Contigo

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Contigo descubrí el verdadero sentido de la vida. Me enseñaste, por la esencia de tu ser, que los días de la existencia son breves y que si uno desea, en verdad, traspasar las fronteras del mundo y mecerse en el columpio de la eternidad, hay que construir un puente firme y prodigioso, experimentar una vida en armonía, equilibrada, plena y con amor, justicia y valores.

Me recordaste que si destierro de mi interior a Dios, quedaré atrapado en la noche sin retorno y jamás recobraré la luminosidad. Perder la espiritualidad y la parte divina del ser, equivale, dijiste, a marchitarse, agonizar y perecer.

Lejos de consentir que resbalara a la noche sin final, me convocaste a renacer, a caminar a tu lado por la senda que conduce al horizonte más bello y resplandeciente, al hogar infinito, a la morada de Dios.

Así es como modifiqué mi itinerario existencial. Como que desenterraste los principios y valores que cultivé desde la infancia y una tarde nebulosa y melancólica, sepulté. Me ayudaste a recuperar el mapa de mi vida, sin duda olvidado en algún paraje desolado, en un capítulo no recordado de mi historia.

Vi tus ojos brillantes. Al reconocerme en tu mirada, de inmediato comprendí que eres tú a quien busqué en un lugar y en otro, durante gran parte de mi jornada existencial, acaso porque nunca antes me había descubierto tan pleno en los ojos de alguien, quizá por percibir mi esencia en ti, tal vez por palpar tu estilo irrepetible y especial.

Náufrago de incontables historias, escuché tus palabras, tu voz, como el aventurero que agotado por la travesía, reposa en un paraje y percibe el murmullo de la cascada que lo refresca y los susurros de la naturaleza, los gritos de la creación.

Decidí, entonces, abandonar la embarcación que acumulaba años de navegar por rutas erróneas -oh, la vida se compone de tiempo- y tomar con firmeza el control del timón y la brújula para así llegar a playas y puertos seguros.

Me cautivaste con tu estilo. Ante la opción de desbarrancarme, preferí seguirte, alcanzar tu paso, tomar tu mano y caminar junto a ti. Me gustó. Ahora soy yo, auténtico, intenso, libre, pleno. Andamos juntos con el amor más grande y hermoso, sin perder identidad ni atarnos a caprichos mundanos. Emulé tu ejemplo de vida. Me enamoré de ti, no solamente de tu apariencia tan subyugante, sino de tu riqueza interior que es el paso a lo sublime y a la eternidad.

Es cierto, aprendí contigo que el amor no es la baratija que pasa de una mano a otra, ni el maniquí que permanece alumbrado por los reflectores en un aparador para que alguien lo compre y más tarde, tras haberlo utilizado, lo deseche al descubrir uno más atractivo dentro de las vitrinas de la temporalidad.

Al entregarme tu amor tan diferente, pleno y especial, comprendí que no se trata de poseer a alguien para desencadenar pasiones fugaces que satisfacen los sentidos por instantes, porque muchas veces, es verdad, quienes se expresan los más nobles sentimientos, disfrutan con mayor intensidad un abrazo silencioso durante una noche de lluvia pertinaz, alguna sonrisa y hasta una mirada profunda.

Nadie me mostró, al otrora creerme enamorado, el camino del verdadero amor, ni en mí despertó entonces la capacidad de expresarlo. Tú, a quien he nombrado mi ángel tierno, detuviste mi marcha precipitosa, mi carrera sin rumbo, para enseñarme desde una cumbre el sendero del amor y la felicidad.

Gracias a ti, hoy lo admito, entendí que amar no es igual a adueñarse de alguien, estamparlo en la página de la historia personal y dar vuelta a la hoja para olvidarle. Me recordaste que el amor inicia en uno. Cuando la gente se ama, recupera la capacidad de dar lo mejor de sí a los demás y, en consecuencia, derramar alegría y felicidad sin condiciones ni límites.

Inicié contigo una vida diferente. Dejé a un lado, en el camino que quedó atrás, en las rutas que cancelé, la maleta con las cosas artificiales que me mantenían distraído y alejado de la esencia, para tomar con decisión el equipaje que junto contigo me conducirá a la cima más alta, donde la mirada de Dios es arcoíris y constelación, y su aliento, en cambio, aire, cascada, río, lluvia, porque la creación es eso, amor, armonía, felicidad, vida.

El amor, siempre a tu lado, es tan prodigioso que desmorona los muros de la duda, los celos y las ofensas, porque sus manos son puras y sólo saben construir puentes que salvan de caer a abismos insondables, diseñar caminos por los paisajes más cautivantes, trazar rutas a la eternidad. Nunca será trampa ni jaula.

Tampoco es, advertiste, la sortija que esclaviza ni el contrato que condena a otra persona para convertirla en posesión, en objeto, porque amar a alguien implica tenerle confianza, respetarle, permitir que vuele libremente, esperarle con entusiasmo y quererle toda la vida.

Expresaste que el amor no debe ser motivo de enojos ni tristezas, sino de alegría, detalles y paz. Lejos de derramar el tintero sobre las hojas en blanco, hay que trazar las letras más hermosas y las palabras de mayor belleza y sensibilidad. Nada justifica manchar las partituras. Si uno lo hace, el concierto se propagará discordante; pero si conserva cada signo con limpieza, la obra será magistral.

A tu lado comprendí que si uno desea, en verdad, amar a alguien toda la vida, hay que caminar a su lado, no adelante ni atrás, y hacer de cada momento un detalle, una oportunidad para ser dichosos.

Me enseñaste que un amor especial y diferente, como llamamos al nuestro, no tiene precio ni se le puede medir porque se entrega cuando en verdad se siente e inspira.

Otros, la mayoría quizá, transitan confundidos y se extravían al creer que el amor se relaciona con pasar la noche fugaz al lado de otra persona y al siguiente día, al disiparse las sombras, marcharse en busca de otra aventura que no deja huellas ni bellos sentimientos en el alma. Creen que la vida se justifica coleccionando horas de pasión.

Comprendí, igualmente, que el día y la noche, tan distintos en apariencia, no se oponen; al contrario, se complementan y enriquecen para que la vida y la belleza se manifiesten plenamente. El cielo azul ofrece nubes y un sol resplandeciente; la bóveda nocturna regala incontables luceros. Siempre hay luz cuando se le aprecia y se le busca.

A tu lado, ahora lo confieso, me reencontré con mi esencia, con quien verdaderamente soy. Entonces dispuse mi equipaje con la finalidad de partir contigo a rutas insospechadas porque en ti, mi otra parte, descubrí que el amor y la felicidad no consisten en los espejismos que mueven a la mayor parte del mundo, sino en los tesoros que yacen en el interior y de alguna manera, como algo mágico, se expresan en la vida en sus diferentes facetas.

No niego que también me enseñaste que si no estaba de acuerdo con ese estilo de vida tan diferente a la superficialidad de millones de seres humanos de la hora contemporánea, no existen grilletes que me detengan y la puerta está abierta. Me diste la opción de marcharme si así lo deseaba.

