Si al menos lo intentáramos…

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Si las personas intentáramos, al menos, ser amables y comprensivas, el rostro de la humanidad sería más agradable, dulce y sonriente. Si hombres y mujeres diéramos a otros, a los que más sufren, algo de sí -una palabra de aliento, un consejo, una recomendación, un plato con alimento, un apoyo, la oportunidad de un empleo-, no dudo que contribuiríamos a aliviar el dolor que pulula en innumerables hogares y calles. Si escucháramos a los demás y nos interesáramos en sus preocupaciones, la caminata resultaría menos pesada para muchos y la senda sería más hermosa, justa y segura. Si hombres y mujeres arrancáramos del escenario los abrojos de la superficialidad, el odio, las superficialidades, la crueldad, el resentimiento, las injusticias, la ambición desmedida y la violencia, y cultiváramos, en cambio, las flores del respeto la dulzura, el amor, la tolerancia, el bien y la verdad, crearíamos paisajes bellos, sublimes y prodigiosos, dignos para vivir felices. En fin, si cada día alguien se atreviera a romper la coraza de la pereza, la indiferencia y los prejuicios, y abriera sus sentimientos a quienes realmente necesitan ayuda, colocaría bases para que otros, los que se encuentran a los lados, los que vienen atrás, hicieran lo mismo y construyeran puentes. Si al menos tú, yo, ellos, nosotros, ustedes, todos, tomáramos nuestras manos y las extendiéramos no para arrebatar ni lastimar, sino con la idea de dar, la humanidad se salvaría y, en consecuencia, la vida en el mundo sería maravillosa y plena. Si al menos lo intentáramos…

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Si la noche…

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Tú me lo inspiras

Si la noche se empeña en apagar los colores de las flores que elijo y corto para ti, quedan las fragancias y los suspiros del día en cada pétalo. Si la noche cierra momentáneamente la puerta al sol, a la luz de la mañana y la tarde, ofrece faroles y luceros en su pinacoteca, candiles que tú y yo admiramos desde la banca de nuestro romance. Si la noche resume  y guarda los rumores y el silencio de las horas matutinas y los instantes pasajeros del atardecer, percibimos susurros y pausas en nosotros, en ti y en mí, música que viene del cielo o no sé de dónde porque es magistral y sublime, tan parecida a la voz de Dios. Si la noche parece ser la suspensión de nuestros encuentros, la esperanza e ilusión de otro amanecer naufraga en los minutos inexorables que flotan cual manto prodigioso. Si la noche arrastra el viento que entra por la ventana de la habitación, es porque trae perfumes y susurros de paraísos mágicos e insospechados. Si la noche suele envolvernos, es para cobijarnos y acariciar nuestros sueños. Si la noche calla, es para que tú y yo, los de siempre, escuchemos los latidos de nuestros corazones, percibamos los rumores del silencio y distingamos las palabras del amor. Si la noche aparece a cierta hora, es con la idea de que soñemos y más tarde, al manifestarse la luz, juguemos al amor y a la vida.

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Renuncien

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Renuncien a dolores pasados. Las heridas sanan con el paso del tiempo, y más si no se les remueve y se les expulsa definitivamente. Eviten rasgarse una y otra vez. Destierren de sus vidas las supuraciones pútridas. La tristeza, el dolor, la soberbia, el rencor, la discordia, el odio, la envidia, el coraje y la avaricia maquillan su cutis para que uno, en determinado momento de debilidad, se sienta cautivado y les abra la puerta a la morada del ser; sin embargo, una vez dentro de la gente, horadan maliciosamente, anidan, infectan, cavan hasta intoxicar y destruir. Abran puertas y ventanas para que esas sombras escapen y no vuelvan más. Permitan la entrada a la alegría, al amor, a la sencillez, al perdón, al respeto, a la armonía. En la medida que supriman la oscuridad y acepten la luz en sus vidas, se sentirán totalmente saludables física, mental y espiritualmente. Que sus acciones y sus manos sean para sumar, construir, multiplicar y hacer el bien. Disuelvan las huellas de cualquier sentimiento negativo, si acaso quedaron grabadas en los senderos que transitaron, y sustitúyanlas por testimonios de una vida feliz, ejemplar y virtuosa. Pregunten a los moribundos, a quienes se encuentren en los minutos postreros de sus existencias, si les resultó útil y benéfico dedicar la jornada terrena a los sentimientos, acciones y pensamientos negativos. Sin duda, responderán que si tuvieran oportunidad de sanar y vivir, transformarían sus sentimientos y conductas. Renuncien a las sombras, a lo negativo. Vibren a frecuencias elevadas y compatibles con la luz. Sean felices, plenos y libres de ataduras.

