Definiciones

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Una de las experiencias más bellas y conmovedoras, sin duda, es cuando una mañana, una tarde o una noche, en el instante menos esperado, cierta persona ya forma parte de los latidos del corazón, del pensamiento y del proyecto existencial. Es, parece, un acto mágico y sublime que se da cuando dos seres, acaso sin sospecharlo, se descubren en el amor.

Caminante incansable, cierto día me descubrí en tu mirada y confesé: me encantas. Decidí, en consecuencia, quedarme contigo, renunciar a las rutas inciertas que había trazado y optar por un sendero más pleno y con mayor sentido, donde las flores del amor, la belleza, el bien y la verdad guían a cimas excelsas.

Un día, cuando menos lo esperé, ya formabas parte de mi vida, de mis proyectos, de mis ilusiones, de mi sonrisa. Sin perder identidad ni encadenarme, empecé a volar a tu lado para compartir, tomados de la mano, los instantes que un día se han de extinguir, la brevedad de la vida, y así hacer de nuestra historia una obra bella, esplendorosa, irrepetible, plena e inolvidable.

Lejos estábamos de imaginar que protagonizaríamos la más hermosa y sublime de las uniones. Cada día, a partir de entonces, se ha convertido en un capítulo, en una historia, en una inscripción grabada en nuestras mentes y en los sentimientos que nos funden en uno hasta provocar que el universo se prenda de incontables colores.

Es por lo mismo, lo confieso, que un día, sin esperarlo, tú y tu amor se convirtieron en mi musa, en la fuente de mi inspiración, en uno de los motivos más nobles para ser intensamente felices y conquistar el mundo. Hoy pretendo difundirlo a la gente, exponerlo al viento para que lo arrastre por todo el mundo y quede testimonio de que el amor especial y diferente, como llamamos al nuestro, existe y es posible vivirlo cada instante.

Por lo mismo, no necesito, para definirte, mi cuaderno de anotaciones, ni tampoco el lápiz ni el borrador, guardados en mi morral de poeta. Hoy no seré el escritor que te describa en la blancura de una hoja que quizá, al morir, alguien arroje al cesto de la basura cuando limpie y ordene las cosas en mi buhardilla; tampoco me convertiré en el artista que te plasme en el pentagrama porque nadie sabría interpretar los signos inscritos en las partituras y menos darles énfasis en el piano y el violín.

Definitivamente, no anotaré una lista extensa en la arena porque la espuma del mar y el viento la borrarían. No colocaré el lienzo sobre el caballete ni deslizaré, esta vez, los pinceles con los colores, porque al pintarte podría omitir tus rasgos, equivocar los trazos, y hoy lo que necesito es describirte, dejar constancia de ti ante el mundo.

Caminar a tu lado una noche helada, en la calle somnolienta y apenas alumbrada por faroles, equivale a consumir los minutos inexorables envueltos en la charla y la risa, quizá tropezar con la baldosa desnivelada, tal vez correr, acaso tomar tu mano y percibir tu calor, probablemente observar las estrellas, sin duda abrazarte y sentir que no estamos solos.

Amarte significa que una mañana primaveral renunciemos al calzado para sentir en nuestras pieles el roce áspero del pasto o que una tarde lluviosa, en medio del bosque o en un puente colgante, recibamos las gotas que empapan nuestros rostros.

Nosotros, tú y yo, los de ayer, los de hoy, los de siempre, no requerimos una mansión ni un yate para ser felices porque cada día me recuerdas, con la autenticidad de tu ser, que la dicha no es causada por las cosas ni es regalo que perdure, sino proviene de uno y, por lo mismo, hay que acrecentarla y vivirla plenamente. Hiciste a un lado la carga superflua, el canasto pletórico de apariencias y cosas deslumbrantes, para caminar hacia la cima donde la brillantez de la vida es superior.

Gritamos de alegría al jugar. Te entregas, igual que una niña, a las actividades que nos divierten, a los juegos que conducen nuestros seres a la infancia dorada que otros olvidan durante su agotador y triste peregrinar. Tu risa me contagia e invita a deshacerme del ropaje de las apariencias, los errores y los miedos.

Imágenes, las nuestras, que se diluyen en los charcos, en el lago, en los sueños, porque la historia de nosotros no es fantasía, es real, y la vivimos plenamente, cada día, con capítulos lejanos a la cotidianeidad y la rutina.

