo para preámbulos. Pronunció las primeras palabras y explicó que lo más probable era que moriría, motivo por el que tendría que ser valiente, medirme, acudir como un caballero a la lucha, demostrarme la capacidad y el deseo de vivir que tenía, poner de mi parte y fundirme con el universo para obtener la salud y energía que huían.

Quienes conocieron su sensibilidad y el amor que tuvo a sus hijos y esposa, aún se asombran al enterarse de aquellas palabras tan crudas; pero eran necesarias para sacudir mi conciencia e inducirme a la mayor de las cruzadas que hasta entonces había protagonizado.

Ese día, al anochecer, me llevé sus palabras y consejos a la ruta que me marcó la agonía. Asistí, en plena adolescencia, a mis nupcias con la muerte, a mi funeral, al vagabundeo al lado de mi consorte.

Mi ser estaba preparado, desde la infancia, para desafiar las adversidades. Solamente los médicos y las enfermeras supieron lo que significó arrojar el ancla de la embarcación al mar embravecido y lanzar el salvavidas al moribundo; mas yo, que crucé el umbral entre la vida y la muerte, libré la lucha más encarnizada que hasta entonces había enfrentado.

Una madrugada, antes de despertar, regresé a mi morada temporal. Vi un destello muy especial en mi interior, como al final de un túnel, y abrí los ojos, liberado de fiebre y ante el asombro de médicos, enfermeras y compañeros de cuarto que posteriormente se agravaron y sucumbieron.

Lacerados por la infección intestinal y muy cerca de las fauces del gran final, ellos, mis compañeros de cuarto, ya adultos, se mofaron de mí y no sólo recordaron mis expresiones durante la agonía, sino pretendieron asustarme con la noticia de que extraerían líquido del sistema óseo, quizá de la columna vertebral o de la cadera, prueba tan dolorosa, aseguraban, que me causaría la muerte, como aconteció a quien ocupó mi cama un par de horas antes de mi ingreso hospitalario.

Si el acoso prolongado de la enfermedad había resultado desgarrador, el de aquel trío fue peor como consecuencia de que los seres humanos, cuando se lo imponen, tienen capacidad para lastimar y destruir.

Llegó un médico sudamericano a mi cama, acompañado de enfermeras y estudiantes, quien se presentó afablemente y me explicó los niveles de gravedad que había enfrentado. Admitió, igualmente, que él y sus compañeros estaban asombrados por lo que prácticamente fue un milagro. Se calificó mi amigo y advirtió que no pretendía lastimarme; aunque era preciso hacerme una prueba un tanto dolorosa para determinar si la infección había provocado algún daño. Y fue así como el equipo me sujetó con fuerza y extrajo, a pesar de mis lágrimas y gritos suplicantes, líquido del sistema óseo.

No morí como lo predijeron una y otra vez mis compañeros de cuarto. Me recuperé y la institución hospitalaria emitió mi alta de Infectología. Cuando los médicos anunciaron la fecha de mi salida del hospital, mi mamá anotó en el calendario de la cocina: “día muy feliz”. Al conducirme al auto, mis padres casi me cargaron porque la debilidad me impedía caminar. El sol, radiante, me deslumbró.

Más allá de cuestiones médicas, aquel período de mi existencia me legó gran aprendizaje: el negocio de la salud en México es tan sucio que amplio número de médicos padecen síndrome de deidades, son arrogantes y lucran con el dolor del que son indiferentes; la perversidad es real en no pocas personas, al grado, incluso, de que aun en el lecho de muerte son capaces de dañar; el amor de los padres es grandioso y dan todo, incluso sus vidas, por el bienestar de sus hijos. La otra lección es que cuando uno tiene oportunidad de vivir nuevamente, tras una prueba mortal, contrae el compromiso de mejorar y aportar algo bueno para los demás.

La vida comienza cada instante, y más cuando uno, alguna vez, ha muerto. Con cada amanecer surge la oportunidad de sonreír, agradecer lo bello y dejar huellas indelebles, para que otros, los que caminan atrás, las sigan y descubran el camino a horizontes más plenos. En uno se encuentra la decisión de protagonizar la historia más bella, irrepetible, plena e inolvidable. Eso es lo que aprendí en el área de Infectología de un hospital, a los 16 años de edad.

Secretaría de la Función Pública y la relación entre patrones y sirvientes

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Cuando un funcionario se transforma en sirviente de quien le regaló el cargo con todos los beneficios económicos y políticos que implica, se convierte también en una persona despreciable, capaz de emprender cualquier acción denigrante para agradar a quien considera su patrón, como es el caso del mediocre secretario de la Función Pública, Virgilio Andrade Martínez.

Actuó como se esperaba, ya que fue su amigo, el presidente Enrique Peña Nieto, quien le obsequió el nombramiento y en un acto de mofa para alrededor de 120 millones de mexicanos, le encomendó que lo investigara y de paso a su esposa, Angélica Rivera Hurtado, y al otro compañero, el secretario de Hacienda, Luis Videgaray Caso, respecto a las residencias, valuadas en dólares, que adquirieron por parte de sus camaradas favorecidos con licitaciones millonarias cuando encabezaron el gobierno del Estado de México y actualmente, la Federación.

En un proceso que duró medio año, con investigaciones más estudiantiles que profesionales, Virgilio Andrade y su equipo prepararon el escenario para finalmente difundir la noticia que el público encolerizado esperaba, los sospechosos son exonerados porque no hubo conflictos de interés ni actos de corrupción; aunque las acciones de los presuntos acusados, como sus disculpas públicas o la devolución de la mansión, no son congruentes.

Realmente, el amigo presidencial que transitó de funcionario público a fámulo y bufón de la corte política tan amante de los espejos, la nobleza europea, los viajes al extranjero y el glamour, causa repulsión y es merecedor no solamente de un juicio, sino de que se le cese del cargo que ocupa por inepto y pase a la historia como uno de los personajes oscuros e irresponsables de la grotesca política mexicana que tanto ha dañado a la nación.

Nadie niega que cumplió con su encomienda, la que le ordenó el presidente Enrique Peña Nieto. No existen motivos para asombrarse, pues hay que empezar por criticar la distorsión que tienen los mexicanos al considerarlo empleado del mandatario nacional, cuando se supone lo es de la sociedad que es la que mantiene sus lujos por medio de los impuestos que aporta con tanto esfuerzo en un país que se desmorona y es conducido por gran cantidad de personajes corruptos e ineptos.

Acaso por sus antecedentes culturales e históricos, a no pocos mexicanos parece agradarles presenciar espectáculos de carpas grotescas por parte de sus autoridades y políticos, a quienes alaban y aplauden a pesar de que los defrauden y engañen; pero en el caso de las investigaciones relacionadas con la adquisición millonaria de las residencias en Lomas de Chapultepec, Ixtapan de la Sal y Malinalco, el mediocre funcionario de la Función Pública en el país, actuó y concluyó el asunto como lo supusimos hace más de medio año, liberando a su amigo y patrón de toda mácula. Así que más que resultar sorprendidos, los mexicanos deben exigir que no se cierre el caso y se sancione el cinismo de ese funcionario.

Virgilio Andrade y sus asesores, los que cobran sueldos altísimos por hablarle al oído, creen que todos los mexicanos están entregados a las estulticias de Televisa, TV Azteca y otros medios de comunicación mercenarios y masificadores; pero resulta que su estrategia en el asunto de las mansiones presidenciales y del secretario de Hacienda, fue absurda e inadecuada, al grado que provocaron mayor irritación social.

Supuestamente, los legisladores son representantes de los mexicanos; sin embargo, basta con revisar la historia para comprobar que la mayoría, independientemente de los partidos políticos, han utilizado esos cargos con el objetivo de beneficiarse económicamente. Su actuación ha sido, en innumerables casos, errónea, corrupta y perversa. ¿Serán ellos quienes revisen los asuntos de las costosas residencias y la relación con los agraciados con las licitaciones millonarias? ¿Investigarán la oscura actuación del amigo y escudero del presidente Enrique Peña Nieto? Si ellos, los legisladores, han traicionado una y otra vez a la sociedad mexicana, ¿por qué no hacerlo de nuevo con el sirviente y los amigos presidenciales?

Hoy, en un país donde más de la mitad de los habitantes son pobres, prevalecen la inseguridad, se practica la corrupción a niveles extremos como si se tratara de una competencia siniestra, no existe justicia, se pisotean las leyes y se tiende a la represión y al totalitarismo, se percibe descontento contra la clase gobernante; pero el caso de las mansiones de las Lomas de Chapultepec, Ixtapan de la Sal y Malinalco, junto con los constructores y proveedores beneficiados con contratos millonarios, indudablemente será un expediente que arrojarán al cesto de la basura para que se lo lleve el camión recolector y finalmente lo mezcle con otros desperdicios.

Después de todo, considerable número de mexicanos no tienen memoria y están acostumbrados a coexistir en un país invadido de cáncer, con autoridades, políticos y líderes corruptos, mediocres, demagogos y farsantes, y tan es así que continúan premiándolos en las urnas, quizá por mantenerse entretenidos en los espectáculos futbolísticos y “telenoveleros”. Así, el territorio nacional continuará siendo campo fértil para que haya mayor número de casos como las residencias ya referidas, Grupo Higa y otros amigos favorecidos con licitaciones millonarias, y más criados que emulen a Virgilio Andrade Martínez, el funcionario público que históricamente liberó de cualquier sospecha a su camarada y patrón, el mandatario nacional, junto con la esposa y el otro secretario en materia fiscal. No puede ser de otra manera. Ese rostro sonriente, casi burlón, presentó resultados basados en una investigación más motivada por la simpatía, los intereses y la emotividad, que por el método científico y la formalidad.

El jardín

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Cultivó árboles y plantas en el inmenso jardín de la casa solariega. Diariamente, tras regresar del colegio y realizar las tareas pendientes, la acompañábamos con nuestras regaderas infantiles con la intención de derramar el agua sobre aquellas criaturas delicadas de exquisita policromía y deliciosas fragancias.

Igual que personas, los árboles y las plantas poseían nombre e historia, como para que siempre identificáramos cada uno y no olvidáramos que desde el musgo diminuto, las hojas y las flores, hasta los troncos y las ramas balanceadas por el viento, se trata de expresiones de la creación, criaturas vivientes, rostros de la naturaleza que sonríen o entristecen.

Nos enseñó la maravilla del renacimiento, el milagro de la vida. Había que sentir asombro y alegría al presenciar el espectáculo de la naturaleza. Todo era, en el jardín, ensueño y magia. Bastaba con permanecer atentos, entrar en comunión con la flora, para captar los murmullos del universo, el canto del renacer, los susurros de un Dios benevolente.

Así, aprendimos que cualquier terreno, por abrupto e infértil que parezca, puede convertirse en reflejo de un oasis de incomparables belleza y excelsitud. Sólo había que remover los poros de la tierra, llegar a la intimidad de las cosas, y depositar las semillas para dar vida y modificar el paisaje.

Fue ella, mi madre, quien se convirtió en guía de sus pequeños exploradores para internarnos en el jardín, con su sendero empedrado, y abrazar los árboles y percibir las voces de la vida, el pulso de la creación. Hubo ocasiones en que renunciamos al comedor por el pasto y la sombra de uno de los pinos.

Inmersos en aquel rincón edénico, en el jardín de mi madre, entre árboles, plantas, piedras, agua, tierra, pájaros e insectos, entendimos que la vida hay que cultivarla cada instante con amor y detalles para que florezca, de tal manera que si uno diseña un paraíso, tendrá incontables flores que renacerán y se convertirán en ángeles de aromas y colores, y si descuida y agrede el escenario, crecerán abrojos y matorrales que cubrirán de tintes melancólicos y sombríos cualquier paisaje.

