Gotas de agua que parecen de cristal y se transforman en rumores y en silencios de la lluvia, en letras y en poemas que se funden en los charcos y en los ríos. Gotas que parecen derramar risa y llanto de las nubes que decoran la profundidad del cielo, como para no olvidar que la vida es luz y es sombra. Gotas que vienen del celaje plomado que incendia el relampagueo incesante de la tarde. Gotas con sabor a vida, a paraíso, que empapan el follaje, la tierra y las flores, y escurren en las texturas, en la piel, en los cristales, en el barro animado. Gotas que a esta hora de mi existencia, ante su aparición inesperada, me han llevado hasta un refugio, entre árboles y concreto, desde el que las miro descender y huir en corrientes, similares a los minutos que se van y no vuelven. No enfurezco como otras personas, automovilistas y transeúntes sorprendidos por el aguacero repentino. Smplemente, cada lluvia es un milagro y un regalo, y nadie sabe si la de hoy o la de mañana, o la de cualquier otro día, sea la postrera de su existencia.
El silencio de la noche tiene rumores. Los murmullos nocturnos presentan sigilos. El ambiente estelar, en el cielo, envuelve a la gente en el mundo, en su terruño, y la transporta a los sueños, a otras fronteras, donde todo es posible, mientras las gotas de la lluvia deslizan en los cristales, a veces mudas, en ocasiones estridentes, igual que palabras, letras y poemas que alguien pronuncia suave o tal vez apresuradamente. La noche ofrece, a algunos, su belleza y su encanto, y a otros, en cambio, regala su terror y su insomnio. Cada hombre y mujer vive sus noches o se ausenta de sus horas y se refugia en historias que son reales y también fantasía, hasta que regresa al siguiente día, al amanecer, como un viajero que desciende a la estación del ferrocarril o desembarca en algún puerto. La noche guarda sus secretos y relata cuentos, narra episodios, o calla, evita hablar, en un paréntesis ausente de tiempo y de espacio. La noche ama al día, las mañanas y las tardes, que, finalmente, a cierta hora, besa y arrulla. A diferencia de tantas noches de mi vida, la de hoy, simplemente, ha tocado a mi puerta con la idea de despertarme, mientras la gente duerme o hace locuras, acaso con la idea de que naufrague en las horas que se han de consumir, probablemente con el objetivo de que explore mis sentimientos y mi razón, quizá en un intento de enviarme al destierro, seguramente con la intención de que repase mi biografía y revise mi itinerario, tal vez por eso y más. La gente duerme. Escucho los rumores y los silencios de la vida. Y aquí estoy, a diferencia de otras fechas, en medio de los minutos nocturnos, aislado del refugio del sueño. La noche tiene susurros que a veces callan, silencios que en ocasiones hablan. Aquí estoy, entre el oleaje de los minutos y las horas de la noche, en un naufragio improvisado. La noche es un poema escrito con polvo de estrellas.
Ya no hay tiempo. La gente transita presurosa, imparable, como las manecillas de los relojes que tienen prohibido dedicarse un instante de reposo, regalarse un minuto de sueño, porque deben llegar sin faltantes a su destino. Los días son colecciones de historias repetidas, monótonas e inciertas. Se acabaron las horas destinadas a las ilusiones, a los sueños, a la imaginación, a los juegos, acaso porque el escarnio es cómplice de otros males y destruye las fantasías, lo que viene del interior, lo que es tan natural y de uno, con el objetivo de dejar huecos y rellenarlos con estridencia y reflectores en un teatro de marionetas. Se extinguen, gradualmente, los períodos para el amor, los recintos para la familia, los segundos para reír, las oportunidades para hacer el bien, quizá porque a los nuevos inquilinos -ambiciosos, egoistas, insensibles, perversos, ignorantes, deshonestos, materialistas, astutos- les molestan los rumores y los silencios de las alegrías, de los sentimientos nobles, de la creatividad, de las ideas geniales, de la originalidad, a los que consideran enemigos y pretenden deshilvanar. Se agotó el tiempo para disfrutar los relatos y los poemas, los colores y las formas, los sonidos y los sigilos, tal vez porque el arte fue aprehendido por rivales que intentan desdibujarlo y suplantarlo por simples apariencias, disfraces y prisas. La gente argumenta que no dispone de tiempo y no atiende ni educa a sus hijos, no cultiva el amor ni los sentimientos excelsos, no da de sí, no aprende, no explora su ruta interior ni disfruta su paseo terreno; aunque disponga de lapsos de ociosidad, espacios en posadas de una noche, días golosos y planes egoístas y crueles. Ya no hay tiempo para el bien, la verdad, lo bello y lo supremo. Hombres y mujeres andan con prisa, en busca, parece, de algo que todavía no definen y que, por cierto, no recuerdan que llevan consigo, en su interior. Por eso, admiro a quienes, a pesar de la tempestad, controlan el timón de sus existencias con fe, esperanza, benevolencia, optimismo, honestidad, alegría y valores. Son personas que sueñan, aman, aprenden, actúan y siembran el bien. No obstante, descorro las cortinas, asomo a las calles, a las plazas comerciales, a los parques, y miro a incontables hombres y mujeres que caminan aceleradamente, embistiéndose, distraídos, enajenados, arrebatándose lo que ambicionan, transformados en figuras de barro que temen liberar a la esencia que han encarcelado y protagonizar, en consecuencia, la más grandiosa de las hazañas, la de la vida plena. Ya no hay tiempo para lo sublime, parece, y no porque los relojes hayan decidido parar y subastar los minutos postreros; sencillamente, es por voluntad humana, por enamorarse del calzado -lo cual es válido- y olvidar y desdeñar el sendero.
