Santiago Galicia Rojon Serrallonga
No sé si somos pedazos de sueños que flotan en el espacio sidéreo y se disuelven entre las estrellas y mundos cercanos y distantes. Ignoro si fuimos desterrados de paraísos perdidos y si caminamos en las arenas de los desiertos o si pertenecemos a la generación del terruño prometido. Desconozco, a esta hora de mi vida, si cada instante -¿existe el tiempo?, ¿es real el espacio?- naufragamos en océanos turbulentos, o si, acosados por la nostalgia, exploramos en las profundidades nuestro origen y buscamos la flama que sospechamos quedó prendida. Me resulta complicado declarar que somos suspiro, principio y fin, luz y sombra o reflejo de algo incomprensible. Podríamos ser parte de un guión destruido y arrojado a este mundo por su autor, o simplemente el efecto de una serie de casualidades o, al contrario, burbujas diáfanas en espera de navegar por corrientes etéreas para retornar al manantial. No deseo aclarar si somos resultado de una experiencia química y nosotros, los componentes, hemos resuelto enfrentar a los demás ingredientes con la creencia de ser superiores, o si solamente venimos a pasear al mundo, a lo que definimos con el término de vida, con su sí y su no, sus luces y sus sombras, para más tarde, tras probarnos, regresar a casa. Acaso somos historia fragmentada o proyectos inconclusos, probablemente ilusiones atrapadas en burbujas, quizá sueños fundidos o realidades desgarradas, tal vez todo y nada. Este día, junto con los anteriores, en el aislamiento global, he roto candados y barrotes de celdas que me aprisionaban, en busca de mi libertad y con la intención de enfrentarme a los prisioneros, a mí mismo, y perecer entre mis antifaces, fantasmas, abismos y sombras o renacer, coexistir en el plano actual con lo que soy -esencia y arcilla-, hasta seguir la ruta a jardines prodigiosos e inagotables y sentir el aire y la brisa de la inmortalidad. Tengo la certeza de que la vida empieza cada instante, y que los momentos son cápsulas irrepetibles para experimentarlos, aprender y evolucionar. Cada instante, por minúsculo que parezca, es vida que se presenta y escapa indiferente y, a la vez, implacable al sumarse entre sí y dejar huellas en la gente, en todo, más allá de que alguien sea feliz o desdichado. Hoy no pretendo argumentar el origen y el final humano; pero sí, en cambio, invitar a todos, mujeres y hombres, a despertar del letargo y comenzar a vivir cada segundo en armonía, con equilibrio y plenamente, en total libertad, dignamente, con el bien que se puede hacer a uno mismo y a los demás. El día que aprendamos que la existencia humana es breve y frágil y que, por lo mismo, es absurdo, incongruente y estúpido derretirla en apetitos fugaces, ambiciones desmedidas, superficialidades, estulticia y sentimientos y actos innobles, comprobaremos que tenemos capacidad de ser luz y no sombra, ángeles y no demonios, y que tal vez hemos transformado el planeta en infierno e inventado paraísos falsos dentro del desconsuelo y al perder el destino al cielo que inicia en las profundidades de cada uno y se prolonga a la eternidad. Y no me refiero a creencias y doctrinas, sino al lenguaje que pulsa en los troncos de los árboles, en las cascadas y en los ríos, en el mar, en las flores, en las gotas de lluvia, en las estrellas, en uno mismo. Al quebrantar cadenas, barrotes, candados y grilletes de mazmorras lóbregas y hediondas, uno se enfrenta a sí mismo, ausente de máscaras, y conquista su libertad, recupera su identidad y se reencuentra consigo. Entonces, la alegría y la sonrisa de un niño tienen más valor que un auto de lujo o un momento de placer infiel, y el amor, las cosas materiales, los sentimientos nobles y lo que uno posee, se convierten no en frontera ni en muralla, sino en puente que destila luz y da a los demás el bien y la verdad. Así, entiendo, reinicia la vida.
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