Juntos, colocamos cercas y guías para que determinadas plantas crecieran firmes o treparan, y nunca las descuidamos porque sabíamos que con nuestros detalles y atenciones cumplirían su ciclo natural.

En la medida que amábamos y cultivábamos el jardín de la casa, percibíamos el amor, la belleza y el palpitar de la vida. Transformamos un paraje mundano en cielo. Y así es todo en la vida, reflexionaba mi madre, porque de lo que uno cultiva, de los cuidados que tenga el segador, dependerán los resultados durante la cosecha. Todo en la vida -amor, amistad, arte, negocios, salud, estudio- es como el jardín que se atiende y cuida con esmero.

Más grande, en mi adolescencia, mi madre y yo plantamos, ante mis hermanos, un árbol que compró mi padre. Lo cuidamos mucho y atestiguamos, al paso de los años, su robustecimiento. Devolvió, a cambio de nuestra entrega, aire fresco, sombra y vida.

Cuando transcurrieron los años -oh, el tiempo que esculpe jeroglíficos y todo lo convierte en polvo-, y ya muerto mi padre, ella, mi madre, ingresó al hospital para una cirugía de corazón y como el resultado podría ser un sí o un no, encargó a sus hijos mayores el cuidado de los menores, pero también las atenciones a sus plantas que representaban el amor y la vida. Y en verdad tuvo tiempo para regresar un día a su rincón campestre.

Hasta la hora postrera de su existencia, mi madre permaneció cerca de su jardín que aunque más pequeño que el de antaño y en otra ciudad distante a la que nacimos y abrigó nuestra niñez e historia, siempre lució hermoso y como espacio para amar y dar vida porque en eso consiste, parece, el camino a la felicidad y la plenitud.

Tarímbaro, “tierra de sauces”

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Estas mañanas lluviosas y frías, cuando la campiña obsequia sus más bellas tonalidades y deliciosas fragancias a los sentidos y el tañido que escapa de los campanarios añejos se mezcla con el susurro del aire y el concierto de los pájaros refugiados en las frondas, las estampas amarillentas se desprenden del álbum de evocaciones y estimulan al aventurero, al trotamundos, al viajero, a recorrer el caserío de San Miguel Tarímbaro y sus rincones.

Aquí y allá, en las callejuelas, en los recintos centenarios, en el terruño y en todos los parajes que exhalan aromas de historia, tradiciones y legumbres, el aire fresco del amanecer sonroja las mejillas e invita a caminar, desentrañar secretos escondidos en el baúl de los recuerdos y consumir las horas de un día inolvidable.

Al recorrer los campos perfumados y polícromos, sombreados por árboles corpulentos que balancean los ósculos del viento, él o ella, los visitantes, recordarán que Tarímbaro fue suelo y hogar de un pueblo muy antiguo que denominó al sitio Ixtapa, que en lengua indígena significa, según los estudiosos, “lugar salitroso”. El paraje fue habitado, en su primer período, por personas de origen chichimeca y pirinda.

Ya en el siglo XIV, 200 años después del establecimiento de los primeros pobladores, Tanganxoan II, descendiente directo de Tariacuri, conquistó la comarca y la anexó, en consecuencia, al imperio purépecha, denominándole Tarímbaro, que significa, en lengua chichimeca, “tierra de sauces”.

Las horas sosegadas fluían en aquel rincón indígena, entonces intoxicado por una variedad impresionante de flora y fauna, hasta que en el albor del siglo XVI, cuando los ramajes de los sauces dejaron de balancearse como antes, el canto de las aves anunció a quienes supieron interpretarlo, a aquellos que permanecían en comunión con la naturaleza, que los otros días estaban por venir. Y ciertamente, tras la caída de la Gran Tenochtitlan, el 13 de agosto de 1521, Cristóbal de Olid emprendió la conquista de la provincia de Michoacán a partir de 1522. Estaba por aparecer la figura siniestra de Gonzalo Nuño de Guzmán, hombre ambicioso e implacable verdugo de los indios y enemigo encarnizado, por cierto, de Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano.

Pronto, lo que otrora fueron aldeas con adoratorios y plazuelas, se transformaron en paisajes de desolación y muerte, en ruinas. Los pueblos fueron abandonados ante el temor que generaba la gente recién llegada. Ellos, los nativos, se refugiaron en escondites montaraces, confiados en que allí, entre arbustos y piedras, no los encontrarían sus persecutores. Vivían en barrancos, cuevas y montañas.

Ante los abusos, injusticias y voracidad de los conquistadores españoles, quienes establecieron su Encomienda en Tarímbaro en el discurrir de 1524, los misioneros franciscanos llegaron al lugar entre 1529 y 1531. No fue fácil. Los nativos desconfiaban de cualquier forastero, independientemente de que apareciera vestido con armadura o hábito. Todos, a fin de cuentas, pretendían algo de ellos. Unos con el crucifijo y otros con la espada, pero todos deseaban incorporarlos a sus intereses. Desconfiaban de los invasores. Ninguno les inspiraba confianza.

Bajo la tierra que exhibe surcos con verduras y cerros que invitan a caminar, a la excursión, a las investigaciones arqueológicas, permanecen ocultos fragmentos de aquella gente nativa que abandonó adoratorios e ídolos para convertirse, como acontecía en otras regiones de México, en la primera generación mesoamericana que miró de frente a los colonizadores españoles, con los que se fusionó y dio origen a una raza distinta e irrepetible.

Uno, al evocar las muchas horas del ayer, se transforma en arqueólogo e historiador. Al encontrarse en el centro histórico de Tarímbaro, el turista descubrirá cual anciana descalcificada, apoyada en muletas, la casona con portales, durante cierto tiempo casi derruida y posteriormente convertida en locales comerciales, donde una noche lejana, la del 15 de octubre de 1811, pernoctó Miguel Hidalgo y Costilla, a quien el pueblo mexicano considera padre de la patria, personaje que encabezó el movimiento independiente contra los españoles.

Cuántos sentimientos e ideas acosarían la mente de Hidalgo, quien ya se encontraba en medio de la nación y ante los desfiladeros del destino, puntual, porque emprender un movimiento, subir la escalera de la historia, no es fácil, y cierto, en ocasiones causa dudas y temor. Él, que quedó estampado en las páginas mexicanas con sus luces y sombras, como todos los personajes de la historia, durmió en la Casa del Diezmo, entre muros que le brindaron abrigo.

Casa del Diezmo durante los años virreinales, hoy, en el siglo XXI, es fustigada por las bofetadas del aire, la lluvia, y el sol, y, sobre todo, por el descuido de la civilización, por la irresponsabilidad de quienes podrían curarla, rescatarla, para convertir sus entrañas en museo, en recinto dedicado al arte, a la cultura, al estudio.

Junto, se encontraba la escuela donde estudió el primer santo michoacano, Bernabé de Jesús Méndez Montoya, quien nació el 10 de junio de 1880. Este personaje vivió a unas cuadras del antiguo colegio, en una casa humilde de adobe que soportaba el peso de las centurias.

En la contraesquina de la antigua Casa del Diezmo, se ubica el atrio del templo dedicado a Miguel Arcángel, patrono de Tarímbaro, donde yace monumental, soberbia, barnizada por la sombra jaspeada de los árboles, la cruz de piedra que durante mucho tiempo permaneció abandonada en el cementerio, cubierta de musgo y rodeada de caracoles, hojarasca y lombrices.

Arbolado, el atrio divide la Plaza Guadalupana de la Plaza San Bernabé de Jesús Méndez Montoya; aunque sobresalen, principalmente, el majestuoso templo de San Miguel Arcángel, al estilo plateresco, construido entre 1580 y 1586, y el ex convento franciscano, que funcionó como hospital durante los minutos virreinales.

Durante todo el año llegan peregrinos a Tarímbaro, unos de ciertos pueblos de Michoacán y otros, en cambio, de la ciudad de México, Guadalajara, Guanajuato e incluso Estados Unidos de Norteamérica, y es que en aquel país radican innumerables michoacanos que algún día abandonaron el terruño y renunciaron a su familia, a sus cosas, ante la falta de oportunidades de desarrollo. Llegan y veneran a Miguel Arcángel, a la Virgen de Guadalupe, a Nuestra Señora de la Escalera o a Bernabé de Jesús Méndez Montoya, santificado por el Papa Juan Pablo II.

Ellos, los peregrinos, acuden al complejo sacro a cumplir una manda, a depositar una ofrenda ante la imagen venerada, a introducir billetes o monedas a las alcancías, a colocar flores, fotografías y otros objetos queridos a un lado del santo de su devoción.

Nadie desconoce que el conjunto religioso consta, además, de una capilla abierta, similar a la de Cuitzeo, donde indudablemente antaño se celebraron misas muy concurridas durante los días de fiesta. Tras el complejo sacro, aparece otro templo virreinal, el que está dedicado a Nuestra Señora de la Escalera.

Cierto que el templo dedicado al Arcángel Miguel, conserva una decoración interesante y gran cantidad de reliquias, entre las que destacan El Nazareno, El Santo Entierro, El Señor del Hospital, El Misterio de la Muerte de Cristo, El Señor de la Columna, la Inmaculada Concepción, una vértebra del santo Bernabé de Jesús Méndez Montoya y, obviamente, el patrono del pueblo. Posee, igualmente, bautisterio, confesionario, coro, órgano y púlpito.

Vetusto, atrapado en una urna, El Santo Entierro muestra su dentadura y presenta un semblante adolorido. Cuentan los moradores que durante la celebración de sus fiestas, lo han descubierto fuera de la urna, ausente de sábana, incorporado y descansando, atribuyendo el hecho a que la imagen se siente fatigada por tantos años de permanecer acostada. Murmuran que en tiempos inmemorables, llegó un hombre desconocido a San Miguel Tarímbaro y pidió posada a una familia; luego partió misteriosamente. Días después, al descubrir abandonada la imagen del Santo Entierro en algún paraje, los habitantes coincidieron con asombro que se trataba del forastero. Cristo había estado con ellos, concluyeron totalmente emocionados.

Los investigadores calculan que la construcción del templo de San Miguel Arcángel fue concluida aproximadamente en 1580 y que una centuria más tarde, en el siglo XVII, se llevó a cabo la modificación de su fachada. La torre, incluso, data de 1825.

Adyacente al templo, el ex convento franciscano, edificado durante el ocaso del siglo XVI, reposa húmedo, lúgubre, solitario, con arcadas de piedra, corredores melancólicos, recintos y muros con frescos, como la pintura que plasma a dos frailes, un obispo y un conquistador, que ahora son hojas del ayer, páginas de una historia distante.

Varios años antes de su fundación, hubo un primitivo convento y un hospital. Fue en ese lugar, hoy sombreado por los tintes del tiempo, donde se registró la cautivante y estremecedora cita entre fray Pedro de la Reyna y Nuestra Señora de la Escalera.

Tras el ex convento franciscano, aparece bello e irrepetible, el santuario de Nuestra Señora de la Escalera, inmueble edificado en 1747. Si allí, en el altar, se encuentra el enigmático bloque con el óleo colonial de Nuestra Señora de la Escalera, bajo el cual fue sepultado fray Pedro de la Reyna, alguna vez los moradores de Tarímbaro trasladaron los restos de la hermana de Tanganxoan, Beatriz de Castillejo Inahuatzi, benefactora y fundadora del pueblo, al templo dedicado a Miguel Arcángel.

Como dato adicional para quienes se interesan en cuestiones religiosas, Nuestra Señora de la Escalera es de las Vírgenes que poseen coronación pontificia; además, su santuario está agregado a la Basílica de San Juan de Letrán, en Roma.