Los he mirado en los centros comerciales, en las tiendas de autoservicio, soberbios, prepotentes, agresivos e incapaces de dominarse a sí mismos, con jugos, rebanadas de carnes frías, galletas, lácteos, panes y refrescos que consumen antes de pagar en las cajas registradoras. Y si ellos, adultos, lo hacen sin recato ni respeto, es innegable que enseñan a sus hijos a ser débiles, a romper lineamientos y reglas de convivencia sana, a ceder a apetitos y a no controlarse, con lo que diseñan y fabrican seres humanos artificiales, endebles, egoístas, descontrolados, intolerantes y de plástico que se suman a la generación perdida, a aquellos que consumen y desechan irresponsablemente, a los que pisotean los derechos de los demás porque se creen dignos de privilegios y superiores a todos. Estamos produciendo exceso de basura. Y no me refiero a la gente que tiene hambre en las calles, sino a los que entran a las tiendas departamentales y demuestran falta de educación y respeto, incapacidad para controlar sus apetitos primarios, y los imagina uno, en la privacidad, donde nadie los mira, como descendientes de hordas, aunque vistan con elegancia, posean especialidades académicas y conduzcan automóviles de lujo. Tales conductas, que practican hombres y mujeres de distintos niveles económicos y hasta académicos -los he visto-, no son de asombrar si se toma en cuenta que, en las últimas décadas, los dueños del poder económico y político se empeñaron en acelerar la producción en serie, en transformar a la gente en rebaño, en sepultar sus valores, en saturar sus estómagos y en vaciar sus sentimientos, en apagar su capacidad de pensar, en apreciar más las superficialidades y en enseñarla a satisfacer instintos primarios que van más allá de la moderación, la dignidad, el respeto, la salud y el equilibrio. Sinplemente, anuncios comerciales, series de televisión, comentarios de locutores, telenovelas y películas, se orientan, principalmente, a consumir, a desechar, a satisfacer apetitos; pero no a cultivar el bien, adquirir mayor conocimiento y experimentar los días de la vida en armonía, con equilibrio y plenamente. Piensan, y así lo sienten, que una fiesta o una reunión no es alegre si se carece de bebidas embriagantes, que un encuentro de unas horas, en una posada, vale más que dos miradas que se funden románticas una noche estrellada. Todo lo han hecho, los miembros de una élite ambiciosa, apresurado, en serie, para engolosinar a hombres y mujeres que hoy se creen dueños de las oportunidades y de la vida. Es un proyecto ambicioso y cruel que se aplica gradualmente con cierta intencionalidad, la de quitarles a las personas el perfil humano, sepultar su esencia en mazmorras inhóspitas, pisotear su imaginación, encarcelar sus sueños e ilusiones y abrirles las compuertas a la irracionalidad, a la ausencia de sentimientos e ideas, a conductas aberrantes, a casi venerar los apetitos y denigrar y juzgar el pensamiento, la sensibilidad y los valores. Me encantaría mirar a una de esas personas egoístas, interesarse en ser las primeras en ayudar a la gente enferma, apoyar a quienes nada tienen y todo lo han perdido, aconsejar a aquellos que sufren, entregar lo mejor de sí para bien de otros. Y no, no es fácil derrumbar lo que hoy parece verdad absoluta. En contraparte, es cierto que también coexisten innumerables hombres y mujeres que anhelan un mundo más feliz y sano, a los que nos sumamos tú, yo, ustedes, nosotros, ellos; aunque con tanta frecuencia descubramos que una parte de la humanidad está rota -le faltan pedazos- porque le han hecho creer que la verdadera dicha y el sentido de la vida consisten en disfrutar irresponsablemente, responder a cualquier apetito antes que sentir, pensar, hablar y actuar con el interés de dar lo mejor de sí y evolucionar. En toda conducta, es factible detectar el rumbo y el valor de la humanidad.
Al pueblo de Michoacán y, en especial, a los purépechas de Tzintzuntzan
Ya marchitas por los días, por el sol, por el viento, cual dulces y melancólicas ancianas que solo esperan el ocaso de la existencia, las flores blancas y amarillas, todavía envueltas en los perfumes del ambiente campirano, yacen sobre las tumbas solitarias y tristes, empeñadas en adornar, en sus horas postreras, las moradas de los muertos, gente que rió y lloró, niños que jugaron, adolescentes que tuvieron ilusiones, jóvenes que soñaron y se enamoraron, adultos que protagonizaron sus historias, ancianos que contaron los minutos, los meses, los años, entre los que hilvanaron sus añoranzas y sus viejos relatos.
En un lado y en otro, en los dos cementerios que, con su enigma y policromía, dan la bienvenida al viajero, a quien llega al poblado de adobe y teja -Tzintzuntzan-, se distinguen las flores que cubren los sepulcros y que, más tarde, al secarse y unirse a la hojarasca, arrastra el viento que desciende de las montañas.
La memoria colectiva de los purépechas se oculta bajo las tumbas, duerme callada, enigmática; el ambiente es helado, lúgubre, sombrío. Cementerio, al fin, que resguarda a la gente de los otros días. Silencio. Penumbra. Rumores. Soledad.
Las tumbas de niños y adultos cambian su disfraz de cadáver, de muerte, por uno de fiesta, de reunión, de evocaciones y de vuelta a casa -por lo menos en esencia, en recuerdos, en imágenes, por unas horas-, cada 1 y 2 de noviembre, con las oraciones y las veladoras nocturnas y de la madrugada; después, los vivos cierran el paréntesis, el puente que los comunica con sus difuntos, para regresar a sus labores cotidianas, a su realidad, al mundo y las cosas que parecen tan suyas.
Próximas a esas criptas que permanecen solitarias, entre sombras, se distinguen las legendarias yácatas de Tzintzuntzan, que en lengua purépecha significa «lugar de colibríes». Son monumentos pétreos que evocan su ayer glorioso, el esplendor de su raza, la sangre nativa que los enorgullece.