Al escuchar tus palabras, me percaté de tu sabiduría. Me ofreciste, a tu lado, un estilo diferente, sublime, cercano al bien y la verdad, a la vida plena, a la excelsitud, a Dios, y también la opción de marcharme y dedicar los días de mi existencia, como los demás, al derroche de pasiones inciertas y pasajeras, al brillo de las apariencias y a la temporalidad. No me obligaste a permanecer a tu lado porque la elección entre un estilo de vida y otro únicamente la tomaría yo.

Afuera, los apetitos intentaban seducirme; pero al mirarte y sentir desde lo hondo de mi ser el más bello de los sentimientos, supe que eres tú con quien caminaré tomado de la mano para experimentar el verdadero amor, sonreír, ser feliz y alcanzar, al fin, la evolución de mi ser, el regazo de Dios.

No me queda duda. Contigo descubrí el verdadero amor y no lo cambiaré por nada. Tengo la certeza de que un ser humano, al llegar al final de la jornada, puede sentirse feliz y satisfecho cuando observa atrás y descubre que los años de su vida fueron de alegría y valores, y si al voltear al lado encuentra al ser que amó y de quien recibió los más nobles sentimientos, indudablemente ambos compartirán la dicha de mirar al frente y descubrir el resplandor de Dios. Ese es el sendero que elegí contigo.

Vicente Segura, «El Niño de Oro»

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Relataban los abuelos que años antes del movimiento revolucionario de 1910, cuando las calles teziutecas, en la sierra norte de Puebla, exhalaban el aroma de la fruta que abundaba en las fincas, de las tejas mojadas y de las macetas de barro que adornaban los balcones con herraje, los moradores, asombrados, presenciaban el paso airoso de un niño de bucles de oro, muy hermoso, con aspecto de príncipe, que vestía trajes de terciopelo con cuello blanco, inmaculado y de encaje, con zapatillas de charol y hebillas de plata, quien era acompañado, durante las mañanas nebulosas y frías, por un hombre de edad avanzada, su sirviente, cuyas grandes patillas y sombrero singular cautivaban la atención.

Niño elegante, aquél, que el viejo asistente acompañaba hasta el colegio, alguna casa o el templo y que contrastaba con los hombres y mujeres de gran refinamiento que vestían de acuerdo con las modas porfirianas y parisinas, y con los arrieros que guiaban y gritaban injurias a sus mulas cargadas con bultos pletóricos de chiles secos, café, maíz, tabaco y vainilla, y embestían o salpicaban de lodo a los infortunados que encontraban a su paso.

Desde las casonas con balcones o enrejados, las niñas y adolescentes lo miraban y suspiraban ante su paso, acaso porque les recordaba alguna de las estampas o uno de los personajes nobles que leían en sus libros de cuentos e historias durante las noches de neblina y lluvia. Parecía, aseguraban, un personaje de encanto que se había transformado en realidad. Transitaba por las callejuelas empinadas y cubiertas de neblina.

Lo mismo las familias linajudas que las que menos recursos económicos poseían, se preguntaban sobre la identidad de aquel niño de aspecto principesco, quien se encontraba hospedado con sus parientes en una de las casas ricas de Teziutlán, Puebla.

Si había, en aquella época porfiriana, una familia, la de los Castillo, que la gente apodaba “Los Burros de Oro”, a éste, al pequeño con aspecto de monarca, le denominaron “El Niño de Oro”, y no solamente fue por sus rizos dorados, sino por su alcurnia y riqueza.

Ante la cabalgata del tiempo, los teziutecos se enteraron de que “El Niño de Oro” era hijo de un matrimonio acaudalado de Pachuca, Hidalgo, cuya bonanza de la Compañía Minera de San Rafael y Anexas les brindó tan privilegiada posición social. Ellos, el padre y la madre, murieron jóvenes y quedó como tutor del infante heredero el magnate minero José de Landero.

A pesar del aislamiento habitual del cautivante personaje infantil, algunos mozalbetes privilegiados entablaron amistad con él; mas un día, por alguna causa, sus familiares abandonaron Teziutlán y nadie supo su paradero, hasta que al cabo de los años, cuando la etapa porfiriana se mecía en su ocaso, los habitantes de la Perla Serrana se enteraron de una noticia que acaparó su atención: “El Niño de Oro”, el elegante y pequeño príncipe que coexistió con ellos en el pasado, se llamaba Vicente Segura Martínez y era, para sorpresa de todos, célebre torero en México y España.

Dueño de una fortuna inmensa, Vicente Segura Martínez arriesgaba su vida y toreaba al lado de grandes figuras mexicanas y españolas. Disfrutaba, entonces, el dulce sabor de la fama y la opulencia. La gente argumentaba que era un ser extraordinario, un personaje envidiable, un hombre dedicado a su pasión. Hombre él, decían, de leyenda.

Si en Pachuca moraba su abuela tan amada, su espíritu aventurero lo motivó a estudiar en el Colegio Militar y también en un instituto norteamericano. Tuvo a su disposición una cuantiosa fortuna e incluso le perteneció la Hacienda de Guadalupe, en el estado de Hidalgo.

Discurría la primera década de la vigésima centuria, cuando en Pachuca se le veía en un automóvil italiano, conducido por un chofer, sobrino, por cierto, de un cardenal; pero también era del conocimiento popular que él, Vicente Segura, tenía gran inclinación por los toros y la charrería. Así, cuando tenía 24 años de edad, tomó la alternativa en México de manos de Antonio Fuentes Zurita un 27 de enero de 1907, de modo que durante la tarde del 6 de junio de aquel año, encontrándose en Madrid, España, se le concedió el título de doctor en tauromaquia.

Fuentes Zurita lo apadrinó en España, teniendo como testigo a Ricardo Torres “Bombita”. Tuvo una brillante participación en un cartel que compartió con Fuentes, “Bombita” y “Machaquitó”.

Nadie desconocía que en España, antes de su retorno a México, era admirado por condesas y duquesas, quienes le expresaban su amor; pero también fue evidente que compartió cacerías con parte de la corte de Alfonso XIII.

Ya en México, el torero Vicente Segura ofreció una corrida inolvidable, e incluso solventó dos trenes de recreo para que los otros, sus amigos que vivían en Pachuca, Hidalgo, asistieran y compartieran con él su triunfo.

Un día, cuando inició la Revolución Mexicana, Vicente Segura, “El Niño de Oro”, renunció a su romance con la celebridad y la fortuna material, al grado que optó por las arma. Invirtió en la formación y el equipamiento de una brigada revolucionaria, que fue conocida como “Hidalgo”, y en ocasiones, seguramente en su honor, “Torera”, la cual luchó en La Huasteca y se unió a las fuerzas de Pablo González.

Sus contemporáneos manifestaban que a diferencia de otros personajes acaudalados que estaban conformes con Porfirio Díaz Mori en el poder de la nación porque su permanencia les garantizaba la oportunidad de continuar incrementando sus fortunas, él, “El Niño de Oro”, decidió participar en el movimiento revolucionario.

Hay que recordar que de acuerdo con el censo de 1910, el 75 por ciento de los mexicanos eran analfabetos. De los 15 millones de mexicanos, únicamente el 25 por ciento moraban en las zonas urbanas, mientras el resto de la población era rural.

Discurrían los meses de 1911 cuando Vicente Segura se incorporó al movimiento maderista y fue Venustiano Carranza quien le confirió el grado de general. Cambió el semblante de la fama por el de la batalla.

