Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Los sueños se cumplen. Alguien se encarga de hacerlos realidad. Uno se convierte en personaje de sus sueños, de su vida, y todo se mueve en el universo para materializarlos. Los elementos de la naturaleza se mezclan y de pronto aparecen el viento, la lluvia, la nieve, transformados en espectáculos bellos, en trozos magistrales, en lienzos cautivantes. El carbón, con el tiempo, se vuelve diamante. Las estrellas, para lucir una noche mágica e inolvidable, esperan que transcurran, en el mundo, las horas de la mañana y la tarde. Tengo sueños y vivencias. Vivo los sueños. Sueño la vida. Quizá parezca delirio, fantasía, extravío de la razón; no obstante, mis sueños y realidades son locura de este amor. Hay quienes durante las travesías de sus existencias soñaron palacios y formaron reinados; otros, en sus anhelos, construyeron puentes de cristal con la intención de cruzar abismos y llegar hasta bosques y jardines celestes. Los seres brillan y se vuelven extraordinarios e inmortales cuando sueñan y transforman sus fantasías e ilusiones en realidad
Fue una noche de encuentro conmigo, una hora de soledad y silencio, un rato de esos en que el tiempo parece detenerse, instantes que no se olvidan por el significado de lo que uno piensa y siente, por el encanto de los sueños que envuelven la vida y alumbran los anhelos e ilusiones.
Una noche aquella, recuerdo, cubierta de prodigios, pletórica de milagros, con luces y sombras, cielos y mares, calma y tempestades, donde navegué inagotable, guiado por la brújula de mi interior, para así llegar a los confines del infinito, a la morada de mi alma y a las mansiones de Dios.
Inmerso en mí, sentí el pulso de la creación, noté tu presencia, escuché los rumores del silencio, percibí tu aliento y admiré las llanuras de la vida, los destellos de la oscuridad y las sombras de la luz.
Ya en la región donde confluyen corrientes de agua etérea, ríos ingrávidos, con nubes de colores tenues, entendí que me encontraba a un paso de la eternidad, entre lo que la gente, en el mundo, llama vida y muerte. Zona aquella donde el espacio y el tiempo pierden sentido. Percibí, por lo mismo, los susurros de la creación, los murmullos de tu voz, el lenguaje de un paraíso que se siente tan cercano y a la vez muy lejano, las voces de Dios.
Recuerdo que años antes, cuando los espejos de la casa solariega sólo conocían mis rasgos infantiles, mi perfil y silueta de niño, algunas ocasiones, nostálgico y reflexivo, preguntaba a mi madre si ya habría nacido la mujer que amaría. Esperaba su respuesta ansioso y emocionado, mientras derramábamos el agua de la regadera sobre las plantas y flores de su jardín de aromas, colores y formas, prefacio de un edén mágico.
Ella, sonriente y maternal, con la nobleza que le caracterizó siempre, solía responder que seguramente no o que quizá se encontraba en un cunero, pero que pidiera a Dios, sobre todo, coincidir con una dama, con un ser extraordinario y femenino, con una mujer a la que pudiera entregar mi más fiel y puro amor y de quien toda la vida me sintiera orgulloso por la calidad de su arcilla y la flama de su interior.
Aprovechaba la coyuntura para relatarme historias maravillosas, sustraídas de sus sentimientos e imaginación. Me inculcaba que debía ser caballero con la niña de mi alma, respetarla como ser humano, apoyarla en todo, hacerla muy feliz, entregarle detalles todos los días y amarla con tal intensidad que las compuertas del infinito se abrieran para recibirnos. Habría que entrar por la puerta principal, alegres y de frente, para merecer el recibimiento más cálido y los mejores regalos.
Las palabras de mi madre, a quien siempre llamé mami, apaciguaban mi ser inquieto. Jugaba y vivía tranquilo, con la seguridad de que un día, al ser mayor, la bruma se dispersaría ante un amanecer esplendoroso, y descubriría frente a mí a la mujer que sentía en mi interior, con su nombre de ángel en el mío, acaso sin comprender entonces que tú, aún en otras fronteras, en un plano diferente, te sabías yo.
