Santiago Galicia Rojon Serrallonga
A ti, con mi admiración, agradecimiento y amor entrañable. Fue un privilegio ser tu hijo
Hay seres humanos que cautivan por ser diferentes. Embelesan por sus actos, palabras, detalles, obras y sentimientos. Son inolvidables. Tienen la fórmula y la magia para hacer de la vida un encanto, una ilusión, un ensueño. Colocan pétalos y retiran los cardos y las piedras del camino. Son la noche pletórica de estrellas, la primavera cubierta de intensa policromía, la lluvia veraniega que se transforma en fragancias y en gotas de cristal, el viento otoñal que sopla incansable y barre las hojas doradas y quebradizas, las horas invernales que juegan con los copos de nieve, el mar que se mece en su oleaje turquesa y jade. Se trata de hombres y mujeres elaborados de otra arcilla, resplandecientes, que dejan huellas indelebles a su paso. Su esencia asoma en sus miradas, se siente en sus manos, se escucha a través de sus diálogos, se percibe en sus estilos de vida.
Lamentablemente, la vorágine de la hora contemporánea, en la que la mayor parte de la humanidad enfrenta ausencia de valores y se encuentra distraída e inmersa en superficialidades, impide descubrir a esos seres mágicos e inagotables que portan faroles para alumbrar a quienes les rodean y desean caminar hacia rutas plenas e insospechadas.
Hoy, la gente concede más valor a quien escandaliza y derrocha los años de su existencia en acumular riquezas materiales, hablar estupideces y dedicarse a banalidades, con la diferencia de que los maniquíes de aparador no envejecen y son eso, objetos inertes que al final, cuando no encajan en las modas, se les confina en el basurero, mientras aquellos que aportan luz a la humanidad, reciben el desdén de las mayorías.
Cuando fui pequeño, descubrí en el enorme jardín materno la presencia de flores hermosas, finas y elegantes que contrastaban con plantas amargas y tallos cubiertos de espinas. La hiedra trepaba insaciable por los troncos musgosos de los abetos y eucaliptos. Cada especie, mayúscula o minúscula, correspondía a su naturaleza, era fiel a su realidad, de tal manera que aprendí a interpretar no pocos de los signos que la vida expresa en los rostros de la creación.
Me di cuenta de que dentro del libro de mi existencia siempre habría ángeles bellos y luminosos. El primero que conocí fue ella, mi madre, Lucía Rojon Serrallonga, quien hizo de mis días un cuento esplendoroso, una fantasía irrepetible, una infancia azul y dorada, una historia que todavía siento extraordinaria porque me enseñó que las horas de la vida tienen luces y sombras y que siempre, a pesar de las circunstancias, hay que buscar el bien y la verdad, actuar con honestidad y justicia, y jamás dañar a la gente y al mundo.
En mi niñez, le llamaban «La Señora Amable», título que ganó por su humildad de espíritu, sus acciones nobles, sus consejos, su risa inolvidable, sus virtudes. Derramaba amor a su familia -mi padre y nosotros, sus hijos-, como si fuéramos, y así lo demostró, el tesoro más bello y maravilloso que Dios le entregó.
Dio de comer y beber a los pobres, a los que carecían de todo; aconsejó a los que lloraban y sufrían, a los que necesitaban atención y palabras de aliento; sujetó a quienes se hundían irremediablemente en la mediocridad, el fracaso, la tristeza y la enfermedad. Derramó lágrimas de alegría cuando le compartían una noticia positiva, y también, es cierto, de dolor al hermanarse con quienes se sentían atormentados.
Hizo de la casa solariega un hogar. Sabía que alguien puede habitar un palacio, pero ser más infeliz que aquel que mora en una pocilga donde el amor y la armonía son fuente de vida. Convirtió el hogar en pequeño mundo.
Nuestro hogar fue biblioteca, comedor, salón de plática y lectura, rincón para pasear, centro de diversión y juegos, cine, laboratorio culinario, hospital, consejería, recinto musical, espacio para el reencuentro consigo y la búsqueda permanente del silencio interior, museo, buhardilla para el arte, refugio espiritual y casa en la que se inculcaban consejos, en la que la armonía y el amor eran permanentes, en la que prevalecía la felicidad y existía un proyecto llamado familia.
Inculcó la fe en nosotros porque sabía, por experiencia, que quien sopló su ser y le entregó un alma, es autor de todo cuanto existe. Amó y experimentó a Dios en su interior y, por lo mismo, derramó bien en abundancia a quienes le rodeaban. Reconocía que quien siente ausencia de Dios, es tan pobre que su vida no tiene sentido; en cambio, aquel que lo busca y descubre, es feliz en esta existencia y la que le sigue.
Mujer amorosa, siempre con amabilidad y detalles, anhelaba que toda la gente, a su alrededor, se sintiera dichosa e importante, digna y bendecida. Nunca aprendió a mentir ni a odiar, pero sí a dar lo mejor de ella.
Alguien que un día llegó a casa de un país distante, se acercó a mí mientras caminábamos en un paraje boscoso, para expresarme: «tienes la bendición y la fortuna de ser hijo de un ángel. Damas como ella, ya están extintas. Pertenece, quizá, a una de las últimas generaciones de personas auténticas y femeninas, con virtudes, capaces de desprenderse de sus alimentos para dar comida a los necesitados. Es un privilegio conocer a una dama, a un ángel como tu madre». Orgullosamente y con humildad, admito que mi amigo tenía razón.