Aunque el ritmo de la llamada modernidad ha rasguñado a Tarímbaro, en algunas de sus callejuelas todavía existen casas de adobe que suspiran por los muchos días ya consumidos del ayer.

Si San Miguel Tarímbaro se localiza a aproximadamente 12 kilómetros de Morelia, capital de Michoacán, la ex hacienda de Guadalupe se sitúa cerca de este pueblo de tradiciones, célebre por los “toritos” de petate, el pulque y la representación anual del viacrucis.

Como abuela atrapada en un cuerpo enfermo y putrefacto que muere cada instante y se apoya en muletas endebles, la casona añeja desafía a los años, la humedad, la lluvia, el salitre, el viento. Su fachada reposa en arcadas de cantera, en columnas de piedra linajuda y soberbia.

La Hacienda de Guadalupe, construida en el discurrir del Virreinato, en un rincón de Tarímbaro, en un mundo de amos y desposeídos, conserva siete arcadas y un campanario olvidado, solitario, vetusto.

Finca hermosa. Arcadas en la fachada, en el rostro, y también en las entrañas, en la intimidad, en el corazón, en el patio que antaño lucía macetas con flores aromáticas y multicolores en las que posaban, ufanos, abejas, mariposas e insectos.

La ex hacienda de Guadalupe cuenta con portón de madera y algunos detalles y rincones que delatan la presencia distante de familias linajudas, dueñas de riqueza, tierra y vidas. Rincón de amos. Refugio de historias anónimas, alegrías, tristezas, tertulias y fiestas inolvidables.

Una de las haciendas michoacanas más esplendorosas en el siglo XIX, la de Guadalupe, poseía en esa época mil 380 hectáreas y colindaba con propiedades de Chiquimitío, Copándaro y Valladolid.

En la aurora de aquella centuria, precisamente en 1804, Isidro Huarte, comerciante y político, quien fue padre de Ana Huarte y, en consecuencia, suegro de Agustín de Iturbide, emperador de México tras la consumación independiente, adquirió la Hacienda de Guadalupe en 51 mil pesos, heredándola en 1810 a su hijo José Antonio Huarte.

La hacienda tuvo diversos propietarios. Ya en la juventud de la centuria citada, en 1835, registraba un gravamen de 36 mil 380 pesos. Un año más tarde, en 1836, Onofre Calvo Pintado, gobernador de Michoacán entre 1833 y 1834, vendió la finca en 33 mil 500 pesos, incluyendo abrevaderos, caballerizas, casas, capilla, cercados, cerros, huerta, molino, oficina, pastos, potreros, trojes, usos, costumbres, regadíos y, obviamente, servidumbre.

De 1859 a 1893, la Hacienda de Guadalupe perteneció a Luis Gonzaga Sámano. En el siglo XX, en tanto, tuvo varios propietarios, sirviendo desde bodega hasta seminario de padres misioneros y sede de masones.

Incluso, cuando funcionó como seminario provisional durante la persecución cristera, conflicto armado contra la Iglesia Católica registrado en México entre 1926 y 1929, los alumnos y maestros intentaron huir y llegar hasta la catedral de Morelia a través de una cueva que se encuentra entre la ex hacienda de Guadalupe y el poblado de Santa María.

Cada vez que los seminaristas intentaban introducirse por esa arteria natural, las flamas de sus veladoras se apagaban, de modo que nunca pudieron trasladarse a la catedral de Morelia por medio de ese túnel.

Narra la tradición popular que allí, en las habitaciones húmedas y oscuras, y en los rincones desolados del casco de la ex hacienda, suele aparecer la Virgen de Guadalupe. Durante sus tertulias, los moradores refieren historias sobre manifestaciones extraordinarias.

Entre la ex hacienda de Guadalupe y el pueblo de San Miguel Tarímbaro, cerca de la comunidad ejidal Rancho Nuevo, se extiende un puente de piedra con dos arcos que permiten el paso de un río que refleja en sus aguas verdosas las frondas de los árboles que crecen en las orillas y las siluetas de las nubes pasajeras.

Cuentan los moradores de Rancho Nuevo que el puente es contemporáneo a la ex hacienda de Guadalupe y que un día, otro y muchos más soportó galopes de caballos y el paso de carretas, porque era camino por el que transitaban ellos, los amos, los dueños de la finca y de las tierras.

Platican los habitantes de Rancho Nuevo, pequeña población formada con motivo del reparto agrario en las primeras décadas del siglo XX, que allí, en las inmediaciones del puente, por un camino sombrío y de aspecto tétrico por las ramas de los árboles que se unen de un extremo a otro, que a determinadas horas de la noche escuchan llantos de niños, pequeños que supuestamente fueron sepultados en la época de la Hacienda de Guadalupe y del puente de piedra, entre los gruesos muros.

Sus abuelos les contaban que hace centurias existía la opinión de que las construcciones durarían mucho tiempo si emparedaban niños, y creen, por lo mismo, que tales prácticas se efectuaron en los muros de la ex hacienda y del puente.

Otros, en cambio, creen que por esos parajes ronda una mujer, un personaje siniestro al que denominan “llorona”, y los más ancianos aseguran haberla visto en determinados momentos de sus existencias. Después de todo, tales historias forman parte de los atractivos históricos y naturales de aquel rincón provinciano.

Hacienda de Guadalupe que forma parte del recorrido turístico a San Miguel Tarímbaro. Tarímbaro mestizo, reubicado y fundado por la princesa purépecha Beatriz de Castillejo Inahuatzi, el 29 de septiembre de 1545, con autorización del rey Carlos V.

De la ex hacienda de Guadalupe a Chiquimitío, por el rumbo de El Arco, existe un agujero, un orificio, donde ellos, los nativos, siempre se han acercado con la finalidad de escuchar el rumor que proviene del fondo, de algún rincón oscuro y solitario, delatando lo que parece ser un río subterráneo.

Antaño, cuando habitantes de comunidades como Rancho Nuevo, Santa María y Hacienda de Guadalupe, entre otras, caminaban hasta Chiquimitío con la intención de asistir y participar en la misa del buen temporal, miraban el poro, al que se aproximaban para escuchar el murmullo del río oculto en las entrañas de la tierra.

Si colocaban un sombrero para cubrir el boquete, una ráfaga que procedía del interior se los arrebataba de las manos, por lo que suponían, en consecuencia, que la turbulencia del río subterráneo era bastante intensa. Aquel regalo de la naturaleza los ha acompañado día y noche. La gente conoce el lugar como “el hoyo del aire”.

Célebres son, en San Miguel Tarímbaro, los denominados “toritos” de petate, herencia de Vasco de Quiroga. Aseguran los investigadores que el primer obispo de la provincia de Michoacán, diseñó y elaboró unos “toritos” rústicos que posteriormente cubrió con petate, los cuales, por cierto, eran acompañados con música y danzantes.

Hay referencias antiguas respecto a los “toritos” de petate, como la que menciona que el martes 21 de octubre de 1568 salió el padre Ponce del poblado de Queréndaro y que al llegar a San Miguel Tarímbaro, donde celebraría misa, la multitud lo recibió con música de trompetas y chirimías, y con la danza de indígenas enmascarados que bailaban con un toro contrahecho.

Una crónica del siglo XVI recuerda que otro martes, pero de febrero de 1586, llegaron varios misioneros a San Miguel Tarímbaro, donde los moradores los recibieron con chirimías, trompetas y danza de indios con un toro.

Los habitantes de Tarímbaro preparan sus “toritos” de petate con bastante anticipación, con los que bailan los tres días precedentes al miércoles de ceniza. Se trata de una celebración tradicional en el pueblo. Disfrutan su festividad tanto como su pulque tradicional.

Desde minutos coloniales, los habitantes tuvieron devoción al Cristo San Salvador, patrono de los “toritos” de petate. Se trata de una imagen resguardada en el barrio de la Doctrina, que en los años virreinales llevaban los frailes franciscanos en sus misiones; posteriormente, el Cristo San Salvador acompañaba a los “toritos” de petate.

Todavía hace algunos años, durante el domingo de carnaval, los vecinos de los tres barrios de San Miguel Tarímbaro llevaban consigo la imagen y sus respectivos toros de petate. Lo entronizaban en la parroquia durante tres días. Lo mismo hacían el martes de carnaval.

Cuenta la tradición que en ocasiones se manifiesta una gota de sangre en la punta de la nariz del Cristo San Salvador y que si los fieles la limpian y desaparece, significa que él, el Señor, desea una penitencia, un sacrificio; al contrario, si permanece la mancha, no quiere que lo hagan.

Durante el siglo XVIII y parte del XIX, el Cristo San Salvador permaneció en el barrio de la Candelaria, integrándose posteriormente al de la Doctrina, donde los moradores lo conservan hasta la actualidad.

Los habitantes de la región de Tarímbaro, municipio colindante con el de Morelia, la capital de Michoacán, son por tradición personas proclives a las fiestas, y hay, incluso, quienes las califican de muy divertidas y excelentes cuando la música se escucha de determinada comunidad hasta las rancherías aledañas.

Suprema, la naturaleza toma los pinceles y los pasa una y otra vez sobre el lienzo, hasta que pinta un paisaje de intensa policromía; luego sujeta la batuta e interpreta la más augusta de las sinfonías. Y es que San Miguel Tarímbaro, con sus casas, historia, tradiciones y campiña, es canto, cuadro y poema que seduce y encanta los sentidos.

Fray Pedro de la Reyna y la historia de Nuestra Señora de la Escalera en Tarímbaro

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

El suspiro de las tardes coloniales acariciaba las frondas de los sauces, donde se refugiaban incontables pájaros de hermoso plumaje, cuando él, fray Pedro de la Reyna, protagonizó una de las historias más bellas, cautivantes y conmovedoras de la provincia de Michoacán, en alguno de los rincones conventuales de San Miguel Tarímbaro.

Hombre él bondadoso, estaba mortificado por las injusticias que los conquistadores españoles cometían contra los indígenas; sabía que la tarea evangelizadora no era fácil, que cada día consumido tendría que sumarse a la misión iniciada por ellos, los franciscanos que llegaron a Tarímbaro entre 1529 y 1531.

Cada uno de esos hombres acudió de frente y puntual a su cita con el destino y la historia, y si allí discurrieron algunas de las horas existenciales de fray Antonio de Lisboa, evangelizador de los pirindas en Guayangareo, y de fray Juan de San Miguel, quien partió de tan fértil terruño a fundar Uruapan y otros pueblos, fray Pedro de la Reyna permaneció fiel, hasta el ocaso de su vida, a los nativos de la región de Tarímbaro.

Nadie desconocía su amor a los indígenas. Aseguraba la gente que predicaba con el ejemplo de su vida recta. Ellos, tan endebles como eran, sentían alivio y consuelo a su lado. Los fortificaba. El hombre comprendía, sin duda, que los otros, los conquistadores, los dueños de las espadas y los caballos, habían devastado la región y, por lo mismo, desintegrado a las familias y a los pueblos que una década antes todavía moraban felices en lo que era tan suyo.

Uno y muchos días del siglo XVI, fray Pedro de la Reyna y otros monjes franciscanos caminaron por la campiña que ya cubría adoratorios e ídolos de piedra, recorrieron parajes y mantuvieron comunicación con los indígenas, a quienes impartieron su doctrina. Ya por las tardes, fatigados, retornaban al convento, a sus celdas oscuras y silenciosas, proyectando sus sombras en los muros de cantera húmeda. El crepúsculo maquillaba los paredones. Los monjes subían las escalinatas y miraban el muro donde se encontraba ella, la Virgen del Refugio con su Niño Jesús en los brazos, una pintura de peculiar belleza. Diariamente, al pasar, la saludaban con reverencias.

