Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Cuando llegaste a mi vida, descubrí mi capacidad para distinguir entre la majestuosidad y el encanto del cielo y la belleza transitoria del mundo, acaso porque en ti percibí al ángel tierno que me tomó la mano para amarlo, quizá por ser la mujer que tracé en mis sueños, tal vez, ahora lo entiendo, por haberte delineado al fundirme en el universo y tocar a la puerta de Dios para pedirle un regalo infinito.
Oí un día, cuando era niño, que los ángeles existen y se manifiestan, en ocasiones, a algunas personas afortunadas. Siempre creí que alguna vez tendría un encuentro extraordinario e intenso con mi ángel, y así aconteció, lo confieso, cuando llegaste a mi morada.
Me encontraba en medio del mundo, entre las páginas de mi historia, con las luces y sombras de mi vida, cuando llegaste con un farol en la mano y una sonrisa resplandeciente, invitándome a seguir las huellas inscritas en el camino.
Oscurecía, parece, cuando llegaste y me reconocí en tu mirada luminosa. En silencio, enlazamos las manos, observamos embelesados nuestros reflejos y pegamos las mejillas para susurrar palabras mágicas a los oídos.
Los murmullos de las cascadas, los ríos, el océano y la lluvia se disolvieron, cuando llegaste, hasta tocar con sus manos invisibles las cuerdas del arpa y los violines, las teclas del piano, y junto con la pintura de las flores, los bosques y las mariposas, crear un paraíso para nosotros, tú y yo, los de siempre.
Fue esa ocasión, cuando llegaste, uno de los instantes más dichosos que he experimentado, y no porque tuviera ante mí una figura hermosa, como lo eres, sino por la riqueza interior que irradias.
Dicen, los que creen saber, que duele nacer; pero me parece que se equivocan porque cuando llegaste a mi vida, experimenté regocijo ante la aurora que se anunció por el dintel de la puerta y la ventana.
Comprobé, cuando llegaste, que nunca es tarde para comenzar a vivir con plenitud. La vida empieza cada instante, y si alguna vez llega la tarde o la noche, existe la esperanza del amanecer.
Descubrí, cuando llegaste, que eres a quien dibujé, la mirada que me reflejó, el poema que compuse, la silueta que imaginé, el ser que sentí en mi interior, la musa que conocí en mi buhardilla de artista, la mujer que presentí desde algún rincón del alma.
Cuando llegaste al puerto desolado de mi existencia, yo era un náufrago que había perdido la embarcación durante una noche de tormenta implacable, en el océano más impetuoso. Miraste mi estado desgarrador en aquella playa solitaria, confiaste en mí y estiraste los brazos para recibirme.
Recuerdo que cuando llegaste al desierto de mis días, yo era un caminante extraviado en la arena, donde todos los rumbos parecían idénticos; sin embargo, al ofrecerte mi amor y mi vida, me mostraste el sendero al oasis, donde bebí agua cristalina y me recuperé.
Al observar las manecillas y el péndulo del antiguo reloj de pared, acuden a mi memoria las imágenes de cuando llegaste por primera vez a casa y tras beber café, hiciste una pausa con la finalidad de recomendarme que no intentara desarticular el engranaje y la maquinaria para frenar el tiempo, sino que aprendiera a vivir cada instante en armonía, con equilibrio y plenamente, siempre envuelto en el amor, la justicia, el bien y la verdad, porque los minutos son fugaces y sólo quedan los recuerdos, lo bueno y lo malo que se hace.
Nadie sabe que cuando llegaste a mi vida, portaba un libro -el de mi historia- con incontables capítulos escritos y protagonizados aquí y allá; pero también con innumerables páginas en blanco que preferí reservar para compartir y disfrutar contigo.
También, cuando llegaste, no lo olvido, descolgaste los cuadros de la tristeza que lucían en el muro de mis días, y los reemplazaste por pinturas alegres y hermosas, por imágenes iluminadas no con las luces artificiales, sino con el resplandor que solamente se desprende de los seres de esencia casi etérea como la tuya.
Estaba parado en la esquina, después de haber abierto y sellado cerraduras, cuando llegaste a mi lado con una llave distinta y me invitaste a entrar a otro recinto que hasta entonces presentía y que al conocerlo, quedé embelesado por las riquezas atesoradas.
Guardaba nostalgia en los expedientes de mi vida, cuando llegaste a mi archivero gris, al desván empolvado, con la intención de sacudir y destruir los documentos y fotografías entintados por las tonalidades de la melancolía. Sugeriste, entonces, que no hundiera los pies en el fango porque adelante, ante mi vista, la campiña era de intensa policromía y belleza. La diferencia, insististe, es mirar con alegría o tristeza, con amor u odio, con esperanza o desaliento, con ilusión o dolor.
Imaginé, cuando llegaste, que eras un ángel, uno de esos seres que Dios envía para amar y derramar felicidad, y no me equivoqué porque con el paso de los días, mi corazón ya palpitaba con el tuyo.
Estaba sentado en la canoa, solitario, cuando llegaste a mi lado, tomaste uno de los remos y me animaste a emprender un paseo por la vida. Remamos juntos, miramos paisajes, reímos con nuestras ocurrencias de niños inquietos y en medio del sigilo, el gran silencio, escuchamos las voces del universo, los gritos de la vida, los susurros de Dios.