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Me pregunto si hay una hora para soñar

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Me pregunto si hoy te expresé mi amor

Me pregunto si hay una hora para soñar. Y lo pregunto porque te siento conmigo al anochecer, junto a mi almohada, en esas fantasías e imágenes que parecen tan reales cuando uno duerme, y también al amanecer, al estar despierto. Me pregunto si sueño al vivir, al estar contigo, a cualquier hora de la mañana o la tarde, cuando el sol alumbra la campiña y el horizonte, o mientras llueve y las gotas deslizan por los cristales de las ventanas. Me pregunto si eres tan real en mis sueños porque te siento, te escucho, te abrazo. Me pregunto si el tiempo existe en otros planos, en paraísos distantes, porque deseo permanecer contigo sin abrir paréntesis, ausentes de lapsos de espera, ajenos a manecillas, péndulos y almanaques. Me pregunto si eres una de las estrellas que admiro y cuento a una hora de la noche, cuando la pinacoteca celeste reaparece cargada de luceros. Me pregunto si apareces sutilmente, a cierta hora, en mi taller de artista, con atuendo de musa, mientras escribo mis historias y poemas. Me pregunto, al leer mis obras, si me las inspiras. Me pregunto una y otra vez, aquí y allá, si eres ángel y musa, dama y mujer, tú y yo. Me pregunto si tu nombre es el que aparece en la historia de mi vida. Y lo pregunto porque hasta en los sueños me pareces tan bella y real. Me pregunto si Dios decretó que vivamos la locura de este amor. Me pregunto si eres flor y árbol, ave y lluvia, arena y nube, carbón y diamante, oleaje turquesa y cielo azul, hoja y río, porque te siento en todo, hasta en el tronco que abrazo y en el barro donde hundo mis pies. Me pregunto si eres arcilla y esencia. Me pregunto si eres tú y yo. Y lo pregunto porque en tu nombre me identifico y en el mío te descubro. Me pregunto si este día, como los otros que se fugaron, ya te confesé mi amor.