Estamos unidos no por los apetitos de la humanidad, no pocas veces pasajeros, sino por el amor, por sentimientos puros, por el acto de transitar juntos a fronteras superiores, a cumbres donde el resplandor de la vida es mayor porque es la morada final, el recinto de los ángeles, el regazo de Dios.

Tus manos tocaron mi cara y la levantaron para recuperar la dignidad que había perdido; tomaron mi rostro cuando me dijiste que no temiera, que me amarías y que caminaríamos unidos hacia Dios. Tus manos limpiaron mi cara en el momento que las lágrimas deslizaban amargamente. Tus manos, cielo mío, tomaron las mías cuando decidí quedarme contigo y seguir el mismo sendero.

Esas manos que toman las mías, también dan al necesitado, enseñan a los niños, señalan el itinerario del amor, la justicia, el bien y la verdad. Si reciben flores, también limpian las heridas provocadas por las espinas, retiran el sudor del agobiado y se unen para orar.

Ambos compartimos la alegría, los sonidos, las luces, los colores, el pan, el queso y el vino. Buscamos, igualmente, los momentos de silencio, las horas de soledad, para reencontrarnos con nosotros y con la fuerza del universo, con el autor de la vida, con Dios.

Miramos las auroras y los ocasos, probamos bocadillos, bebemos café, sentimos embeleso al contemplar las estrellas dispersas en la inmensidad del cielo, te arrullo, escuchamos música, dialogamos. Somos tú y yo, los de siempre, con nuestras aspiraciones y cosas, finalmente unidos en un amor especial y mágico, sublime y distinto, pleno y maravilloso, que cada día nos conduce al columpio de la eternidad.

Oramos y experimentamos, en la soledad y el silencio que solamente conocen los místicos, la presencia infinita de un Dios que a ambos ha bendecido con lo mejor de la vida.

Juntos, siempre sonrientes, pintamos en el desván un cuadro. Deslizamos los pinceles sobre el lienzo, aplicamos los colores y unimos los trazos igual que nuestros sentimientos y alegría. Al concluir nuestra obra, igual que dos chiquillos traviesos, la contemplamos y reímos. Lo mismo sucedería, estoy seguro, si rayáramos una hoja de papel y al final la rompiéramos para que el aire condujera los trozos por todo el mundo y dejara constancia de nuestra unión, del amor que experimentamos.

Elaboramos un barquito de papel y lo liberamos en el río para que navegue y lleve nuestros nombres a otros puertos, a orillas distantes, donde tal vez, no lo sabemos, alguien espera una señal para animarse a vivir una historia como la nuestra.

Un día, cuando menos lo esperé, ya formabas parte de mi existencia y no dudo que una noche, al descender el telón de mi vida, seas tú quien escriba no fin a nuestra historia, sino continuará, porque siempre tendremos la esperanza de una eternidad, donde volveremos a tomarnos las manos, columpiarnos, reír, darnos el más especial de los besos y mirar hacia el infinito, a la morada de Dios; pero hoy, insisto, sólo pretendo manifestar al mundo que existes, que eres real y que el amor es posible.

Tiripetío y su aroma a centurias e historia

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Cual fantasma o sombra que se repite una y otra noche, el silbato del ferrocarril irrumpe, sobresalta al caserío somnoliento, a la gente que se arrulla en un sueño apacible, a las manecillas acostumbradas a su ruta cotidiana, a las aves que anidan en las frondas, a los muros coloniales que cuentan la historia y las centurias.

Llega desfasado no sólo con la hora que corre, con el momento presente; algo le sucedió en el camino, en el devenir del siglo pasado. No llegó puntual a la modernidad; quedó atrapado en algún capítulo del ayer.

Igual que un rumor que arrastra el viento, el canto del silbato y el roce de las ruedas de acero sobre los rieles, las vías que reposan en durmientes ancianos y agónicos, evocan imágenes desvanecidas, viejos recuerdos, sentimientos consumidos. Como que forman parte de estampas añejas que provocan nostalgia.

Las noches serenas y silenciosas, en Tiripetío, con su escenario estelar, se desasosiegan ante el paso lento y pesado del ferrocarril que provoca rechinidos, ruidos que parecen eco de otros días. Avisa con anticipación su paso por el pueblo.