Conoció el fragor de las batallas, el aroma de la sangre, el sabor del peligro. A sus experiencias de niño acaudalado y consentido, de torero aclamado, se sumaron las de revolucionario.

Al concluir, por fin, el movimiento revolucionario, decidió regresar al Teziutlán que alguna vez ya distante, en los minutos de su infancia, lo acogió con amor y asombro, y allí, en la Perla Serrana, ofreció una corrida. Los hombres que antaño, en la infancia dorada, convivieron con el afamado heredero, ex revolucionario y torero, lo saludaron con emoción y revivieron, juntos, la epopeya que compartieron.

Relata la historia que en octubre de 1921 regresó a lo que tanto amaba, a los toros, reapareciendo en la temporada de 1922. Destinaba sus honorarios de torero a obras de beneficencia.

En la época en que reinició su carrera de torero, la correspondiente a la década de los 20, los generales revolucionarios, los que supuestamente lucharon por causas justas, estaban empeñados en arrebatarse el poder a cualquier precio, mientras él, “El Niño de Oro”, repartía su riqueza a quienes más lo necesitaban.

Con un pasado de leyenda, Vicente Segura, “El Niño de Oro”, instaló su despacho en la casa que perteneció al acaudalado Pablo Escandón, y así partió un día, como todos, con la novela de su existencia. El huérfano y heredero niño de bucles de oro que sintió la llovizna teziuteca, el torero que experimentó la emoción del peligro, el joven con aspecto de príncipe que arrancó suspiros a las doncellas acaudaladas y linajudas de España, el revolucionario que solventó el equipamiento de su brigada, quien nació en Pachuca, Hidalgo, el 12 de diciembre de 1883, murió en Cuernavaca, Morelos, el 20 de marzo de 1953, llevándose en su memoria la experiencia de haber sido un personaje irrepetible. Partió con un costal pletórico de anécdotas, capítulos, experiencias e historias con más valor que la fortuna que acumularon sus antepasados.

Hay quienes pintan el paisaje con los colores del cielo

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

A ti

Hay quienes pintan los paisajes de la vida con la policromía e intensidad que sustraen del cielo, acaso para plasmar en los murales del mundo la alegría, el amor y las bendiciones que derraman desde lo más profundo de sus seres, y así iluminar los caminos de quienes deambulan en busca de un faro que los guíe.

Ángeles, criaturas maravillosas, seres extraordinarios, como se les llame, suelen aparecer en el sendero de algunos hombres y mujeres. Llegan en las horas existenciales de mayor apremio, cuando los abismos se presentan como única alternativa para continuar la marcha.

No toda la gente tiene la dicha y fortuna de coincidir con un ser resplandeciente, casi etéreo, que le mire a los ojos, acaricie su cabeza, limpie su rostro, tome sus manos y le muestre el itinerario, la dirección que conduce al horizonte grandioso, a cumbres maravillosas e insospechadas.

Tal suerte pertenece a ciertos seres humanos, a aquellos que escabullen del brillo de las apariencias y las cosas banales de la vida, no a los que se ahogan con el trago de la copa ni se entregan a la voluptuosidad ante la carencia de un amor auténtico, ni tampoco a quienes actúan de acuerdo con su ambición desmedida y sus apetitos e instintos sin control.

Es la paciente espera durante la vida, acompañada de ideales y acciones nobles, lo que atrae a los seres angelicales, a la gente especial, a coincidir con uno en determinado período y elegir su amor y compañía durante toda la jornada.

Generalmente, esa clase de seres humanos tan escasos pasan desapercibidos o injustamente reciben críticas y mofas por parte de las mayorías, quienes condenan sus estilos de vida, su forma especial de entregarse al amor, sus detalles, su búsqueda permanente del bien y la verdad.

Esas criaturas permanecen fieles a la ruta que eligieron, y cuando deciden amar a alguien, lo hacen con verdadera entrega, con un estilo especial y diferente al de la gente adocenada.

Así, su amor y compañía se convierten en una bendición que vale más que cualquier fortuna acumulada o que el placer desparramado aquí y allá, en un sitio y en otro, con una persona y muchas más, porque se trata, en verdad, de una relación que finalmente acompaña al cielo, más allá de las fronteras de este mundo.

Mientras amplio número de hombres y mujeres optan consumir los días de sus existencias en las jaulas de lo cotidiano, en las mazmorras de la rutina, con los grilletes de los sabores y las sensaciones de la fugacidad, los seres especiales y sublimes andan sobre bases reales y sólidas, pero construyen inspirados en su extraordinaria e inagotable espiritualidad.

Otros, atrapados en la inercia de la colectividad, desdeñan y hasta se empeñan en destruir los cimientos que pacientemente colocan los ángeles humanos, quizá porque la descomposición corroe lo más íntimo de sus seres y desean, por lo mismo, extinguir la luminosidad del amor puro, la justicia, el bien y la verdad.

Lamentablemente, la mayor parte de las personas, atrapadas en sus pasiones, conformismo, temores y ambición, prefieren condenarse a una ceguera voluntaria que emprender la más grandiosa de las hazañas para vivir plenamente, en armonía consigo y con los demás, y en total equilibrio.

Inmersos en los asuntos pasajeros del mundo, no perciben que a su lado, enfrente o atrás, se encuentran otros hombres y mujeres similares a ellos, con la diferencia de que su esencia es superior por el hecho de poseer una espiritualidad inquebrantable que los motiva a actuar bajo esquemas opuestos a la fragilidad y los intereses mundanos.

No todos tienen la fortuna, insisto, de coincidir en sus vidas con un ángel, como yo, hace tiempo, lo descubrí en el momento que más lo necesitaba, cuando ante mí se presentaba un escenario desolador con una bifurcación de caminos inciertos y precipicios insondables.

Al mirarla por primera vez, hace tiempo, fue como presenciar la mano sutil y tierna que hojea un libro de amor y sabiduría, con estampas y textos de belleza indescriptible y encanto sublime. Me mostró, a partir de entonces, no los paisajes con el lodazal en que muchos han convertido las horas de la vida, sino el paraíso, el cielo, el jardín que Dios pintó para quienes le buscan.

Quizá fatigado por la rudeza de la navegación y el naufragio, observé sus ojos con detenimiento, asombrado al mirarme reflejado. Comprendí, entonces, que había encontrado por fin al ángel tierno que tanto busqué durante mi incansable peregrinar, al alma gemela, al corazón que se suma al de uno para latir al unísono del palpitar del universo.

Admito que el encuentro no fue fácil porque yo venía de una embarcación con incontables historias de gran intensidad, algunas de profunda espiritualidad y otras, en cambio, salpicadas por tempestades y oleajes impetuosos.

Confieso, igualmente, que un amor así no admite mentiras ni traiciones. Establecí el compromiso de actuar con integridad, entregarme a una vida de permanente búsqueda de Dios, derramar bendiciones a mi alrededor, superar toda fragilidad humana, recibir y dar un amor diferente y especial, caminar fielmente a su lado, sonreír con verdadera alegría, entregar lo mejor de mí, renunciar a los aparadores que el mundo ha convertido en su predilección y transitar juntos hacia un horizonte maravilloso, sublime y pleno.

