Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Con amor, esperanza y respeto a toda la infancia del mundo y, en especial, a ustedes, bien lo saben porque sus corazones laten en el mío y los descubro y siento en mi alma
En cada infante defino el retrato de un adulto, encuentro los rasgos de algún nombre o apellido anterior, descubro el pulso de la humanidad y coincido con quien protagonizará una historia irrepetible
Hace años, un hombre muy querido solía abrazar a su hija con amor intenso, a quien expresaba que las niñas bonitas estaban hechas de azúcar. Sus muestras de cariño fueron tantas que, hoy, a varias décadas de distancia, aquella pequeña, convertida en mujer adulta, recuerda las palabras y los sentimientos de su padre, quien recientemente murió en sus brazos y seguramente lleva consigo, en otro plano, el sabor dulce de una hija.
Y así, aquel trozo de azúcar infantil con rostro y nombre de mujer, no olvida que quien recibe amor, educación, sonrisas, atención, consejos y hasta castigos y regaños inesperados cuando algo no es correcto, ya es rico y lleva consigo una historia maravillosa e inolvidable y el más hermoso de los tesoros, la llave que al final de la vida terrena le abrirá la puerta a otras fronteras.
El hombre tenía razón. Todas las niñas del mundo son bellas e irrepetibles, igual que las estrellas que cuelgan y asoman desde el cielo todas las noches o las flores, en primavera, multicolores y fragantes que sonríen cada mañana al jugar con el viento que las acaricia y susurra el lenguaje de la naturaleza, los mensajes de la vida, los rumores de la creación.
Y si las niñas están hechas de azúcar, como afirmaba el hombre, los niños son la otra parte, acaso guerreros incansables, traviesos que inventan sus juegos e historia. Ambos, niñas y niños, se complementan al ser las minúsculas de su época y quienes algún día, al convertirse en mayúsculas, derramarán dulzura a sus hijos y descendientes y a toda la humanidad para que el mundo continúe girando feliz, en armonía, con equilibrio y plenamente, o al contrario, dispersarán amargura y contagiarán e intoxicarán cuanto les rodee por medio de su ambición desmedida, odio, crueldad, egoísmo, resentimiento, envidia y superficialidad.
Cuando transito por alguna institución educativa, un parque o cualquier espacio público, escucho a los niños felices, a los que ríen, a aquellos que lloran, a los que muestran cariño, a quienes enojan siempre, a los que afortunadamente reciben amor y consejos y a los que lamentable y tristemente conocen los gritos, las amenazas y los golpes.
La infancia debería de ser azul, rosa y dorada, tan bella e inolvidable como el más extraordinario y lindo de los sueños. Es la mañana de una primavera con todas sus posibilidades. Es, parece, destello del cielo, fragmento de otros planos de dicha y plenitud. La niñez es ensayo de la vida, preámbulo, aprendizaje, asimilación, juego.
Cada día lastima más saber que hay niños que son arrebatados de sus hogares, maltratados y hasta violados por sus propios familiares o por desconocidos, reprimidos, sustraídos de las escuelas para mendigar por las calles pletóricas de maldad e ingratitud. Multiplican desfavorablemente y perjuicio suyo las dosis de veneno que sus padres, parientes y desconocidos les han inyectado.
Los niños, hombres y mujeres, tienen derecho de poseer familias sanas y felices, acceder a la educación y a la salud, jugar y reír, aprender, recibir buen ejemplo y trato correcto, coexistir en ambientes de armonía, paz, amor, tolerancia y respeto.
Con tristeza he mirado, aquí y allá, en un lugar y en otro, y en diferentes círculos socioeconómicos, innumerables pequeños extraviados en los celulares, en aparatos que los distraen, idiotizan y enajenan como preámbulo y capacitación para, más tarde, volverse marionetas, títeres, maniquíes superfluos y de consumo, carentes de sentimientos nobles e inteligencia.
Muchas veces, los pequeños hablan y preguntan a sus padres, a su familia, con deseos de convivir, aprender y conversar; sin embargo, éstos, los adultos, también permanecen atados al encanto subterráneo de las redes sociales y la era digital, de tal manera que hasta reprenden a sus hijos si se atreven a distraerlos. A los hijos les muestran rostros agresivos, mientras sonríen y envían mensajes llenos de estulticia a sus contactos.