Es un evento que se repite. A una hora de la noche y a otra de la mañana o de la tarde, cuando el calor sofoca el aliento, la lluvia humedece la campiña o el frío entume el campo, se presenta con su aspecto de abuelo caduco, desfasado, olvidadizo. Camina fatigado, lentamente, irreconocible.

Cuando se disipa su voz de fantasma u olvida, por su edad, deslizarse por las vías, la noche parece otra; entonces, hasta se escucha el murmullo de los grillos, de los insectos nocturnos, y casi se adivina el roce áspero y misterioso de la milpa al ser acariciada por el aire.

Vagan las sombras del pasado en ese pueblo minúsculo de Michoacán, estado mexicano que se localiza al centro occidente del país. Es pequeño rincón del mundo donde funcionó, en minutos coloniales, lo que se consideró la primera casa de altos estudios de América. La fundaron los otros, los de entonces, los misioneros agustinos.

Allí reposa, junto al ex convento, el templo dedicado a San Juan Bautista, con su órgano vetusto sobre el coro. Sus flautas, pequeñas y grandes, un día de antaño unieron sus tonos, sus voces, para convertirse en concierto místico, en música sacra que se dispersó y envolvió el ambiente religioso del templo, cautivando a los feligreses, quienes devotos y absolutamente ensimismados, contemplaban la mirada de algún santo o escuchaban, atentos, el sermón del sacerdote.

El órgano fue fabricado en Pátzcuaro, Michoacán, el año de 1849, por Genaro Barrera. Reposa, abandonado y cubierto de polvo, sobre los tablones endebles del coro, en la parte alta del templo de San Juan Bautista, en Tiripetío, desde donde se contemplan, a través de los barrotes, el altar y los nichos que albergan a los santos.

Allí, entre los nichos y las reliquias, permanecen Cristo, con sus heridas, redimiendo a la humanidad; pero también la Virgen de los Prodigios, compasiva, y San Juan Bautista, como consuelo para quienes llegan a orar, a suplicar, con una veladora o desprovistos de todo, incluso de fe. Eso es, parece, el encanto y la magia de quienes siguen la religión católica.

En el templo fueron depositados los restos del encomendero Juan de Alvarado, quien falleció en 1551, exactamente diez años después de la fundación de Valladolid, la actual ciudad de Morelia; de fray Diego de Chávez y Alvarado, obispo electo de la provincia de Michoacán, que murió en 1573, cuando esperaba las bulas de su consagración; y de fray Juan de Ultrera, el mismo que construyó, en 1555, el majestuoso convento de Ucareo y que dio el último suspiro en los días de 1585, época en que era prior.

Ya desde la distancia, el templo de San Juan Bautista, construcción del siglo XVI, se distingue majestuoso, monumental, desafiante a los elementos, al ser humano, al tiempo, y compartiendo espacio con el ex convento del mismo nombre, que fue, por cierto, recinto de lo que se considera la primera Casa de Altos Estudios Mayores de América.

En 1538, los agustinos iniciaron la construcción de una majestuosa iglesia de mampostería que de acuerdo con las crónicas virreinales, contaba con fachada tan hermosa que en todo el siglo XVI no se edificó otra similar en Michoacán.

De acuerdo con documentos de la época colonial, el artesón del templo causaba admiración. La iglesia contaba con tres altares y, al frente, con tres retablos pintados al temple sobre el muro.

El templo tiene historia y tradiciones porque otra gente, en días ya lejanos, dejó sus costumbres, su fe, sus huellas, su estilo de vida. Cada generación aporta algo bueno o malo y lo hereda a quienes le siguen.

Una bula papal autorizaba, en aquellos años virreinales, que cada vez que se oficiara en el recinto una ceremonia litúrgica, una misa, se sacara un ánima del purgatorio. Tal era la importancia que concedían al templo de San Juan Bautista, en Tiripetío.

El coro, donde ahora se hunde en su soledad el órgano enfermo y manco, albergaba una diversidad de instrumentos musicales que daban mayor realce a las ceremonias religiosas.

Desde el pintoresco jardín, que exhala un aroma a planta fresca, a libertad, a tierra húmeda, donde los pájaros anidan y se persiguen en presuroso vuelo, ya se presiente la grandeza del templo, antecedido, desde luego, por su cruz atrial de piedra.

El portón de madera, vetusto, entre dos nichos con sus respectivas esculturas de piedra, ofrece una serie de retablos tallados que aunque el sol, la lluvia, el viento y los años se han encargado de alterar, todavía permiten definir contornos de figuras religiosas.