Juntos, elegimos colores y pinceles con la intención de pintar el cielo, plasmar los más bellos y sublimes paisajes, porque en el amor y la vida, me enseñó, uno elige las tonalidades y los temas para crear las obras más excelsas o presentar, también al final, lienzos mediocres y superfluos. Uno escoge, cada momento, la maestría en su existencia o las notas discordantes que reflejan una vida arruinada y carente de sentido y valor.

Y así inició nuestra historia, convencidos ambos de que la vida es breve y hay que experimentarla plenamente, compartir detalles y momentos, darnos el más puro amor, alcanzar la felicidad y acompañarnos hacia la eternidad, siempre guiados por una mano divina.

Si alguien, agotado por deambular por caminos fallidos y ansioso de descubrir a su ángel, me preguntara cómo es el mío, le respondería que más allá de su belleza física, posee un alma especial, es de esencia pura y casi etérea, dueña de principios y valores sólidos, congruente con sus aspiraciones e ideales, poseedora de extraordinaria sensibilidad, madura, de virtud modelo, inteligente, alegre, comprensiva y con un amor tan bello, diferente y especial, cuando lo entrega, que transporta a planos superiores.

Cierto, su nombre es impronunciable y bien podría ser mi alma, la mujer amada o mi musa; pero ahora -al menos hoy- callaré su identidad y únicamente confesaré que los ángeles existen y uno, al transitar por este mundo, puede descubrir el suyo, amarle y recibir sus sentimientos especiales y diferentes como prueba de que tras la línea que delimita la vida, existe un paraíso esplendoroso. Hoy, admito que el amor y la enseñanza de mi ángel -sea mi alma, una mujer o mi musa- no los traiciono ni cambio porque son el cielo y sin duda algo de lo más bello y elevado que puede existir en un ser humano.

El muro

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Esta tarde, mientras paseaba y reflexionaba por las callejuelas de la ciudad, transité silencioso a un lado del muro, de la pared de piedra que, por la hora, proyectaba tintes sombríos, como para llamar la atención de los caminantes, sacudir su conciencia y anticiparles, parece, que la fugacidad de las horas se relaciona con la brevedad de la existencia.

Todos caminaban distraídos, unos con sus parejas, otros con niños y algunos inmersos en sus preocupaciones, asuntos cotidianos y pensamientos. Nadie prestaba atención al lenguaje del muro, a las voces del silencio, a los susurros del tiempo.

Un viento suave y melancólico sopló, quizá para recordar las tardes otoñales, cuando las hojas se desprenden de los árboles y sus otrora rostros verdes se tornan en laminillas doradas y quebradizas que se dispersan hasta pulverizarse en el olvido.

Mientras caminaba, contemplé el muro de cantera que separa la aurora del ocaso, las luces de las sombras, las sonajas de los sepulcros, el bullicio del silencio, la vida de la muerte. Allende la pared, percibí los murmullos de lo que parece a muchos el gran final. Entre las tumbas solitarias flotaba el ambiente de la muerte; afuera, en cambio, el bullicio.

Comprendí, entonces, que entre la vida y la muerte sólo existe una división, una franja endeble, un muro que ofrece, en un lado, las flores multicolores y la posibilidad de escribir una historia -buena o mala-, y en el otro, en tanto, el sueño, el final mundano, la conclusión de la vida humana.

La vida es tan breve y frágil, que si hoy uno deambula por la campiña multicolor, al rato, dentro de algunos instantes, días o años, la jornada existencial acudirá puntual a su cita irrenunciable y finiquitará los capítulos de una historia que indudablemente quedará inconclusa. Casi siempre la trama de la vida queda interrumpida y, por lo mismo, las historias de los seres humanos -grandiosas o insignificantes- no se completan; aunque lo importante, hay que recordarlo, no son la cantidad de años ni las conquistas materiales lo que cuentan al final, sino lo bueno o malo que se hizo durante la caminata.

Invitan los sepulcros al dolor, principalmente en los cementerios vetustos; no obstante, las tumbas abandonadas y frías o cubiertas de flores marchitas -recuerdos de dolores y ecos de lágrimas-, estimulan a la reflexión, a meditar sobre la vida y la muerte.

Tal vez recuerdan la fugacidad de la vida y que uno, como hombre o mujer, irremediablemente transita hacia ese final tan temido por muchos. La belleza física y la juventud carecen de porvenir, y tal realidad quebranta los esquemas de las mayorías, al grado, incluso, de que atrapados en su ausencia de valores y perdidos ante la falta de un itinerario, optan por experimentar los días de la vida al máximo, según ellos, en una aparente felicidad que consta de la embriaguez de los sentidos, los placeres sin amor y la inmediatez. Prefieren vivir artificialmente y sin rumbo que ser protagonistas de una epopeya.

Así, en innumerables tumbas podría leerse el mismo epitafio: “aquí yace quien un día nació con todas las posibilidades de ser extraordinario y consumió las horas pasajeras en la cotidianeidad y la rutina, en una melancolía fatal, en el brillo de las copas, la ambición desmedida, los placeres carentes de amor y las preocupaciones”, y podría agregarse, de acuerdo con las creencias: “duerme el sueño eterno aquel que desperdició cada instante en banalidades. Entregado a ocupaciones baladíes, olvidó cultivar detalles y amor, dar lo mejor de sí a los demás, dejar huellas indelebles y convertirse en una persona extraordinaria, única e inolvidable”.

Toqué el muro de piedra que me separaba de la vida y la muerte. Sentí la textura de la cantera que aún conservaba la tibieza del crepúsculo postrero que minutos antes incendiaba el horizonte, igual que un cuerpo que pierde la vitalidad.

Reaccioné. Casi llegaba a la esquina, al final del muro perimetral, cuando recordé que cada instante, sumado, compone los años de la existencia, hasta que un día, el menos esperado, desciende el telón y se acaba la obra.

Decidí, en consecuencia, mirarme, escudriñar lo que soy, voltear a mi alrededor, precisamente antes de llegar a la esquina, donde concluye la barda. La caminata hacia el final del muro me pareció impostergable porque todos vamos al mismo rumbo; aunque la diferencia consiste, creo, en elegir las luces o las sombras.

Hace algunas horas modifiqué mi marcha hacia la esquina, al final del muro, y decidí no voltear más a las sombras y las historias irrecuperables, de no ser para asimilar lecciones, porque en lo sucesivo fijaré la mirada en la alegría de la vida, en los colores de la naturaleza, en la sonrisa, en el amor y en los detalles y principios que elevan. La barda de cantera me habló e insistió: “ve la luz, no las tinieblas, porque la vida es amor, belleza, alegría, sencillez y valores. No seas como quienes interrumpieron sus historias al sentir el arrullo de la muerte. Transita a la eternidad, sigue el camino de la inmortalidad”.

Estampas de la vida

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Las flores y los riachuelos, la lluvia y los arcoíris, el viento y las hojas doradas y quebradizas, el frío y la nieve, son estampas que pertenecen al álbum de la vida. Uno, al contemplarlas, sabe que son ciclos que marcan el ritmo y sentido de la naturaleza. Y si una mañana, al despertar, uno camina y toca los pétalos tersos y huele la fragancia de las rosas, una tarde, sin duda, admirará el cielo nublado y la lluvia torrencial, o sentirá, a otra hora vespertina, las ráfagas del aire otoñal, preámbulo, es cierto, de las noches y madrugadas invernales.