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Las páginas de un libro

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Aprendí, por mis padres, a amar los libros. Me enseñaron a acariciarlos suavemente al transitar de una página a otra, como se trata una flor o las cuerdas de un violín magistral y virtuoso. No son desperdicios ni papeles burdos que huelen a tinta; al contrario, cada hoja contiene letras, acentos, signos y palabras que forman ideas, se convierten en arte o en conocimiento y ayudan a la humanidad a trascender. Igual que los seres humanos, los hay pequeños, medianos, grandes, delgados, gruesos, impresos en papel blanco, crema o de otra tonalidad, brillantes o mate, lujosos o humildes en sus presentaciones. Reservan una riqueza inmensurable para quienes se atreven a navegar en sus páginas, zambullirse en sus profundidades y desentrañar su conocimiento. Sus páginas ofrecen océanos recónditos, rutas inexploradas, estrellas de un universo desconocido. Me invitaron, desde la infancia, a internarme en los libros, a navegar en su oleaje, a recorrer el arte y la sabiduría, y así lo hice por convicción. Me enamoré de los libros. Me encantaron. Me inculcaron amor y respeto por cada obra. Descubrí que en cada casa uno detecta las prioridades y los valores de sus moradores, de manera que si dan mayor importancia a una cantina, a botellas de licor y copas, seguramente estarán demasiado encadenados, se encontrarán muy distantes de la cultura y tendrán una venda en los ojos y en la razón; al contrario, si hay libros no ornamentales, sino de consulta y lectura frecuentes, sin duda serán hombres y mujeres educados, libres y plenos. A los ocho años de edad, introducía algún libro en mi mochila, el cual, posteriormente, a hurtadillas, leía en el aula o durante el lapso de descanso. Confieso que me apasionaban e interesaban más los libros que los temas que la maestra impartía en clase. Esperaba con ansias el momento oportuno para abrir el libro en turno y recrearme en sus páginas. El papel impreso olía delicioso y la textura del papel me fascinaba. Recuerdo que en el centro de la ciudad, existía una librería enorme en una alameda, donde mi padre me llevaba con frecuencia. Allí, entre libros, consumíamos las horas de aquellas tardes nebulosas y frías o de lluvia y granizo. Me tenía mucha paciencia, probablemente por amarme tanto, quizá por su pasión por la lectura y el estudio, tal vez por todo. Me enamoraba de alguna obra y pedía a mi padre la comprara. Si por algún motivo no compraba el libro que me interesaba, era capaz de llorar hasta convencerlo. Sentía que algo escapaba de mi vida cuando no conseguía la obra de la que me enamoraba. Y así leí innumerables libros relacionados con materias como Arqueología, Paleontología, Historia, Arte, Literatura, viajes, biografías y diversas ciencias. Acariciaba con emoción la pasta de cada libro, sus páginas, la contraportada. Los libros se convirtieron en mis acompañantes. Fueron testigos de mis horas existenciales. En ocasiones, cuando visitábamos la casa de mi abuela paterna, me refugiaba en una habitación pletórica de obras y objetos antiguos, los cuales, lamentablemente, se perdieron por diversas circunstancias; no obstante, en aquellos días, entre la penumbra, seleccionaba algún libro que leía apasionado. Los había de todos los temas: religiones, doctrinas filosóficas y sociales, novelas y poesía, instrucción arqueológica e histórica, científicos, aviación, biográficos, misticismo, superación personal, técnicos, artísticos. Olía a papel, a años consumidos de sabiduría, a tiempo. A los libros se les trata con amor y delicadeza, igual que un caballero lo hace con una dama. De inmediato se notan la educación y el estilo de las personas al manipular los libros. Hay quienes burdamente pasan las hojas o las doblan, mientras otros colocan los libros en espacios inapropiados; pero también existen aquellos que los tratan con cariño y finura. No dudo que quienes más aprenden de las obras son aquellos que las tratan con amor y respeto. Abramos puertas grandiosas y lleguemos a fronteras insospechadas. Leamos libros escritos con calidad. Si no es posible comprarlos, visitemos las bibliotecas y regresemos la presencia viva a esos recintos que resguardan el conocimiento. Existe un universo inexplorado en las bibliotecas. Hoy, al dar vuelta a las páginas de un libro, recuerdo mis años primaverales, los consejos de mi padre y mi madre, la biblioteca familiar que tuvimos y mis días entre obras. Leer, enriquece la existencia y ofrece un sentido y un horizonte más bellos, sublimes y luminosos.

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De una ruta distante… Vestimos al revés

