Santiago Galicia Rojon Serrallonga
La separaban los cristales del mundo de los juegos. Eran fronteras entre la realidad y los sueños. En una parte, en la calle, a la que pertenecía, el mundo parecía tan gris como el celaje; en aquel lado, adentro, los colores realzaban la vida. Afuera, la mañana enseñaba su rostro nebuloso y frío; en el interior de la juguetería, las lámparas alumbraban las muñecas, los aros, las pelotas, los rompecabezas y los patines.
Entre la mueblería de una familia vasca y una institución bancaria, la juguetería ofrecía la posibilidad de escapar un rato de la inmediatez y de lo cotidiano y refugiarse en un mundo lúdico y de miniatura, en un ambiente de minúsculas e inocencia.
Los juguetes Apache, Duncan, Mi Alegría, Lodela, Plastimarx, Lilí Ledy e Impala, eran para experimentar la infancia. Enseñaban a reír e inventar historias, a ensayar el juego de la vida y a no naufragar en un mundo pasajero.
Ella, Diana, observaba con triste ilusión cada pieza. Se identificaba con los juguetes, hasta que de pronto, sin notarlo, su imaginación la conducía a rutas insospechadas, a mundos paralelos, donde se convertía en la madre o hermana de las muñecas, en la mujer amorosa que preparaba deliciosos platillos para sus hijas o en princesa de un reino feliz que repentinamente se diluía.
Días antes, mi padre la observaba con atención y cuidado, hasta que una mañana, al salir de la institución bancaria de la que era cliente, se aproximó a ella y paternalmente le preguntó su nombre, la edad que tenía, si asistía a la escuela y el motivo por el que cotidianamente permanecía asomada en la tienda.
Sonriente, la pequeña dijo llamarse Diana. De inmediato, su rostro entristeció al confesar que le ilusionaba contemplar las muñecas, asignar un nombre a cada una e imaginar historias y juegos con ellas. A diferencia de otras niñas que todo lo tenían, dijo, ella se apoderaba de todos los juguetes que se encontraban en el establecimiento comercial y creaba historias. No le era permitido aproximarse a la mercancía, ni siquiera entrar a la tienda; pero a través de los cristales se sentía dueña de las fantasías.
Deseaba crecer pronto y trabajar con la intención de algún día comprar una muñeca, quizá no Lilí, pero sí una más modesta, a la que cuidaría, con la que jugaría y la que sería su compañera inseparable.
Era huérfana, o al menos así lo creía porque el abuelo inválido y atrapado en una silla de madera, y la abuela diabética y malhumorada, le recordaban constantemente que no tenía padres y que estaba condenada a ser pobre toda la vida.
Conmovido, mi padre la invitó a que lo acompañara a la juguetería; pero Diana, a quien el dueño del negocio había corrido varias ocasiones de los aparadores, palideció y titubeó, hasta que expresó que tenía prohibido el acceso porque su aspecto de niña pobre ahuyentaba a la gente que compraba regalos a sus hijos.
Mi padre conversó con ella y le explicó que como niña, mujer y ser humano, valía igual que las pequeñas a las que sus padres compraban los juguetes más caros. Habló con ella, la aconsejó y le ayudó a valorarse y tener confianza en sí. No resultaba fácil otorgarle seguridad en sí misma porque él era un desconocido para ella y, adicionalmente, su propia familia la había convencido de ser inferior a los demás, una sobra destinada a recolectar desperdicios y migajas.
Prometió cuidarla y defenderla en caso de que el dueño de la juguetería pretendiera echarla del establecimiento, y así entró al local, digna y feliz, segura y con alegría e ilusión de presentarse ante las muñecas de sus historias imaginarias.
Con respaldo de mi padre, Diana escudriñó, aún con temor, cada muñeca y juguete, acaso por su costumbre de mirar hacia los cristales, probablemente por conocer la dureza e indiferencia de las personas y a ser tratada con desprecio, quizá por la emoción y alegría que le embargaban, o tal vez por todo, por la felicidad y el miedo al mezclarse ante un capítulo insospechado.
Aquella visita a la juguetería representaba, sin duda, el momento más emotivo de su vida, y así fue, parece, cuando mi padre se acercó a ella y le preguntó cariñosamente qué muñeca le gustaba más.
Diana señaló de inmediato una muñeca -Carmelita-, con la que diariamente, al apoyarse en uno de los cristales enormes del establecimiento, jugaba, ensayaba la trama de la vida e imaginaba era su compañera. La llevaba a sus sueños, durante las noches, y al vivir cada instante.
Ante el asombro y silencio del dueño de la juguetería y de sus empleadas, mi padre habló con Diana algunos minutos, a quien aconsejó sabiamente para que la niña que obtenía un regalo aquella mañana de llovizna, se convirtiera, al crecer, en una mujer digna y ejemplar, segura de sí y valiosa.
La niña abrazó espontáneamente al hombre que una mañana prodigiosa apareció a una hora triste de su vida, le besó la frente, lo miró con ternura y salió corriendo de la juguetería, como quien huye de un lugar mágico antes de que el encanto se rompa. Salió contenta con su muñeca, la imagen de su benefactor y la promesa de que ese hombre la apoyaría con lápices, cuadernos, uniformes y zapatos si se superaba en la escuela.
Un día, supimos que él, mi padre, había ayudado calladamente a otros seres humanos desolados, tristes y empobrecidos, y aprendimos que nadie puede vivir, comer y dormir tranquilo mientras afuera, en las calles y los espacios públicos, coexistan personas atormentadas por el dolor, las enfermedades, el miedo, la soledad y la miseria.
Alguna vez, mientras almorzábamos, mi padre expresó a mi madre, a mis hermanos y a mí que planeaba escribir el cuento de una niña pobre y huérfana, llamada Diana, quien tras deambular por las calles solitarias y mirar aparadores, luces y gente feliz con alimentos y regalos, finalmente coincidió con una familia que la invitó a su hogar a compartir la experiencia de una noche navideña. Aplaudimos el proyecto. Platicó la trama del cuento, pero no lo escribió, quizá por haber tenido la dicha y el privilegio de ser el hombre que devolvió la alegría a una pequeña pobre y huérfana, a quien concedió la emoción de reencontrarse con la esencia de niña y la oportunidad de estudiar y tener seguridad y valores. Así fue mi padre, protagonista de incontables historias que no escribió.
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