Hay quienes inmersos en la cotidianeidad, en la rutina, prefieren deleitarse con las luces de los aparadores y los rasgos de los maniquíes que portan, en su mundo lúdico, la ropa de temporada, la moda de primavera, verano, otoño e invierno; pero no todos, en cambio, tienen capacidad de observar y descifrar los mensajes de las estaciones.

Aquéllos, los que sólo se fijaron en las estaciones como parte de un calendario y de fenómenos naturales que se repiten un año, otro y muchos más, para cambiar de guardarropa, quizá una tarde desolada o una noche helada definirán sus rasgos ante el espejo y se asustarán al contar las arrugas esculpidas por el tiempo acumulado. Se verán con las manos inútiles, el corazón vacío y el envejecimiento encima.

Desde que uno nace hasta el minuto postrero de la existencia, siente y vive los efectos de las cuatro estaciones e indudablemente se prepara, como los demás, con la ropa adecuada; no obstante, ante la ausencia del sentido de observación y la capacidad de análisis, no fija la atención en los pequeños detalles, en el lenguaje de la naturaleza.

Con su permanente dualidad, como el día y la noche, el calor y el frío, el tapiz de la naturaleza se transforma cotidianamente en la libreta de anotaciones, en el libro de la vida; aunque lamentablemente escaso número de seres humanos sabe interpretar su enseñanza.

Todos sienten fascinación ante las flores de intensa fragancia y policromía que crecen ufanas en un lado y en otro, como también, al percibir la fuerza e intensidad de las tempestades, experimentan admiración, o definitivamente voltean a sus alrededores y observan las hojas yertas que el viento arrebató a los árboles, o permanecen trémulos ante las ráfagas heladas.

Uno no solamente debería de aprender las características de las estaciones en las aulas de clase, sino salir a su encuentro, palpar los árboles y las plantas que renacen, mojarse con la lluvia al caminar descalzos por la campiña y hundir los pies en el barro, exponerse a las corrientes del viento y sentir, en determinados instantes, las delicias del frío.

Así, uno aprendería que los años de la existencia tienen similitud con las estaciones, y que si la niñez, adolescencia y juventud son maravillosas, inolvidables e intensas, la madurez enseña a actuar con fortaleza, mientras el preámbulo a la ancianidad resplandece con experiencia y la vejez, en cambio, permite entrever la historia de toda una vida, lo bueno o lo malo que se grabó en el rostro. Entre una estación y otra existe un puente endeble.

Nada es permanente. Ni siquiera el bebé que hoy se arrulla en el cunero, la niña que juega con las muñecas y el pequeño que se mece en el columpio, quedarán anclados en la primavera de sus existencias, como tampoco lo harán quienes corren, saltan y se enamoran, impulsados por el frenesí juvenil. Todo pasa. Un día, cuando menos lo esperen, estarán varados temporalmente en el puerto de la ancianidad, quizá contando los años y sus historias, o tal vez, nadie lo sabe, lamentando lo bueno que pudieron hacer y no llevaron a cabo.

Para renacer y darse la oportunidad de ser pleno, hay que morir. Nacer y sucumbir duele, pero siempre, aun entre las lágrimas, hay sonrisas. Tras la noche helada, existe la esperanza de un amanecer soleado. Nunca quedó una tormenta matutina sin la belleza de un arcoíris. Es verdad, a cualquiera le llenará de congoja saber que después de una tarde veraniega, intensa, bella e irrepetible, acudirá la noche con sus sombras y enigmas; pero una vez que la madrugada se extinga, el sol asomará en el horizonte y resurgirán las esperanzas y oportunidades.

El himno de los pájaros se anticipa al concierto del búho. La noche estrellada, como alguna vez de intensa felicidad se miró en la bóveda, se desvanece al otro día con los ósculos del sol y la luminosidad que guía a los caminantes en su incansable peregrinar.

Si aprendemos a observar y analizar los mensajes de la naturaleza, a través de las cuatro estaciones, seguramente asimilaremos las lecciones y nuestras existencias se armonizarán y serán más equilibradas y plenas, porque habremos comprendido que la oportunidad de vivir y ser felices es hoy, en este momento, con lo que se es y se tiene, porque no hay certeza del mañana.

Y vivir intensamente el momento, no significa hacerlo como en la hora contemporánea lo practican millones de personas, creyendo que la entrega enloquecida y fugaz a los vicios, estulticia y pasiones son la justificación de la existencia. Vivir plenamente equivale a protagonizar una historia diferente, capítulos pletóricos de acciones e instantes positivos, para al final, cuando caiga el telón de la trama existencial, cargar en la canasta un volumen hermoso, interesante, rico e inolvidable.

No cantemos con arrepentimiento, amargura, dolor y tristeza junto con el que ya no dispone de tiempo para enmendar la historia de su existencia:

Esta noche oscura, querida,
requiero un espejo, un triste espejo,
para definir mi silueta abatida,
mi semblante de hombre viejo.

La vida florece cada instante. Abrir los ojos, igual que las burbujas que brotan de la intimidad de la tierra en los manantiales, es una experiencia excelsa; pero regresar a la fuente, dormir en lo que llaman muerte, es inevitable y sólo es un sueño temporal para volver a nacer. Es verdad, para renacer hay que morir; pero mientras se aproxima el ciclo natural, es perentorio voltear al horizonte, a los lados, para descubrir los encantos de la vida e incluir el amor y la felicidad en el libro de la existencia.

No lo hagas

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

No puedes ocultarlo. Muchas veces, en las noches de intensa soledad y tristeza, confiesas tu necesidad de acudir al espejo del baño, revisar tus ojos dilatados, tus facciones alteradas por el dolor y el miedo, para así justificar tu acto y hundir el cuchillo en la yugular.

Quieres dormir, alejarte del mundo, porque argumentas que ellos, los hombres y las mujeres que te rodean, te han causado mucho daño, un padecimiento irreparable que sólo, insistes, se cura con renunciar a los días de la existencia.

Hay días en que luces un aspecto más sereno, pero siempre con la mirada inquieta, aquí y allá, en busca de la cuerda, la navaja o las pastillas que te conducirán allende las fronteras de la vida, donde nadie te molestará, según anuncias.

La tentación es muy grande. Aseguras que en la balanza de tu existencia hay más dolores, fracasos y tristezas que alegrías y triunfos. Alegas que necesitas separarte de la humanidad, alejarte de quienes te han lastimado, confinarte en el olvido.

Quizá la decepción amorosa te ha conducido a la orilla de los abismos, como a otros, en tanto, los han empujado las enfermedades, la desdicha, el llanto, los fracasos, la muerte de alguien muy querido o la melancolía. A todos los miro en el borde del precipicio oscuro, sin final, titubeantes, en espera de un instante de locura para arrojarse y no volver jamás.

Retrocede porque nada justifica que te arrebates la oportunidad de vivir. Por más atormentada y terrible que sea tu existencia, un día concluirá. No te anticipes. Todo momento llega. La vida humana es un punto imperceptible dentro de lo inconmensurable del universo, de la eternidad.