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Soy náufrago de otros días. Vengo de una ruta distante. Conocí otros rostros, nombres y apellidos. Las ilusiones, los estilos de vida, las modas y los juegos eran otros. La mayoría de quienes me antecedieron, ya no se encuentran en el paisaje terrestre. Cada día son más olvidados. Las costumbres, ideas y creencias de aquellos años, los del ayer, fueron sepultadas por las generaciones de la hora presente. Soy sobreviviente de horas en las que hasta la distribución del globo terráqueo era diferente. Nada es igual. Me consta que la vida es dinámica. Hasta las especies de animales mayores se encuentran en proceso de extinción y a cambio están surgiendo criaturas minúsculas que transmiten enfermedades demasiado severas. El mundo cambió. Nada es permanente. Cada generación tiene derecho de experimentar su época, aprender y medirse. No digo que los minutos de antaño fueron mejores que ahora. Simplemente, extraño las cascadas y los ríos cristalinos, los bosques, los días de campo en familia, la alegría de vivir cada día, los juegos sanos y las diferencias entre niños y adolescentes que terminaban en encuentros y amistades inolvidables. Añoro, también, la amabilidad de mucha gente, las reuniones familiares, los consejos que daban los padres y las madres a sus hijos sin distracciones ni ansiedades de irse a beber o reunir con alguien más, el perdón, la tolerancia, las palabras bellas, el respeto a la gente de todas las edades y a los ancianos, la inocencia, la hospitalidad de las personas, la alimentación menos artificial, la libertad de andar en las calles de las grandes urbes y en la campiña, las diversiones. Ahora, verbigracia,  la humanidad dispone de mayores comodidades y avances científicos y tecnológicos que verdaderamente sorprenden y que, no obstante, amplio porcentaje de personas utilizan negativamente y en perjuicio de ellos y de todas las criaturas vivientes en el planeta. Percibo exceso de odio en los espacios públicos, entre la gente. La violencia acompaña a los seres humanos de la hora contemporánea. Las superficialidades, el coraje contra sí y los demás, la envidia, los apetitos pasajeros, la ambición desmedida y lo burdo entran en cada individuo, hombre y mujer, mientras la televisión -nodriza de incontables generaciones- y el internet mal empleado, se empeñan en «normalizar» las situaciones negativas y criticar y mofarse de los valores, la familia y las instituciones. Vestimos al revés. No escuchamos a los demás. No nos conmueve el sufrimiento ajeno. Caminamos indiferentes al dolor y los problemas de quienes nos rodean, inmersos en nuestros asuntos egoístas, vacíos, ausentes de alegría, autenticidad y principios buenos. No, todavía no soy anciano; aunque admito que igual que todo ser viviente, carezco de porvenir en el mundo y me acerco al ocaso de la existencia conforme el tiempo sigue su caminata impostergable. Acontece que guardo en mis maletas algunos tesoros de antaño, los cuales me servirán para andar por la senda, ser feliz y compartir con quienes lo deseen. Estamos destruyendo el mundo. Actualmente, ante las crisis ecológicas, las naciones buscan soluciones erróneas, desde detectar planetas habitables y encapsular las ciudades para protegerse, hasta reacciones propias de redes sociales e incapaces de enfrentar con soluciones reales la situación mundial tan lamentable. En un día, los alrededor de 7 mil 700 millones de seres humanos que poblamos la Tierra, podríamos iniciar el cambio que se requiere para salvarnos y rescatar nuestro hábitat, el único hogar que tenemos. Cada día, las posibilidades de una guerra mundial están latentes. Es lógico, la ambición desmedida, el afán de poder, la carencia de recursos naturales como el agua, el aumento incesante del odio y la violencia, la concentración desigual e injusta de la riqueza, el empobrecimiento de millones de personas, el desequilibrio ecológico, las enfermedades tan onerosas, la falta de alimentos, el crecimiento demográfico sin control y la ausencia de valores, propiciarán la destrucción entre la humanidad. Los próximos años no serán afortunados ni tranquilos. No soy alarmista. Soy realista. Se acerca la turbulencia, pero creemos que criticar, enojarnos y condenar en las redes sociales es una aportación valiosa. Habría que tomar la decisión, a partir de hoy, de cuidar el agua y el oxígeno como el patrimonio que son. Tendríamos que evitar, en la medida de lo posible, el uso indiscriminado de plástico y otros materiales y sustancias que intoxican la vida.  Dejemos de ser criaturas de plástico y petróleo, como lo propuse hace tres décadas. Una decisión buena sería que todos, en el planeta, asumiéramos la responsabilidad de plantar árboles y protegerlos. Incontables personas se sienten ausentes de sí, totalmente vacías, si no utilizan sus automóviles. Caray, los usan indiscriminadamente hasta para comprar algo a unos metros de distancia de donde viven, estudian o desarrollan sus actividades productivas. Viven de apariencias. Nada costaría ser amables y regalarnos una sonrisa, un consejo, una palabra de aliento, un apoyo. Empecemos en el hogar, con los vecinos, en la escuela, con los compañeros de trabajo, en el camino, y multipliquemos las acciones cada día. Las razas, religiones e ideologías no deben ser muralla para entendernos. No estamos vibrando alto ni con la luz. Si pagamos impuestos y mantenemos el orden y el respeto, exijamos lo mismo a los gobiernos y presionemos para que abandonen la violencia, el odio, las ideas expansionistas, los proyectos absurdos, la pasividad y la corrupción. Urge salvar vidas humanas, bosques, selvas, animales, plantas, manantiales, océanos, ríos, lagos y atmósfera, no cuentas bancarias de multimillonarios y políticos. Interesa salvar a hombres y mujeres que padecen enfermedades, injusticias, hambre y miseria, no las fortunas de quienes apuestan en los mercados igual que un juego de mesa perverso. Vengo de otros días. Soy náufrago de una época en la que aprendí que la humanidad puede coexistir en armonía y feliz. Podría caminar libre e irresponsablemente este y los siguientes años de mi vida hacia el ocaso, pero sé que la década de los 20, en el tercer milenio de nuestra era, no ofrece escenarios bellos ni dichosos, y también reconozco que debo coadyuvar y, en todo caso, advertir que si no somos nosotros, los seres humanos, quienes reaccionemos y emprendamos la tarea conjuntamente, nuestra destrucción será dolorosa e inminente. El destino es un sí y un no, y tú, yo, ellos, todos, tenemos la  libertad, decisión y responsabilidad de elegir.