Fue la razón, quizá, por la que aquella noche juvenil me interné en mí, a tal profundidad que descubrí la entrada a ti, a la naturaleza, al universo, al cielo más subyugante. Tras sentir la presencia de Dios, caí en un sueño de amor, en una velada mística y romántica, entre el oleaje marítimo y la pinacoteca con luceros.
Pedí a Dios me concediera encontrarte en mi sendero, coincidir contigo en alguna estación del viaje, andar a tu lado por la misma ruta, aspirar al mismo destino, sin importar nuestras edades en tan dulce acontecimiento. Simplemente, ahora lo sé, mi encuentro contigo y la historia de este amor, significarían la coronación de nuestras vidas.
Hoy, por primera vez, confesaré mi petición a Dios. Con la pureza de aquellos años infantiles, cuando pregunté a mi madre por ti, también formulé interrogantes a quien decreta los signos de la creación, y le pedí descubrirte en determinado período de mi existencia para protagonizar la historia más hermosa y amarte en el mundo y en otros planos insospechados para la mayoría de los seres.
Como eres una de sus niñas consentidas, ahora lo sé, solicitó, en el silencio de mi ser, expusiera qué buscaba en ti, y como ya te presentía, no dudé en decir que la pureza y el resplandor de un alma evolucionada, digna de ser esencia, orgullosa de sus rasgos femeninos, con un tanto de mí , libre y plena, con los tesoros del interior.
Dios me mostró, en su taller, diseños femeninos, fórmulas de mujer, trazos de seres sutiles. Me invitó a examinar cada dibujo con su proyecto existencial. Había mujeres con ojos raptados del mar turquesa o con los tonos del jade y del cielo, como también tan profundos como el color de la madera. Otras poseían rasgos elegantes y finos, de hermosura incomparable.
Unas eran acaudaladas, poseían fortunas materiales; otras, en cambio, se distinguían refinadas y cultas; algunas portaban belleza física. Las había de todas las clases sociales, creencias y razas. Había mujeres bonitas, elegantes, superficiales, inteligentes, espirituales. Allá, en su buhardilla mágica, me mostró el catálogo de la humanidad. Observé a todas las mujeres de antaño, hoy y mañana. Comprendí, también, que hay una esencia que pulsa y posee innumerables rostros.
No oculté mi sobresalto cuando pregunté a Dios el motivo por el que no te encontré en el catálogo que me mostró. Sonriente, explicó que a seres como tú los resguarda en un arcón secreto porque les tiene encomendadas tareas significativas, alguna misión especial, y anticipó que si en verdad estaba dispuesto a amarte, tendría que acompañarte en el paseo y la estancia de este mundo y en el viaje a la ruta interior, a las mansiones del infinito.
Sé que Dios me puso a prueba. Colocó el álbum de las mujeres ante mi mirada, acaso para medir si era capaz de resbalar ante la seducción de las apariencias y la fortuna; sin embargo, el amor que te tengo, ese tú tan mío y ese yo demasiado tuyo, influyeron en mi búsqueda.
Desde el inicio de la conversación, Dios notó que deseaba una mujer con el resplandor de un alma pura, entregada a sus códigos y principios, auténtica y sonriente, fiel y traviesa, libre y plena, con manos laboriosas para dar de sí y apoyar, con oídos atentos a las necesidades humanas, con voz canora para dar consuelo, con mirada de ángel para difundir las riquezas del cielo. La pureza de un ser, anticipó, no se compra con tesoros materiales.
Prometí amarte aquí, en el mundo de la temporalidad, y en el plano de la eternidad, porque una historia compartida es el tú y el yo transformado en nosotros, en ti, en mí, que asegura la vida interminable, la dicha y el encanto de ser fuente y agua, manantial y río, nube y lluvia, volcán y lava.