Lucha hasta el final. No llores por una enfermedad que no tiene remedio, y menos por un amor que no es para ti y te rechaza. Nada merece que uno se retire voluntariamente del camino existencial. Tienes que probarte con lo que eres. Hundir el cuchillo y trozar las venas, no es símbolo de valentía, sino de debilidad y cobardía. Nadie te recordará, si eso pretendes, por tu acción; al contrario, todos se compadecerán por unos días, reprocharán tu conducta y te olvidarán.

Y mientras la trama de la vida continúa en el mundo, con sus luces sombras, tú quedarás atrapado en un pozo sin final, oscuro y helado, donde tu acto vergonzoso se presentará en tu ser una y otra vez. No hay escalera para el retorno. Los seres que amas caminarán por un sendero diferente al tuyo porque si ellos eligieron la vida, por más señales de dolor y tristeza que existan, tú, en cambio, optaste por la muerte.

Impide asomarte por la ventana o abrir la puerta cuando el suicidio toque, porque si cedes a su llamado, por lo menos por ocurrencia o tentación, se convertirá en un inquilino en tu mente y corazón, morará en tu casa, caminará a tu lado y te convencerá, al final, de que seas su consorte.

No lo hagas, por favor. No eches a perder tu evolución. Nada en este mundo justifica que te robes la vida y la arrojes a un barranco profundo. Ningún padecimiento, por fuerte que sea, amerita el acto del suicidio.

Abandona la obsesión de la navaja, la cuerda o las pastillas. Mejor sujeta con tus manos la idea de que la vida es una prueba temporal y trata de alcanzar, con lo que tienes, el amor y la felicidad.

La balanza

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Ahora sé que si alguien desea que el amor se convierta en la más sublime de las expresiones -en cielo-, es fundamental que ambas partes experimenten tal sentimiento con similar intensidad, de manera que no sea uno el que todos los días toque a la puerta con un ramo de flores y otro el que espere con desdén el saludo o el detalle. El amor va más allá de apariencias, costumbres, convencionalismos, dogmas, papeles y razas; es, ante todo, el sentimiento más bello que brota de un manantial inagotable para derramar bendiciones, encanto y felicidad. Es una balanza que en ambos extremos debe pesar igual para que así sea equilibrado y justo. Al amar con igual intensidad un hombre y una mujer, los abismos, las fronteras y los obstáculos se desvanecen y ceden sus espacios a cumbres y horizontes plenos e insospechados. Sólo quienes caminan tomados de la mano, uno al lado del otro, funden sus almas para transitar a planos superiores. Quienes llegan a la balanza del amor en igualdad de sentimientos, obtendrán el regalo más bello porque ni uno ni otro rogarán ni resultarán lastimados. Ahora entiendo que para que el amor sea esplendoroso, los dos involucrados, un hombre y una mujer, deben situarse en el mismo nivel de enamoramiento y entrega.

Magia, tradición y sincretismo en la noche de muertos de la zona lacustre de Pátzcuaro

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Permanecen desolados y silenciosos, igual que un libro abandonado y viejo que resguarda identidades, fechas e historias. Tan melancólicos como los sepulcros, los árboles inclinan sus ramas balanceadas por el viento. Las tumbas también contienen nombres anónimos, datos y hasta epitafios de quienes un día, una tarde o una noche, acaso sorprendidos por la fugacidad de la existencia, concluyeron la jornada, se retiraron del camino y abandonaron sus proyectos, juegos e ilusiones, con los claroscuros que significa la trama de la vida.

Todas las noches, cuando la bóveda celeste exhibe y presume el más magistral de los escenarios con incontables luceros que alumbran y estimulan a sentir la fuerza del universo, el frío envuelve las sepulturas en la zona lacustre de Pátzcuaro, mientras la neblina gravita como para cubrir la ausencia de quienes partieron a otro plano y se convirtieron en ayer, en recuerdo, en olvido.

El ambiente sideral se modifica la noche del 31 de octubre y las madrugadas del 1 y 2 de noviembre de cada año, cuando las estrellas plateadas comparten su luminosidad con velas, cirios y veladoras que de pronto, en los cementerios de los pueblos indígenas que rodean al lago de Pátzcuaro, son prendidas por quienes aún permanecen en el mundo y aguardan el retorno de las ánimas de sus familiares y amigos.

Nadie como el pueblo purépecha, especialmente en la zona lacustre de Pátzcuaro, en el estado mexicano de Michoacán, para celebrar la Animeecheri k´uinchekua o “fiesta de las ánimas”, o la Animecha kejtzitakua u “ofrenda de las ánimas”. En un sincretismo de la cultura prehispánica y las doctrinas evangelizadoras que los misioneros españoles emprendieron a partir del siglo XVI, la noche de muertos resulta emotiva, irrepetible y mágica.

De la oscuridad y desolación nocturna, en los cementerios purépechas, brotan los colores amarillo y naranja de las flores de cempasúchil, alumbradas por las flamas de velas y veladoras, como si la vida se empeñara, a pesar de las sombras de la muerte, en reaparecer, en manifestarse una y otra vez en un paraje que definitivamente pertenece a quienes se ausentaron del mundo.

Entre las sombras nocturnas y las llamas amarillas, azuladas, naranjas y violetas, surgen, apenas visibles, los rasgos indígenas de los purépechas que velan en los cementerios, el 1 de noviembre, a los “angelitos”, a los niños que renunciaron a los días de su existencia, a los juguetes, a la escuela, a la oportunidad de probarse como seres humanos, y el 2, en tanto, a los adultos, a quienes también se apartaron del camino por alguna causa, por una enfermedad, un accidente o de manera natural, y dejaron, en consecuencia, las páginas en blanco.

Fieles a sus costumbres y tradiciones ancestrales, los nativos acuden puntuales, cada año, a su cita con los muertos, a quienes colocan ofrendas con flores, agua, alimentos, panes, retratos, bebidas alcohólicas y objetos que identifican a quienes ya se marcharon y retornan una vez al año.

En un ambiente de misticismo, casi mágico e incluso de festividad, los purépechas esperan la visita de sus muertos con oraciones y ofrendas que les servirán para regresar a lo que definen como más allá.

Los arcos cubiertos de flores de cempasúchil, colocados devotamente en las tumbas, recuerdan un año o menos del fallecimiento de las personas, hombres y mujeres que alguna vez, en sus mejores días, también acudieron al cementerio con la intención de velar y esperar a sus muertos.

Ellos, los purépechas, preparan los altares en sus casas, con ofrendas y hasta con los retratos de sus seres amados, como lo hacen, igualmente, en los panteones. En el caso de los angelitos, de los pequeños que siguieron rutas diferentes y opuestas a las de la vida plena, sus familiares colocan en las ofrendas los objetos que les pertenecieron, los juguetes que los alegraron, las cosas que les gustaron, la comida y las golosinas que los deleitaron.

Quizá la velación más célebre en el mundo es la de la noche del 1 y la madrugada del 2 de noviembre, cuando los indígenas esperan el regreso de las ánimas. La noche de muertos ha sido declarada Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad por parte de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).

Encuentro de dos culturas, la indígena, la purépecha, y la europea, la española. Sincretismo de dos civilizaciones, de dos estilos y creencias diferentes. La fiesta de muertos, en los pueblos de la región de Pátzcuaro, es digna de admirarse.