A la izquierda, apenas protegido por una puerta de madera, se localiza la monolítica pila bautismal, artísticamente tallada, fiel testigo de la conversión de indígenas de antaño a la religión católica y también, en nuestros días, de felices e inolvidables celebraciones, porque el pueblo mexicano hace una fiesta y un ritual de todo.

Prevalen el silencio y la oscuridad. El antiguo confesionario de madera, desolado, se localiza cerca de una puerta clausurada que conducía a lo que hoy son muros y ruinas conventuales.

Alguien entra al templo. Golpea, en un descuido, una de las bancas; el ruido se propaga en el recinto como la voz de un fantasma. Es una mujer con un niño. Se hincan. Lo persigna. Ocupan uno de los asientos de madera. Más adelante, una anciana apenas susurra una oración. Forman parte viviente del pueblo. Tienen costumbres y creencias inculcadas por los agustinos que se establecieron en el lugar el 12 de junio de 1537, cuatro años antes de la fundación de Valladolid.

Con apoyo de Juan de Alvarado, encomendero de Tiripetío, quien fue antecedido en el cargo por Hernán Cortés, primero, y posteriormente por el contador real Rodrigo de Albornoz, los agustinos emprendieron la tarea evangelizadora, para lo que erigieron un enorme jacal de adobe, donde oficiaron sus primeras misas.

El mismo año de su establecimiento, comenzaron a erigir un pequeño convento de piedra, en cuya planta baja se localizaban cocina, despensa, refectorio y salas de estudios y profundis; en el segundo nivel, en tanto, se distribuían más de una docena de celdas.

La construcción, concluida a fines de 1539, poseía, además, un hospital y una escuela de primeras letras, artes y oficios. El convento primitivo estaba techado, según referencias históricas, por una cubierta de madera.

De tal construcción, únicamente quedan algunos vestigios, contiguos a la sacristía y en el huerto del convento; en cambio, se desconoce la ubicación que tenía el antiguo hospital agustino.

Quien dé vuelta a esta y a aquella página caduca y amarillenta de la historia, repasará que cuando el encomendero Juan de Alvarado se enteró de que los otros, los agustinos, pretendían evangelizar la tierra caliente de Michoacán, solicitó al virrey Antonio de Mendoza su intervención para que los misioneros también lo hicieran en Tiripetío y sus alrededores, prometiendo ayudarles, a cambio, con la construcción del templo y el convento ya referidos.

Fueron Juan de San Román y fray Diego de Chávez y Alvarado, sobrino del encomendero, quienes tuvieron bajo su responsabilidad la tarea evangelizadora entre los naturales de la región.

Llegaron a Tiripetío el 12 de junio de 1537, dedicándose por completo a impartir la doctrina católica, organizar a la gente y, al mismo tiempo, aprender la lengua de los indígenas, quienes por primera vez recibieron el bautizo el 2 de febrero de 1538.

Así, la gente que otrora se encontraba dispersa en los parajes de lo que actualmente se conoce como cerro del Águila, participó con los misioneros y se involucró en las tareas orientadas a la construcción del pueblo, recibiendo asesoría de oficiales españoles que les enseñaron cantería y herrería.

Como contados pueblos en la Nueva España, Tiripetío poseía con todas las obras en un período constructivo, lo que lo convertía en modelo y, además, le propició el auge que registró durante las primeras décadas de la Colonia.

En aquella época, la del siglo XVI, Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, descansaba de sus tareas episcopales en el convento de Tiripetío, en una celda que los otros, los agustinos, le asignaban especialmente.

Ocupado por purépechas en los días prehispánicos, Tiripetío, que significa “lugar de oro” o “lugar amarillo”, fue aprovechado por los agustinos, en las horas coloniales, para organizar el trabajo de los indígenas, trazar calles y caminos y enseñarles nuevas técnicas de cultivos, hasta que en 1540, un año antes de la fundación de Valladolid, la actual Morelia, establecieron la primera Casa de Estudios Mayores de América, bajo dirección de fray Alonso de la Vera Cruz. Esa escuela fue trasladada, en 1545, a Tacámbaro.

El turista que visite el templo y el ex convento de San Juan Bautista, debe saber de antemano que Tiripetío fue uno de los principales centros artesanales de la región, siendo sus obras reconocidas en la misma España; pues en la población moraban canteros, escultores de madera y pasta de caña, carpinteros, herreros, pintores, plumajeros y sastres, entre otros.