Si uno desea, en verdad, conocer y medir el nivel evolutivo de una sociedad, habrá que mirar a la niñez, analizar su conducta, inocencia y educación. Una infancia amable, sonriente, respetuosa, honesta y dadivosa, reflejará, sin duda, que sus padres, familia, profesores y gobernantes les dedican lo mejor de sí para formar seres humanos excelentes e íntegros, más allá de condiciones económicas, creencias y razas; no obstante, una niñez majadera, burda, agresiva, egoísta y carente de sentimientos nobles, retratará a adultos embrutecidos y con una ceguera voluntaria, maestros irresponsables y autoridades corruptas, todos dignos de hordas despiadadas, más interesados en risotadas y obscenidades, en refugiarse en posadas de unas horas, en deleitarse con sus vicios y en satisfacer sus apetitos y bajezas.
¿Cuánto valemos como seres humanos, familia, comunidad y nación? ¿Lo sabemos? Habrá que medirnos para descubrir quiénes somos y dónde estamos en realidad. No nos engañemos con dar exclusivamente regalos materiales que sólo contribuyen a estimular ambición desmedida, egoísmo y desprecio a quienes carecen de lo esencial. La nodriza televisiva y el padrastro cibernético son centinelas que se encargan de que la gente de cualquier nivel académico y socioeconómico se sienta inferior si no compra algo para celebrar. A tal grado hemos llegado como seres humanos, que creemos que celebrar a alguien y la felicidad consisten en dar cosas, como si el dolor y la muerte, cuando llegan, se curaran y resolvieran con regalos materiales. Evidentemente, esto no significa que uno debe evitar regalar cosas; no obstante, es adicional, extra a los sentimientos, a la educación, a la armonía, al respeto, a la tranquilidad.
La infancia debería celebrarse todos los días porque se trata de nosotros mismos, de la reproducción nuestra, de seres humanos en miniatura que ensayan a la vida. Eduquemos a la niñez si en realidad anhelamos un mundo bello, próspero, sano y perdurable.
He mirado en los supermercados a hombres y mujeres a los que resulta imposible controlar sus apetitos, dominar sus instintos, y destapan jugos y refrescos, beben yogur o comen, por evitar el término devoran, rebanadas de jamón, queso y pan antes de pagarlos en las cajas registradoras, conductas primarias que innegablemente regalan a sus hijos, quienes obviamente, al paso de los años, serán copias de adultos groseros, déspotas, irrespetuosos y voraces.
Los niños, hombres y mujeres si hay que ser precisos con aquellos que erróneamente se alteran y aseguran que se excluye a un género, merecen amor, educación, respeto y lo mejor de la vida, y no distorsionemos la idea de disfrutar cada momento con la estupidez de que sin riqueza material y excesos no hay alegría ni se goza la brevedad de la existencia.
Actualmente, cuando el denominado coronavirus o Covid-19, con sus contradicciones y rasgos extraños y sospechosos obligan al aislamiento y, por lo mismo, al encuentro con la familia, con los niños, es momento de reconstruirse, fortalecer la relación, valorarse y rescatar la esencia y lo mejor.
Es momento de reaccionar y castigar severamente a los gobernantes, a los pillos y todos aquellos que abusan de la niñez. El mejor regalo que pueden recibir los pequeños e incansables guerreros y los bellos trozos de azúcar, no es el que carece de porvenir y al cabo de los días es sepultado en la amnesia y reemplazado por otros objetos, sino el amor, los sentimientos nobles, la educación, el respeto, los detalles.
A partir de este día, abandonemos las lágrimas, los remordimientos, la tristeza y el dolor para renovarnos y descubrir en la niñez las bendiciones y el tesoro que poseemos como individuos, familia, comunidad, nación y humanidad.
Más allá de niveles académicos y socioeconómicos, reconstruyamos nuestras familias. Hagamos de la niñez un patrimonio, un tesoro invaluable, lo mejor de nosotros y del mundo que hoy sufre y carece de valores y sentido auténtico y real.
De cada uno dependerá, en lo sucesivo, que los pequeños e incansables guerreros -y me refiero al bien, no a la destrucción ni al mal- y los tiernos y hermosos terrones de azúcar, nunca pierdan su alegría, encanto, inocencia y valores, para que así, al transformarse en adultos, sean hombres y mujeres plenos, ejemplares, dichosos, extraordinarios, e irradien el bien, los valores, la nobleza de sus sentimientos y la grandeza de sus ideas.
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