Santiago Galicia Rojon Serrallonga
¿Hay una hora precisa para confesar que me encantan tus manos? ¿Sabes que cuando las miré por vez primera, entendí que nadie más tocaría a la puerta de mi corazón?
No cualquier pincel estampa manos en el lienzo, no todos los cinceles las esculpen en el mármol o la piedra con maestría, no abundan las plumas que las describan poéticamente, no son incontables los filósofos que descifren su naturaleza, acaso por la persistencia de buscar más la forma que la esencia, quizá por una amnesia que socava su magia y encanto, tal vez porque se les ha denigrado con exceso de maquillaje que las disfraza y convierte en adornos inservibles, pasajeros e insensibles.
Hay manos ensangrentadas, cubiertas de llagas, porque en el camino retiraron piedras y enramadas, entregaron lo que tenían y sostuvieron a quienes caían; otras, en cambio, llegan cargadas de alhajas y cosas porque se dedicaron a acumular, recibir o arrebatar; algunas perdieron su esencia al enterrar el servicio y optar por la superficialidad de los maniquíes. También figuran las manos productivas y las que siempre fueron ociosas, las que aportaron y las que quitaron, las que acariciaron y las que causaron daño. Cada mano es aliada o cómplice y cuenta una historia.
Admito, como artista, que no es sencillo plasmar manos y que uno, al intentar descifrarlas, enfrenta el riesgo de desvirtuar su vocación. La decoración del arte no tiene parentesco con los esmaltes ni con el brillo superficial.
Cuando miré tus manos por primera vez, descubrí que tus palmas exhibían el mundo y el cielo, seguramente por contener tu historia de dama y ángel o probablemente por ofrecer promesas y realidades. Intuyo que junto con los sentimientos nobles y las ideas elevadas, Dios coloca manos buenas y tiernas a las criaturas que consiente.
Al estrechar tus manos, prometieron a las mías escribir juntas una historia, construir puentes de cristal, señalar escenarios hermosos y sublimes, trazar rutas, inventar los días, estrecharse y preparar la caminata al cielo.
Observé los rasgos de tus manos, escuché su voz, percibí su aliento, experimenté su calor. Comprendí, entonces, que nunca se habían disfrazado con estorbos artificiales porque en realidad lo auténtico no requiere antifaces ni engaños.
Entendí que tus manos exhiben un mapa, el itinerario de tu vida, con todo lo que aportas a los demás y construyes cada momento. Esas manos han entregado algo de sí a los demás y, por lo mismo, justifican su existencia. Son las mismas que toman las mías o acarician mi rostro.
Alguien podrá ocultarse tras el encanto efímero del maquillaje y el rubor, y quizá presentarse con un rostro artificial; pero las manos delatan la grandeza de los seres humanos, su mediocridad o su bajeza.
Tus manos no necesitan encantos postizos para engañar la mirada. Estoy enamorado de tus manos. Me cautivan. ¿Sabes por qué? Porque su lectura me indica que eres la mujer que busqué entre estrellas, en una flor y en otra, en las gotas de lluvia, en el cielo de azul profundo, en el océano turquesa, en la piel jade de los árboles, en los espejos de las fuentes y los lagos, en los faroles y en los caminos de cristal.
Cuando distinguí mi reflejo en tus ojos, observé tus manos y me reconocí e identifiqué. ¿Quién no experimentará agradecimiento, emoción, amor, embeleso e ilusión al descubrir que la mujer que uno ama, posee las manos que Dios coloca a los seres especiales y encantadores, a las criaturas superiores por su esencia?
Las manos que jugaron en la infancia y en la hora postrera, ya marchitas, quedan yertas, con el privilegio de mirar el plano de su existencia y sonreír por los bienes que derramaron, por el servicio que prestaron, por las caricias fieles que dieron al amar. Esas son, lo confieso, las manos que siempre busqué y encontré en ti.
Me enamoré de tus manos y temo, como escritor, que las letras que flotan en el abecedario no me ayuden a definirlas, rendirles homenaje e insertar las palabras adecuadas en el collar de luceros y perlas que tejo para ti cada instante de mi existencia.
Al sentir tus manos por primera vez, comprendí con alegría que ya no esperaría otras que tocaran a la puerta de mi alma porque tú ya moras en la mía. Lo entendí al unir tus manos a las mías.
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