La Alberca, en el cerro de Los Espinos, trozo paradisíaco

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Estas mañanas veraniegas, el aire dispersa los aromas a tierra mojada, hierbas y flores silvestres. Los senderos conducen a parajes intrincados, donde los insectos se refugian. El ascenso entre árboles, piedras y matorrales es lento. El calor húmedo acaricia la piel y sonroja los rostros de los caminantes.

Los rumores de la naturaleza se mezclan con el crujido de las varas al ser pisadas por los viajeros, quienes contemplan la llanura de lo que otrora fue la ciénaga de Zacapu, circundada por montañas que se abrazan en un ciclo imperturbable de auroras y ocasos, primaveras y veranos, otoños e inviernos.

En determinados parajes, las mariposas revolotean y posan, frágiles, sobre las flores ufanas y policromadas, mientras los pájaros hurtan las semillas, pican los frutos, atrapan insectos o vuelan raudos a las frondas de intenso verdor.

Parece como si todo, en la naturaleza, tuviera una correspondencia, de tal manera que las hojas que desprende el viento, la flor que coexiste imperceptible entre la intensidad del verdor y las gotas de lluvia, mantienen relación con las tonalidades de los arcoíris y el color del barro que salpica ante la caminata.

Cuando uno llega, finalmente, a la cima del cerro de Los Espinos, en el municipio michoacano de Jiménez, siente embeleso al contemplar el cono natural que contiene un espejo acuático, ondulado por los ósculos del aire, que refleja las siluetas del bosque y el coqueteo de las nubes de efímera existencia.

El paisaje lacustre es imponente. Cautiva. Al admirar la vegetación y el manto acuífero, uno tiene la sensación de encontrarse en un mundo mágico, en un rincón escondido entre lo abrupto de la naturaleza, a salvo de las fauces de la modernidad.

A una hora y otra, en la mañana y la tarde, las pinceladas de la naturaleza tiñen el escenario lacustre con matices que cambian del azulado o cristalino al morado o al verde, e invitan a contemplar el paisaje o caminar y correr por las veredas.

Durante las mañanas nebulosas y frías o las tardes cálidas o lluviosas, el aire húmedo se introduce al cráter, donde el agua responde a las caricias con un oleaje rizado, apacible y rítmico.

Unas veces grises, plomadas, y otras, en cambio, blancas, rizadas, las nubes asoman al lago atrapado en el cráter de Los Espinos, que recibe la mirada del sol. Con la mochila sobre la espalda, uno admira el cráter, la hondonada, la vegetación, y distingue el proceso de mutación en el maquillaje acuático. Respira el caminante una y otra vez, hasta percibir el aroma de la campiña, la fragancia de las flores, el perfume de la hierba, la hoja, la tierra mojada. Inesperadamente, distingue alguna corriente, un remolino, en el agua.

Existen algunos espacios con asadores para organizar reuniones, comer y admirar el paisaje natural; también, para quien lo desea, los senderos invitan a rodear el cono imponente.

Ya en aquella cima de origen volcánico, el turista desciende al cráter por un sendero chueco y empinado, entre árboles, arbustos y matorrales que de inmediato, al rozarlos, desprenden su fragancia agreste, su perfume montaraz.

Es, para el viajero, la excursión de los sentidos y, adicionalmente, el reencuentro consigo, con la naturaleza. Percibe el palpitar de la vida en cada rincón. El turista siente el aire húmedo en su rostro sonrojado y las caricias de la hierba en sus brazos y manos.

Los gemidos de la hojarasca y las varas al quebrarse, al ser trozadas por los pies del caminante, no son ajenos al murmullo de árboles balanceados por el viento ni al trinar de los pájaros, porque todo parece nota del mismo concierto.

Unas cosas presentan aromas y otras cantos, policromía y sabores; pero todas son hermanas, parientes, y permanecen mezcladas en el lienzo de la naturaleza. Formas, perfumes, sonidos, tonalidades.

Durante su descenso, el trotamundos repasa, como siempre, las páginas empolvadas de la historia, para recordar que discurrían los años precortesianos cuando los indígenas creían que allí, en el cráter, moraban fuerzas malignas.

Relata la tradición que ellos, los nativos, realizaban sacrificios humanos con intención de apaciguar los males que consideraban existían en aquel paraje de rasgos lacustres y volcánicos.

Ya en los días coloniales, las mujeres que descendían con la intención de bañarse y lavar ropa, eran asustadas por el diablo que allí se refugiaba, según la leyenda, de manera que su enojo era tanto que provocaba remolinos y que el agua se agitara hasta impactarse contra la orilla.

Las mujeres corrían despavoridas por la escarpa para huir de aquel fenómeno. Quienes volteaban, descubrían aterradas el rostro del demonio asomado en medio del lago. Algunas murieron ahogadas o se accidentaban durante las huidas.

Fue, por lo mismo, que en las horas juveniles de la Colonia, en el siglo XVI, los naturales solicitaron a un personaje enigmático y tan querido por ellos, fray Jacobo Daciano, que bendijera el cráter y ahuyentara, en consecuencia, los males que allí se alojaban. Y así lo hizo.

El religioso acudió al cráter, acompañado de la comunidad indígena, donde expulsó al demonio, quien provocó un enorme e imponente remolino de agua antes de marcharse. Tras la agitación del lago, prevalecieron la calma y el silencio.

