Santiago Galicia Rojon Serrallonga
Fue una amistad que perduró y rompió fronteras impuestas por el tiempo, la ausencia y el espacio. Comprobé que para algunas personas, la amistad es algo más que un encuentro fortuito o un saludo casual; se trata, parece, de una historia de capítulos mutuos, instantes y años compartidos, convivencia irrepetible.
Aquella tarde, a mis 23 años de edad, llegué hasta su consultorio, instalado lujosamente en un edificio de la colonia Roma, en la Ciudad de México. Proporcioné mi nombre a la recepcionista, quien anunció al médico militar, al doctor Abelardo Zertuche Rodríguez, que yo, el nieto de su antiguo amigo Gonzalo Rojon, me encontraba en la sala de espera.
Con la alegría y emoción de identificar y recordar, en la profundidad de mi mirada, a su antiguo amigo, al compañero de sus correrías juveniles y sus proyectos en la etapa de madurez -a mi abuelo-, salió el hombre de su consultorio, quien por cierto nació el 14 de febrero de 1906. Me saludó amablemente, pasó su brazo sobre mi hombro y me invitó a platicar en su gabinete.
Me encontraba frente al amigo de mi abuelo. Por fin, tenía oportunidad de conocerlo, dialogar con él y comprobar, una vez más, que los personajes y las historias que relataba mi madre desde mi niñez, eran verídicas.
Contento y sonriente, me dedicó parte de aquella tarde, y narró anécdotas relacionadas con mi abuelo materno, sobre todo cuando le platiqué que algún día escribiría un libro referente a familias de antaño, incluida la mía. Desde la infancia he recolectado esa clase de historias y quizá, algún día, las escribiré y publicaré.
El hombre conversó con amenidad. Recordó historias que parecían extraviadas en los días de antaño, náufragas de otros momentos, y me lo agradeció al admitir que mi presencia le había alegrado la tarde, con el encanto de retornar a épocas pasadas de su existencia.
Abelardo Zertuche Rodríguez era un médico célebre. En su historial como profesionista, contaba entre sus pacientes a Mario Fortino Alfonso Moreno Reyes, mejor conocido en México y en el mundo, a través de sus películas, como Mario Moreno «Cantinflas». Él le operó los ojos. El mimo fue su paciente durante muchos años.
También dialogó acerca de la Revolución Mexicana que inició el 20 de noviembre de 1910, cuando él apenas tenía cuatro años de edad, y todo lo que vivió, en su niñez, adolescencia y juventud, en un México convulsivo que buscaba encontrarse a sí mismo, a pesar de sus contrastes y de los encuentros y desencuentros de sus protagonistas.
Me marchaba del consultorio, agradecido y feliz, cuando detuvo mi marcha. Calló unos instantes, me miró reflexivo y advirtió que deseaba compartirme un tema que le parecía importante. Argumentó que al escucharme tan entusiasmado en mi proyecto de escribir libros -le entregué el que publiqué a los 20 años de edad. Oh, pecado de juventud-, pensó que tal vez me resultaría útil un dato ajeno a nuestra conversación, el cual, al paso de los años, indudablemente podría comentar públicamente.
Lo escuché. Habló pausadamente y con firmeza, y dijo que él había operado, años atrás, en 1968, al entonces presidente de la República Mexicana, Gustavo Díaz Ordaz, el cual, al registrarse la matanza de estudiantes en Tlatelolco, Ciudad de México, el 2 de octubre, permanecía en cama y en reposo, convaleciente de una operación que le practicó en los ojos, fecha en que su secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, quien se convertiría en el siguiente mandatario nacional para mal del país, ordenó la embestida brutal contra los jóvenes que se manifestaban en la Plaza de las Tres Culturas.
Antes de concluir, se preguntó que quién más iba a saber las condiciones en que se encontraba el presidente Gustavo Díaz Ordaz, si él fue su médico y lo había operado en aquel período. El abuso de poder y la matanza, agregó, no fue ordenada por él, sino por el otro, quien abusó y se excedió con el pretexto de que las Olimpiadas, que se inaugurarían en el país el 12 de octubre de 1968, requerían, para su desarrollo, proyectar una imagen ordenada y pacífica de México. Gustavo Díaz Ordaz se responsabilizó a sí mismo de los acontecimientos, pero la mayoría ignora que el hombre se encontraba en proceso de recuperación tras la cirugía, completó el médico.
Añadió el galeno que tan enloquecido por el poder estaba Luis Echeverría Álvarez que, el jueves de Corpus Christi -10 de junio de 1971., ordenó otra embestida criminal contra estudiantes. Alguien tan cobarde, que no asume su responsabilidad públicamente y permite que un mandatario nacional se cumple totalmente de hechos tan reprobables, cuando en realidad estaba en cama, y posteriormente, ya con el poder absoluto en las manos, repite los asesinatos, ya como presidente de México, no merece credibilidad y sí, en cambio, el peso de las leyes y la condena histórica, recalcó.
El doctor Abelardo Zertuche Rodríguez confió en mí. Me dejó la encomienda de un día, cualquiera de mi vida, transmitir lo que él sabía acerca de la matanza de Tlatelolco, fecha que desde entonces, hasta el minuto presente, es motivo de marchas estudiantiles, cada 2 de octubre, en la Ciudad de México y en las principales urbes del territorio nacional.
Aclaro que, en lo personal, no simpatizo con la clase política mexicana que ha abusado del poder para beneficiarse en lo individual y favorecer a los grupos a los que pertenecen, siempre en perjuicio de la nación y de sus habitantes; sin embargo, hoy he escrito la información que me proporcionó el doctor Abelardo Zertuche Rodríguez, quien tenía un escenario más amplio sobre las condiciones de salud en que se encontraba al mandatario nacional, Gustavo Díaz Ordaz, en octubre de 1968.
Hoy, varios años después, cumplo la petición del amigo de mi abuelo materno, quien una tarde de mi juventud me regaló algunas horas de plática amena y me relató historias que contribuyeron a enriquecer mi anecdotario familiar.
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