Y la mejor forma de conocer y disfrutar esa celebración indígena no es, como anualmente sucede en Pátzcuaro y Janitzio, arrojando basura, consumiendo bebidas alcohólicas y alterando el orden, sino recorriendo los altares y las ofrendas con respeto, dialogar con los purépechas, conocer sus costumbres y tradiciones, explorar las fiestas de los nativos, observar los altares y las ofrendas y divertirse con la alegría de la vida que se consume cada instante, igual que la noche y la cera de las veladoras atrapadas en bolsas blancas que con tanto esmero depositan las autoridades eclesiásticas en el vetusto e imponente atrio de Tzintzuntzan.

Uno puede recorrer gran cantidad de pueblos purépechas, alrededor del lago de Pátzcuaro, para encontrarse de frente con la noche de muertos y contemplar el paisaje lacustre.

Cuán bello, verbigracia, resulta trasladarse al mirador, entre Cucuchucho y Ucasanástacua, para contemplar el ambiente sidéreo, la profundidad de un cielo incendiado por incontables estrellas, y admirar, a la vez, las luces que provienen de los caseríos de las islas de Janitzio, Yunuén y La Pacanda y de otros poblados indígenas, reflejados en el manto acuático, ennegrecido por la noche helada que parece susurrar al oído los ecos de los campanarios y las voces purépechas, reunidas en los cementerios, para repetir “vive, vive, vive”.

OTRA VERSIÓN

¿Qué es una flor, si no un suspiro fugaz? ¿Qué la vida, si no una sucesión de capítulos y eventualidades que forman una historia, un libreto, una comedia que al final concluye y queda cual recuerdo y posteriormente, al descender el telón del tiempo, se extravía en el olvido?

Vida. Muerte. Recuerdo. Olvido. Día y noche. Risa y llanto. Alegría y tristeza. Claroscuros de la vida. Igual que las flamas de las velas que parecen danzar al recibir las ráfagas de viento helado y se extinguen ante la cabalgata de las horas, los hombres y las mujeres purépechas, en la zona lacustre de Pátzcuaro, escriben las tramas de sus existencias desde el cunero hasta el sepulcro.

Parece que conforme transcurren las horas, los días, los años, los difuntos pretendieran refugiarse en los corazones y no desvanecerse de la memoria de quienes aún conservan el aliento de la existencia.

Y es que en las tumbas, entre flores de cempasúchil y nombres y apellidos de personajes anónimos, todo parece tan efímero como el cielo nocturno cubierto de estrellas o el hálito del aire que barre la hojarasca y la dispersa en las calzadas rústicas custodiadas por sepulturas indígenas.

Cada sepulcro esconde una identidad, un rostro, una trama, una fecha, un proyecto de vida que en algún instante del ayer quedó trunco y que luego, cada 1 y 2 de noviembre, ellos, los nativos de los pueblos lacustres, recuerdan y honran con oraciones y ofrendas.

Carcomidas por las caricias del aire y la lluvia, por la visita de la polilla y el sol, u oxidadas por la acumulación de los minutos inexorables, las cruces de madera y de hierro asoman inclinadas y melancólicas en los montículos de tierra, compartiendo silencio y soledad con residuos de cera y flores marchitas, y acentuando su humildad, su sencillez, ante criptas de mayor fortaleza y ostentosidad.

Los árboles desgajados y las ramas agachadas, cual fantasmas atormentados, hunden sus raíces en la intimidad de la tierra sin importarles compartir el espacio con cuerpos carentes de porvenir, con hombres y mujeres, con niños, jóvenes, adultos y ancianos que duermen profundamente, ajenos al palpitar de la vida en el mundo.

Sopla el aire helado. Es un viejo coleccionista, un avaro que reúne apasionada y esmeradamente, como el infante sus estampas, los pétalos y las hojas que caen y se secan, hasta fragmentarse y quedar consumidas, compartir el mismo destino de la gente.

Aquí y allá reposan los difuntos en la profundidad, entre piedras y tierra, indiferentes a la luz y a la noche, próximos a caracoles, gusanos y raíces. No desconocían, en vida, que tal sería su suerte. Así quedaron sus antecesores, hace siglos, sepultados con sus ídolos.

Con rostro oculto y diferente, es el otro pueblo. Hay colonias y secciones en los cementerios. Moran los indígenas que otrora, ayer o anteayer, eran habitantes de los poblados. Comparten territorio amigos, familiares y adversarios. Todos están juntos. Es su nueva población. Es morada de murmullos, penumbra y soledad. Son huéspedes. Los cuerpos duermen, permanecen quietos, hasta que se desmoronan y fusionan con el polvo, con la tierra, en un incesante palpitar.

Los caracoles se arrastran en los montículos, en las lápidas, en las calzadas sombrías de tierra; las lombrices se introducen a agujeros, se esconden entre raíces y hierba; los abejorros zumban, manosean cruces y sepulcros sin recato. Las flores silvestres y los matorrales crecen y cubren las tumbas olvidadas durante el año. Pululan los insectos ante la indiferencia de los muertos, pequeños y grandes, que yacen en el gran silencio y cuya esencia grandiosa reposa en planos superiores.

Finalmente, porque todo ciclo se cumple, han de coincidir la familia y los amigos, todas las generaciones. Habrán de estar juntos padres e hijos, abuelos y nietos, amigos y adversarios, parientes, hombres y mujeres que se amaron y otros, igualmente, que se odiaron, que escribieron anónimamente, sin sospecharlo, las historias de sus pueblos, compartiendo un destino, un sendero, en determinado lugar e instante. Quedaron cerca de su pueblo, donde las casas son de adobe y la lengua una dulce melodía que tiene similitud con las voces de los ríos, del aire y de la lluvia.

Las palabras de amor, las rondas infantiles, las miradas de ternura y odio, la felicidad y la tristeza, el nacimiento y la agonía, la esperanza y la desilusión, las tertulias, los proyectos, las jornadas en la campiña, todo se agota, se consume, se reduce en las tumbas. Nada queda. Desde el humilde y modesto sepulcro -montículo de tierra con cruz de madera o lámina-, hasta el más suntuoso -el de mármol-, es hogar, refugio, escondrijo de un cuerpo ausente de futuro, de una historia irrepetible, de una identidad con anécdotas y claroscuros.

Inseparables, acaso porque no se concibe uno sin el otro, el pueblo de los vivos y el de los muertos -necrópolis- comparten alegrías y tristezas. Ellos, los purépechas que aún moran en los poblados lacustres, acuden puntuales a su cita, a su encuentro, el 1 de noviembre de cada año, al cementerio, a las tumbas donde reposan los pequeños, los “angelitos”, como les llaman, para acercarles ofrendas, orarles y recordarlos con gran amor.
Sus padres, hermanos, abuelos, tíos, padrinos, todos los que sintieron amor por ellos, les llevan agua, flores, fruta, pan, juguetes y veladoras, que colocan en las tumbas recién lavadas, para posteriormente, muchas veces entre lágrimas, orarles y recordarlos como eran en el mundo, alegres, risueños, o tal vez huraños, tímidos, traviesos. Esa, al parecer, la trama de la vida.

