SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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En mi novela El pájaro Lizzorni y la niña de cartón, el artista -Augusto Lizzorni, convertido en el impostor Federico Genovés Villorio-, compartió la música con los renglones burdos de la vida, hasta que las hojas del pentagrama y las partituras cayeron al suelo, y el violín, su Antonius Stradivarius, permaneció abandonado en un sillón, con las cuerdas que reventaron, gradualmente, en un acto de distanciamiento, enojo, abandono y celos. El violinista ya no componía. Sintió, de improviso, que la inspiración había saltado por la ventana y huido a otras rutas, a algún sentido opuesto al de su caminata. Se alejaron uno de otro. Augusto Lizzorni ya no era el músico. Había perdido sus alas. Tenía otro rostro, el de Federico Genovés Villorio, el morador enigmático del edificio que deleitaba a sus veinos con sus conciertos nocturnos y que, más tarde, renunció al arte, a la inspiración, por una serie de motivos, circunstancias, y sentidos. Le resultaba complicado interpretar sus propias composiciones, El hombre fue infiel a su violín, a su inspiración, hasta que un día reaccionó y se percató de que algo había perdido, dentro de su esencia, y no se concibió sin su arte. Federico Genovés Villorio, el farsante, el mentiroso, ya ausente de sentido, enfrentó la lucha, mientras se desvanecía, de buscar a Augusto Lizzorni, al pájaro Lizzorni, con el objetivo de restaurarlo y volar alto, hasta entregarse, como antes, al arte, a la música de cuerdas, a su violín. Idéntico a mi personaje, alguna vez salté la cerca y abandoné las letras, el arte, las palabras, la inspiración, al abordar, en una de las estaciones de mi vida, el furgón a rumbos inciertos, hasta que sufrí lo indecible al sentirme tan solo, a pesar de los matices, los murmullos, los silencios, las fragancias y los sabores de mi historia. Tanto encuentro y desencuentro, en los instantes de mi existencia, provocaron en mí antagonismos y hondos vacíos, ausencias y presencias desbordantes, la locura y la nostalgia de mi esencia. Me di cuenta de que no era yo sin mi arte de las letras. Como que forman parte de mi esencia y de mi forma, de mi luz y de mi arcilla. Sin olvidar el deleite de la aventura de la vida, no me concebí lejano al arte, distante a las palabras escritas, ajeno a mis letras tan amadas, y retorné al hogar, a la familia. Se trata de pruebas que, en ocasiones, el autor enfrenta, y le enseñan, si es auténtico, que no debe ni puede renunciar a la creación, al arte, porque se trata de un ministerio que forma parte de uno, de la esencia, del alma. El arte genuino es irrenunciable. Si uno al distanciarse del arte como simple ensayo, se siente incompleto, ausente de esencia y motivos, debe retornar y no abandonarlo. Cuando el arte tiene parentesco con uno y, por lo mismo, es parte de la esencia, es imposible traicionar la encomienda de la creación. Abandona el arte significa, en todo caso, renunciar a uno.
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