Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Tropecé. La caída me provocó una fisura bastante dolorosa. Ese domingo -3 de noviembre de 2019-, corrí innecesariamente y mi pie atoró en una baldosa, en el centro de la ciudad. El primer impacto fue en el pecho, el segundo en la barbilla y el tercero en el pómulo; sin embargo, mi mano derecha amortiguó los golpes y evitó, por lo mismo, fracturas de costillas, cuello y cara.
Era domingo. Por cuarta ocasión en mi vida, la Cruz Roja resultó ineficiente. No se encontraba el radiólogo. El personal esperaba que llegara la doctora que sustituiría al médico que se ausentó de sus labores. Mientras caminaba hacia la salida, cada vez con dolor más intenso, pensé que innegablemente la institución ha salvado vidas de incontables personas; pero en lo personal, su equipo médico no ha hecho nada por mí en cuatro momentos diferentes de mi existencia, todos en la misma ciudad, como tampoco benefició a un hombre con una herida demasiado considerable en el brazo que deambulaba cerca y se desangraba, al parecer con la urgencia de que un especialista lo interviniera quirúrgicamente.
Como me encontraba en el centro de la ciudad, mis acompañantes me llevaron a un hospital que se localiza en la zona histórica, donde bajo la idea que es de beneficencia, los médicos especialistas operan amparados en las sombras del dolor y la enfermedad. Una vez más, comprobé el sucio negocio de la medicina que en gran porcentaje es práctica cotidiana en México, y no hay autoridades fiscales ni sanitarias que los controlen.
Abro un paréntesis con la idea de comentar que, precisamente en ese período, un compañero de trabajo se encontraba hospitalizado en una clínica privada. Resulta que semanas antes, tras una serie de síntomas molestos, fue trasladado al Seguro Social, donde los médicos le practicaron una cirugía. El personal de la institución pública informó al paciente y a sus familiares que le extrajeron la vesícula biliar. Cuando retornó a sus actividades laborales, volvió a sentirse mal y sus parientes lo llevaron a consulta privada con un especialista, quien tras ordenar una serie de análisis y exámenes, les dio la noticia de que en el Seguro Social no le extrajeron la vesícula biliar. ¿Qué le hicieron? Nadie lo sabe. Esa situación repercutió en la salud del hombre y en el desembolso de gran cantidad de dinero por concepto de consultas, exámenes y operación, independientemente de que la empresa enfrentó los problemas que implican las incapacidades laborales. Cierro el paréntesis.
Ingresé a urgencias. Antes pagué la consulta de algún médico general que no me atendió. Tras aproximadamente media hora de espera dolorosa, un médico se acercó a mí y comentó que me consideraba hombre afortunado porque casualmente se encontraba el traumatólogo en el hospital. ¿Casualmente estaba en el hospital desolado, en domingo, o le llamaron al celular y eso provocó que tardara otra media hora en llegar hasta la camilla donde me encontraba?
Antes de ingresar a Rayos X, una enfermera me acompañó hasta la caja del hospital con el objetivo de pagar las placas. El radiólogo, hombre él déspota, atrapado en el síndrome de Dios que caracteriza a innumerables médicos en México y en otros países, tenía más aspecto de militar que de especialista. Claro, en la milicia se entiende el carácter irascible del personal porque todo mundo aplastaría soldados débiles y de juguete; pero en el sistema mexicano de salud abundan esa clase de personajes, tan endiosados que hasta en sus criptas, cuando fallecen, sus nombres son antecedidos por sus títulos universitarios.
De pronto, cuando me encontraba recostado en la camilla de uno de los módulos, apareció el especialista seguido del otro médico y una enfermera, quien tras mirar las dos placas y explicarle a su discípulo la zona exacta de la fisura, detalle que el aprendiz no captó muy bien, anunció que me colocaría una tablilla y vendaría mi mano y parte del antebrazo para evitar movimiento.
Intoxicado por la ambición y el júbilo de ganar dinero por un procedimiento sencillo, pero demasiado costoso porque en dicho hospital el personal médico abusa y no tiene control por parte de directivos, patronato y autoridades, a pesar de denominarse de beneficencia, el hombre se disponía a colocarme la tablilla con yeso y la venda cuando le advertí que necesitaba lavarme las manos. Todavía conservaba tierra por el impacto en la baldosa. Su actitud me dejo entrever que su mayor interés era lucrar con mi dolor sin importarle que la mano se encontrara sucia. Mi mano derecha iba a quedar atrapada en una tablilla y una venda sin la mínima higiene.
El especialista anotó en una receta los nombres de dos medicamentos, uno para la desinflamación y otro contra el dolor, junto con su apellido y su número de celular, con la indicación de que dentro de cinco días le llamara con la finalidad de atenderme en su consultorio. Lógicamente, la fisura no desaparecería en el lapso de cinco días. El hombre pretendía cobrar otra consulta y la aplicación de una tablilla nueva. Claro que no le llamé. Y lógicamente, en menos de 36 horas, aparecieron los moretones y la mano completa se inflamó, al grado de que la estrechez de la tablilla me lastimó. La retiré y sentí alivio. Ese trabajo tan burdo fue hecho con la intención de que me reportara con el médico para comentarle lo que él ya sabía, la inflamación de la mano era tal que resultaba imposible contenerla en la tablilla.
La buena noticia es que gradualmente me estoy restableciendo. Fue una fortuna que no se hayan fracturado los huesos. Pienso que el hecho de haber practicado atletismo, basquetbol y karate, entre otras disciplinas, fortaleció mis huesos, me dio agilidad y ayudó a que no sufriera un accidente fatal.