Desde la gran plataforma prehispánica, con estructuras circulares y rectangulares que son únicas en Mesoamérica, se aprecia el pueblo típico y pintoresco de Tzintzuntzan, fundado en los primeros días de la Colonia, en el siglo XVI.
Tzintzuntzan es doncella indígena, princesa purépecha que moja sus pies morenos de barro en las aguas plomadas del lago de Pátzcuaro, entre carrizos, tule y plantas acuáticas, donde anidan y coexisten aves.
No muy distante del kiosco y de un jardín con bancas, entre casas de adobe y tejados bermejos, los artesanos purépechas exhiben, en un mercado y en una explanada, su alfarería y sus objetos de palma, madera, tela y piedra.
Muy próximos al complejo conventual y sacro que los franciscanos erigieron durante el siglo XVI, se extienden cazuelas, ollas, vasijas, macetas y platos de barro, decorados con las técnicas y los estilos que los artesanos heredaron de sus antepasados. Es una plazuela pletórica de artesanía indígena.
Casi piezas de museo, los platos y las vasijas de barro cautivan, hechizan e invitan a detener la marcha presurosa con el objetivo de recordar, al menos por unos instantes dentro del tiempo que transcurre inexorable, el origen del pueblo purépecha.
Entre alfarería, conviven objetos artesanales de palma, madera, tela y piedra, comercializados por mujeres indígenas que hablan entre sí y a sus hijos en su dialecto, mientras éstos, los pequeños, juegan a la vida e inventan historias cotidianas. Es su pueblo, es su casa, es su tierra nativa.
Vista parcial del mercado artesanal en Tzintzuntzan, Michoacán. Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
La algarabía, los colores, las fragancias y los sabores están presentes. Es un mundo indígena en el que se mezclan turistas mexicanos y extranjeros, artistas, fotógrafos, periodistas, antropólogos, investigadores. El aventurero y el viajero conocen las entrañas, la intimidad, los secretos de Tzintzuntzan, cuando cruzan el umbral y se encuentran, sin esperarlo, en el enorme e impresionante atrio, espacio mágico que cautiva por su singularidad.
Dramático e imponente resulta el espectáculo. Las siluetas son increíbles, casi extraídas de un sueño, de un mundo raro, de un ayer roto y perdido en las centurias. Los olivos, ya centenarios, disputan la ancianidad y las formas más extrañas.
En medio del atrio se erige la antigua cruz atrial de piedra con grabados simbólicos; a los lados, en la inmensidad, los viejos olivos forman parte de un escenario extraño, misterioso, que de por sí palpita y se percibe en el ambiente.
Los olivos fueron plantados por los primeros misioneros franciscanos, quienes supieron aprovechar, en su momento, la producción del aceite derivado de tales árboles, que consumían en los templos y conventos que la orden poseía en la región; aunque algunos aseguran que fue él, Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, el personaje que los llevó a aquella orilla lacustre durante los días del siglo XVI.
Cruz atrial de piedra, con fecha de 1736. Aspecto parcial del atrio de Tzintzuntzan, Michoacán. Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
Sobrevivientes de otras centurias, los olivos se alinean en la calzada por la que se encuentran las estaciones del Calvario; además, la cruz atrial de piedra, tallada con signos inherentes a la crucifixión de Cristo, registra la fecha correspondiente al 6 de junio de 1736.
Al mirar hacia la montaña, desde alguno de los rincones del atrio con olivos, aparecen, señoriales, las yácatas prehispánicas, símbolo de la grandeza del tan poderoso y temido imperio purépecha.
En el extremo contrario, quedan al descubierto la capilla abierta, el ex convento y los templos de San Francisco y de Nuestra Señora de la Soledad, construidos, los dos primeros, durante las horas coloniales. También se encuentran, silenciosos e intocables, las ruinas de lo que fue el hospital.
Son monumentos que simbolizan la evangelización y, al mismo tiempo, la derrota, el drama, el fin de los adoratorios y de los ídolos de barro, madera y piedra concebidos una y otra noche prehispánica, evidentemente sustituidos por santos atormentados y tristes, similares a los rostros de los indígenas sometidos al trabajo brutal y esclavizante.
Y es que en 1522, Tangaxoan, el último emperador purépecha, se rindió voluntariamente a los conquistadores españoles, perdiendo Tzintzuntzan su poderío material, político, social y religioso.
Al principio, los conquistadores españoles dieron a Tzintzuntzan rango de ciudad de Michoacán, estableciéndose entre 1525 y 1526 frailes franciscanos que construyeron monasterio y templo, hasta que en 1766 fueron reemplazados por sacerdotes.
Tras el saqueo que Gonzalo Nuño de Guzmán cometió en Michoacán durante 1530, Vasco de Quiroga fue enviado en 1533 a esa provincia con la finalidad de instaurar la paz. Convertido en el primer obispo de Michoacán -años antes fue oidor de la Segunda Real Audiencia de la Nueva España-, estableció su residencia en Tzintzuntzan, en 1539, hasta que el hombre, fundador de pueblos-hospitales, consideró las minúsculas posibilidades de crecimiento en el lugar al percatarse de que padecía escasez de agua potable y que se situaba entre el lago y las montañas.
En consecuencia, en 1540, Vasco de Quiroga trasladó la sede de su Obispado a Pátzcuaro, que en lengua purépecha significa «entrada al cielo», llevando consigo las campanas, el órgano e incluso el título de la ciudad de Michoacán. El acontecimiento fue un golpe para el pueblo de Tzintzuntzan.