Ya en ese momento, próximo a la orilla del lago, el visitante no olvida que fray Jacobo Daciano o de Dacia, quien nació entre 1482 y 1484 y fue hijo de los reyes Juan y Cristina de Dinamarca, llegó a la Nueva España en 1542 tras haberse entrevistado con el emperador Carlos V y recibir su autorización para zarpar, cuando el mar olía a aventura, peligro y piratas, hacia América.

A diferencia de la mayor parte de los europeos que en aquellas horas coloniales llegaron a la Nueva España en busca de aventura y fortuna, él, fray Jacobo Daciano, amó a los indígenas y se preocupó por ellos, quienes lo consideraban su benefactor y hombre prodigioso y santo.

Fray Jacobo Daciano fue el evangelizador franciscano del que los indios aseguraban poseía facultades extrasensoriales como aparecer en varios lugares al mismo tiempo y levitar. Fundó diversas poblaciones, como Zacapu. Tal fue el amor que por él experimentaron los purépechas, que al morir en Tarecuato, Michoacán, su última morada, y ser sepultado, éstos, los nativos, extrajeron su cuerpo de la tumba y lo colocaron en un nicho del templo, tras el retablo del altar mayor. El cuerpo no se corrompía. Cada cuatro o cinco años, los purépechas le cambiaban hábito; conservaban los anteriores como reliquias muy veneradas.

Acaso esas son las cavilaciones, las remembranzas históricas del turista, quien de pronto, a fuerza de caminar y resbalar por el sendero silvestre, se descubre ante el lago verdoso y en ocasiones azulado o morado.

Sentado en una piedra o quizá en un tronco enlamado o musgoso, permanece largo tiempo en aquella hondonada lacustre y volcánica, observando un escenario de la historia y de la naturaleza.

En ocasiones, el graznido y el trinar de las aves distrae su atención y a veces, en cambio, la mudez que suele demostrar la naturaleza a los hombres y mujeres de soledad, se manifiesta extraordinaria. Da la impresión de que el silencio empieza a hablar, a musitar desde todos los rincones.

Libre como la hoja que se desprende del árbol y es mecida suavemente por el aire, hasta caer al agua y navegar en un delicioso arrullo, el viajero rompe las ataduras y se siente pleno y libre.

Ausente de lo cotidiano, de lo rutinario, enriquece su existencia y quizá hasta se atreve a abrazar un árbol o introducir sus pies en el agua, en el lago, para percibir, al menos unos instantes, el pulso de la naturaleza y la vida.

Cuando hace algunos años, investigadores franceses exploraron La Alberca, en el cerro Los Espinos, que realmente pertenece al municipio de Jiménez y no, como muchos creen, al de Zacapu, concluyeron que el lago no está contaminado. Mundo de peces, el lago presenta sal a cierta profundidad, de acuerdo con los resultados de los investigadores europeos. No detectaron fácilmente el fondo en determinadas áreas, seguramente por sus conexiones en las entrañas de la tierra, pero la profundidad máxima es de 32.5 metros.

Al cerro de Los Espinos, donde abundan huizaches, matorrales y piedras, también se le conoce como volcán de Santa Teresa, o sencillamente La Alberca. Cada año, en octubre, la comunidad de Los Espinos celebra a Santa Teresa, su patrona, con ascenso al cerro, donde el sacerdote oficia misa y la gente, henchida de euforia, lleva banda de música de viento, mariachi y juegos pirotécnicos.

Hay que recordar que ya en las horas porfirianas, e incluso en los días de Reforma, entre el siglo XIX y hasta la aurora del XX, se emprendió la absurda tarea de secar la ciénaga de Zacapu, que era rica e inmensa.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, se impulsó la absurda desecación de la ciénaga de Zacapu. Tanta culpa tuvo la administración de Benito Juárez García con su proyecto general de desagüe, como la de Porfirio Díaz Mori, quien calificó las ciénagas, junto con su equipo de “científicos”, de insalubres, carentes de producción y generadoras de una actividad económica miserable.

Los resultados siguen a la vista: miseria y desequilibrio ecológico. Mentalidad aquella, como la de hoy, irracional: destruir lo insustituible a cambio del enriquecimiento de una minoría. Ya en el siglo XXI corresponde a las generaciones contemporáneas el rescate y la protección de sus recursos naturales.

En los días del siglo XVII, fray Alonso de la Rea anotaba que “debajo de este cerro -el de Los Espinos- cae la ciénaga de Zacapu, donde hay lagunas profundísimas con infinito pescado. De esta ciénaga tiene su nacimiento el río Angulo, que discurriendo hacia el norte… se precipita de un cerro muy alto con tanta violencia que abajo, entre el golpe del agua y el peñasco, se pasa a pie enjuto. En esta ciénaga hay infinita caza de patos, y así veremos que toda esta provincia no tiene palmo que no sea fértil y abundante, así de caza como de pescados”.

Uno, al concluir el día entre los parajes abruptos del volcán de Santa Teresa -La Alberca, en el cerro de Los Espinos-, desciende cautivado por los encantos de la naturaleza, con el sentimiento y la alegría de llevar en la mochila de trotamundos un fragmento del paraíso, un trozo del poema de la vida. Vivencias y fotografías para el recuerdo.

De acuerdo con datos oficiales, el lago tiene forma semicircular. Los especialistas calculan que se trata de 370 metros de diámetro en una superficie de 11 hectáreas; además, la máxima profundidad es de aproximadamente 32.5 metros.

Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright

Este texto fue publicado en el portal de Quadratín Michoacán: https://www.quadratin.com.mx/principal/la-alberca-los-espinos-paraje-natural-embelesa/

Un comentario en “La Alberca, en el cerro de Los Espinos, trozo paradisíaco

Deja un comentario