Motivados por el amor tan intenso que sintieron por ellos y quizá porque ya palpitan en sus corazones, algunas comunidades indígenas, como la de Cucuchucho, acostumbran llevar calabazas, chayotes, dulces y gelatinas a los pequeños difuntos.

No obstante, hay quienes depositan juguetes en las criptas infantiles. Colocan las canicas, el carrito, el soldado, la muñeca, la estufa, los jarritos, la pelota y las tazas minúsculas, para que ellos, los pequeños que murieron e interrumpieron los capítulos de sus existencias, se diviertan como antes, cuando el colorido de la campiña se retrataba en sus pupilas, el sabor de las golosinas deleitaba sus paladares y las ilusiones y risas eran su pasión. Suspendieron, por alguna causa, sus actividades mundanas. Concluyeron la jornada muy temprano.

Muñecas, pelotas, sonajas, objetos para un mundo minúsculo, dedicados a la memoria infantil, a las siluetas diminutas, casi desvanecidas, que se hospedan en la memoria, en los corazones, y provocan amargura y dolor. Llanto ante la ausencia del niño, de la niña, que una mañana nebulosa y fría o una noche desconsoladora y tempestuosa, se retiraron de la cuna, del juego, del campo, de la escuela, de las sillas que les correspondían, para arrullarse con el canto de la muerte coqueta, hechizante, seductora. Se fugaron de sus lugares. Dejaron espacios ausentes en los corazones, en las familias, en las escuelas, en las comunidades. Melancolía. Evocaciones. Incontables flamas de velas y veladoras en el ambiente nocturno. Oraciones. Llanto. Ofrendas. Risa. Añoranzas.

Fundados en el discurrir del siglo XVI, en el amanecer de la Colonia, los pueblos de linaje purépecha son costumbristas, fieles a sus festividades y tradiciones; por lo mismo, cuando las pinceladas de la tarde tiñen el celaje, anunciando el ocaso, los moradores caminan por las mismas callejuelas que otrora, hace un día, una semana, un año o una centuria, transitaron sus difuntos. Caminan al cementerio, a las tumbas, a lo que en esos lugares suelen llamar “campo santo”. Es un ritual mágico.

Esa tarde, la del 1 de noviembre, al percibirse el aire frío que acompaña a las sombras, las familias llegan a los altares y ofrendas que previamente colocaron para sus difuntos. Los arreglos tienen flores de cempasúchil, calabazas, cirios, veladoras y otros motivos. Si el ser querido tiene un año o menos de haber fallecido, instalan en su sepulcro un arco de carrizo con flores de cempasúchil, que es la de los muertos.

Los altares, invadidos de flores amarillas y naranjas, reciben ofrendas, entre las que destacan calabazas, panes, cigarros, fotografías de los difuntos, fruta, agua para el regreso, e incluso la comida y el vino que acostumbraban consumir.

Tal es la vida, con su eterna dualidad, el día y la noche, la risa y el llanto, la alegría y la tristeza, el cunero y el ataúd. La noche de muertos es de tradición añeja, pero motiva a reflexionar sobre la estancia en el mundo.

EN CUCUCHUCHO

“Las tradiciones del pueblo purépecha son hermosas y profundas. Nuestros abuelos legaron una historia bella y grandiosa. Hoy, como cada año, esperamos con emoción el regreso de las ánimas de nuestros familiares, y por eso estamos reunidos aquí, en el cementerio de Santa Catarina, en Cucuchucho, con altares y ofrendas”, refiere Margarita Silvestre Santiago.

Envuelta en su rebozo y su vestuario autóctono, la mujer de 85 años de edad, acompañada de su esposo José Bernardino Pablo Villegas, con 94 años, arreglaron la tumba de la familia, la limpiaron, retiraron la hierba que invadía los bordes y colocaron un altar con flores de cempasúchil, velas, veladoras, panes, bebidas y alimentos como los que agradaban a sus parientes fallecidos.

Margarita ha cumplido, no le ha fallado a su suegra, Catarina Villegas Ramos, quien falleció hace 38 años. “A diferencia de antes, ahora ya no podemos cocinarle su platillo favorito porque se extinguieron los patos que vivían en el lago. Le encantaba el caldo de pato con guajillo colorado”, aclara e indica que le llevaron sus cigarros Faros.

Conforme las horas caminan imperturbables, los descendientes de Margarita y José Bernardino llegan al cementerio. Ponen canastas con pan en forma de animales, pero también tamales, naranjas, chayotes, calabazas y elotes. La mujer lo mencionó en purépecha: curunda, purú, capopo, tiriapo, y aclaró: “si usted hablara purépecha, podría narrarle tantas historias para que conociera la belleza y profundidad de nuestro pueblo, lo que significan para nosotros la vida y la muerte”.

Margarita sabe que el tiempo huye y la vida se consume. Habla pausadamente y recuerda que sólo un año no acudió al cementerio porque se sintió enferma. Se quedó en casa a dormir, pero en un sueño febril apareció ella, su suegra, quien le pidió que se levantara de cama y se trasladara al panteón a velarla.

“Es que ellos, nuestros muertos, regresan a las 12 de la noche y parten de nuevo alrededor de las seis de la mañana”, aclara Margarita, quien explica que les preparan comida con mucho gusto y los esperan para estar en contacto una vez al año.

En otra zona del cementerio de Santa Catarina, muy próximo a la orilla del lago de Pátzcuaro, permanece solitario Carlos de Jesús, quien vela a sus hijas, a sus niñas que un día sellaron sus ojos y se entregaron al sueño de la muerte. Sólo él conoce su dolor.

Carlos de Jesús gastó más de mil 500 pesos en el altar y la ofrenda que dedicó a sus hijas. Reconoce que en Cucuchucho, como en muchos pueblos, es alto el índice de mortandad entre la población infantil y juvenil.

Cerca de la barda perimetral del cementerio de Santa Catarina, la familia Hipólito convive. Horas antes, en el lapso del día, rezaron cuatro rosarios en casa, donde también instalaron un altar y ofrendas.

Reunidos alrededor de la tumba de sus antepasados, dialogan y hasta bromean. El altar y las ofrendas representan un valor de cinco mil pesos, sí, cinco mil pesos en un país donde el salario mínimo es de 70 pesos diarios.

La familia Hipólito disfruta el altar con sus ofrendas y espera la llegada de las ánimas de sus antepasados. Colocan algunos objetos y alguien asegura con risa: “eso no se pone en la cabeza, sino en el corazón”.

LA TUMBA SOLITARIA

Los óleos de la vida y la muerte se reúnen y funden esas noches y madrugadas de noviembre para plasmar las costumbres y tradiciones ancestrales del pueblo purépecha. Las familias, reunidas alrededor de los sepulcros con altares y ofrendas, esperan a sus muertos; pero hay algo que trae congoja y son, precisamente, las tumbas abandonadas, solitarias, olvidadas por quienes alguna vez, sin duda, derramaron lágrimas ante la partida de sus seres amados. Por diversos motivos, los sepulcros permanecen solos, con mayor melancolía que otras noches, quizá porque uno siente, al mirarlos, que la trayectoria existencial puede ser tan bella y grandiosa que al final quede como legado una historia inolvidable que alumbre los caminos de los demás, o al contario, tan opaca y triste que deambule perdida en la oscuridad del olvido y la tristeza.