Si bien es cierto que su infancia, adolescencia y primeros años de juventud no fueron de alegría e ilusiones ante la transición de su madre cuando aún no cumplía tres años de edad, jamás albergó resentimiento en su ser contra quienes le causaron daño ni dibujó en su rostro expresiones de dolor y tristeza; al contrario, siempre enseñó, a través del ejemplo, que el amor, la comprensión, el respeto, la tolerancia, el perdón y los sentimientos nobles son superiores por venir de lo alto. Y así lo practicó cada instante de su existencia. No falló. Fue fiel a sus convicciones y principios.
Estuvo atenta a nuestra educación. Todo lo resolvía con palabras dulces, lecciones, ejemplos, consejos, historias y juegos creativos. Recuerdo que una noche de mi adolescencia, mi padre, quien enfermó aquella vez, me confesó que había tenido la bendición y dicha de amar a una mujer maravillosa e irrepetible, a mi madre, y aconsejó que si deseaba ser afortunado e intensamente feliz, buscara una mujer orgullosa de ser dama con valores. «Dichoso el hombre que ama a una mujer de virtud modelo, felices los hijos que le llaman madre», expresó.
Mi madre moría gradualmente. Nadie lo notaba porque Dios da fortaleza a sus ángeles y criaturas consentidas. Les ofrece un rostro especial de alegría. Su corazón se debilitaba, pero su amor hacia mi padre y sus cinco hijos aumentaba. Éramos su mundo, su sueño, su realidad, su felicidad, su vida. Fuimos su historia.
La vida en casa era insuperable. El hogar me parecía refugio, premio, cielo, paraíso. Nada comparado con la familia. Siempre había detalles y sorpresas de su parte. Deleitaba los días de nuestras existencias. Era dama y emperatriz de su casa. Esos eran sus títulos nobiliarios, con todo lo que significa ser un alma grande, y no los que se derivan de apellidos e historias pasadas.
Parecía incansable. Nunca percibió el peso de los años, a pesar de la fragilidad de su corazón, quizá porque su apariencia reflejaba menor edad, tal vez por llevar en el interior una flama inextinguible. Hasta el último año de su existencia, actuó libre y plenamente.
Cuando los médicos la intervinieron en una cirugía mayor de corazón, en octubre de 1997, se recuperó de inmediato y comprendió que Dios le daba otra oportunidad de vida; por lo mismo, decidió que cada día, mientras permaneciera en el plano terreno, sería para bendecir a través de sus actos. Y así lo hizo.
Esta mujer, mi madre, era capaz de hacer episodios inolvidables de nuestras vacaciones escolares. Durante los días que permanecíamos en casa, creaba juegos que nos mantenía entretenidos, hasta que casi imperceptiblemente concluíamos las tareas de la casa. Era ingeniosa.
Resultaría injusto arrancar un trozo a nuestra historia para exponerla en este homenaje que hoy le rindo. Los capítulos que compartimos a su lado, con los claroscuros de la vida, permanecen intactos en los anales de la memoria familiar, en los latidos de nuestros corazones, y eso siempre nos identificará aquí y allá, a cualquier hora. Es nuestra historia. Tuvimos la suerte de recibirla de Dios. Quizá un día, si es factible, relataré nuestra epopeya familiar.
Mi padre, Santiago Galicia y Pérez, pasó por la transición en 1985. La amó hasta el último instante de su existencia. Por algo aquella madrugada de octubre, ella despertó al escuchar el estertor del hombre que tanto la amaba. Alarmada, le preguntó qué sucedía. Él señaló el corazón y su brazo se desplomó inerte. De pronto miró al hombre yacente y le lloró de verdad porque se trataba del amor de su vida, con quien diseñó y experimentó una historia de ensueño.
Ella, mi madre, sufrió lo indecible; sin embargo, poseía fortaleza, era de otra arcilla, y así, con su grandeza, fue nuestro pilar durante los siguientes 25 años, hasta que en septiembre de 2010, inesperadamente pasó por la transición gracias a errores de una doctora con síndrome de Dios y a una serie de situaciones que complicaron sus funciones orgánicas.
La mañana de su agonía, cuando los médicos informaron que su muerte era inevitable, solicité acercarme a ella. Algo sucedió que al percibir mi presencia, despertó de su agonía, hizo un breve paréntesis para escucharme y hablar dulcemente. Una vez que platicamos suavemente, cerró los ojos y entró en agonía, hasta que minutos más tarde traspasó el umbral.
Ella solía decir: «soy una mujer afortunada, muy bendecida, porque tengo hijos y nietos maravillosos que hacen de mi vida algo maravilloso. Para mí, todo el año es día de la madre porque recibo amor y detalles de ustedes». Hasta el último día fue eje de nuestra familia.
Hoy, al marcar el almanaque otro 10 de mayo, más que describir la historia de mi madre y la familia que fundó al lado de mi padre, pretendo rendirle un homenaje y establecer que los ángeles existen. Nosotros tuvimos uno en casa. Lo mejor de todo es que se trata de seres humanos que en verdad existieron y fueron diferentes. Me consta. Fue una bendición y un privilegio ser su hijo.
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