Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Abrió el baúl de las remembranzas. Sustrajo las fotografías, unas envueltas en tonalidades sepia, algunas atrapadas en el blanco y negro de momentos consumidos y otras con la mezcla de colores que definen épocas, estados de ánimo, modas, creencias. toda la naturaleza humana. Observó con atención los retratos amarillentos de sus antepasados, con dedicatorias y fechas al reverso, constancia del paso humano por el mundo, testimonios de que alguien recordará, al menos en imágenes, a quienes en cierta hora abandonan la jornada existencial. Posteriormente miró las fotos de sus padres y hermanos, su mundo cercano, y las suyas, a partir de su infancia y su tránsito a la adolescencia, a los días juveniles, a los años de madurez y a la etapa de envejecimiento. Experimentó congoja y miedo al notar que se abrió un abismo profundo e insondable entre su ser y la vida terrena, principalmente al descubrirse acompañado, en las imágenes, de personas -hombres y mujeres- que ya estaban muertas, con quienes en otros minutos compartió alegrías y tristezas, capítulos existenciales, proyectos, las luces y las sombras de la vida. Familiares, amigos, compañeros, vecinos, gente con la que coexistió y de pronto, al descender el telón de la noche o quizá una madrugada y otra de tormenta o de frío, partió a otras fronteras y resumió su historia en débiles recuerdos y en los nombres y epitafios inscritos en tumbas desoladas y silenciosas. Los años transcurrieron fugaces e implacables, hasta mutilar funciones y dejar huellas indelebles en la piel, en el cabello, en la mirada. Había perdido los instantes más bellos y preciados de la vida en esas cosas intrascendentes que acumuladas un día, otro y muchos más, consumen el viaje existencial. Inconforme con su envidiable posición económica, desperdició los años en ambicionar mayor cantidad de bienes materiales; también prefirió experimentar sensaciones pasajeras al engañar y convertirse en huésped de posadas de un rato, siempre en busca de placeres momentáneos, y ser, en toda reunión, el bebedor y bufón, el actor de la estulticia, mientras los otros, sus hijos, reclamaban su atención y su tiempo, hasta crecer y un día, a cierta hora, elegir las rutas que creyeron apropiadas, quizá condenados a repetir su condena y reproducir la miseria humana que cargaban, porque de nada sirven la opulencia material ni otras cosas cuando la vida se encarga al tiempo. Definió los rostros infantiles de sus hijos, muchos años atrás, con el encanto de la niñez, y lloró al sentirse abandonado y próximo al sepulcro. Ya no tenía el amor y la presencia de sus padres, hermanos, hijos y pareja. Cada uno había elegido otros rumbos. En las fotografías revisó, como quien pasa lista, los semblantes de sus familiares, amigos, compañeros y vecinos, y detectó mayor número de ausencias que de presentes. La mayoría había cruzado el umbral y pasado por el proceso de la transición. Allí, en el papel, estaban plasmadas las figuras de otros seres humanos con sus historias, sus vidas y sus realidades, totalmente extintos, ajemos a un mundo que seguramente pronto los olvidaría. Ni siquiera sobrevivieron los que más riqueza acumularon ni los que hicieron de los placeres una devoción, ni los de mayor capacidad e inteligencia. Conforme transcurría el tiempo, renunciaban al viaje y se quedaban en alguna estación que empequeñecía conforme los furgones de la vida partían a otros destinos. Sintió tanto dolor y tristeza, que creyó asfixiarse y morir, hasta que reflexionó que si el tiempo se consumía, se debía la oportunidad de ser pleno, salir en busca de los seres que amaba y expresarles sus sentimientos, borrar malos recuerdos y resentimientos, y embellecer sus relaciones. No perdería un instante más en arrebatar, odiar, temer, acumular sin sentido, engañar. La vida es amor, plenitud, dar de sí, derramar sentimientos y acciones nobles. Se atrevería, por fin, a vivir, a ser auténtico y expresar libremente sus anhelos. Se realizaría plenamente y sería feliz y haría dichosos a los demás, aunque la siguiente estación significara la conclusión de su viaje. Guardó las fotografías, agradeció a todos por el ayer y decidió experimentar el hoy con armonía, en equilibrio y con plenitud para asegurar así un mañana esplendoroso. Se fue a vivir noblemente antes de ser uno más de los que en las fotografías eran recuerdo por estar ausentes en las listas de la existencia.
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