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El perro roto

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Antes del anochecer, cuando el crepúsculo postrero asoma en el horizonte con sus matices amarillos, naranjas, rojos y grises, su dolor se agudiza y siente miedo y quizá hasta tristeza. Sus suspiros se perciben lastimeros, como quien ya no tiene alegría ni ilusiones por delante.

Con cada ocaso, sus esperanzas se desvanecen y aumenta su padecimiento. La ancianidad se adelantó en algún instante no recordado y marcó las horas de su existencia juvenil. Cierta fecha anónima, sin esperarlo, la miseria salió a su encuentro acompañada de trastornos indecibles.

Un día llegó desprovisto de nombre, historia y linaje. A nadie importó que se trate de un French Poodle pequeño, mezclado con alguna estirpe callejera, acaso porque desde el principio los moradores del fraccionamiento lo consideraron paria en el destierro,  probablemente por su aspecto deplorable, quizá por temer algún contagio, tal vez por el materialismo, superficialidad, deshumanización e indiferencia que se apoderan de mayor número de personas.

Le falta una pata. Es un perro tullido. Solamente tiene tres extremidades. Alguien, cierta vez, le colocó una bolsa con la idea de evitar que la infección avanzara; sin embargo, el plástico impidió que el aire y el oxígeno tocaran su herida y el resultado fue nefasto.

La gente lo mira con asco y desprecio porque la sarna les parece horrible y contagiosa. Durante las mañanas, antes de que el calor se acentúe, camina por la calle e ingresa a los jardines en busca de comida. Los moradores del lugar lo corren e insultan, pero regresa con la esperanza de descubrir residuos de comida entre las bolsas y los cestos con basura.

El animal es repudiado por su aspecto. La mayor parte de las familias lo esquivan. Su problema es que llegó sucio e incompleto, ausente de una pata e intoxicado por sarna y gangrena. Huele mal. No es como los otros perros.

Lo he observado. Me ha enseñado, en silencio, su fortaleza, la lucha incansable por sobrevivir a pesar de encontrarse despedazado. Es un animal roto, fragmentado, que la sarna y las infecciones acosan a una hora y a otra, todos los días, al amanecer y al anochecer, durante el calor y el frío, en los momentos de lluvia y cuando graniza.