Fue una caída absurda, pero bastante dolorosa, cara e incómoda. No obstante, estos días he reflexionado acerca de mi vida inquieta y he llegado a la conclusión de que las aventuras protagonizadas y la práctica de deporte me lastimaron muchas veces, siempre con la suerte de no sufrir fisuras ni fracturas. Eso es extraordinario porque confieso que me he atrevido a pisar más allá de lo que la mayoría denomina normal y he salido ileso.
La gente que me conoce, me considera hombre de escritorio. Imaginan que durante las noches y mis horas ociosas e informales me dedico al arte, a escribir mis obras literarias.. Y no se equivocan porque realmente me dedico al arte, más allá de mis silencios y mis actividades y responsabilidades cotidianas. Saben, igualmente, que me caracteriza una personalidad hermética, a pesar de que me encanta conversar con las personas que me dedican su atención. Admito, también, que no soy adicto a vicios ni me agradan la estulticia ni la superficialidad; pero al parecer no caigo tan bien en ciertos sectores donde parezco extraño y diferente.
Reducido número de personas saben que toda mi vida me he dedicado a la aventura. Desde la infancia, cada semana planeábamos, en casa, los paseos familiares de los domingos, independientemente de que los sábados estaban reservados, en gran parte, a escalar cerros, ingresar a cuevas, descender barrancos y explorar parajes naturales.
Más tarde, en la adolescencia, ingresé a los Boy Scouts, agrupación que me dio oportunidad de practicar el Escultismo y participar en paseos, excursiones y campamentos. Había que competir y aprender a sobrevivir una noche, entre abetos, al lado de un río y ante los rumores del bosque e incontables luceros en la pinacoteca celeste.
Durante los años de adolescencia y juventud, practiqué karate. Tomé muy en serio mi formación en las artes marciales. Mi entrenamiento fue intenso. Esta disciplina la desarrollé junto con el atletismo, específicamente en los 10 mil metros planos.
Varios años jugué basquetbol, pero el atletismo me apasionó. Encontré un ritmo que no me cansaba y sí, en cambio, agotaba a mis competidores. Todos los días corría 10 kilómetros. Tuve un entrenador pésimo y me independicé, a pesar de correr en la pista universitaria.
Como periodista, dediqué varios años a realizar reportajes turísticos. Cada semana viajaba a diferentes lugares, especialmente a los que las autoridades en materia turística no promovían, y recorrí montañas, barrancos, desiertos, llanuras, bosques, maleza y litorales. Viví la aventura en su máxima intensidad.
Soy arista y escritor, es cierto; pero además, en el lapso de mi existencia, he desempeñado diversas actividades. No obstante, la aventura siempre ha sido mi fiel compañera. En ocasiones no sé si los personajes de mis novelas o yo hemos vivido mayor número de historias inesperadas. Sé, verbigracia, lo que es andar en la selva y que de pronto se registre una tormenta, y he vivido las experiencias de encontrarme en parajes pletóricos de arácnidos y serpientes y de caer al mar, lejos de la playa, entre los pliegues de las olas saladas.
Increíble, tantas aventuras, una historia tan intensa, capítulos interminables, y siempre resulté ileso, a pesar de los rasguños y golpes inherentes. No niego que me lastimé innumerables ocasiones y hasta un animal me abrió el tejido de la piel, en el cuello, por citar algunos ejemplos. Podría escribir un libro sobre mis vivencias como aventurero. Necesitaba experimentarlo y medirme. Y lo hice. Me atreví.
Obviamente, confío en que aún tengo que protagonizar gran cantidad de historias, y cómo me encantaría llegar completo y no fragmentado ni en pedazos al final de la travesía existencial; sin embargo, mi caída fue absurda, en el sitio que parecía más seguro, en el centro histórico de una ciudad que presume su origen y está rota, herida en sus paredes y su suelo, como yo, en un descuido, quedé con una fisura de la que no me he repuesto y que, en su momento, provocó júbilo y estimuló la ambición de un especialista deshonesto.
Estas tardes desoladas y grises, cuando el viento invernal sonroja mis mejillas, mientras camino por la calzada arbolada, reflexiono y busco la inspiración, me visita el dolor que se hospeda en mi mano derecha durante la noche y me recuerda que uno, en cualquier lugar y momento, puede transformarse en guiñapo, en muñeco quebrantado, escenario que me motiva a sonreír y ser dichoso cada instante.
La vida es breve y todos los seres merecemos experimentarla con dignidad y plenamente. Muchos trazan objetivos, metas, anhelos y retos, y olvidan, por cierto, disfrutar los encantos del viaje, los momentos irrepetibles del trayecto. Esta caída me ha recordado que somos frágiles y que lo mejor de la existencia se encuentra en nuestro interior y con nosotros, en la gente que amamos, en lo que nos apasiona, en el bien que se puede hacer para alegría propia y felicidad de los demás. Al tropezar, he tenido tiempo de reflexionar y decidir la caminata en una senda más luz y menos sombras.
Y sí, fue una caída de la que me estoy reponiendo, molesta y onerosa, con espacio suficiente para meditar y renovarme porque no me gustaría llegar al final de mi viaje existencial en condiciones deplorables, con faltantes, incompleto, con pedazos de mí y remembranzas tristes de mis fragmentos. Quiero llegar entero en todos los aspectos. Sí, fue una caída, un simple tropiezo, con una fisura como resultado.
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