Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Eran días en los que ellos, los arrieros, irrumpían la tranquilidad de las callejuelas del centro moreliano, gritaban improperios a las recuas de mulas y salpicaban lodo a hombres y mujeres infortunados que atravesaban a su paso, quizá por la urgencia de llegar con su cargamento a los almacenes y tendejones de la ciudad, tal vez por el agotamiento y la urgencia de comer y descansar, en plena coexistencia con los otros, los carboneros, que con las manos y los rostros cubiertos de tizne, atendían a sus clientes, a los marchantes que acudían cotidianamente al mercado de San Agustín, donde alfareros, afiladores, aguadores, verduleros y merolicos intentaban llamar la atención de los compradores.
Discurrían, entonces, las horas de 1939, cuando Carmelita, Carmen Pulido Cortés, decidió comprar los primeros sanitarios que se fundaron durante 1910 en la ciudad de Morelia, capital del estado mexicano de Michoacán, entre la arquería de cantera iniciada el 5 de mayo de 1885 y concluida igual, el mismo día y mes de 1888, y el ex convento y templo coloniales de San Agustín.
Una vez que obtuvo el título de posesión de los sanitarios públicos por parte de la antigua propietaria, una mujer de nombre Ángeles, Carmelita se convirtió, sin sospecharlo, en uno de los personajes populares de la ciudad, ya que allí acudía toda la gente que asistía al mercado de comida, como le llamaban, de San Agustín.
Antaño, en 1910, entre el ocaso del Porfiriato y la aurora del estallido social de México, los baños con letrinas de madera fueron visitados por hombres y mujeres que coexistieron en una ciudad con casonas, ex conventos y templos coloniales de cantera, callejuelas apacibles y plazas públicas con fuentes y jardines románticos; aunque también por revolucionarios, federales y gente que experimentó miedo y percibió el aroma de la pólvora.
Con 70 años de edad, Gustavo Ortuño Pulido, el hijo de doña Carmelita, recuerda que su madre era una mujer piadosa, muy querida por los habitantes de Morelia, porque destinaba parte de las utilidades de los sanitarios públicos -los únicos en la ciudad- a aliviar las necesidades de la gente, hombres y mujeres de todas edades, con hambre, carencias y enfermedades.
Abogado de profesión, pero dedicado a atender los sanitarios públicos que heredó de sus abuelos y sus padres, Gustavo relata que antiguamente, en la cerrada de San Agustín, se instalaban las “polleras”, sí, “las cocineras que preparaban las auténticas enchiladas morelianas con pollo y verdura. Colocaban mesas largas en medio de la cerrada y allí cenaba la gente”.
Recuerda que con las polleras cenaron personajes como Pedro Infante, el Ratón Macías, Paco Malgesto, Fernando Casanova y Antonio Aguilar, entre otros, quienes acudieron a los sanitarios públicos, igual que tanta gente anónima, porque eso enseñan los baños, que todos los seres humanos, por acaudalados, célebres, poderosos, intelectuales o bellos físicamente, son frágiles y pasajeros, con las mismas necesidades naturales de la humanidad. Nadie es semidiós, y eso lo sabe muy bien Gustavo.
Al abrir los expedientes empolvados del ayer, Gustavo, el hijo de Carmelita, recuerda que se involucró en el trabajo de los sanitarios públicos a los ocho años de edad, cuando su padre lo despertaba a las cinco de la mañana, junto con sus hermanos Eva, Margarita, Simón y Héctor, “pues los comerciantes y campesinos que llegaban temprano al mercado de San Agustín, necesitaban utilizar los baños”.
Nacido en 1946, Gustavo mezcló los juegos e ilusiones infantiles con las obligaciones escolares, domésticas y laborales en aquel ambiente de mercado, cuando diversas familias moraban en el ex convento agustino de Santa María de Gracia, del siglo XVI, la segunda finca conventual más antigua de la otrora Valladolid, según algunos especialistas e investigadores, donde por cierto “se erigía la tienda de don Elpidio y alrededor había talleres y negocios de oficios” hoy casi extintos.
Hay que recordar que en 1874, tras la expulsión de los agustinos, el antiguo convento fue adquirido por comerciantes, quienes menos de un par de meses más tarde, cedieron los derechos a abogados de apellidos Cervantes y Torres, que usufructuaron la finca como vecindad.
El atrio que durante minutos coloniales fue cementerio y posteriormente mercado de verduras, carbón, madera, destiladoras de piedra, alfarería, carne y otros productos, cuyo nombre oficial en la actualidad es Ignacio Comonfort, contribuyó a acreditar los únicos sanitarios públicos de Morelia, explica el hijo de doña Carmelita, quien al hojear las páginas amarillentas y quebradizas de la historia, narra que todos eran una familia, por así definir a los moradores de las celdas conventuales y a los comerciantes y clientes.
