Atrapado

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Hay afectos irrenunciables. Uno no puede sepultar su origen ni su biografía. Desde la infancia, cuando jugaba y soñaba tanto, envuelto en un ambiente familiar de amor y educación, me sentí orgulloso de mis antepasados, personajes que un día y otro, en algún rincón del mundo, abrazaron a quienes tanto amaban, acaso con la idea de regresar ya ancianos, quizá motivados por su inclinación a la aventura, tal vez resignados a no volver más al terruño tan querido.

Herederos de una epopeya inscrita en fechas memorables, ellos, mis antecesores, llegaron a México y fundaron sus familias. Sentí amor, respeto y admiración por ellos. Conservo en la memoria sus historias y su linaje. Quizá soy el último reducto de esa tradición.

No obstante, comprendí que una era la historia de mis antepasados y otra sería la mía. Los apellidos resultarían insuficientes para vivir plenamente. Cada instante de mi existencia tendría que inventar mis capítulos. Al final de la vida, pensé, tendré una obra magistral o una serie de notas discordantes, según la ruta que elija. Los años épicos de mi familia de antaño no me pertenecen. Son legado familiar, pero yo debo experimentar mi vida y dejar mis propias huellas.

Y así transcurrieron los años. Como toda persona en México, mis padres me registraron al nacer y dediqué incontables días a jugar, convivir, aprender, estudiar, trabajar, escribir y ser yo, con mi cordura y mis locuras, con las luces y sombras de quien viene al mundo a excursionar, probarse y evolucionar.

Precavidos, mis padres obtuvieron varias copias originales de mi acta de nacimiento, que entregué en las instituciones educativas y en diversas instancias oficiales, hasta que un día, hace dos años, solicité mi pasaporte y tras horas de espera, a pesar de tener cita, un empleado joven me llamó e informó que por algún motivo que desconocía, la Secretaría de Relaciones Exteriores no podría entregarme el documento; además, pidió que firmara un oficio que notificaba que algo andaba mal y que, por lo mismo, mi caso sería turnado a investigación para solucionarlo. Evidentemente, no firmé el oficio; pero tampoco recibí la devolución del monto económico que pagué para adquirir el pasaporte, ni las copias de mi solicitud y mis papeles.

Redacté una carta a la dependencia, en la que expliqué que siempre había presentado mis documentos personales ante diferentes instancias oficiales, con resultados favorables. Cancelé la invitación que tenía a un país centroamericano -Costa Rica- para presentar uno de mis libros.

Posteriormente, solicité un acta de nacimiento, con la sorpresa de que en el libro original, la empleada que me registró, escribió incorrectamente el apellido Rojon, que aparece como Rejon. Pedí asesoría a un abogado. Mis asuntos me distrajeron.

Hace poco más de un mes, solicité de nuevo un acta de nacimiento y no apareció en el sistema con los datos que proporcioné, entre los que destacan fecha, libro, página. Definitivamente ya no existo. El burócrata que me atendió, dijo, además, que no figuro en el Sistema Nacional de Población. Le expliqué que cuento con Cédula Única de Población. Fue inútil. Está capacitado para atender automáticamente a la gente.

Generalmente no me doy por vencido, de manera que investigué el destino de mi acta. Resulta que otros burócratas, responsables de transcribir los datos de los libros originales al sistema digital, me añadieron mayor edad, al grado de que supuestamente nací antes de que mis padres contrajeran matrimonio.

El problema que irresponsablemente generaron tales burócratas, es que con los datos originales, aparece en el sistema el nombre de otra persona, mientras yo, en tanto, me encuentro en un espacio que pertenece a alguien más. Esto significa que los datos del sistema no corresponden a los de los libros originales. Sin duda, ese error provocará el mismo conflicto a gran cantidad de hombres y mujeres.

Me siento atrapado en México. Existo y no en este país. Tampoco puedo salir de aquí. Si muriera en este momento, resultaría imposible tramitar mi funeral sin los datos que investigué, los cuales, repito, son totalmente erróneos. Tampoco se trata de robo de identidad porque mis datos, aunque con el error del apellido, se encuentran asentados en el libro original, y ocupan un espacio que no les corresponde en el sistema.

Por la mediocridad e irresponsabilidad de una burócrata que escribió mi nombre incorrectamente en el libro original y de alguien más que transcribió mis datos en el sistema con una fecha anterior a mi nacimiento, estoy atrapado en un México donde todo se arregla con dinero, en una burocracia cada día más corrupta y torpe.

Insisto, me siento atrapado. Mis derechos como persona han sido aplastados. Y no es nada personal. Simplemente, es consecuencia de burócratas que solamente piensan en cobrar su sueldo quincenal, en solicitar «días económicos», en repasar en el calendario los «puentes» que habrá durante el año, en planear sus vacaciones y calcular el dinero que recibirán, en el chismorreo de sus aventuras nocturnas y de fin de semana, en lo que van almorzar. Lástima que denigren a los empleados bien intencionados, profesionales y honestos, y peor aún, que ocupen los puestos que incontables mexicanos capaces y éticos necesitan desarrollar para solventar los gastos de sus familias y contribuir al engrandecimiento nacional.

Por lo pronto, mientras el abogado no atienda con éxito ambos asuntos, tendré que mentir junto con el Registro Civil con un año y un mes de nacimiento totalmente erróneos, o resignarme a coexistir en el error, atrapado en un enjambre de mediocridad angustiante, en un país surrealista, donde la gente permanece distraída con la estulticia de los bufones de la televisión y todos los elementos que deforman el rostro de México.

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Te siento en los pedazos de tiempo que el aire deshoja

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Es que cuento los pasos del minuto cotidiano, mido las horas que se van y no vuelven, observo al tiempo que viaja de una estación a otra, y entiendo que la fórmula de la inmortalidad consiste en cerrar el sendero a las horas, en amarte desde mi alma, en saberme tú, en sentirte yo, en fundir tu nombre con el mío, acaso en el oleaje turquesa, quizá en el río etéreo, tal vez en el silencio y los rumores de la luz y la vida…

Te siento en los pedazos de tiempo que el aire otoñal deshoja cada tarde, en las gotas que la lluvia veraniega salpica aquí y allá, en el paisaje nevado que el invierno suele maquillar, en los colores y en las fragancias de la primavera. Te descubro en los latidos de mi corazón, en las voces y en los silencios de mi interior, en los trozos plateados que exhibe el firmamento. Te percibo en los murmullos de la vida, en los susurros de la mañana, en los rumores de la noche. Te descifro en la inmediatez de cada momento, en el pulso de la eternidad. Te escucho cuando sopla el viento, al sumergirme en las profundidades del océano y al escapar las burbujas que brotan del manantial y revientan al fundirse en el río. Te retrato con el encanto de mis pinceles, repito tu voz en mi violín y te deletreo en mis poemas. Te siento en mí, es cierto, porque el amor deshilvana el tejido de las barreras, los abismos y las fronteras, hasta que un día, quizá imperceptiblemente, tu nombre y tu esencia moran en mí, y el mío, con mi fragancia, habitan en ti.

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