Quien camine por los corredores del ex convento franciscano y asome por sus arcadas, admirando, quizá, los frescos con escenas de frailes del Virreinato, recordará que fue en 1522 cuando un sacerdote católico, miembro de la expedición que Cristóbal de Olid emprendió a Michoacán, ofició la primera misa que se tenga noticia en la región.
Interior del ex convento colonial de Tzintzuntzan, Michoacán. Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
Curiosamente, uno de los nobles del imperio purépecha pensó, según las crónicas, que el sacerdote católico llevaba a cabo una práctica de hechizo, algún ritual mágico, y que trataba de adivinar en el vino del cáliz. No fue tarea fácil la evangelización. Las tareas de los misioneros significaron, también, una conquista. Los ídolos de madera, barro y piedra fueron derrumbados y sustituidos por imágenes de Cristos maltrechos -agonizantes, suplicantes, yacentes-, Vírgenes desolados y santos tristes, en quienes los nativos se miraban reflejados.
Fresco en uno de los muros del ex convento colonial de Tzintzuntzan, Michoacán. Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
Tres años más tarde, en 1525, llegaron los misioneros franciscanos, cuya autoridad superior fue, precisamente, fray Jesús de la Coruña, hecho que marcó, sin duda, el momento histórico en que comenzó la religión católica en Michoacán.
El ex monasterio franciscano, construido en la década de 1530, es el primer convento que ellos, los evangelizadores de la orden, fincaron en la provincia de Michoacán.
Recintos coloniales del ex convento franciscanode Tzintzuntzan, Michoacán. Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
Con aspecto de fortaleza medieval, fue edificado con la participación de los habitantes de Tzintzuntzan, quienes sin duda conservaban las técnicas prehispánicas de construcción, como puede observarse en algunos de sus elementos arquitectónicos. Incluso, existen evidencias de que gran parte de las piedras utilizadas en la edificación del complejo sacro, fueron trasladas de las pirámides.
Arcadas del área superior del ex convento de Tzintzuntzan, Michoacán.. Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
Determinados espacios arquitectónicos muestran las piedras que otrora, en los años precolombinos, cubrían las lajas de las pirámides. Incluso, se distinguen ciertas piezas que presentan petroglifos. Es evidencia del sincretismo de dos culturas, la indígena y la europea.
A un lado del ex convento, con su capilla abierta, su relieve en pasta de caña y sus frescos de invaluable interés artístico e histórico, entre otros elementos, se erige el templo de San Francisco, considerado la primera catedral de Michoacán por el obispo Vasco de Quiroga. Su construcción data de 1550.
En la misma zona convive el templo dedicado a la Virgen de la Soledad, que fue construido a instancias del prebendado Manuel de Silva, el cual le nombró del Santo Entierro.
Muy interesante es la imagen del Santo Entierro, un Cristo de goznes que data del siglo XVI, elaborado probablemente en Tzintzuntzan cuando fray Pedro de Pila fue guardián del convento.
Digno de mencionar es que el viernes santo de cada año, al concluir la representación de la pasión de Cristo en Tzintzuntzan, se lleva a cabo la crucifixión de la imagen del Santo Entierro en el templo de la Virgen de la Soledad.
En un acto de admiración y fervor para unos, de pasión desbordada para otros, de fanatismo para algunos más y de atracción para muchos, la comunidad saca la imagen de la urna de cristal y la coloca en una gran cruz frente al altar mayor; a su lado, más pequeños, permanecen Dimas y Gestas. En ese momento solemne y de gran emoción, se celebra el ejercicio piadoso de las siete palabras de Jesús en la cruz.
Posteriormente, en un ambiente pagano-religioso, la comunidad indígena organiza una procesión con la imagen y los Cristos de los barrios por las callejuelas típicas del pueblo.
Al descender el telón de la noche, el Santo Entierro es colocado en medio del templo de Nuestra Señora de la Soledad, donde los nativos lo velan con devoción y amor durante varias horas.
Los penitentes, con cruces o grilletes, ingresan al templo virreinal, demostrando su culto y devoción al Santo Entierro; los fieles se presentan toda la noche con velas encendidas.
El templo de Nuestra Señora de la Soledad resguarda tesoros artísticos del Virreinato. Bajo un techo y entre paredes con decoración antigua, coro, altares y púlpito, las imágenes y las pinturas se distinguen en la penumbra.
Resguardados en un mueble con cristales, frente al Santo Entierro, permanecen los Niños Cuates, siempre con sus mejillas sonrojadas y raspadas y sus rostros y manos manchados, como si dedicaran mucho tiempo a jugar en la tierra, bajo el sol.
Narra la leyenda que en horas ya imprecisas de la Colonia, uno fue descubierto en una habitación donde los religiosos almacenaban cera y diversos objetos, mientras el otro, en tanto, se encontraba en una cueva, en un orificio en la tierra, de manera que si representan al Niño Jesús, parecen dos hermanos traviesos que se asolean, andan en el lodo y juegan intensamente.
Los moradores de Tzintzuntzan tienen la creencia de que si una persona pecaminosa intenta cargar cualquiera de las dos imágenes, indudablemente le resultarán pesadas, lo que no sucederá, en cambio, con quienes son piadosos porque les parecerán muy ligeras.
Ambos pequeños están rodeados de juguetes, ropa y dulces; pero a determinada hora escapan del mueble con cristales y se divierten. Incluso, hay quienes aseguran que los Niños Cuates son capaces de arrebatar los juguetes a cualquier infante para dedicarse a jugar.
Tzintzuntzan es punto de encuentro entre el ayer y el hoy. En sus rincones naturales, el imperio purépecha fue derrotado e inició la evangelización en Michoacán. Con toda la complejidad del lugar, el caminante y el viajero tienen mucho que conocer en Tzintzuntzan.