Refiere la tradición que una tarde de 1560, al regresar ya enfermo de Tzintzuntzan, fray Pedro de la Reyna subió lentamente los escalones de cantera, en el convento de Tarímbaro, como contando los pasos, e hizo, igual que siempre, una reverencia a la Virgen del Refugio, quien sorpresivamente sonrió al franciscano e inclinó la cabeza. Quedó en tal posición como testimonio del acontecimiento, que dio cumplimiento al sueño mariano y profético que fray Pedro de la Reyna tuvo alguna vez en España. La Virgen del Refugio le prometió, aquella ocasión distante de su vida, que tres días antes de que él muriera, se le manifestaría de alguna manera.

Cumplió la promesa: el buen fray Pedro de la Reyna murió un atardecer de 1560, ante los pies de la Virgen del Refugio, con la satisfacción de haber dedicado los días de su existencia a una causa justa. Concluyó su jornada existencial con la dicha de haber realizado algo en beneficio de los otros, de los indígenas que tanto lo amaban.

Hay seres humanos extraordinarios, cuyos días y obras son un prodigio, y él, fray Pedro de la Reyna, muy superior a tantos religiosos soberbios y conquistadores poderosos y perversos, supo dar sentido a la historia de su vida. Desde un inicio supo que en él yacía la decisión de protagonizar capítulos épicos y dejar huellas para aliviar los padecimientos de los indígenas.

Los días transcurrían implacables, en medio de dos conquistas -la impuesta por la ambición, por la espada, y la otra, la de la fe, la del crucifijo-, y precisamente en la ancianidad del siglo XVI, la noticia del milagro, del encuentro entre la Virgen del Refugio y fray Pedro de la Reyna, se difundió por Valladolid, Pátzcuaro y toda la antigua provincia de Michoacán, propiciando la llegada de incontables peregrinos a San Miguel Tarímbaro. La Virgen del Refugio adoptó un rostro nuevo en aquel pueblo porque todos los moradores le llamaron Nuestra Señora de la Escalera, en honor, exactamente, al acontecimiento registrado esa tarde silenciosa.

Primero, los frailes construyeron una capilla modesta; más tarde, en 1747, con respaldo del obispo Juan Escalona y Calatayud, sus sucesores edificaron el Santuario de Nuestra Señora de la Escalera o Santa María de la Escalera, recinto que conserva hasta nuestros días el bloque con la imagen al óleo de la Virgen del Refugio.

Y es a los pies de Nuestra Señora de la Escalera, pintada en 1545, donde reposan los restos de fray Pedro de la Reyna. Ella, Nuestra Señora de la Escalera, permanece levemente inclinada, contenta, con el Niño Jesús, observando a un fray Pedro de la Reyna bondadoso que amó a los indios, a las generaciones del siglo XVI; aunque también parece contemplar a uno, otro y muchos visitantes que acuden a su recinto virreinal, en San Miguel Tarímbaro, a admirarle y conocer su historia, muy cerca de Morelia, la capital de Michoacán.

Las horas se diluirán una mañana primaveral o una tarde de lluvia, mientras uno recordará, quizá sentado en alguno de los rincones atriales de Tarímbaro, envuelto en la conversación amena y el encanto de una convivencia inolvidable, la conmovedora historia de Fray Pedro de la Reyna, su misión, su sueño mariano y la imagen colonial de Nuestra Señora de la Escalera.

El globo

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

El viento lo arrebató de mi mano. Solté el hilo y el globo voló lentamente entre las frondas de los ahuehuetes centenarios, en el Bosque de Chapultepec, como para darme oportunidad de mirar su huida a rutas insospechadas y memorizar sus colores e instantes efímeros de fantasías e ilusiones.

Los ósculos del aire lo hacían girar mientras se elevaba por el gas que contenía. Mi globo se marchaba, se dirigía a otros rumbos, con la brevedad de la historia que habíamos compartido aquella mañana dominical de mi infancia en un paraje boscoso de la Ciudad de México.

Al mirarlo partir, entristecí porque mis padres lo compraron para mí y juntos, desde muy temprano, disfrutamos el paseo; sin embargo, sentí que en sus entrañas llevaba mi esencia y nuestra historia, mis huellas, la fragancia de mis manos, mi imagen reflejada en su superficie lisa. Como que el globo y yo nos pertenecíamos. Siempre, en cualquier parte del mundo que estuviéramos, las vivencias compartidas nos identificarían, como dos enamorados que nunca se olvidan porque llevan el encanto de su amor.

Mi ingenuidad -oh, bella infancia- me motivó a expresar en voz alta mi deseo de que el globo no reventara en el camino porque entonces se desvanecerían mis ensueños y esperanzas. Supuse que las ráfagas lo empujarían y conducirían aquí y allá, a un espacio y otro, igual que un velero en la inmensidad del océano.

Cualquier incidente que se registrara durante la travesía -una tormenta, el paso entre abrojos, la intensidad del sol- bastarían para que el globo explotara y sus despojos cayeran a la campiña, al río, al asfalto, a alguna azotea o a un patio.

Imaginé que al estallar mi globo, también morirían mis fantasías, los juegos, las ilusiones y la magia de la niñez. Confié en que aquella esfera policromada sería fiel a nuestra historia y un día, el menos esperado, regresaría a mí. Quizá una mañana nebulosa, asomado en la ventana de la casa solariega, descubriría el retorno de mi globo que descendería al jardín.

Ahora que contemplo desde una orilla cada vez más distante aquella escena de mi niñez dorada, sonrío al reflexionar acerca de mi inocencia; pero compruebo que acaso sin percibirlo, ya definía los trazos de la alegoría del amor porque se trata de un sentimiento tan fino, sensible y delicado, que cuando se vive plenamente, parece flotar en una burbuja, en un globo encantador que puede reventar en determinado momento ante cualquier descuido.

El globo huidizo de la primavera de mi existencia, me dio una diversidad de ideas como la fragilidad del amor, verbigracia, porque por más bello y sublime que sea ese sentimiento, enfrenta el riesgo de morir si se le abandona, se resbala a los abismos de la cotidianeidad y la rutina, se le aprisiona o no se cultiva con detalles cotidianos.

De nada sirve encapsular al amor porque equivale a atarlo y crearle una prisión, una mazmorra húmeda y lúgubre, un patíbulo para presenciar su ocaso fatal. El amor, si es auténtico y libre, permanece siempre con uno, y no se desvanece como aconteció con mi globo que escapó con nuestra historia.

El amor es el poema que se introduce en un globo que se deja volar libremente con la intención de que flote bello y resplandeciente, pero cuidando siempre que no se rasgue porque una vez que reviente, perderá su esencia y no volverá a ser el mismo. Cada uno decidimos, en consecuencia, si atendemos con esmero el globo del amor o si lo descuidamos y consentimos que escape y estalle con la pérdida de su encanto.

¿Y nosotros?

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Textualmente, declaró que “la apreciación del dólar ha generado cierto escozor en la gente” y que, no obstante, “también es positivo, le da a nuestro país condiciones de mayor competitividad, lo hace más atractivo y atrae turismo”. No, no lo dijo un aficionado a la economía que comenta superficialmente las noticias y pretende solucionar los problemas nacionales desde la mesa habitual de un café; lo expresó recientemente el mandatario del país, el presidente Enrique Peña Nieto.

Si el debilitamiento del peso frente al dólar ha causado desazón entre amplios sectores de la sociedad mexicana, no es un síntoma que deba minimizarse. Se trata, sin duda, del descontento social provocado por la incapacidad gubernamental para mantener estabilidad económica más allá de factores externos y de los problemas que representa la caída de la moneda ante el fortalecimiento del dólar.

El hecho de que el peso se devalúe, implica que innumerables productos, incluidos los alimentos, incrementarán sus precios irremediablemente, ya que México depende, en gran medida, de refacciones, insumos y materias primas procedentes del extranjero. Hasta los productos agrícolas registrarán aumentos porque forzosamente son transportados en camiones de carga. Así que el escozor que experimenta la gente -término que sustituyó la palabra millones-, es justificable. Se entiende porque el debilitamiento del peso impactará en la economía familiar.

Resulta lógico que millones de mexicanos se sientan disgustados con sus autoridades, principalmente porque están más interesadas en la macroeconomía que en la estabilidad económica y social de las familias. Parecen despreocupadas por el fortalecimiento y desarrollo de las empresas pequeñas y medianas, y demasiado proclives a maquillar la realidad nacional ante la comunidad extranjera. Colocan exceso de maquillaje al país para prostituirlo y coquetear a los extranjeros.

Es innegable que el fortalecimiento del dólar frente al peso, contribuye a que mayor número de turistas extranjeros visiten el país; pero tal situación no es para mostrar optimismo porque el incremento en la afluencia de visitantes extranjeros, en caso de que se dé, será, en todo caso, propiciado por la situación coyuntural en el cambio de moneda.

Paralelamente, el hecho de declarar que la devaluación del peso mexicano resulta atractiva para los turistas e inversionistas, es como adoptar una actitud de remate frente a las ruinas en que todos, autoridades, políticos y sociedad, hemos convertido a México.

Si bien es cierto que la del mandatario nacional fue una declaración un tanto irresponsable que finalmente pretende justificar los fracasos de la política económica, es innegable que al transformarse el peso mexicano en basura, en símbolo de una realidad lacerante para millones de familias, los únicos beneficiados serán aquellos que poseen residencias y bienes, los inversionistas que aprovecharán oportunidades como quien adquiere baratijas y los viajeros que pagarán menos por divertirse.

Mientras unos aprovecharán y se enriquecerán por medio de las oportunidades coyunturales e históricas derivadas de la devaluación del peso mexicano, las mayorías pagarán las consecuencias de coexistir en un país donde la política económica es un desastre. Ellos multiplicarán sus fortunas, ¿y nosotros?

Isla de Urandén, rincón lacustre de Pátzcuaro

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Ya no tiene dueño. Está rota. La cubren las sombras de la nostalgia y del olvido. Es hija de la finitud, de la temporalidad, como lo fueron, también, las ilusiones de las niñas purépechas que se convirtieron en abuelas o las conversaciones de los nativos que a una hora y otra de antaño, cuando las flores aromáticas y multicolores asomaban enamoradas al espejo lacustre, remaban hasta la isla, a Urandén, donde estaban sus moradas frágiles de adobe y paja, custodiadas, en repentinos descuidos, por pájaros de bello plumaje que solían refugiarse en las frondas de los sauces.

Herida por los abrazos de los años, la lluvia, el sol y el viento -cómplices, al fin-, la canoa de madera permanece abandonada en la orilla del canal intoxicado por carrizo y lirio, escondrijo de garzas y patos que emiten graznidos y acechan a los peces confiados y descuidados.

Desmejorada e irreconocible, la canoa parece un rostro perforado por la viruela, quizá porque la polilla se ha apropiado de sus tablones, mientras la hojarasca y la humedad acarician y protegen placenteramente los hongos que brotan de las hendiduras de la madera.

Hormigas e insectos anidan entre la hojarasca apelmazada, sintiendo la humedad del lago que transpira y el calor vaporoso que las estimula a ir y venir. Juegan a la vida en una canoa olvidada, inerte, envejecida, oculta por carrizos y matorrales.

Igual que el cautivante y legendario lago de Pátzcuaro, que cada instante se consume, la canoa envejece irremediablemente, se desmorona y comienza a formar parte del polvo, de la tierra cubierta de humedad, del paisaje tapizado por la policromía de la vegetación.

Como la anciana que contempla, desde la distancia, a la dama joven y hermosa que a todos atrae y embelesa, la canoa permanece sola, fragmentada, lejos de las lanchas que utilizan los indígenas, los purépechas de la isla de Urandén, para cruzar el canal.

Mirábamos la antigua canoa de madera, abandonada en la orilla del canal, cerca de dos manantiales que también se secan paulatinamente, cuando llegaron ellas, las nativas de Urandén, atrapadas en faldas de colores y rebozos, hablando su dialecto y saludándonos, como lo hacen desde hace tiempo, mientras acomodaban canastas y costales en las lanchas angostas y frágiles.

Cada familia posee una canoa, que deja a la orilla de la isla, muy próxima a su casa. Es su medio de transporte. Las necesitan para atravesar el canal, navegar por el lago o pescar. Desde niños, hombres y mujeres aprenden a remar y, además, a nadar. ¿Quién que es en la isla de Urandén, no se sumergió en el lago durante los minutos de la infancia?

Tras colocar las canastas y los costales en las canoas, hablando lengua purépecha entre ellas y, al dirigirse a nosotros, en castellano, nuevamente nos invitaron a subir, a viajar por el canal invadido de lirio.

Saben que sin su ayuda no podríamos cruzar el canal ni llegar, en consecuencia, a la isla de Urandén. Ellos, los indígenas, son demasiado sensibles y de inmediato captan cuando el forastero pretende burlarse o engañarlos. Es gente que entrega el corazón cuando descubre la amistad y la palabra sincera. Se trata de una raza cautivante e intensa. Sólo cuando se les conoce, comprende uno por qué personajes como fray Jacobo Daciano, el franciscano de la nobleza danesa, y otros, los defendieron de los conquistadores, incluso exponiendo sus vidas.

Y mientras viajábamos en la canoa estrecha que exhibió su fragilidad al balancearse durante el trayecto, ellas hundían los carrizos o unos remos demasiado cortos y platicaban, como siempre, acerca de sus costumbres y de su vida, interrumpiendo el diálogo, repentinamente, con algunas palabras purépechas que dirigían a otras mujeres.

La primera vez que subimos a sus canoas, granizó con tanta furia que parecía que de un momento a otro voltearíamos al lago, hasta atorarnos con el lirio y hundirnos irremediablemente; pero afortunadamente, tales momentos tan intensos sólo se sumaron a los capítulos de una historia que indudablemente durará hasta que el espíritu aventurero prefiera dormir, cerrar los ojos, tras la hora del balance y los recuerdos.

Ellas, las nativas de Urandén, despiertan muy temprano, antes de que la aurora maquille el celaje en el horizonte, a la hora que los pájaros cantan en las arboledas y se preparan para volar en parvadas.

Acomodan en bolsas, canastas y costales los elotes, pescados y verdura que trasladan, primero, hasta la otra orilla del canal, en canoa, y que posteriormente llevan a Pátzcuaro para su comercialización en el mercado, en algunas callejuelas o en ciertos rincones populares.

Son isleñas y purépechas. Los habitantes y algunos turistas de Pátzcuaro, les compran pescado, calabazas o los elotes más frescos y tiernos. No hay tregua. Venden todo. Al concluir su actividad, compran carne, fruta, bebidas gaseosas y otros productos que no existen en la isla o que definitivamente consiguen a menor precio.

Tanta fortaleza poseen las indígenas, que cargan a sus hijos y llevan, adicionalmente, bolsas, canastas y costales pletóricos de productos. Incluso, envuelven las canastas en sus rebozos que amarran contra sus frentes, demostrando energía y fuerza. Llevan a sus hijos y no descuidan su preciado cargamento.

Entre Huecorio y Tzentzénguaro, rumbo a Erongarícuaro, existe una carretera que conduce al muelle rústico de Urandén, donde yacen las canoas en espera de sus propietarias, quienes al llegar colocan su cargamento en los sitios más adecuados y reman rumbo a sus hogares.

Otras nativas, en tanto, caminan por la campiña, antiguamente cubierta por el lago de Pátzcuaro, y desde la orilla del canal avisan a través de un grito o un silbido que ya llegaron para que ellos, sus maridos o sus hijos, recurran a las canoas y las trasladen hasta la isla.

Resulta asombroso observar a las mujeres con carrizos o remos cortos que hunden una y otra vez con gran habilidad, hasta que llegan a la orilla de su isla, donde dejan sus canoas y emprenden la caminata hacia sus casas.

Era una mañana apacible, nebulosa y de llovizna, cuando la abuela y la hija entablaron conversación con nosotros, evidentemente sin dejar de remar. Reconocieron que no es poca la gente que los trata mal por su condición de indígenas, como si las razas fueran ingrediente de superioridad o inferioridad, y que hasta los escuchan y miran con burla y morbosidad.

Hay quienes los consideran como si se tratara de una pieza de folklore, cuando son seres humanos; sin embargo, aceptaron que saben distinguir a las personas que se acercan a ellos con afecto y sinceridad.

Innegable es que resulta emocionante navegar en las canoas estrechas que se balancean, como si en determinado momento presagiaran un hundimiento, una caída, un naufragio. Lo que para ellas, las purépechas, es una práctica cotidiana, para los escasos viajeros a la isla resulta una aventura intensa e inolvidable.

Durante el trayecto, observamos el manto de lirio, donde posan las garzas asustadizas y refinadas; pero también miramos, más distantes y ya sin las caricias del agua, los montículos que antiguamente, todavía hace media centuria, formaban las islas de Urandén Morales y Careán. Afortunadamente, Urandén, Urandén Morelos, aún es isla y está rodeada por el canal y el lago.

Conforme la canoa se alejaba del muelle rudimentario, distinguimos, en el horizonte, el caserío de Huecorio y el poblado de Tzentzénguaro, al mismo tiempo que descubrimos, ya más cercanos, los cultivos y el pueblo de los isleños de Urandén.

Al llegar a la isla, niños y perros esperaban nuestro descenso. Acostumbrados a sus amos, a su ambiente, los perros ladraban y olfateaban; paralelamente, los niños se aproximaban a las canoas con el propósito de ayudar a sus abuelas, madres y hermanas a cargar bolsas, canastas y costales.

Evidentemente, nosotros ayudamos. También cargamos canastas y costales. Pasamos por los campos de cultivo, a unos metros de los cerdos amarrados que suelen exhibr, cuando pueden, colmillos y trompas cubiertas de lodo.

Las mujeres, que pertenecen a la misma familia, se despidieron entre sí y nosotros continuamos con algunas de ellas el camino, primero por unas escalinatas de piedra y luego por una callejuela chueca, en declive y empedrada, con faroles típicos.

Finalmente, a fuerza de caminar, llegamos a la morada de las indígenas, quienes se despidieron alegremente sin aceptar remuneración económica por la travesía en canoa. Era una mañana agradable, húmeda, igual a esos días de la infancia que uno recuerda como los más maravillosos, acaso porque todo es dicha, ilusión y juego. El aire fresco, náufrago de parajes lejanos, besaba nuestros rostros y los sonrojaba.

Como una enamorada que no abandona a su amado, la llovizna acompañó nuestra caminata por la callejuela principal, que está empedrada y dispone de faroles que alumbran el paisaje isleño durante las noches nebulosas y frías.

Había que tomar fotografías de cada detalle y explorar, al mismo tiempo, los rincones isleños y lacustres. Callejuela desolada y, a la vez, mirador del fascinante y misterioso lago de Pátzcuaro.

El rumor de las aves -garzas, golondrinas, gorriones, urracas y tantas especies- se mezclaba con el lenguaje del aire y con las voces de las frondas de verdor intenso, como si pertenecieran a un concierto universal que también se percibe y presiente en cada latido del corazón.

Los pequeños indígenas -niñas y niños- corrían al mirarnos y se refugiaban tras alguna roca, en sus moradas o a poca distancia de las escalinatas que conducen a callejuelas desconocidas; sin embargo, un saludo, una sonrisa, bastaban para atraerlos y lograr, a cambio, su aceptación en un terruño que es el suyo.

Unas veces nos deteníamos ante un muro de adobe o un tejado, desde donde contemplábamos el canal y en la lejanía, sobre una loma que hace centurias debió ser isla, el pueblo de Tzentzénguaro con su capilla colonial; otras, en cambio, mirábamos hacia el lago de Pátzcuaro, del que sobresalen Janitzio y sus hermanas inseparables, cual testimonio de quien un día no recordado se deleitó al dibujar paisajes y trazos similares a los de un paraíso perdido.

Llegamos hasta la escuela, en la parte más alta de la isla, donde reposa, en silencio y soledad, una cruz añeja de piedra que nadie, ni los ancianos, recuerda de dónde procede. Siempre, desde que eran niños, la vieron en el mismo lugar.

Desde ese sitio, admiramos el lago de Pátzcuaro con sus islas legendarias y los pueblos indígenas y típicos enclavados en la región. Contemplamos parte del canal que rodea a Urandén y hasta las montañas que circundan el manto lacustre y que por la distancia se distinguen azuladas.

En la misma zona alta de la isla, se localiza la capilla dedicada a la Virgen de Guadalupe, tan venerada por los pueblos mexicanos. A la Virgen de Guadalupe le organizan una fiesta cada 12 de enero, un mes después de la celebración tradicional.

De acuerdo con la tradición, el 25 de diciembre toda la comunidad indígena de Urandén se reúne en el atrio de la capilla con el objetivo de presenciar, en un ambiente de alegría y fiesta, la danza de los Catrines, con la aparición y adoración del Niño Jesús.

La danza, los juegos pirotécnicos y la música de banda de viento, son preludio de la fiesta mayor que se celebrará días después, el 12 de enero, en el mismo lugar, en el atrio, con la aparición de “luzbeles” que pelean con el Ángel, quien acompaña y protege a la pastora.

Todos portan espadas. El Ángel defiende a los pastores. Inesperadamente, aparece un ermitaño -Tarerahuari-, quien también, como el Ángel, cuida a los pastores. Tarerahuari porta máscara y viste túnica morada. Es él quien cuenta a los pastores y los protege para que los “luzbeles”, enfurecidos, no los rapten.

Al compás de la música de viento, el Ángel y Tarerahuari luchan encarnizadamente contra los “luzbeles”, hasta que ganan la batalla en su afán de cuidar a los otros, a los pastores.

Otra fiesta que con entusiasmo y orgullo celebran los habitantes de la isla de Urandén, Urandén Morelos, es la de Corpus Christi, con la danza de los Oficios que es acompañada con música purépecha.

Ese día, el de Corpus Christi, hay juegos pirotécnicos y música. Los nativos organizan una procesión por las callejuelas chuecas y en desnivel de la isla… Llegan bailando al atrio y a la capilla. Llevan al Santísimo en procesión por los cuatro barrios de Urandén. Al término de la procesión, éste, el Santísimo, es despedido con la bendición del Altísimo.

La procesión inicia en un barrio y concluye en la capilla. Igual que en otros poblados de origen purépecha, los moradores arrojan regalos -bandejas, fruta, pescado, verdura- como agradecimiento a Dios por un año de bendiciones.

Ese día, la gente coloca adornos en los cuatro barrios. Son horas de devoción y euforia. Los pócitos son barrios. Cada uno recibe un nombre: La Guadalupe, San Francisco, Natividad y San Antonio.

Recuerdan los ancianos que la capilla fue, primero, escuela, y más tarde, en la época del presidente Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940), cuartel, hasta que éste, el entonces mandatario nacional, ordenó que funcionara como templo.

Discurrían las horas de la persecución cristera, entre 1926 y 1929, cuando ellos, los nativos de Urandén, impidieron la clausura y el saqueo de su templo. Defendieron su fe. Las imágenes sacras que resguarda la capilla, proceden de los pueblos de la zona lacustre. La imagen de la Virgen de Guadalupe, verbigracia, fue donada, hace muchos años, por un hombre que vivía en el otro Urandén, la isla vecina.