A pesar de su sufrimiento, el animal es pacífico y ha vivido con mayor intensidad que las mascotas del lugar, las cuales, al llegar sus amos a casa, pasean consentidas por el boulevard y obedecen cuando las llaman por sus nombres, algunas ocasiones desordenadas y feroces.

Tomé la decisión de auxiliarlo, pero ¿qué hacer, pregunto, en un lugar donde las personas fingen sentimientos nobles, los dueños de la Medicina generalmente son negociantes e inhumanos y las autoridades no asumen sus responsabilidades? Hay días en que el perro solitario se ausenta y otros, en cambio, permanece debajo de los automóviles, atrapado en sus dolores. Necesito ayudarlo. Me es incómodo permanecer distraído y pasivo ante el dolor de otros.

Acepto que el perro fragmentado me ayudó a comprobar la lentitud de mi reacción ante el dolor ajeno, porque no solamente se trata de criticar o denunciar una situación negativa, sino actuar y hacer algo por los demás. El mundo, igual que el pequeño animal, se está desmoronando ante la culpa e irresponsabilidad humana. Este perro se sabe muerto en cierto sentido, pero se aferra a la vida y da ejemplo de lucha contra las adversidades.

Hay quienes se quejan o se sienten infelices en la vida y hasta se dan por vencidos ante situaciones minúsculas. El pequeño animal da ejemplo de lucha. La pierna arrancada o amputada, dejó la herida infectada que avanza incontenible por el organismo. Evidentemente, el perro no desconoce que la muerte lo acecha mordaz. No obstante, inmerso en su actitud pacífica, lucha cada momento, se aferra a la vida y no se da por vencido, a pesar de tratarse de un perro roto.

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Mi telescopio

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Estas noches heladas y nebulosas de invierno, atrapado en mi destierro voluntario, suelo acudir a los expedientes de mi memoria y abrir las compuertas de las remembranzas, hasta que aparecen, intactas, las imágenes y siluetas de mi infancia azul y dorada, cuando todo, en mi mundo, era dulzura, ensueño y fantasía, en un hogar donde la amabilidad, los valores y el amor prevalecían ante todo y eran inculcados por mi padre y mi madre.

Tendría entre 9 y 10 años de edad cuando, atraído por la maravilla del universo, expresé en casa mi deseo de poseer un telescopio con la intención de observar las estrellas y la luna, de la cual, por cierto, pensaba que existía vida en su interior. Era un niño, un soñador, un pequeño artista y lector que buscaba respuesta a todo cuanto me rodeaba e inquietaba.

Imaginaba, entonces, que podría hacer un paréntesis diario con el objetivo de mirar y estudiar el universo. Intuía que un día, con suerte, podría descubrir alguna clave en el espacio, determinado código, y así mi mente infantil me transportaba a historias insospechadas.

En esas horas de mi niñez, también me encantaban la Paleontología y la Arqueología, y desde luego explorar cerros, barrancas, cuevas, bosques y parajes selváticos. Sospechaba que un telescopio resultaría útil para complementar las actividades que me apasionaban.

Obviamente, hoy lo confieso, me interesaba más mi mundo que la escuela. Me cautivaba más excursionar, desentrañar misterios y explorar, que jugar en el colegio a la hora del recreo o participar en actividades escolares.

Mi padre y mi madre hablaron conmigo acerca del telescopio y establecieron el compromiso de regalármelo en determinada fecha, a cambio, precisamente, de que dedicara mayor atención al colegio y participara en las tareas de casa, y así lo hice; sin embargo, mi abuela paterna se adelantó y un fin de semana, al visitarla, me entregó una caja envuelta en papel y con un moño. Cómo no recordar el amor que me tenía mi «abuelita Clarita». Era su consentido. Retiré la envoltura y descubrí, profundamente emocionado, la caja con el telescopio.