A tal grado llegó el desarrollo en Tiripetío, que los músicos del lugar alcanzaron indiscutible prestigio por su virtuosismo en las catedrales de Valladolid y la ciudad de México.

Si bien es cierto que fue hasta 1548 cuando concluyó la ampliación del convento, una centuria más tarde, en 1640, un incendio consumió la mayor parte del templo, acabando así con su riqueza y sus exquisitos y finos acabados. La otrora fastuosa y soberbia construcción, perdió su decoración, siendo reedificada y logrando un aspecto como el que hoy pueden apreciar los visitantes.

Con la emoción que significa trasladarse al pasado, a la historia, a través de los vestigios, el paseante tiene oportunidad de ingresar al ex convento agustino, totalmente restaurado.

Administrado dos siglos y medio por los agustinos, el convento de Tiripetío fue entregado, en 1802, al clero secular, sufriendo un paulatino pero ininterrumpido proceso de deterioro, hasta que en 1940 el entonces presidente de la República Mexicana, Lázaro Cárdenas del Río, ordenó su rescate y restauración, incorporándolo como patrimonio de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

Hoy, el ex convento de Tiripetío es museo y cuenta con un importante acervo de documentos microfilmados del Virreinato, abierto a investigadores. Imprime obras, ofrece cursos y talleres y es recinto de conciertos, conferencias, exposiciones y presentaciones de libros.

Los gruesos paredones del ex convento parecen suspirar al hacer una remembranza del discurrir de 1540, cuando ellos, los agustinos, organizaron en la ciudad de México su capítulo provincial, decidiendo fundar en Tiripetío, que entonces era modelo sobre la constitución de un pueblo y la evangelización de los nativos, un Centro de Estudios Mayores de Artes y Teología.

Para nadie es desconocido que los estudios que se impartieron en Tiripetío, eran similares a los que se ofrecían en las universidades de mayor prestigio de España. Allí fue electo el maestro que sería lector de Artes y Teología, correspondiendo el honor a fray Alonso de la Vera Cruz, considerado entonces el hombre más sabio de la Nueva España.

Los agustinos conservaron el convento y predicaron la fe durante 265 años, hasta que en 1802, antes del ocaso virreinal, la doctrina fue entregada al clero secular. Si bien los agustinos se resistieron a la entrega de Tiripetío por considerar que su convento era modelo y origen de muchas de sus obras, factores como las necesidades económicas y el decaimiento del poblado los motivaron a encauzarse al monasterio de Yuriria, que entonces era rico.

Por lo demás, el jardín anexo al templo y al ex convento de San Juan Bautista de Tiripetío, en el municipio de Morelia, es bastante amplio y pintoresco, con el rumor incansable de las aves que anidan en los árboles, con un kiosco, una fuente, una escultura de fray Alonso de la Vera Cruz y bancas que invitan a la convivencia, al descanso y a la reflexión.

Desde el pequeño huerto que actualmente se conserva en la parte posterior del ex convento, los visitantes distinguen los muros en ruinas de otra parte del complejo virreinal, como si exhalaran suspiros e historias ya no recordadas.

En el otro extremo del pueblo se localizan los restos que pertenecieron a la Hacienda de Coapa, actualmente ocupados por estudiantes normalistas. Esa es una historia aparte.

De acuerdo con la Relación de Michoacán, fue precisamente en las horas del siglo XIV cuando ellos, Hirepan y Tangaxoan, sobrinos del entonces poderoso Tariacuri, conquistaron Tiripetío y su región, agregándolo así al poderoso imperio purépecha.

Se cierran las páginas amarillentas y quebradizas de la historia de Tiripetío, y desciende, como siempre, el telón de la noche; pero el rumor del ferrocarril desasosiega, inquieta, acaso porque también, igual que las cosas del ayer, comienza a diluirse y a quedar su otrora imagen romántica en estampas amarillentas y quebradizas.

Hay cosas que mueren cuando la primavera multicolor y perfumada anuncia su nacimiento, y cuánta nostalgia provoca recordar, en cualquier rincón del mundo, lo que se ha vivido, lo que quedó atrás, como muy bien lo simbolizan los muros derruidos a un lado del templo y el ex convento dedicados a San Juan Bautista.