Y ahí estaba usted, cuando la reconocí en mis sueños, en alguno de los recintos de mi alma, conmigo, envuelta en los pétalos de rosa que le prometí. Y ahí la descubrí, mientras yo dormía, en una banca de cristal, alrededor de árboles y riachuelos, como musa de otro paraíso que acompaña y espera fielmente a su artista. Y ahí la encontré, en mi ayer, en mi hoy y en mi mañana, atemporal, imperturbable, hermosa, cautivante. Y ahí la vi, en mi interior y afuera, en el exterior y en mí, contenta, sonriente e inspiradora. Y ahí la encontré, al mirarme en el espejo, en mí, a mi lado, inseparable, con su propia identidad, en un vuelo libre y pleno, aunque con un tanto de mí como yo llevo mucho de usted. Y ahí la miré, en mi arcilla, en mi perfil, en mi textura, con la sensación de que también ha permanecido en mi esencia, en mi interior, en mí. Y ahí la vi, en el mundo, en la temporalidad, y en el infinito, en el océano sin final, ocurrente y dichosa. Y ahí estaba usted, cuando asomé en mí, conmigo, en el inagotable juego de la vida y del amor, quizá con la idea de correr en la arena y empaparnos con la espuma del mar, probablemente con la intención de patinar sobre la nieve, tal vez en el bosque, a la orilla del río, mientras la lluvia pertinaz nos moja con sus gotas de cristal. Y ahí coincidí con usted, en mis letras, en mi arte, en mis palabras, en mis textos, en mi locura. Y ahí la percibí, en mis mundos y en mis cielos. Y ahí estaba usted.
Al pueblo de Michoacán y, en especial, a los purépechas de Tzintzuntzan
Las flores amarillas brotan diminutas, cautivantes, risueñas, en la tierra que un día, otro y muchos más se ha acumulado entre las piedras, sobre la ciudad legendaria y sagrada de los antiguos purépechas, quienes antes de la llegada de los conquistadores y evangelizadores españoles, en el siglo XVI, dominaron Michoacán.
Hierba y flores con pétalos de textura fragante y policromada, brotan incontenibles, plenas e insaciables; exhalan aromas silvestres y suspiros que parecen provenir de algún lugar secreto de las entrañas de la tierra, acaso repitiendo el eco de una cultura enterrada, perdida durante un atardecer prehispánico, una mañana incierta, un día colonial. Un día, todo cambió para ese pueblo.
El sol ardiente se filtra entre las nubes rasgadas por el viento e incendia el lago plomado que refleja, cual espejo, las montañas azuladas que se distinguen en el horizonte, en la lejanía, como moles apocalípticas que han atestiguado la historia de un pueblo y que bien podrían narrar lo indecible, lo que aconteció antes de que llegara el ser humano a esas tierras. El escenario lacustre permanece imperturbable en ciertos rincones y en otros, en tanto, padece las deformaciones que le han dado las centurias y presentan el lenguaje de los seres humanos.
Aparece, ante la mirada, el lago de Pátzcuaro, irrepetible, con signos aún de su antigua majestuosidad. Acaricia y refresca la orilla de Tzintzuntzan, lugar donde se erigió, en las horas prehispánicas, el imperio de los purépechas. Las calzadas de piedra, entonces, conducían al lago agónico que todavía ofrece su belleza.
El rostro de Tzintzuntzan, antiquísimo, asoma al lago que cada instante se aleja de la orilla -acaso por los siglos y milenios acumulados, quizá por la depredación humana, tal vez por eso y más-, como intentando recobrar el esplendor de antaño, porque al despertar sus piedras de un sueño prolongado, al salir del velo de la tierra que las mantuvo cautivas, buscan a sus arquitectos, a sus moradores, a sus reyes y a sus sacerdotes, quienes ya no se encuentran presentes y yacen, igual, en parajes abruptos y lacustres.
Las yácatas, singulares en Michoacán, semejan una doncella morena de piedra, luciendo formas hermosas e indígenas, al pie de la montaña que oculta otros palacios precolombinos. Son pirámides distintas a las que existen en otras regiones de Mesoaméreica, y se les distingue por su enorme plataforma rectangular sobre la que se erigen basamentos semicirculares.
Tras las ruinas, el cerro repleto de maleza se extiende abrupto, misterioso, guardando con celo los montículos, los dioses, los vestigios del antiguo imperio purépecha. El paraje montaraz custodia entierros con ofrendas, basamentos, figurillas, restos de la civilización que fue una en el tiempo y el espacio.
Los colibríes, ya escasos, vuelan ligeramente; se acercan a las ruinas, a las flores pequeñas que crrecen entre las losas, y extraen el néctar de la vida, el sabor de la naturaleza. Compiten, al natural, con libélulas, mariposas y abejas que revolotean.
En la antigüedad, cuando el imperio purépecha tenía su sede en Tzintzuntzan, abundaban los colibríes de bello plumaje que, junto con otras aves exóticas, casi extintas, emitían cantos, murmullos hoy perdidos en el eco del ayer. Era paisaje edénico e inimaginable, escenario majestuoso con seres humanos, lago, montañas, cielo, animales, árboles y plantas.
Por algo, la lengua purépecha bautizó el sitio como Tzintzuntzan, que significa «lugar de colibríes». Había muchas aves; no obstante, hay que comprender su significado, relacionado con signos y conceptos profundos que iban más allá de la especie de los colibríes.
Los purépechas definieron su ruta existencial; pero también, es cierto, concibieron dioses de piedra, diseñaron formas e inventaron su ciudad diferente a las que entonces existían en Mesoamérica. Las yácatas demuestran la genialidad arquitectónica de esa civilización. Tan distinta fue su arquitectura, su concepción del mundo, que hoy, varias centurias después de su esplendor, las ruinas asombran a quienes las recorren. Son peculiares.
