Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Caminaba el hombre con el agotamiento de las horas repetidas, entristecido, con un niño que dormía en sus brazos, réplica de su imagen y quizá heredero de días inciertos, ausentes de juegos y risa, entre basura y escupitajos, incluso con un lenguaje tan pobre que sin duda lo convertirá en otro mexicano aislado y carente de dignidad, historia e ilusiones.
Gente sin historia, es cierto, con amnesia del ayer y sin esperanza de un porvenir, acaso porque todo, para ellos, es presente, un hoy con rostro cruel y endurecido. Por sus rasgos y situación, injustamente son parias en el lugar donde nacieron. Su condición humana definió, para siempre, la ruta de sus existencias.
Miré al hombre envejecido, atrapado en harapos, con su hijo o nieto sumido en la profundidad del sueño, refugio contra la ingratitud e indiferencia de los seres humanos.
No pocas veces lo había mirado en alguna de las calles de la ciudad, sentado en el piso, con el niño a su lado, también en el suelo, con la esperanza de que alguien depositara una moneda en su sombrero decolorado para comprar, al menos, un mendrugo.
Caminábamos en sentido opuesto y coincidimos exactamente donde un árbol obligaba a detener la marcha. Uno de ambos tendría que ceder el paso al otro porque el espacio, en la banqueta, resultaba estrecho.
El hombre, acostumbrado a ser la última pieza del tablero, detuvo la caminata a pesar de encontrarse más próximo al acceso, y silencioso esperó a que yo pasara antes que él. Estaba acostumbrado, parece, a que todas las personas que lo rodeaban tenían preferencia, boleto de primera categoría, mientras él y su familia representaban las sobras. Así es la injusticia humana.
Difícilmente alguien podría imaginar su gesto de sorpresa cuando le cedí el paso. Titubeó. Seguramente creyó que lo humillaría o maltrataría; pero cuando sonreí y le insistí que transitara con el niño, agradeció de verdad, como si por primera vez en su vida alguien lo hubiera valorado como ser humano.
Agradeció mi acción una y otra vez, hasta que se quitó el sombrero e inclinó la cabeza humildemente. Definí un semblante alegre y orgulloso de haber recibido el trato de caballero, algo diferente en su existencia, porque alguien, uno de tantos ciudadanos que transitan indiferentes al hambre, las enfermedades y el pauperismo, lo trató con dignidad y respeto, como su igual.
Comprendí, entonces, que no se necesita mucho para derramar amor y alegría en los demás, sobre todo en quienes más sufren. Si uno, otro y muchos más, en el mundo, decidiéramos sumar y multiplicar en vez de restar y dividir, aniquilar el egoísmo, ceder y desterrar el orgullo y la soberbia, y regalar detalles, seguramente el rostro entistecido de la misera tendría oportunidad de reír y soñar como lo hizo, en su momento, el hombre del sombrero.