Evocábamos los acontecimientos relevantes de Urandén, cuando decidimos descender por un callejón para llegar hasta el manantial, el único que queda de decenas que existían, todavía hace algunas décadas, en la isla.

Refiere la leyenda que hace siglos, antes de la llegada de los españoles, la isla de Urandén permanecía en la somnolencia bajo el lago, hasta que un día, en las horas prehispánicas, los indígenas de la región notaron que gradualmente asomaba. Finalmente, emergió.

Asombrados, los indígenas observaron el fenómeno. La isla de Urandén salía de las profundidades lacustres. Recibía, por primera vez, los abrazos del sol, las caricias del viento y los besos de la lluvia.

En memoria de aquel acontecimiento, los moradores de Urandén esperaban, cada ciclo, el viento del sur. Era un ritual. Colocaban una jícara en medio de uno de los manantiales, hasta que llegaba, cual visitante misterioso y peregrino, el viento del sur. Como en un acto de amor, jícara y viento se encontraban y acariciaban. El aire sureño arrastraba por el lago, entonces transparente, la jícara, dejándola en algún paraje cercano a San Pedro Pareo.

Urandén. Jícara volteada. La jícara viaja porque el viento del sur la empuja, la lleva hasta el pueblo lacustre de San Pedro Pareo. Jícara para tomar atole, decían los abuelos. La jícara daba vueltas, giraba, y marchaba, junto con el aire, a San Pedro Pareo. El ritual se realizaba diariamente, a las 12 del día, cuando llegaba el viento del sur, ante el asombro de la comunidad.

Hay dos versiones respecto a la fundación de Urandén. Unos afirman que sus antepasados relataban que ya en horas lejanas, antes de la conquista española, la isla estaba habitada por nativos que se dedicaban a la pesca; otros, al contrario, aseguran que fueron sus abuelos, entre postrimerías del siglo XIX y la aurora del XX, quienes poblaron el lugar.

Estos últimos recuerdan, según las versiones que les platicaron sus padres hace muchas décadas, que ellos, los abuelos, procedían de Janitzio y de los alrededores y decidieron cambiar morada, solicitando autorización a un hacendado de San Pedro Pareo para establecerse en terrenos colindantes con el lago.

Implacables, los coyotes acechaban el caserío y durante las noches robaban gallinas y cerdos, situación que motivó a los indígenas a visitar a los señores de Tzentzénguaro con la finalidad de pedirles autorización para poblar la isla de Urandén. Así lo hicieron.

En aquella época, el lago era más extenso. Hoy convertidas en montículos, las islas de Urandén Morales y Careán, pertenecientes a Huecorio, eran vecinas de Urandén Morelos. La cortina lacustre llegaba hasta comunidades indígenas de Santa Ana y Tzentzénguaro.

Urandén, la isla, está poblada, entre otras especies, por ardillas, culebras, garzas, golondrinas, gorriones, patos y víboras, independientemente de la variedad de peces que habitan el lago. La isla de Urandén Morelos se localiza en el lago de Pátzcuaro, entre Huecorio y Tzentzénguaro, por la carretera que conduce a Erongarícuaro.

Incontenibles, las horas se acumularon en el terruño, en la isla apacible y pintoresca de Urandén, en el enigmático, legendario y mítico lago de Pátzcuaro, hasta que el crepúsculo postrero presagió el ocaso, la noche, las sombras.

Ante un cielo maquillado de tonalidades amarillas, naranjas y rojizas, seguidas por un telón grisáceo, suspiramos y comprendimos, entonces, que las horas se habían extinguido. Era preciso abandonar la isla y raptar sus imágenes en la cámara fotográfica y en la memoria.

Reflexivos y en silencio, como quien reserva para sí el dolor de la despedida, abandonamos la callejuela chueca, desnivelada y empedrada para descender por unos escalones de piedra, hasta que llegamos a la orilla del canal. Olía a recetas ancestrales, leña, hierba y tierra humedecidas por la llovizna matinal.

Quizá recordábamos la hospitalidad de los indígenas o tal vez a aquel hombre humilde y sabio que encontramos en el campo, quien lamentó que las ciudades sean antagónicas a la convivencia sana y que los maestros, cada vez más voraces y menos interesados en la formación de la infancia, causen conflictos sociales… Respiró hondamente y admitió que si ellos, los profesores, trabajaran en la campiña y percibieran, en consecuencia, las precarias ganancias de la siembra, valorarían su profesión. La labor del campesino es auténtica; la del maestro, en cambio, es tan noble y un grupo la ha convertido en botín.

Ese hombre, ya anciano, recordó la bonanza del cautivante y majestuoso lago de Pátzcuaro, cuando parecía espejo y había incontables manantiales en todos los rincones. Cuánto pescado. Era un paraíso. Suspiró nuevamente y se marchó tranquilo, como si llevara en un canasto o costal, el de los recuerdos, las vivencias de los otros días.

Inmersos en sus fantasías, en sus juegos, los niños se arrojaban al canal desde una cuerda que colgaba de un árbol o de la orilla. Nadaban emocionados, felices, plenos. Se sumergían en el agua plomada, otrora límpida, y salían metros más adelante, mientras los perros nadaban en total libertad.

Los pájaros, libres de ataduras, regresaban a sus nidos en los follajes, en el campanario, en los tejados; pero ellos, los pequeños, continuaban nadando y remando en el canal, al otro lado del lago. Como ellos, dos perros atravesaron el canal a nado. Mundo silvestre. Escenario agreste.

Una pequeña acudió a nuestro llamado. Subimos a la canoa y ella sola, custodiada, repentinamente, por niños que nadaban y balanceaban la frágil embarcación, remó hasta la otra orilla. Le dimos algunas monedas y sonrió. Se marchó feliz en su canoa endeble.

Ya en la otra orilla del canal, escuchamos murmullos, voces que provenían de la isla de Urandén. Hasta cierta distancia del poblado isleño, se escucha el eco de la gente que habla en sus moradas, algunas veces con las puertas y ventanas abiertas.

Miramos, finalmente, el centro de alto rendimiento de canotaje, el caserío isleño, los árboles y el agua plomada y ondulada por el aliento del aire que presagiaba una noche de tormenta.

Nos retiramos. Caminamos reflexivos y silenciosos por el campo antaño cubierto de agua. Observamos, por última ocasión, el escenario lacustre, el horizonte incendiado por el crepúsculo agónico y la canoa de madera, otra vez, carcomida por los años, la humedad, la lluvia, la polilla, el sol y el viento.

Atrás quedó el concierto de la naturaleza, en la isla de Urandén, que también latía en nuestros corazones, acaso desde siempre, porque forma parte de la creación. Nos preguntamos, al regresar a Pátzcuaro, uno de los pueblos más bellos y pintorescos de Michoacán y México, la clase de sensaciones que experimentarán los enamorados, en la isla de Urandén, al caminar por la calzada empedrada, alumbrados por los faroles y la luna reflejada en el lago quieto y oscuro. Juego de luces y sombras, quizá, o de estrellas distantes a las que piden un deseo. Esa es parte de la magia de vivir en la isla de Urandén, rincón lacustre que un día y otro, los que lo visitamos, captamos con la cámara fotográfica y guardamos en el baúl de los recuerdos.

Pedro Dávalos Cotonieto, la vida de un artista

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Desde hacía tres meses, introducir la llave en la cerradura y entrar a casa significaba cubrir su rostro de artista con el antifaz de estudiante de Ingeniería Mecánica. Cada noche, al regresar de la Academia de San Carlos, echaba varias paladas de tierra a su esencia de artista para que ellos, sus padres, no descubrieran su identidad. Pedro, Pedro Dávalos Cotonieto, maquillaba sus rasgos con la intención de transformarse en alumno universitario, “normal” como la mayoría, no un “aprendiz” de pintor y escultor que no ganaría ni para comer.

Esa noche, al entrar y prender la luz de la sala, experimentó asombro y sobresalto al descubrir las facciones endurecidas de sus padres, quienes sentados en uno de los sillones, lo cuestionaron de inmediato sobre la carrera universitaria que en realidad cursaba. Algo andaba mal. Las expresiones paternas indicaban decepción, enojo, reproches.

Como el ladrón sorprendido una noche helada y oscura de lluvia, Pedro tenía en sus manos, a la vista de todos, las pruebas en su contra. Portaba cuadernos, libros, rollos de papel con dibujos y una pieza a la que gradualmente daba forma escultórica.

El padre, encolerizado, exigió que les mostrara los dibujos plasmados en los rollos de papel. Pedro, quien entonces tenía 20 años de edad, desenrolló el primer pliego con delicadeza, como si se tratara de una criatura viviente, y apareció, artístico, un desnudo femenino.

Aquel dibujo significó una ofensa a sus progenitores. Les pareció que el muchacho era un degenerado que indudablemente se reunía con malvivientes y vagos con la intención de dibujar cuerpos de mujeres.

Cuando mostró el segundo pliego, la irritación fue mayor. Se trataba de un desnudo masculino. ¿Qué clase de hombre era Pedro, que hasta dibujaba hombres sin ropa?

La pareja Dávalos Cotonieto imaginó escenarios insanos en los que seguramente se desenvolvía su hijo. Tal vez, Pedro y otros estudiantes de arte, casi convertidos en rocanroleros y hippies, se reunían en una bodega, en un departamento, en algún sitio, con la intención de mirar hombres y mujeres desnudos. Quizá entre ellos, los aspirantes a artistas, habría algunos que ingirieran bebidas alcohólicas o se drogaran. Eran, por cierto, los primeros años de la década de los 60, en el siglo XX.

Iracundo, el señor de la casa advirtió que no toleraría esa clase de conductas, motivo por el que sentenció a Pedro, a quien dio a elegir entre su hogar y la rectificación de sus estudios, o el arte y la calle.

Pedro miró, como al inicio, los rostros desencajados de sus padres y comprendió, en consecuencia, que no entenderían su amor e inclinación por el arte porque es algo que ya se trae, un estado que forma parte de la esencia, de manera que eligió la calle, y así como llegó, salió, con sus cuadernos, libros, pliegos de papel y escultura, sin posibilidad de entrar a su recámara por ropa y otras pertenencias.

Eran más de las 11 de la noche cuando, bajo la lluvia, caminó desde el rumbo de la Villa, al norte de la Ciudad de México, al centro histórico, donde hasta la fecha de localiza la Academia de San Carlos, fundada en 1781 como Real Academia de San Carlos de las Nobles Artes de la Nueva España, en la época del rey de España, Carlos III, ante la solicitud de la Casa de Moneda de dicha Colonia e inspirada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.

Durante su caminata nocturna, Pedro evocó los otros días de su existencia, cuando tenía alrededor de cinco años de edad y miró a una persona que pintaba. Entonces comprendió que sería pintor. La escena del artista lo condujo a su interior, a su esencia. Desde muy pequeño dibujaba.

Cursaba la primaria cuando en su escuela organizaron una visita a la Academia de San Carlos, la cual fue determinante en la ruta que seguiría. Lo recordaba mientras caminaba; el frío lo entumía y la llovizna lo empapaba.

-San Carlos me maravilló -admite Pedro, el escultor, el pintor, el grabador, el maestro que coexiste en el pueblo michoacano de Tupátaro-. Cuando miré las copias antiguas de Moisés, de Miguel Ángel Buonarroti, y de La Victoria de Samotracia, sentí asombro y decidí que sería artista.

Desde la niñez, cuando sus padres y otras personas interrogaban a Pedro acerca de la carrera que pensaba estudiar, invariablemente contestaba que sería pintor. Tanto sus progenitores como sus familiares intentaban persuadirlo para que optara por otra clase de estudios, pero él sabía que su cita con el destino, con el arte, sería inevitable.