Vista parcial de las yácatas, en Tzintzuntzan, Michoacán. Foto: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
Quien conozca Chichén Itzá, Uxmal, Palenque, Cholula, El Tajín, Mitla, Monte Albán, Teotihuacan, Tula o Xochicalco, seguramente descifrará en cada complejo arqueológico un lenguaje, un signo particular, como lo percibirá, también, en los rincones de Tzintzuntzan, con sus formas, sus siluetas que no se comparten en otra parte, porque se trata de una doncella morena, una princesa de piedra, celosa, inigualable, que hunde sus pies de barro en el agua plomada del lago.
Lo que en la actualidad se conoce como yácatas, se compone de cinco construcciones de planta mixta rectangular y circular, con cuerpos escalonados que descansan sobre una gran plataforma. De acuerdo con investigaciones arqueológicas, las yácatas cumplían doble función: eran recinto de los dioses purépechas y tumbas de los señores principales del reino. Ciertamente, las yácatas se distinguen de otras construcciones precolombinas por su planta rectangular-circular, característica de la región lacustre de Pátzcuaro. Fueron morada de los dioses y también de los grandes señores.
Digno de mencionar es que las cinco yácatas que se encuentran descubiertas, fueron edificadas a base de piedra laja de basalto, sin cementante, recubierta con grandes bloques de tezontle. Mucho del material pétreo, tallado por los antiguos purépechas, fueron trasladados, ya en la Colonia, a partir del siglo XVI, hasta otra zona de Tzintzuntzan, para construir el convento franciscano y los templos, en los que se notan, incluso, algunas piezas con petroglifos.
Las yácatas reposan sobre una gran plataforma, cuyas dimensiones alcanzan cuatrocientos metros de largo por ciento ochenta de ancho, con esquinas redondeadas. Frente al muro mayor de contención de la denominada gran plataforma, se distinguen nivelaciones menores que, junto con algunas escaleras, sirvieron de rampa de acceso a la parte superior. Comunicaban directamente con el centro ceremonial, con el lago y con los caminos que conducían a diversos sitios de la cuenca.
Al contemplar el escenario, uno imagina que la imagen de la ciudad prehispánica de Tzintzuntzan, debió ser majestuosa e impresionante desde el lago. El conjunto de nivelaciones, según investigaciones arqueológicas, conducía al embarcadero. Los árboles han crecido y proyectan sus sombras jaspeadas en la llanura que separa la parte postrera de las yácatas de una estructura conocida como El Palacio, conjunto localizado en el extremo noreste de la gran plataforma y que consta de un patio rodeado de habitaciones.
El Palacio, en Tzintzuntzan, Michoacán. Foto: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
Quien sepa interpretar el lenguaje pétreo, los signos de las piedras antiguas, entenderá que allí se encontraban los cimientos de las columnas sobre las que descansaba el techo de madera y paja, ya consumido por la lluvia, el sol, el tiempo y el viento.
Durante las excavaciones, los investigadores descubrieron restos humanos, hallazgo que indica se trataba de un recinto con funciones similares a las de los tzompantlis de los aztecas. Era un elemento ritual característico de los asentamientos mexicas; allí se concentraban las cabezas de los enemigos derrotados durante las contiendas. En el exterior de El Palacio, los arqueólogos descubrieron vestigios de un altar, no visible en la actualidad.
También en la parte posterior de las yácatas, a varios metros de distancia de El Palacio, aparece, en el suelo, un círculo de piedras enterradas, el cual delata días y noches de hace centurias, cuando ellos, los nativos purépechas, realizaban ceremonias y rituales.
Desde tales construcciones, el visitante admira el lago de Pátzcuaro y las montañas que se extienden en la lejanía, resguardando pueblos purépechas que permanecen arrullados; también siente en su rostro las caricias del viento fresco, helado, que desciende de la montaña, y escucha, arrobado, el roce del follaje que parece exhalar murmullos, suspiros, palabras incomprensibles, la lengua indígena de otros tiempos que habla y calla.
Cuán grato caminar entre las yácatas y la orilla de la gran plataforma, admirando el paisaje lacustre, con el caserío de tejado bermejo a poca distancia, sus edificaciones coloniales, su kiosco y sus árboles enormes, frondosos, cerca del lago. En las casas de adobe y teja, a las que se han sumado otras de piedra y ladrillo, coexisten los descendientes de aquellos hombres y mujeres que hace cientos de años tuvieron una historia, un motivo, y que un día, de improviso, fueron conquistados por la espada y el crucifijo.
Dignos de conocerse son, igualmente, los petroglifos que se encuentran en algunas de las losas y lajas; aunque es innegable que no pocas de las piedras que pertenecieron a las construcciones indígenas, permanecen atrapadas en el ex convento y parte del complejo franciscano que se encuenra en el pueblo.
Al caminar, el trotamundos llega hasta una subestructura que se encuentra entre la cuarta y la quinta yácatas. En realidad se trata de un pozo de sondeo, desde el que se observa parte de uno de los muros de contención de la gran plataforma, perteneciente a una etapa anterior a las yácatas. La generación de la hora contemporánea tiene el privilegio de observar, en tal pozo de prueba, parte de un muro que los últimos purépechas prehispánicos no conocieron. Es un sitio de mayor antigüedad.
El pueblo purépecha estableció su capital en Huitzitzilan, traduciendo el nombre a su lengua como Tzintzuntzan, que significa “lugar de colibríes” o “lugar del colibrí mensajero”, porque estaba dedicado a Huitzilopochtli o Tzintzuuquixu, “el colibrí del sur”.
Hay que recordar que el imperio purépecha se fortaleció con las conquistas de grandes extensiones de territorio, recibiendo su capital -Tzintzuntzan- un tributo impresionante; en consecuencia, el rey de Michoacán era llamado caltzontzin por los aztecas, o sea “señor de las innumerables casas o pueblos”.