Dios miró mis ojos y expresó que concedería mi petición, con la advertencia de que tendría que ser caballero de una dama, juego de una niña, alegría y consuelo en las tristezas, compañero fiel de un ser femenino, burbuja llena de detalles, amor interminable.
Al retirarme de aquel recinto donde todo era luz, regresé con la promesa de vivir contigo un sueño de amor, el encanto de la existencia, la alegría de permanecer juntos, el privilegio de estar hechos de otro barro.
Hoy, cuando te miro, agradezco a Dios aquel sueño de amor, la noche en que dormí profundamente y le pedí coincidir contigo para amarte y compartir a tu lado, en ti y en mí, el devenir de la creación interminable.
Cada día, lo he confesado, me enamoro de ti y siento embeleso hasta por el asombro que experimento al amarte, al descubrir tus detalles femeninos, al escuchar tu voz, al disfrutar nuestros juegos, al abrazarte, al buscar las notas musicales y los rumores del silencio interior, al besarte y llevar tu sabor, al regalarte una flor, al saber que eres dama, al compartir el sí y el no de la vida.
Observo tus movimientos sutiles cuando eres tan mujer, tus detalles femeninos, respaldados por un código inquebrantable de principios que rigen tu existencia e invitan a admirarte y sentir respeto por ti, cuidarte todos los días y las noches, consentirte, dispersar pétalos fragantes en tu camino, amarte con alegría y libertad.
No eres burda ni superficial. Jamás serás maniquí de aparador ni juguete pasajero en alguna posada, ni tampoco pepenadora de existencias ajenas ni fuente de odio y perversidad, porque una mujer como tú, hecha de ecos y fragmentos de un paraíso celeste, huele y sabe a la excelsitud y pureza de un alma contagiada por el aliento de Dios, y eso, musa mía, es lo que le solicité aquella noche memorable durante mi sueño de amor.
Una mujer es un ser humano maravilloso que merece volar libre y plena, segura de sí, rumbo a su desenvolvimiento. ¿Qué más podría solicitar a Dios si me concedió todo lo que le pedí durante aquel encuentro mágico? Ojos de espejo para mirarme, perfume del cielo para recordar la esencia de mi alma, sabor a ángel, actos femeninos, mujer de virtud modelo, dama innata, todo lo que soñé en ti desde los años de mi infancia dorada.
Mi madre tenía razón, había que soñar, creer y esperar pacientemente. Sabía que un día llegarías, cruzaríamos por algún camino y de ahí partiríamos a los escenarios del mundo, a las estaciones del firmamento, a la eternidad.
Quizá a muchos hombres y mujeres, aquí y allá, a una hora y a otra, les parezca repugnante y absurdo resaltar las virtudes de una mujer como tú, y hasta pensarán erróneamente y con mofa que estoy enamorado de tu cuerpo, de la pasión pasajera que la mayoría busca en una relación, o que sigo modelos caducos y acartonados; pero desconocen que cuando uno, tras la caminata de las centurias y los milenios, descubre la belleza y los secretos de la luz perenne, desbarata los intereses fugaces y el guiño de la superficialidad para emprender la jornada a tierras distantes y cercanas, donde la existencia es sueño y los anhelos e ilusiones se convierten en vida.
Me encantas. Eres bella, noble, sencilla, inteligente y equilibrada. Tus principios son elevados, pertenecen a otros planos, como los vi en el taller de Dios, un gran tesoro guardado en tu alma para que irradies resplandor durante tu caminata por el mundo, ilumines el sendero de vuelta a casa y tu flama se una a la gran luz universal.
La gente dirá, tal vez, no sé, que he perdido la razón; mas no sabe que me sumergí en mí, viajé por mi ruta interior, creí en mis anhelos y hablé con Dios para que me concediera la dicha y el privilegio de coincidir con una dama, con el color de mi vida y el perfume de mi cielo, contigo, mi musa, a quien entrego estas palabras cual prueba de mis sentimientos y admiración, y constancia de que alguien, desde su buhardilla, cumplió mi sueño de amor.
Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright