Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Los instantes suelen transformarse en el grito adolorido de la existencia, en la angustia y el drama de algo que se fuga y no vuelve más, quizá porque al diluirse se llevan algo de uno, parte de la lozanía distante, la historia de una vida.
Con el paso de los minutos y las horas, se clausuran unas puertas y ventanas y se abren otras, tal vez porque el momento actual se convierte en pasado con celeridad, en ayer, en otros días, mientras el futuro llega cual forastero a una estación solitaria y se marcha presuroso hasta perderse en el horizonte.
El tiempo esculpe jeroglíficos en los rostros. La caminata, en el mundo, concluye con una despedida, de tal manera que entre el cunero y el sepulcro existe un hilo sutil, igual que la hoja que el viento desprende y mece suavemente hasta colocarla en una alfombra que barre y dispersa al soplar con mayor fuerza. Entre el alba y el anochecer se teje un puente tan endeble que en cualquier momento se desprende.
La vida es breve. Sería una locura desarticular la maquinaria del reloj, impedir que el péndulo se balancee o distraer la atención de las manecillas para que sean infieles y no cumplan el contrato que firmaron con el tiempo.
Es innegable que la idea de la finitud resquebraja todos los esquemas, sin embargo, incontables personas, aquí y allá, en todo el mundo, optan por no atormentarse con temas ontológicos y lejos de encontrarse a sí mismos para descubrir sus insondables secretos y diseñar y protagonizar una vida auténtica y plena, prefieren que sus días transcurran en asuntos baladíes, entre reflectores y ruido, hasta que los guiones de sus existencias se convierten en una serie de páginas vacías e insípidas.
La mayoría teme al silencio y a la soledad porque significan el verdadero reencuentro consigo, el descubrimiento y conocimiento de sí, asomar al espejo de la verdad y coincidir no con los antifaces ni con los rostros maquillados ante los demás, sino con los semblantes de quien realmente es uno. Allí encuentra uno su belleza y fealdad, no en los rostros y cuerpos que finalmente se marchitan.
Por eso es que millones de personas justifican su estancia en el mundo con asuntos cotidianos, con la somnolencia de la rutina, con el encanto de las apariencias y las superficialidades, siempre con el argumento de que la vida es corta y, por lo mismo, hay que disfrutarla lo mejor que se pueda.
No obstante, confunden los gritos de júbilo con la alegría auténtica y permanente. Gozar la vida no equivale a dedicar un día, una noche y muchas horas a apetitos pasajeros y trivialidades. Definitivamente no es el camino de la evolución humana, y quien no lo crea, que recorra su entorno y el mundo para que se percate de los niveles tan ínfimos de vibración en que late la humanidad.
Como hijastros y nietos de la radio, televisión e internet, nodrizas responsables de “normalizar” las debilidades, estupideces y pasiones humanas, innumerables hombres y mujeres creen que vivir se justifica con su devoción a los apetitos, a la acumulación de riquezas materiales y a la consagración de vicios. ¿Eso es la vida?
Vayan a los cementerios y escuchen las voces del silencio, los rumores de la muerte, o acudan a los hospitales, a las camas donde agonizan hombres y mujeres que enfrentan padecimientos indecibles, o a los asilos, al lado de ancianos enfermos y abandonados que cargan el peso de los años e historias similares y aburridas, y pregunten cómo vivirían si tuvieran oportunidad de nacer o retornar al ayer, a sus años juveniles. ¿Qué respondería el canceroso si le preguntaran a que dedicaría su vida si tuviera oportunidad de retroceder a los muchos días del ayer?
Cada instante que se consume es irrepetible y resta momentos y capítulos a la gente. Casi nadie se atreve a ser grandioso y singular porque las cadenas del temor, los prejuicios, las creencias que les han impuesto, las costumbres, las apariencias, la seguridad relativa, el conformismo, la pasividad, las modas de la época y la ausencia de convicciones y valor, los condenan a permanecer atrapados en las mazmorras de la mediocridad, y así, al paso de los años, cerca del término de sus existencias, lamentan los segundos que partieron indiferentes. Pocos, en verdad, se atreven a protagonizar una epopeya.
La vida y el tiempo parecen adversarios irreconciliables, muy ajenos e indiferentes a las necesidades humanas; sin embargo, se trata de un lapso de conciencia terrena y de momentos que contabilizados, plantean a hombres y mujeres experimentar sus días con la dicha del amor, la alegría, la libertad y un proyecto integral que conduzca a horizontes plenos.
Escuchen los gritos de la vida en las flores minúsculas que decoran la campiña, en las gotas de lluvia que se transforman en fragmentos de cristal y espejo al acumularse en charcos, en el concierto de las aves, en el oleaje que baña los granos de arena de las playas, en las nubes que transitan pasajeras, en la luna con su maquillaje de plata o su sonrisa de columpio, en el musgo que crece en las cortezas de los árboles, en el río que corre.
Los días de la existencia transcurren raudos e indiferentes, se fugan entre un suspiro y otro, y cómo se lamentan los instantes perdidos, la vida que se dedicó a nada. La noticia para quienes creyeron que vivir significa consagrarse a brincar de una experiencia sexual a otra, acumular riquezas materiales y entretenerse en estulticia y trivialidades, es que compraron el boleto equivocado y asistieron, en consecuencia, al espectáculo más grotesco del planeta.
Dentro de una escala de valores, permanecen encarcelados en las mismas tendencias que llevan a cabo los animales y las plantas, con la diferencia de que cumplen y justifican su misión, mientras hombres y mujeres no transitan a la evolución. Igual que otras manifestaciones, comer, beber, aparearse y pelear por el poder se han convertido en prioridades de millones de personas. Cuán burdo es permanecer atorados en situaciones tan primarias y en base a esa estrechez mental y espiritual, incluso hasta física, consumir la vida.
No he condenado esas necesidades primarias en todo ser viviente, pero sí que los esquemas se hayan tergiversado y que las prácticas que hasta las moscas y cucarachas llevan a cabo por instinto, sean primordiales en las historias de la humanidad.
Cuando uno mira a los bufones de la televisión, escucha las estupideces de no pocos locutores en la radio, oye los contenidos de innumerables canciones, analiza amplio porcentaje de páginas de internet y escudriña los guiones de algunas películas y la trama existencial de no poca gente, concluye que todo responde a un proyecto maestro, dentro del poder, para idiotizar, masificar y ejercer control.
Quienes dedicamos la vida al arte, sabemos que la consecución de una obra equivale a haber dedicado muchos años a perfeccionarla, y eso implica disciplina, esfuerzo, dedicación, sacrificio, trabajo. Se inicia temprano para concluir en la noche de la existencia y ofrecer así una obra magistral.
¿Dónde están quienes sostendrán y guiarán al mundo durante las próximas décadas? ¿En los bares, en los moteles, frente al televisor, entre los gritos de las multitudes y en las redes sociales? ¿O serán los profesionistas que pretenden enriquecerse a través de las actividades que desarrollan, al pisotear la salud de la gente, prostituir la justicia y las leyes, manipular los datos y mentir?
Busquemos en nosotros, en nuestro entorno, en el país, entre la humanidad, a quienes verdaderamente están haciendo algo por mejorar el mundo. ¿Se encuentran entre los políticos, ministros, profesionistas, jueces, empresarios o trabajadores? ¿Dónde están?
Ser grande no es sinónimo de poseer mayor número de conquistas sexuales, comer en los mejores restaurantes, tener los mejores automóviles y la residencia más ostentosa, trasladarse a cualquier región del mundo o hablar estupideces.
La grandeza inicia en uno, en la humildad de espíritu, en el proyecto de vida que se diseña y en las huellas que se dejan. Pregunten a los moribundos de qué sirvieron sus locuras. ¿Qué se llevarán? ¿La añoranza de sus locuras repetidas durante tantos años?
Independientemente del estilo de vida de cada uno, es innegable que el minuto presente huye para ceder su espacio a otro que tendrá similar destino. La vida es, parece, una serie de números con una cuenta regresiva en la que cada segundo es el aliento que escapa, la lozanía que se fuga, la salud que se diluye.
La vida es breve. En latín, por si no se comprende: vita brevis. Así de leve y pesado. No se pueden atrapar los días felices ni desechar los momentos tristes e inciertos. Vienen y se van con el mismo compás. Son luces y sombras, auroras y ocasos. La existencia está matizada de claroscuros. La sabiduría consiste en evolucionar y probarse a sí mismo.
Quien no se acepta como es físicamente, verbigracia, se condena a ser infeliz toda la vida porque sus rasgos, su perfil, le acompañarán hasta el instante postrero. Hay quienes parte de sus existencias reniegan por su aspecto, su nombre, su familia, sus condiciones, y lo más sorprendente de todo es que se trata de personas con salud y seguramente capacidad para superar la mayoría de las pruebas y trascender.
Lamentablemente, las tendencias del mundo de la hora contemporánea son la estupidez y la superficialidad. Millones de seres humanos vibran a una frecuencia tan baja que se impresionan por la apariencia física de hombres y mujeres, rinden culto a sus apetitos sexuales y a las cosas materiales. Su trama existencial carece de valores e interés. Es un modelo muy generalizado que se repite entre una generación y otra, hasta que desciende el telón de la comedia.
El minuto presente se fuga como lo hizo el que lo antecedió y lo llevará a cabo el que lo sucederá. Con cada instante, la vida se reduce junto con las posibilidades de ser dichosos, libres, plenos y diferentes.
Tal vez por dedicarme al arte de las letras, relaciono la historia de la vida con un cuaderno con las páginas en blanco, un pentagrama o una piedra de mármol preparada para esculpirse.
Uno, ante una libreta de apuntes, tiene oportunidad de escribir y protagonizar una historia épica, un guión irrepetible, bello, excelso e inolvidable, como dibujar, en el pentagrama, los signos de una sinfonía magistral o una serie de notas discordantes.
Hay que atreverse a romper los barrotes de las apariencias, el miedo, las costumbres, los prejuicios y las creencias impuestas. No importa enfrentarse a la opinión generalizada si a cambio se descubre el vuelo pleno y libre que conduce a la luz.
Quien no se atreve a materializar sus ideales, por absurdos y ridículos que parezcan o por resultar contrarios a las creencias y convicciones de las mayorías, se condena a sacrificar la oportunidad de vivir una historia maravillosa.
La vida es bella, es cierto. Merece experimentarse en armonía, con equilibrio y plenamente, siempre acompañada de un proyecto auténtico, de valores y de decisión de ser libre y conseguir que los sueños e ilusiones se transformen en realidad, en vida, a pesar de que parezcan imposibles u opuestos a los intereses colectivos.
Uno es maestro de su existencia, con capacidad de hacer de los sueños e ilusiones un encanto, un estilo de vida. Sólo hay que atreverse a lograrlo con decisión y sin temor. Al final de los días existenciales, la mayoría de las personas se arrepienten de no haber luchado por lo que soñaron, y hasta admiten que no hubiera importado romper esquemas y enfrentarse a los prejuicios sociales. Temieron y no se atrevieron a protagonizar el encanto de una historia de ensueño.
El minuto presente se va y no vuelve. Atrévanse a soñar, a dar vida a sus anhelos, ilusiones y sueños. No se condenen por miedo o prejuicios a la oscuridad de las celdas. La vida es algo más y eso corresponde experimentarlo a cada ser.
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