Enemiga tradicional de los aztecas, la cultura purépecha surgió alrededor del año 1350 después de Cristo, abarcando en su momento de mayor apogeo más de setenta y cinco mil kilómetros cuadrados de superficie. Según las excavaciones e investigaciones arqueológicas, emprendidas a partir de 1930, se concluye que cuando llegaron los españoles a tierras michoacanas, en 1522, Tzintzuntzan era una ciudad próspera con alrededor de treinta y cinco mil habitantes que vivían en una extensión calculada en siete kilómetros cuadrados, entre el lago de Pátzcuaro y las faldas de dos cerros volcánicos.
Vista parcial del pueblo de Tzintzuntzan y del lago de Pátzcuaro. Foto: Lázaro Alejandre Gutiérrez.
Hay evidencias de que en el territorio que comprende Tzintzuntzan, existían áreas residenciales -destinadas exclusivamente a la alta nobleza- y otras zonas, en tanto, dedicadas a las clases bajas; además, había talleres en los que se producían objetos de barro, cobre, obsidiana y piedra para los rituales o de uso común.
Por cierto, frente a la zona arqueológica que resguarda el Instituto Nacional de Antropología e Historia, tras caminar por algunas cañadas totalmente erosionadas, yacen, semienterradas, varias estructuras arqueológicas que delatan la majestuosidad y las dimensiones que debió tener aquella urbe en sus momentos de esplendor.
Ya cubierta por la hierba, existe una plataforma de grandes dimensiones, cuyas laderas revelan la presencia de basamentos prehispánicos, indicativo de la importancia que debió tener el sitio. Incluso, los arqueólogos cubrieron con malla un cuerpo piramidal, con lo que evitaron su deterioro y saqueo.
Las yácatas estaban dedicadas a la deidad purépecha del sol, Curicaueri, y a sus cuatro hermanos, los Tiripeme. La plataforma principal presenta evidencias de que contenía varias cámaras funerarias de la élite purépecha, de manera que se han extraído alrededor de sesenta entierros.
Cuando moría el cazonci, su cuerpo era ataviado con mantas, plumaje y joyas; además, colocaban sus armas a un lado. Era sacrificada parte de su servidumbre, la gente que se dedicaba a diferentes oficios, la cual lo acompañaba al más allá, según las creencias purépechas de entonces.
De acuerdo con algunos autores, los purépechas que aparecieron durante el siglo XII de nuestra era, pertenecieron a un grupo procedente de la zona ecuatoriana o peruana; no obstante, existen diferentes teorías respecto a su origen. Zacapu, en la región de Michoacán, es considerado cuna de los purépechas, pero Tzintzuntzan fue sede del imperio.
Si bien es cierto que la zona arqueológica de Tzintzuntzan se distribuye en una superficie de aproximadamente ciento ochenta hectáreas, la ciudad era mayor, incluyendo los cerros Yahuarato y Tariacuri. En la zona arqueológica de Tzintzuntzan se encuentra un museo, en cuya sala son exhibidas algunas de las piezas de cerámica, cobre, obsidiana y piedra descubiertas durante las excavaciones efectuadas en el lugar, colección que, por cierto, no corresponde en cantidad e importancia a los hallazgos registrados en la zona. Es un museo muy raquítico para la grandeza de la zona arqueológica.
Tzintzuntzan, centro político y religioso de los purépechas que en días precolombinos controlaron gran parte de lo que en la actualidad forma parte de Michoacán y lugares importantes de Guanajuato, Guerrero, Jalisco, Querétaro y México, esconde incontables enigmas bajo la tierra, entre las piedras, tras la maleza; pero su mirada actual y su rostro de princesa purépecha seducen e invitan a conocerle, a experimentar su palpitar en los poros de la piel. Es para llevarse un pedazo en la memoria y en las fotografías.
Texto: Santiago Galicia Rojon Serrallonga/ Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez
Hubo aves que cantaron, pájaros que regalaron sus conciertos, y que pocos escucharon y disfrutaron, que algunos ignoraron, que otros atraparon y callaron y que muchos más depredaron. Existieron cascadas, ríos manantiales y lagos que eran espejos y fragmentos de paraísos y que hoy, en medio de la desolación y de la tierra seca y ranurada, todos añoran, sedientos, tristes y sucios. Una tierra, no lo olvido, de la que surgían colores, formas, permumes, sabores. Animales, en minúsculas y en mayúsculas, fueron amigos y compañeros de viaje de los seres humanos en un cielo de barro con esencia prodigiosa; pero ya no están, hombres y mujeres los asesinaron para enriquecerse naterialmente en la brevedad de sus pequeñas existencias, saciar sus instintos criminales y exhibirlos y presumir sus trofeos de caza y sus pieles tan caras. Abundaban, otrora, árboles y maleza en bosques y selvas que, impotentes, enfrentaron crueldades, ambición desmedida y rapacidad de la gente que presumía estar hecha a imagen y semejanza de Dios, mientras aniquilaba y se apropiaba de la creación, con un tanto de desmemoria sobre la luz interior que les hubiera dado un sentido real y pleno. Sentían las personas merecer la corona celeste y mataron y olvidaron todo. Teníamos, en el mundo, un pedazo de vergel, la entrada segura a otros paraísos; sin embargo, prevalecen las ruinas, queda el testimonio de los vestigios repentinamente enmudecen y de improviso hablan. Unos denunciaron y muchos callaron las atrocidades. Estamos rotos. Y en eso, todos compartimos una responsabilidad que pesa demasiado.
Rutas de un viajero es la obra que no publiqué. Y no lo hice porque contiene 207 capítulos que suman alrededor de dos millones 500 mil caracteres. Es un libro demasiado extenso, derivado, en amplio porcentaje, de los reportajes que semanalmente publiqué en un suplemento turístico de circulación estatal en Michoacán.