Innumerables noches asomé por la ventana de la casa y miré el cielo. Observé el espacio, pero también las montañas, los lagos, las ruinas arqueológicas, los bosques, la vida. El telescopio se convirtió en mi fiel acompañante y me enseñó más, en términos reales, que los gritos y castigos injustos de la maestra.

Nunca lo llevé al colegio. Cargarlo en la mochila, hubiera significado su destrucción. Mis compañeros me molestaban demasiado por el hecho de comportarme diferente a ellos y tener otras costumbres e ideas.

Recuerdo que después de utilizarlo, lo guardaba en la caja de cartón que acomodaba sobre los libros que tanto me gustaban. Mi vida inquieta propició, cierta vez, que me separara de mi telescopio, igual que uno, en determinada estación, despide a un amor inolvidable e intenso o a alguien muy querido que asoma con nostalgia por la ventanilla del tren.

Estas noches silenciosas, cuando miro la imponente pinacoteca celeste, recuerdo el telescopio de mi infancia con cariño y nostalgia, como quien de repente voltea a un lado y a otro, atrás y al frente, en busca de alguien muy añorado.

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Uno, a cierta hora…

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Uno, a cierta hora, entiende que no es el calzado para humillar, presumir o aplastar a los demás. Es para andar cómodo, libre y seguro durante la caminata, al alternar en palacios y en casas humildes. No son los zapatos para mortificarse si se manchan involuntariamente al andar por el lodo o si se rayan en los parajes abruptos y cubiertos de abrojos. Hay quienes experimentan mayor preocupación e inseguridad si su calzado se mancha al dar algunos pasos por callejuelas populares y rumbos empobrecidos, que causar daño a los más débiles. Es más trascendental interesarse en la ruta, en la senda, que en una marca de zapatos, los cuales, por cierto, siempre deben lucir limpios y presentables por tratarse del reflejo personal. Uno, en algún momento, descubre que no es el reloj lujoso lo más importante al presentarse ante las personas, sino administrar el tiempo y vivir cada segundo irrepetible en armonía, con equilibrio y plenamente. Uno, en determinado instante, comprende que no es la acumulación de dinero y cosas materiales lo que salva a la gente; es el uso que se da a una fortuna, es el destino bueno o malo lo que define la felicidad o la desdicha, es el bien que se hace a aquellos que requieren ayuda, es la medicina que se compra al enfermo desvalido, es el mendrugo que se ofrece al hambriento, es el empleo que se crea, es el puente que se construye para el progreso. Uno, a cierta edad, aprende que el conocimiento no sirve cuando se le condena a la soberbia o al abuso y la explotación en perjuicio de otros seres humanos y de los recursos naturales, porque simplemente es igual al estiércol que se acumula y se pudre o que se dispersa y enriquece la tierra. Uno, en alguna estación, desciende con un canasto pletórico de experiencias y sabe que la alegría y la tristeza, el amor y el odio, el bien y el mal, son un sí y un no, la opción de escalar la cumbre o desbarrancar al precipicio. Uno acepta, en determinada etapa, que los sentimientos y los valores no son maquillaje ni cutis de maniquí; sencillamente, dejan huellas en el rostro y en las manos que indican la dirección que se siguió durante la existencia. Uno, casi al final de la caminata, voltea a su alrededor y en cada mirada encuentra un motivo, un sendero, una biografía, un nombre, una historia, hasta entender que todos los seres merecen alcanzar la felicidad. Uno, un minuto y otro, no olvida que la vida es agua que se fuga, río que fluye y sigue su cauce para ser libre y pleno, porque estancarse significa volverse pútrido. Uno, en algún rincón, reconoce que la vida no es una carrera desbocada ni competencia egoísta contra otros; es experimentar las auroras y los ocasos, las luces y las sombras, con la idea de aprender, evolucionar, trascender y sentirse infinitamente dichoso. Uno, en el segundo postrero, identifica las huellas que dejó atrás, durante su jornada terrena, y sabe si son indelebles o si el viento de una tarde otoñal las borrará. Uno, en otro ciclo, admite que la familia, los amigos, la vida, la salud, los principios, el amor, la dignidad, los sentimientos y la alegría tienen mayor valor que una joya, un automóvil lujoso o una noche fugaz en alguna posada. Uno, casi al final, concluye que la envidia, el odio, el miedo, la avaricia y los sentimientos negativos, en general, atraen los trastornos mentales y orgánicos, hasta destruir a las personas, mientras lo positivo conduce a la salud, a la vida, a la luz, a lo excelso, a lo sublime. Uno, cualquier fecha, sabe que el fracaso y la mediocridad no consisten en un nivel socioeconómico; se basan en no atreverse, en no crecer, en no encontrarse consigo, en desviarse de la senda ante el brillo de apetitos y superficialidades. Uno, cierta vez, reflexiona acerca de la vida y la muerte, y deja de temer al comprobar que los días de su existencia fueron bellos y plenos, y al saber, obviamente, que con el ocaso existe la oportunidad de un paréntesis y la esperanza de una autora. Uno, ante la caminata del tiempo, ya no desperdicia los instantes pasajeros en amargura, dolor, envidia, murmuraciones, enojo, ambición desmedida, superficialidades y ausencia de valores, y opta por jugar a la vida con amor y alegría, con la dulzura de una mirada bienhechora, con la tranquilidad que regala una historia dedicada a la luz. Uno, después de todo, se sabe frágil, náufrago y forastero, de manera que destierra los antifaces, el maquillaje y los disfraces con la idea de asomar con su verdadero rostro, emprender el viaje e irradiar el más bello y sublime de los destellos.