Entre los 12 y 13 años de edad, en plena adolescencia, Pedro recibió un regalo especial por parte de sus padres: una motocicleta con su carrito anexo, utilizada por los soldados nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Como notaron que Pedro continuaba con la idea de ser artista, lo indujeron a la fiesta brava, a los toros; pero después de conocer el ambiente y adquirir los conocimientos necesarios, desistió y lo motivaron a participar con los hermanos Pedro y Ricardo Rodríguez en las carreras de autos.

A los 14 años de edad, sus progenitores le regalaron un Buick 1941 y posteriormente un Cadillac 1952; sin embargo, analizó la intención de ambos obsequios, en diferentes momentos de su vida, y descubrió que eran con el objetivo de desviar su atención del arte.

El matrimonio Dávalos Cotonieto deseaba que Pedro fuera médico, abogado o arquitecto. Cualquier estudio universitario resultaría adecuado, siempre que no fueran actividades relacionadas con el arte.

Pedro mintió a los 20 años de edad. Aseguró en su hogar que se inscribiría en la carrera de Ingeniería Mecánica, pero solicitó información en la Academia de San Carlos, donde le explicaron que disponía de tres días para registrarse. Así que entregó los documentos correspondientes y pagó la inscripción. Durante tres meses fingió estudiar una carrera ajena, como lo deseaba su familia, hasta que fue descubierto.

Caminó durante toda la noche y madrugada, hasta que a las seis de la mañana se sentó en las escalinatas del cine Teresa, donde llegó a la conclusión de que su realidad había cambiado. Tendría que trabajar si en vedad deseaba estudiar y desarrollarse como artista.

Nostálgico, pero también con sentimiento de orgullo, Pedro refiere que aquella ocasión pensó que lo que uno desea conquistar, hacer y tener, es posible obtenerlo si se esfuerza. Y eso hizo.

El alumno Pedro Dávalos Cotonieto, uno de los más destacados de la Academia de San Carlos, se dedicó a trabajar desde el momento en que entendió que no regresaría más a la casa solariega. El primer medio año, a partir de que sus padres lo corrieron del hogar, vivió en la calle.

-Había que estar atentos a las oportunidades, a los espacios, porque existía competencia en las calles entre quienes buscábamos un rincón seguro para pernoctar -advierte el artista-. En los espacios públicos del centro histórico de la Ciudad de México, éramos muchos los que andábamos en busca de un tramo de piso, protegido por algún techo o toldo, para dormir.

Un día, después de tanto tiempo, su hermano lo buscó en la Academia de San Carlos con la finalidad de informarle que había llegado un telegrama a casa. Lo había enviado Javier Barros Sierra, quien fue rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, con el propósito de informarle que por ser uno de los mejores alumnos de generación, recibiría un diploma como reconocimiento.

Durante el acto, rememora el artista, recibió el diploma y una beca. Le preguntaron públicamente cómo deseaba devolver a la nación los beneficios que recibía. Respondió que por medio de la enseñanza, y lo hizo con el amor y la pasión que tiene al arte.

En determinado momento, distinguió que atrás, en una de las columnas, se encontraban sus padres, de modo que experimentó cierta incertidumbre cuando lo abrazaron las modelos profesionales y Guadalupe, una bailarina, gritó muy efusiva para felicitarlo. La mujer, henchida de euforia, lo abrazó y cargó.

Sus progenitores se aproximaron con el objetivo de felicitarlo e invitarlo a comer en casa. Su madre lloró. La familia Dávalos Cotonieto se encontraba ante el artista, el pintor, escultor y grabador. Lo invitaron a casa, pero ya había probado los ósculos y caricias de la libertad y le encantaron; mas no el libertinaje, como dice, porque jamás permitió que lo sedujeran los vicios.

Discurrían las horas postreras de la década de los 60, exactamente en 1969, cuando ingresó al Instituto Nacional de Antropología e Historia. Desde hace aproximadamente cuatro décadas y media, se dedica a hacer facsímiles de importantes piezas arqueológicas, las cuales se encuentran expuestas en museos y zonas arqueológicas, e incluso han participado en intercambios para naciones europeas, asiáticas, americanas y prácticamente todo el mundo.

Lector incansable, Pedro Dávalos Cotonieto se dedica desde hace 44 años a la conservación del patrimonio cultural de México. Mucha obra se deteriora por la irresponsabilidad humana, el deterioro de capas y la contaminación, entre otras causas, por lo cual es fundamental su rescate a través de la manufactura de facsímiles.

Fue gracias a la intervención de Pedro Dávalos Cotonieto que La Venta, Tabasco, recuperó su identidad como sitio arqueológico; pero ha participado en incontables tareas de salvamento histórico. Ha reproducido piezas de casi todas las culturas de Mesoamérica y el mundo.

Pintor, escultor y grabador, Pedro dirige el Taller de Recuperación de Técnicas y Oficios de la Caña de Maíz, en Tupátaro, Michoacán, donde radica desde hace varios años; además, es fundador del Centro Cultural “Antonio Trejo Osorio”, del Centro “Juan Manuel Gutiérrez Vázquez” y del Jardín de la Escultura Mexicana, en la misma población, donde recibe grupos estudiantiles, turistas y toda clase de visitantes.

Gracias a su trabajo en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, que le ha dado prestigio nacional y mundial a través de los facsímiles que realiza con fósiles y piezas arqueológicas, expuestas en museos, zonas arqueológicas y diferentes foros de México y el mundo, Pedro Dávalos Cotonieto no ha tenido necesidad de comercializar sus pinturas, grabados y esculturas.

La grandeza y sensibilidad del artista contrasta con su sencillez, con la nobleza de su ser, como si la luz solar iluminara el lienzo de la naturaleza y dentro de su resplandor excelso permitiera distinguir el más bello de los paisajes. Se visualiza trabajando en sus obras hasta el instante postrero de su existencia, acaso porque el espíritu del arte siempre lo ha acompañado y se irá con él. Y es que todo artista, cuando es auténtico, sabe que está hecho de otra arcilla y que su esencia lo acompañará desde el cunero hasta el sepulcro. Las huellas de Pedro Dávalos Cotonieto quedarán como legado artístico y cultural para los mexicanos y la humanidad. Cada pieza evocará sus manos de artista y al creador de gran sensibilidad e inspiración.

El de San Juan de los Mexicanos, barrio tradicional de Morelia

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Los colores, aromas y sabores de la fruta y verdura, dispersos en un puesto, otro y muchos más, junto con los rumores del mercado y los tañidos del campanario, en el barrio de San Juan de los Mexicanos, invitan al naufragio de las horas, a la aventura de embarcarse a los muchos días del ayer, para desentrañar de las profundidades de la historia los rasgos de la antigua Valladolid, el semblante de Morelia, la capital de Michoacán.

Quizá una mañana primaveral, acaso una tarde veraniega o tal vez una noche otoñal o de invierno, uno regresará al centro de Morelia y deambulará por sus calles y plazuelas, por sus espacios y rincones, para descifrar sus signos y armar su historia. Los trozos de antaño aparecen, entonces, vacilantes e imprecisos, similares a las casonas de piedra reflejadas en los charcos después de una tarde de lluvia.

Cuando uno recorre Morelia, surge la tentación de trasladarse al oriente del centro histórico, muy cerca del acueducto barroco del siglo XVIII, del otrora Callejón de la Bolsa -hoy del Romance- y de la virreinal Calzada Fray Antonio de San Miguel, para conocer el antiguo Barrio de San Juan de los Mexicanos y visitar, de paso, el mercado “Revolución”, con todos sus simbolismos.

En el discurrir de los años virreinales, precisamente en el siglo XVI, uno de los barrios indígenas más próximos al centro de Valladolid era el de San Juan de los Mexicanos, llamado así por ser asentamiento de los descendientes de los aztecas que acompañaron a los españoles en la conquista y colonización de la provincia de Michoacán.

Más antigua, sin duda, que la fecha inscrita en su fachada -1696-, la capilla del barrio alberga, entre otras reliquias, un Cristo de grandes dimensiones, al que la gente atribuye características especiales. En el siglo XIX, verbigracia, los moradores del lugar aseguraban que le crecía la barba y que el tamaño de la escultura era superior al que tenía inicialmente,

Con atrio, campanario, torre y cúpula, la capilla colonial, dedicada a San Juan Bautista, evoca al barrio indígena de San Juan de los Mexicanos, que como otros de Valladolid, eran proveedores de alimentos, leña y mano de obra para la ciudad que fue fundada el 18 de mayo de 1541.

Valladolid ocupaba mano de obra, alimentos y materiales, y qué mejor barrio que el de San Juan para proveerse. De acuerdo con información obtenida y publicada en 1883 por el autor del “Bosquejo histórico y estadístico de la ciudad de Morelia, capital del estado de Michoacán de Ocampo”, Juan de la Torre, quien fue miembro de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, la población de la ciudad, en 1803, era de 18 mil habitantes, de modo que entre 1809 y 1810 superaba los 20 mil moradores.

Como consecuencia del movimiento independiente, la emigración considerable y las epidemias que se registraron durante 1813 y 1814, la población de Valladolid, escribió el autor ya citado, se redujo a tres mil personas, cifra que le parecía exagerada. En 1822, la ciudad tenía más de 14 mil habitantes, en 1842 alrededor de 21 mil y en 1868, en tanto, 25 mil. El folleto “Morelia en 1873”, editado por un hombre de apellido Mendoza, indicaba que la urbe contaba con aproximadamente 30 mil habitantes.

Y si uno continúa examinando una hora y otra del ayer, descubrirá que en la época en que se publicó la obra de Juan de la Torre -1883-, Morelia era una ciudad que requería mano de obra y productos por parte de los habitantes del Barrio de San Juan de los Mexicanos. En esa época, había 52 sacerdotes católicos, 23 médicos, 103 abogados y 22 farmacéuticos.

Mensualmente eran sacrificadas, en lo que llamaban “el abasto”, 600 cabezas de ganado vacuno, cuyo valor ascendía a nueve mil pesos de aquella época; 600 carneros que representaban 900 pesos; mil 800 cerdos que significaban un valor de 18 mil pesos. Cada mes, la ciudad de Morelia consumía nueve mil fanegas de maíz, mil 800 cargas de harina; asimismo, requería 300 arrobas diarias de leche durante el período comprendido de junio a octubre, y 150 en la estación de secas, incrementándose el valor de este último a 84 mil pesos anuales.

Morelia poseía 21 capillas y templos, tres colegios, nueve escuelas públicas, dos hospitales, dos hospicios, dos panteones, dos teatros, una plaza de toros, cuatro imprentas, dos hoteles, cinco mesones de primera clase, ocho de segunda y más de 20 posadas, 14 plazas y plazuelas, 30 fuentes públicas, 14 baños de agua fría, cuatro de tibia y cuatro para caballos.

El templo que hoy permanece cual náufrago en el popular barrio de San Juan, exhibe una planta de cruz latina, mientras sus muros se erigen a escasa altura; además, cuenta con una cubierta original de siete casquetes.

Por otra parte, la torre de piedra presenta un campanario esbelto, el cual, por cierto, es calificado por los especialistas como de gran austeridad barroca, detalle que contrasta con la fachada ornamentada. Esta, la fachada, aglutina dos expresiones del estilo barroco, de modo que uno es académico y el otro, en tanto, indígena, como si representara, ya desde aquella época, la de los días del siglo XVII, la mezcla de dos razas, la de los conquistadores y evangelizadores españoles y la de los nativos de Mesoamérica.