Inicialmente, su título era Cartas y estampas de viaje a la provincia de Michoacán; sin embargo, me pareció que requería otro nombre y decidí, en consecuencia, que fuera Rutas de un viajero, igual que el programa turístico que conduje en la web del ya extinto diario Cambio de Michoacán.
El Sol Turístico era un suplemento de ocho a 12 páginas, semanal, inserto en el periódico El Sol de Morelia, perteneciente a la cadena de Organización Editorial Mexicana. Un día, los directivos del periódico me citaron con el objetivo de informar: «a partir de hoy, serás coordinador de El Sol Turístico, lo que implica que cada semana viajarás a diversos sitios de la geografía michoacana. Planearás y organizarás los viajes, escribirás y, por añadidura, diseñarás la edición conforme a los lineamientos de El Sol de Morelia».
Un compañero me aconsejó no esforzarme, es decir, solicitar información de diversos lugares de Michoacán a la Secretaría de Turismo -boletines y fotografías- y publicarla cada semana, puntualmente; no obstante, me pareció fallta de ética, exceso de mediocridad y ausencia de profesionalismo, independientemente de que me negaría la oportunidad de recorrer los rincones de una provincia mexicana tan hermosa como es Michoacán.
Tomé la decisión de explorar el estado y protagonizar una aventura intensa, bella e inolvidable, y, obviamente, compartir mis experiencias con el público, con los lectores que cada semana buscaban el suplemento turístico. Me encantaba recorrer veredas, introducirme a cuevas, descubrir ruinas y conocer los paisajes naturales, los pueblos pintorescos, la arqueología, el folklore, la gastronomía, la arquitectura típica, las artesanías, las fiestas, las leyendas, la historia y las tradiciones. Promoví, incluso, pueblos y rincones que ni siquiera figuraban en los planes de difusión de las dependencias públicas y de las instituciones privadas. Me enlodé, respiré la emoción de lo inesperado y disfruté mis viajes y escribir plenamente.
Detrás de cada reportaje, hubo una historia, un motivo, una serie de anécdotas, todo concentrado en el tintero y en espera, quizá, de que algún día las recuerde y las plasme en incontables hojas, en páginas que relaten las aventuras de un viajero inagotable. Y sí, viví cada experiencia sin poses ni actitudes protagónicas. Simplemente, lo viví.
Sin ser terruño de mis antepasados ni mío, Michoacán y sus habitantes me recibieron cálidamente, con respeto, y, por lo mismo, conservo un grato recuerdo de mi estancia en esa provincia con tanta riqueza natural y mineral, folklore, historia, tradiciones y leyendas. Michoacán figura en la ruta de mi existencia.
La presente obra no es un tratado académico. Simplemente es, como expliqué, resultado de aquellas jornadas periodísticas que llevé a cabo entre postrimerías de la inolvidable vigésima centuria y la aurora del siglo XXI, en una estancia de varios años en la provincia de Michoacán, en el centro-occidente de la República Mexicana.
Hoy, desde mi destierro, quiero ofrecer a mis lectores la publicación regular de los capítulos de Rutas de un viajero, con la aclaración de que no pocas de las historias relatadas, provinieron de la tradición oral, la cual, obviamente, suele variar de una generación a otra. Mi intención, al escribir la obra, fue presentar la historia de frente, sin maquillajes, con un estilo menos frío, más próximo a la gente., con el deseo de que hombres y mujeres amen y se arraiguen dignamente a su tierra nativa y que los otros, los turistas nacionales y extranjeros, conozcan tan bella y maravillosa entidad.
Después de todo, Rutas de un viajero contiene, en sus páginas, la narración de lo que mi compañero fotógrafo y yo encontramos in situ, en cada destino, en todos los paseos. Lo vivimos y hoy lo recordamos con el cariño a un estado mexicano, el de Michoacán, que alguna vez nos recibió.
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Catedral barroca de Morelia, iniciada en el siglo XVII y concluida en la decimoctava centuria.
A usted la amo en mayúsculas y en minúsculas, al construir mi poemario, al callar o al escribir tanto, al destilar el abecedario en hojas silenciosas que anhelan y suspiran letras y palabras, un lenguaje apropiado, para hablar y confesarle mis secretos. A usted la siento en mí y creo que hasta compartimos, en algún paraíso distante y cercano, amaneceres y atardeceres, e intentamos, quizá, contar los granos de arena de la playa con la idea de reconocernos en cada esencia y forma, mientras, en el horizonte, el cielo y el océano, enamorados, se besaban despreocupados entre crepúsculos maravillosos. A usted la siento con un tanto de mí, mientras desarticulo los engranajes del tiempo con la intención de regalarle la eternidad. A usted la recuerdo cuando anoto su nombre y también si lo omito. A usted la reconozco durante mis sueños y en mis realidades, en cada flor que admiro, en los colores del jardín y en los perfumes que trae el viento. A usted no la olvido, aunque a veces se encuentre lejos, y la amo en diminutivo y en aumentativo, en presente, en hoy, en ayer y en mañana, en siempre. Pienso que si la atracción que sienten el sol y la luna por la Tierra, es capaz de acariciar los mares azulados, turquesa y jade, hasta provocar mareas, usted, quien me inspira tanto, me estimula a protagonizar una odisea, una historia idílica, magistral e inolvidable. A usted le entrego mi gratitud, en un canto, en un poema, en un texto, por ser quien es, la musa de un artista que la sueña, un escritor que la sabe real. A usted le pregunto si sabe, en este momento de nuestras existencias, que al sentirla y reconocerme en su mirada, ya no espero a alguien más. A usted, simplemente a usted.