SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Era pequeño e inocente, cuando la profesora, en el colegio, encolerizó y gritó, fuera de sí, totalmente descontrolada, por mis respuestas. Ordenó que me incorporara del pupitre que ocupaba y que de inmediato, sin titubeos, contestara sus preguntas, mientras los otros, mis compañeros, me observaban sonrientes y con mofa.
La maestra preguntó el motivo por el que había opinado, en el examen, que resultaba más aconsejable descifrar, comprender y asimilar lecciones de geografía e historia, que memorizar, a cambio de una calificación aprobatoria, continentes, países y sus capitales, fechas, nombres y apellidos de personajes, acontecimientos y guerras. Lo primero, dije, serviría para entender las conductas y las tendencias sociales, mientras lo segundo, en tanto, finalmente quedaría en la desmemoria y absolutamente desfasado ante nuevas realidades.
Rió burlona. Mis compañeros, respaldados por la mujer, carcajearon. Irónica, manifestó al grupo que yo, Santiago Galicia Rojon, al andar en las calles o en otras ciudades y naciones, sería un analfabeto e inculto al que habría que tomar de la mano para mostrarle los nombres de las avenidas, los jardines, las plazas y las urbes. Volvieron a reír. Escuché gritos colectivos, majaderías y silbidos, conductas indignas de una institución educativa.
Me resultaba complicado hablar, pero me atreví a explicar que en los siguientes años, ya en mi juventud y en mi madurez, la geografía sería diferente y quizá hasta las fronteras y los nombres de las naciones cambiarían. Ella pertenecía a una época que quedaría marcada en el pasado, en la historia, y yo, en cambio, pisaría otras tierras con distribuciones físicas y términos distintos.
Irascible, argumentó que demostraba atrevimiento e ignorancia, y que la ofendía al decirle que era una vieja que quedaría en el ayer. Simplemente, respondí que el mundo de mi juventud, de mi madurez y de mi ancianidad, sería diferente al suyo, y que si los nombres de los países cambiaban, era natural porque el mundo es dinámico y nada es permanente.
Mis compañeros mantuvieron silencio, en espera, tal vez, de que la profesora atacara de nuevo. Al demostrarle la inutilidad de la memorización de continentes y nombres de ciudades y países, transitó a la historia y expuso que sería tan ignorante, que ni siquiera conocería el significado de los días festivos y de las celebraciones nacionales.
Callé, pero exigió que hablara con la idea de arrojarme al escarnio, al coliseo, al anfiteatro, donde quedaría roto y destruido, envuelto en la basura y los escupitajos de la turba enardecida; sin embargo, al mirarme rodeado de sus fieras, cerca del patíbulo, argumenté que en otro tiempo, el de mi juventud y mi edad adulta, seguramente tendría capacidad para discernir entre la verdad y la mentira, con la fortuna, entonces, de identificar a la gente por sus obras, con sus luces y sombras, y no por ser estampas e imágenes de una farsa creada para engañar, manipular y controlar a una generación.
Insistí en marcar mi respeto al estudio, al conocimiento, y a ella, como profesora. No estaba de acuerdo con el enfoque de la educación; aunque, evidentemente, debía aprender y obtener el mayor provecho de la instrucción que recibía. Repliqué que se podría aprender demasiado sin necesidad de memorizar fórmulas, nombres, datos e información, generalmente sin procesar, como un robot que se programa y más tarde se desecha.
Me llevó, como otros días, a la oficina de la directora, no si antes golpearme con la regla de madera. Relató a la superiora, una monja, mi osadía de burlarme de ella y rebatir su enseñanza. La religiosa, a quien no simpatizaba a pesar de compartir detalles y motivos de la tierra nativa, me interrogó severamente, igual que lo haría, sin duda, cualquier tirano con poder, y repetí que carecía de lógica memorizar nombres de una geografía que cambiaría y de personas del pasado que, finalmente, eran catalogados ángeles y demonios, de acuerdo con los intereses oficiales de la época, respaldados por sus académicos e intelectuales, cuando lo más importante era, en todo caso, asimilar las lecciones, entender los sentidos y los motivos de la humanidad y su trayecto por el mundo.