Orgulloso de los baños públicos que carecen de razón social, pero resguardan incontables historias, Gustavo lo conduce a uno, igual que lo haría un guía en un museo, y presume el mobiliario de madera, original, antiguamente verde y ahora amarillo, que exhala los suspiros de los otros días, los de hace más de una centuria, con la taquilla custodiada por herraje y cristal, las puertas originales, el aljibe cilíndrico que parte del suelo y casi alcanza las vigas del techo, los tablones adheridos a la pared para evitar el paso de la humedad y los cuatro ganchos en los que los clientes colgaban abrigos, bombines, sombrillas, bolsas y sombreros antes de entrar a los sanitarios, cuyas letrinas fueron sustituidas por tazas de porcelana.
Alineados a la caja que conecta a un pasillo con escaleras que conducen a la parte superior de la casa, donde moraba la familia Ortuño Pulido, se encuentran cuatro puertas, dos con figuras femeninas adheridas en un tablón y otro par con imágenes masculinas, precisamente para diferenciar los baños de hombres y mujeres. Pertenecen, como los ganchos y la mayor parte de los elementos del recinto, al pasado, al destierro del tiempo, a las horas consumidas ante la caminata de las manecillas. Una de las figuras es una bailarina y la otra, en tanto, una dama con vestuario de hace una centuria; las dos de los hombres son, igualmente, personajes dignos de una época ya consumida por el soplo del tiempo que aquí, en el mundo, es transformador de todas las cosas.
El hombre muestra, en la parte superior de la caja, una placa metálica que marca el negocio 00059 y contiene datos del Banco Rural con las palabras “Michoacán única”; también cuelga, próxima, la lámina que la Secretaría de Hacienda y Crédito Público expidió al negocio en 1950, con el número 309.
Don Gustavo, como le llama la gente, sabe que los sanitarios que le heredaron sus padres son reliquias, fragmentos de museo; sin embargo, lamenta que el Instituto Nacional de Antropología e Historia ni siquiera contemple ese patrimonio y que las autoridades municipales, encabezadas por el alcalde Alfonso Martínez Alcázar, carezcan de sentido común y sensibilidad social, al grado de no apoyar un negocio que ya cuenta, en 2016, con 106 años de antigüedad, y sí, en cambio, construir en la arquería de siglo XIX sanitarios públicos, fuera de contexto, que representan competencia desleal a un negocio con tradición, donde incluso se mantiene estricto cuidado en el ingreso de los clientes para mantener orden, respeto y seguridad. Negocio, es cierto, con 106 años de antigüedad que se desmorona ante el olvido de las autoridades, reconoce Gustavo, el abogado de los sanitarios públicos de San Agustín.
Este artículo fue publicado inicialmente en el periódico Provincia de Michoacán
Comentario adicional. Cabe destacar que durante los últimos meses y de acuerdo con testimonios que posee don Gustavo, las autoridades municipales construyeron un aljibe muy profundo en lo que fue el atrio de San Agustín, entre ambas arquerías de postrimerías del siglo XIX, ya desprovisto de árboles, con la idea de abastecer de agua a los baños públicos que insertaron en la arquitectura histórica, totalmente fuera de contexto.
Habrá que imaginar el presupuesto millonario que el Ayuntamiento de Morelia destinó para construir baños públicos frente a un negocio del mismo giro, con más de una centuria de operar y que diariamente cierra muy tarde por la comida típica que se expende en los arcos y los bares que existen en el rumbo.
La administración municipal, desprovista de inteligencia y sensibilidad social, asegura por una parte que tiene interés en fortalecer el empleo, y por otro lado emprende acciones para perjudicar a quienes diariamente contribuyen con sus impuestos a mantener el aparato burocrático tan enorme y torpe, igual que una damisela que en una mano porta un ramo de flores y en la otra un látigo.
Paralelamente, las autoridades del Instituto Nacional de Antropología e Historia, más especializados en cuestiones sindicales y en revisar que los visitantes no utilicen flash al tomar fotografías que en atender el patrimonio de México, ha descuidado sus funciones. Basta con recorrer el centro histórico de Morelia, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco, para corroborar que esa zona de la capital michoacana se ha convertido en hospital y cementerio de ancianas de cantera con antifaces, carentes de autenticidad, donde la balconería y las puertas son contemporáneas, el interior de innumerables fincas se modifica totalmente y otros inmuebles antiguos no son atendidos oportunamente, hasta que se desmoronan. Es un centro histórico que agoniza silenciosamente entre el escándalo de bares, negocios, vehículos y transporte público.
Los sanitarios públicos de don Gustavo, con sus 106 años de antigüedad y su mobiliario original, necesitan restauración porque los días pesan a la madera y la piedra durante su decrepitud. El dueño de los primeros baños de Morelia, pide la intervención de las autoridades municipales para que lo apoyen con las tarifas de agua que le cobran como de uso industrial, y peor aún ante la competencia de baños públicos respaldados por esa administración. Igualmente, a las instancias federales solicita apoyo para la restauración del inmueble que resguarda fielmente reliquias de otra sociedad.
Por lo demás, solamente habría que preguntar a las autoridades correspondientes cómo es posible que nadie se atreva a rescatar el ex convento colonial de San Agustín, ocupado por estudiantes de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. El inmueble sacro, uno de los más antiguos de Morelia, ciudad fundada el 18 de mayo de 1541, se encuentra en ruinas y pronto, como tantas construcciones coloniales, se convertirá en recuerdo.