De la portada se deriva un arco de medio punto que sostiene un ensamblamiento moldurado, sobre el cual reposan dos pináculos de forma piramidal. Al centro del segundo cuerpo, se ubica una ventana rectangular que comunica al coro; aunque encima se encuentra un nicho vacío, rematado por una cruz de doble brazo. La fachada concluye con una forma piramidal y una cornisa sencilla.

Muy próximo al templo, yacen tres campanas que alguna vez, en otra centuria, emitieron sus tañidos desde la torre. Una exhibe, igual que una abuela, la fecha de su fundición: 1778.

Contiguo al recinto sacro, se localizaba un cementerio. Tras la clausura, en el siglo XIX, de los cementerios de San Agustín, el Carmen, San Francisco y San José, afectados por las pestes provocadas por la cólera que devastaba a la ciudad, el de San Juan de los Mexicanos también fue cerrado y se convirtió en un espacio que los moradores denominaban Plazuela de San Juan, donde indudablemente discurrieron muchas de sus horas existenciales.

Y es que entre postrimerías de la decimoctava centuria y la aurora del siglo XIX, los moradores de la ciudad tenían la costumbre de reunirse no solamente los domingos, sino otros días de la semana, de manera que los amigos y las familias dialogaban plácidamente, bailaban, cantaban, recitaban poemas, ejecutaban instrumentos musicales y comían o merendaban, y así lo hicieron, igualmente, los personajes que participaron en la conspiración de Valladolid, en 1809.

Ellos, los conspiradores de Valladolid, conversaban acerca de los acontecimientos políticos y sociales de la ciudad y de la Nueva España. Se reunían en las fincas que pertenecían a José María García Obeso, al licenciado Soto Saldaña y a los hermanos Michelena, entre otros.

No obstante, José María García Obeso, Vicente Santa María, José María Izazaga, Antonio María Uraga, José María Abarca, Manuel Villalongín, Manuel Muñiz, Juan José de Lejarza y otros conspiradores, no solamente celebraban tertulias en las fincas vallasolitanas; también las efectuaban, según los especialistas, en casas humildes y endebles que se localizaban en el barrio de San Juan de los Mexicanos.

Por cierto, la conspiración de Valladolid, en los días de 1809, antecedió a la de Querétaro y al movimiento independiente de 1810. Nadie desconoce que Valladolid, hoy Morelia, fue origen de la Independencia de México.

Valladolid estaba rodeada, en el siglo XVII, de diversos poblados indígenas que abastecían a la ciudad de mano de obra y materias primas, entre los que destacaba, precisamente, el Barrio de San Juan de los Mexicanos, el cual figuraba en un mapa elaborado en 1794 como uno de los dos cuarteles menores. Al documento, creado en la noche del siglo XVIII, se le denominó “Plan o mapa de la nobilísima ciudad de Valladolid”.

Al escudriñar los documentos amarillentos de la historia, uno descubre que de acuerdo con el plano que ordenó elaborar, en 1794, el intendente corregidor Felipe Díaz de Ortega, San Juan de los Mexicanos todavía figuraba, al norte de la ciudad, junto con otros poblados indígenas pequeños como San Pedro, al oriente; la Concepción y Santa Catarina, al sur. Obicácuaro, y Santiaguito también se localizaban al norte de Morelia. Evidentemente, en el ocaso del siglo XIX, algunos pueblos indígenas desaparecieron y otros, en cambio, se fusionaron a la ciudad.

Refiere la tradición que el templo de San Juan Bautista pertenecía al pueblo que se extendía desde las otrora pila de Zárate y calle Las Carreras, hasta La Cantera y la garita del Zapote. El caserío, reducido, se extendía en la campiña.

Todavía durante la madurez de la decimonovena centuria, en 1844, el espacio que ocupaba la plaza de toros y la zona aledaña, se había destinado al cultivo de maíz. El autor del “Bosquejo histórico y estadístico de la ciudad de Morelia, capital del estado de Michoacán de Ocampo”, Juan de la Torre, atribuía en su obra editada en 1883 por la Imprenta de Ignacio Cumplido, que varias circunstancias habían contribuido a la formación del barrio de San Juan, principalmente por la construcción de la plaza de toros.

El autor recordaba que en noviembre de 1844, con motivo de la fiesta derivada de la construcción de la plaza de toros, los nativos instalaron puestos o jacales pequeños alrededor de la construcción, los cuales utilizaron como moradas.

Quienes se atrevan a internarse por las rutas de la historia, entenderán que en 1850, cuando se llevó a cabo el reparto de tierras en la capital michoacana, los indígenas que habitaban las chozas que rodeaban la plaza de toros, construyeron casas más sólidas y así formaron el Barrio de San Juan.

El cementerio principal de la capital de Michoacán se localizaba, exactamente, a un costado del templo de San Juan Bautista. Si bien es cierto que los habitantes de la ciudad lo consideraban “higiénico” y con condiciones “indispensables para la salud pública” por no encontrarse expuesto a las corrientes de aire que con mayor frecuencia recibía la ciudad, admitían que no contaban con un cementerio digno y acorde a las civilizaciones de la época, la de la ancianidad del siglo XIX.

Faltaban arbolado y diseño ornamental. Incluso, existían noticias en esa época de que los cadáveres no eran sepultados a la profundidad conveniente por encontrarse las criptas próximas unas de otras, al grado de que con frecuencia no se les exhumaba oportunamente.

Por lo mismo, en 1892, durante la administración estatal de Prudenciano Dorantes, el gobierno proyectó la construcción de un cementerio en la loma de Santiaguito, para lo que se dieron los primeros pasos; no obstante, las condiciones del erario público impidieron que continuara la obra.

Hay que recordar, en consecuencia, que finalmente el acaudalado Ramón Ramírez, propietario del establecimiento comercial La Mina de Oro y de la Hacienda La Huerta, donó parte de un terreno que denominaba El Huizachal, donde en 1885 se practicó la primera inhumación, el cual fue inaugurado en las horas de 1895 y es morada final, hasta la fecha, de no pocos morelianos. De hecho, las autoridades municipales ya habían planeado en 1882 la construcción de un panteón que sustituyera los de San Juan de los Mexicanos y Los Urdiales (consultar https://santiagogaliciarojonserrallonga.wordpress.com/2014/11/01/panteon-municipal-de-morelia-la-otra-historia-de-la-ciudad/).

Mercado de San Juan o “Revolución”

Como que traen las fragancias de la campiña, las tonalidades del terruño, el sabor de la lluvia, las caricias del sol y las formas de la vida. Saben a hortaliza, a huerta, a parcela. Recuerdan los surcos, el aire matinal, el sol brillante, las tardes lluviosas y hasta los arcoíris y las nubes.

Igual que ecuaciones, los colores, perfumes y sabores se mezclan aquí y allá, en un puesto y en otro del mercado, con rostros de aguacates, ajos, calabazas, cañas, cebollas, chayotes, chiles, cilantro, jitomates, lechugas, papas, pepinos, rábanos, tomates y zanahorias; pero también con rasgos de chabacanos, ciruelas, fresas, guayabas, mameyes, mandarinas, mangos, manzanas, melones, papayas, peras, piñas, plátanos, sandías, tejocotes, uvas y zapotes.

Y si la jamaica y el tamarindo reservan esencias deliciosas al paladar, los cocos mantienen atrapado el rumor del mar, mientras los elotes, las habas, los frijoles, el arroz, los cacahuates y el orégano compiten por un espacio. En estos pasillos, la fruta resume las huertas mexicanas; en aquellos, la verdura transporta a las parcelas, donde las manos campesinas se mezclan con el agua y la tierra para recoger trozos de vida.

Tal vez el encanto consiste en que cada cosa se agrupa en diferentes áreas del mercado. Aquí, las verduras; allá, las frutas; en aquel extremo, los arreglos florales; allende los puestos de comida y carne, los que exhiben juguetes, ropa y curiosidades; el otro espacio, las plantas.

Vida y muerte. Alegría y tristeza. Camino desde el cunero hasta el ataúd. Sí. Flores amarillas, blancas, moradas, rojas y rosas para el bebé, la quinceañera, la boda, los amantes, los enamorados, los que celebran algo y los que mueren. Sólo cambia la presentación, y ese es su hechizo y misterio.

Desde la rosa, la gladiola y la orquídea, hasta el cempasúchil, hay quienes arrancan una lágrima, un suspiro o un gesto de alegría. Se trata, en realidad, de flores, criaturas de intenso aroma y colorido que dentro de su efímera existencia acompañan a los seres humanos en sus alegrías y tristezas, en sus triunfos y fracasos, en su vida y en su muerte,

Los afiladores, casi extintos, anuncian su paso y sus servicios con las notas de sus caramillos, y reciben navajas, cuchillos y tijeras, mientras los músicos, cuando los hay, emiten notas que se mezclan con los chiflidos peculiares de los globeros, las campanas diminutas de los paleteros, las voces de los personajes típicos, los gritos de los cargadores y los murmullos de los vendedores de algodones, frituras y merengues.

Huele a mar, a establo, a granja. En los corredores, ellos, los carniceros y los aprendices, deslizan suavemente sus cuchillos sobre los pescados que aún emanan el olor del océano, en las reses que otrora pastaron en la llanura, en los cerdos de formas primitivas, en las aves liberadas de los barrotes y corrales para enfrentar su fatal destino.

Pequeño mundo donde las otras, las cocineras, preparan platillos típicos, muy mexicanos, al mismo tiempo que ellas, las mujeres nativas de algún pueblo o ranchería, comercializan nopales, tunas, aguacates, tortillas, uchepos, sopes, corundas y tamales.

Como piezas de museo, dignas de un coleccionista, de un melancólico que suspira por los muchos signos perdidos en las horas del ayer, metates, molcajetes, anafres, tortilleros, sopladores y molinillos permanecen pacientes, resignados, en espera de algún comprador.

La “yerbera” ofrece pomadas, jarabes, tés y remedios contra agotamiento, cáncer de próstata, diabetes, caída de cabello, cólicos e hinchazón de piernas, entre otros males que enumera ante las señoras que caminan cerca de su puesto, en plena competencia con las mujeres que anuncian polvos, ungüentos y fórmulas.

Durante las fiestas patrias, las banderas tricolores y los rehiletes intentan recordar fechas gloriosas; en diciembre, las tradicionales piñatas con formas de estrellas y personajes infantiles, invitan a las posadas, a cantar villancicos, a probar ponche para contrarrestar el frío invernal. Junto con las piñatas, las colaciones, el heno, el musgo y las piezas que emulan el nacimiento del Niño Jesús, quedan grabados en la memoria infantil, en los pequeños que se ilusionan y llevan consigo imágenes mágicas.

Ropa, juguetes, fruta, verdura, arreglos florales, coronas para muertos, trastes, plantas, alimentos, alfarería, antojitos, tés y tantas cosas que sintetizan un mundo, el de los mexicanos, quienes mezclaron, hace centurias, los productos de Europa con los de América.

Los mercados de este país, como el “Revolución”, en el antiguo Barrio de San Juan de los Mexicanos, resumen rincones insospechados, el colorido intenso, los sabores y los aromas de un suelo exquisito. Como que simbolizan el más auténtico mexicanismo.

El que se localiza en San Juan, es un mercado tradicional de Morelia con casi media centuria de haberse fundado, que rememora a los antiguos habitantes de la ciudad, en época de la Colonia, quienes proveían de leña, alimentos y materiales a las familias españolas que moraban en la ciudad.

La modernidad y la influencia de la publicidad de la hora contemporánea, cuyas formas y reflectores envuelven a los consumidores y los transportan a un mundo de apariencias y superficialidades, parecen ensombrecer los mercados tradicionales, donde uno, al caminar, siente el palpitar del más puro mexicanismo.