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Un abrazo como el de hoy

Santiago Galicia Rojon Serrallonga

Es colocar el brillante que faltaba a tu collar…

Un abrazo como el de hoy, equivale a hacer una pausa en el camino, abrir un paréntesis, y simplemente dar tiempo para que los rumores del silencio hablen desde la profundidad de nuestras almas, porque las voces que uno escucha, en un acto tan sublime, pertenecen al lenguaje del cielo y envuelven de amor y dicha a quienes se atreven a sentir la vida y los sueños. Un abrazo como el de este día, significa enmendar los desaciertos de nuestra historia, si acaso los hay, para sustituirlos por matices de alegría y fragancias de romanticismo. Un abrazo como el de esta hora, pronuncia tu nombre y el mío, construye un poema y tiende puentes entre tú y yo. Un abrazo como el que te doy, es el canto y la música, es la forma y el color, es la letra y el poema. Un abrazo como el de este minuto, es la voz y el silencio que te recuerdan mi promesa de amarte aquí y allá, entre la arcilla y la esencia, donde el tiempo ya se encuentra disuelto porque todo, en aquel plano, es suspiro infinito. Un abrazo, como el de esta fecha, es para que lo sientas ahora y los días que siguen. Es asegurar, también, el que ya no te daré en este plano cuando muera. Es para que no sientas mi ausencia y sepas que prepararé un sitio para ti en otras fronteras. Un abrazo como el del momento presente, es igual al de la primera vez, cubierto de alegría, emoción, amor e ilusión, y representa multiplicarlo fuera de la dimensión del espacio y el tiempo para garantizar que será eterno, igual que la corriente etérea que fluye en el universo y pulsa en ti y en mí. Este abrazo es el de ayer, es el de hoy, es el de mañana. Un abrazo como el tuyo y el mío, destierra cicatrices y atrae el paraíso. Este abrazo es idéntico al de aquella vez, a los de los días que siguen y a los que pulsarán en nosotros en un acorde sin final. Abrazarte es decir «ahora es mañana. Mi amor traspasa fronteras. Estoy contigo. Siénteme». Abrazarnos, como hoy, es perdonar rencores pasados, si existen, y refrendar nuestros sentimientos. Abrazarte, como este día, simplemente es sonreír contigo e invitarte a jugar al amor y a la vida.

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