Sumidas en su enojo e ignorancia, en su falta de dominio de sí y en su abuso de autoridad basado en su tamaño y en sus cargos dentro de la institución educativa, las dos mujeres -la monja y la profesora, la directora y la maestra- me escudriñaron, como pieza de laboratorio, y prácticamente montaron su espectáculo, un teatro grotesco, en el que ellas hubieran obtenido, en caso de estar presentes, los aplausos de mis compañeros, quienes innegablemente habrían mostrado sus colmillos.
Ellas se aferraron a que era un niño atrapado en los extravíos de la razón, ocrurente y loco, incapaz de asistir al colegio y estudiar con normalidad, como los otros alumnos, y yo, en tanto, con la defensa de mis argumentos -en casa, mi padre solía decir que los ideales genuinos se defendían, incluso, con la vida-, en una batalla, de su parte, por imponer la enseñanza por medio de sistemas y métodos desfasdos versus, de mi lado, la propuesta buscar e implementar mecanismos acordes a la época y congruentes con la realidad y el método cienfífico.
Definitivamente, no llegamos a un acuerdo y me castigaron. Horas después, en el portón del colegio, yo permanecía de pie, igual que otros niños, expuestos públicamente por haber orinado los uniformes o por conductas que parecían irracionales de nuestra parte. Recibíamos, entonces, el desprecio y el escarnio de la comunidad educativa.
Años más tarde, en mi etapa juvenil, enfrrenté una situación parecida con un profesor radical, quien militaba en un partido político de ideología extrema, en Europa. Pidió, en clase, que elaboráramos un texto relacionado con el contexto global y nuestra opinión personal. Cuando terminé la encomienda, le entregué el breve manustrito, como lo hicieron, en su momento, otros compañeros. Leyó mi texto en silencio, sonrojado, entiendo, por el coraje que le produjo mi planteamiento.
Con las hojas de papel en la mano, como quien sostiene basura, me preguntó que si estaba seguro de lo que había escrito. Mi respuesta fue afirmativa. Volvió a interrogarme y advirtió que si no cambiaba mi opinión, me reprobaría. Solo contesté que modificar mi opinión equivaldría a intentar transformar los procesos de transformaciones mundiales.
Amenazante con la idea de romper mi manuscrito, expresó «cómo es posible que un joven, en pleno siglo XX, trate de anticipar que el Muro de Berlín caerá y quedará como triste y vergonzoso recuerdo en las páginas de la historia, y que la Unión Soviética se transformará. No me convencen tus argumentos. La realidad humana no es sueño, joven poeta».
El hombre me reprobó y condenó mi actitud y mi pensamiento, como años antes, en el colegio, lo hicieron la religiosa y la profesora. No transcurrió mucho tiempo después de aquel incidente, cuando el Muro de Berlín, en Alemania, fue derrumbado, mientras la geografía, en otras naciones, modificó sus fronteras, independientemente de que surgieron, a nivel internacional, tendencias orientadas a revisar la historia y denunciar la falacia de tantos capítulos respaldados por ciertos gobiernos y sus ideólogos, académicos e intelectuales.
Si hoy tuviera oportunidad de traer del pasado a la religiosa, a la maestra y al profesor, no fabricaría mi anfiteatro, como ellos lo hicieron. Simplemente les recordaría nuestros encuentros y desencuentros, en clases, y les aclararía con sencillez que mi idea no era, como suponían, aplastar el conocimiento ni tampoco considerarme superior ni desprestigiarlos, porque mi intención era proponer otros mecanismos y sistemas en la forma de enseñar. De nada o de muy poco sirve memorizar en un mundo cambiante, donde vale más lo real, asimilar las lecciones para entender la situación presente y no repetir errores.
Hoy, en el verano de mi existencia, insisto en el mismo mensaje. Estamos impartiendo educación, en diversas regiones del mundo, con herramientas anticuadas e impropias para que las generaciones de la hora contemporánea se preparen integralmente, asuman sus responsabilidades y afronten con éxito los problemas, las contradicciones y los retos que amenazan a la humanidad y parecen ensombrecer su presente y su mañana tan cercano.
No esperemos grandes humanistas ni científicos mientras continuemos empeñados en impartir educación desfasada, pobre, inadecuada y parcial, más proclive a obedecer intereses egoístas y a fabricar seres humanos alejados de su esencia, del bien, de la justicia, de la dignidad, del conocimiento puro y de la libertad, en un entorno en el que valen más las personas que rinden culto a las apariencias, a las cosas, a los temas superfluos y a poseer sin destino ni motivo.
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