Aprendí, cuando llegaste, que los años de la existencia son pasajeros y que lo mismo se consumen si uno es feliz o desdichado, porque la vida es indiferente, a menos que la decisión sea protagonizar la más extraordinaria e intensa de las aventuras.
Miraba la brillantez del cielo, cuando llegaste con el objetivo de informarme que si deseaba alcanzar la excelsitud o una estrella, tendría que construir un puente, una escalera, algo grandioso que impactara y dejara huellas en los demás. Fue, lo recuerdo muy bien, el día que me pediste que escribiera para que vibraran tu corazón y el del mundo.
Otras veces, cualquier día de mi vida, hubiera pensado que mi enamoramiento era un estado de ánimo fugaz, el espejismo de una ilusión sin fundamento, la hora que escapa ante el apresuramiento de las manecillas; pero cuando llegaste, descubrí que eres tú, la de siempre, el amor que conocí al principio de todas las cosas y que busqué incansablemente porque sé que contigo traspasaré las fronteras de lo humano para descansar en la banca inmortal.
Sí, cuando llegaste, el jardín de mi existencia floreció y crecieron, aquí y allá, flores fragantes, ufanas, multicolores, donde las mariposas de intensa policromía suelen posar en su vuelo alegre y ligero.
Olvidaba decir, por la emoción, que cuando llegaste al bosque de mis días, el ambiente umbrío se disipó ante tu caminata resplandeciente, quizá porque tu paso seguro indicó que conoces el itinerario, el sendero a la mansión más excelsa.
Ya no tiene caso llevar sobre la espalda el cargamento de los días nublados porque cuando llegaste, musa mía, me transformé en tu amante de la pluma y vislumbré los escenarios paradisíacos que esperan nuestra llegada. Sólo hay que ir tomados de la mano.
Todos los colores del universo se fusionaron y transformaron en arcoíris cuando llegaste, acaso porque en tu morral cargabas el lienzo y los pinceles para pintar nuestro paraíso.
Únicamente los seres privilegiados, los hombres y mujeres bendecidos, tenemos la dicha de unir los años de nuestras existencias a ángeles que rondan en este mundo para derramar todo su amor y sus virtudes, y eso lo comprobé cuando llegaste.
Yo sé que cuando llegaste a mi vida, a mis sentimientos, el cielo se aproximó al mundo con todo su esplendor. Así, al mirar arriba o estirar las manos, empecé a alcanzar las estrellas y a tocar el edén que creía tan olvidado y lejano.
Otras veces, insisto, hubiera pensado que se trataba de una fantasía, un sueño de esos que uno tiene al suspirar por un amor; pero cuando llegaste, musa mía, me convertí en tu amante de la pluma, en el corazón que palpita con el tuyo al unísono del concierto universal, con la música de la vida que se percibe en la lluvia, el río, la cascada y el viento.
Cuando llegaste, aprendí que no se trata de contar las estrellas que asoman en la bóveda celeste, y menos apagarlas, sino admirarlas y gozar su compañía en la inmensidad de un espectáculo irrepetible; comprendí que el sentido de la vida no es inventariar los árboles del bosque, las burbujas que surgen de los manantiales y las gotas de la lluvia, porque se trata de disfrutar y vivir magistralmente, auténticos y plenos, libres de ataduras.
Admito que cuando llegaste, tu risa natural, la dulzura de tus palabras, tus valores, tu inclinación al silencio interior, la búsqueda permanente de Dios como propósito de vida, la congruencia entre tus principios y tus actos, tu estilo especial y excelso, me parecieron, porque así lo son, diferentes a los de la mayoría del mundo.
Entendí, cuando llegaste, que eres distinta a la humanidad y, por lo mismo, fácilmente condenable por quienes te desearían por sus apetitos, por el afán de coleccionarte entre sus pasiones, por el embeleso de un coqueteo falso, y fue así que acepté unirme a ti por medio de un amor diferente, mágico, especial, intenso, superior e inolvidable.
Imaginé, cuando llegaste, que contigo protagonizaría una de las historias más esplendorosas y románticas que se hayan escrito en el mundo, y también, lo confieso, que serías mi inspiración para componer una obra especial, un libro sobre el amor, textos que quedarán como constancia de los sentimientos que desde entonces acompañan y fluyen desde nuestro interior.
Evidentemente, cuando llegaste, ya sabía que pocas mujeres son como tú, y que si los necios te llaman anticuada y tonta sólo por no acceder a sus apetitos y caprichos, eres de virtud modelo y capaz de dar todo tu amor y hacer feliz a quien te acepte, valore y respete.
No me equivoqué, cuando llegaste, al ofrecerte mi amor para cada día de nuestras existencias e incluso por toda la eternidad, porque la unión de ambos garantiza que navegaremos por los océanos de la inmortalidad.
Cuando llegaste, nací de nuevo, reí y miré los días de mi existencia como el azul del mar y el cielo al besarse en el horizonte. Desterré, en caso de que existieran, la soledad, el dolor, la tristeza y el miedo, porque a cambio recibí una cascada de encanto y felicidad.
No niego que cuando llegaste, Dios agregó nuevos colores, creó música e inventó el vergel más cercano a su hogar, tal vez porque tú y yo, la musa y el amante de la pluma, acordamos enlazar nuestras manos con la intención de caminar y mecernos en el columpio de la inmortalidad.