Y mientras unos se ocupan de la guerra, la vida regala colores, formas y sabores

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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La humanidad está rota. Mutila la naturaleza y trata de enmendar los guiones de la vida. A pesar de todo, la mirada del sol, desde el amanecer hasta antes del ocaso, alumbra las flores que regalan sus matices y sus perfumes a quienes se deleitan con sus formas y sus texturas. La gente se odia. Pelea y se mata cruelmente; pero la lluvia y los ríos apagan la sed, palpitan al ritmo de la creación infinita y limpian la escoria que queda sobre el planeta y que cubre los poros y asfixia la intimidad de la naturaleza. Tantas personas se aglomeran, consumen y no aportan ni compensan el bienestar que disfrutan, en contraste con la vida que abre sus puertas y ventanas a buenos y malos. Hombres y mujeres contaminan la tierra, la envenenan y la intoxican, y sigue obsequiando frutos con sabores deliciosos y nutrientes invaluables. El ser humano atentó, recientemente, contra sí mismo al incendiar una selva, asesinar innumerables animales y crear, en laboratorios, una enfermedad que dispersó estratégicamente, una y otra vez, en distintas regiones del mundo, con la idea de eliminar ancianos, enfermos y mucha gente, y ahora, aún sin reponerse, se encuentra inmerso en una guerra; no obstante, hay quienes escriben y leen poesía y novelas, pintan y admiran lienzos con paisajes bellos, interpretan y escuchan melodías verdaderamente magistrales, aman, hacen el bien, defienden la paz, practican virtudes, promueven la libertad y luchan por la dignidad, la justicia y la igualdad, en alianza con la vida incesante que palpita en todas las expresiones. La humanidad está en guerra, pero el mundo y la naturaleza siguen en armonía y en equilibrio con la vida, a pesar de tantas alteraciones y mutilaciones, con una sonrisa y un abrazo infinito a quienes decidan asomar y descubrir su reflejo en los espejos más bellos y sublimes.

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En estos días

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Estamos rotos. Somos, parece, seres humanos mutilados e incompletos, ambiciosos e intoxicados de estulticia, odio y violencia, incapaces de amarnos, plantar árboles, cultivar flores y coexistir, en armonía y en equilibrio, entre nosotros y con la naturaleza; pero sí, en cambio, con la terrible capacidad de destruirnos y arrasar con la vida en cualquiera de sus expresiones.

Hoy miro, con tristeza e impotencia, el escenario humano. Amplios porcentajes de personas, a nivel global, permanecen distraídas y enajenadas con los mundos virtuales que les ofrecen los aparatos digitales, al mismo tiempo que rivalizan unos con otros, compiten estúpidamente en una carrera sin proyecto ni sentido, se odian por sus diferencias o por lo que algunos poseen, participan en el terrible juego de los opuestos y se destruyen a sí mismos.

Y mientras la gente permanece atenta a sus memes, a sus medios virtuales, la otra parte de la vida, la que verdaderamente es real, se consume irremediablemente y se complica. Al despertar, las generaciones de la hora contemporánea -niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos-, descubrirán tardíamente que desperdiciaron los mejores años de sus existencias en las migajas que otros, los más poderosos, quienes realmente tienen planes, arrojaron despiadadamente al vecindario con el objetivo de que pelearan, no pensaran y se acabaran entre ellos.

Todavía no superamos los desastres causados por una enfermedad contagiosa y mortal, preparada en laboratorios y dispersa estratégicamente en el mundo, que fracturó nuestras vidas, lo que parecía tan nuestro, los esquemas individuales y colectivos que formaban parte de la cotidianidad, y ya tenemos presentes acontecimientos que motivan a preocuparse por lo que, inevitablemente, podría traducirse en una guerra de lamentables consecuencias para la humanidad.

Me resulta complicado manifestarme a favor de unos o de otros, por diversos motivos: acaso porque, en materia de linaje, estoy hecho de pedazos de aquí y de allá, y no podría traicionar a mis raíces ni a mí; probablemente por conocer personas de tantas naciones y considerar que, fraternalmente, somos hermanos y amigos; quizá por saber que son la esencia y el sentido positivo de los sentimientos, la razón, las palabras y los actos, y no los rasgos, la riqueza, el poder, las apariencias, las superficialidades, los antagonismos y las diferencias, lo que salva de la temporalidad y conduce a planos infinitos; seguramente por respetar a mis lectores y a la gente de todo el planeta; tal vez por todo y por nada. por más de lo que creo e imagino y que, no obstante, percibo que palpita en mi interior y en lo que me rodea.

En consecuencia, ante las posibilidades de la guerra que viene, solamente dejaré que sea mi ser interno quien se exprese libremente. No declaro la guerra ni fomento el odio y la violencia; al contrario, como escritor y artista, promuevo un mundo de amor, comprensión, tolerancia, respeto y paz. Sé que atrás de una guerra existen una multiplicidad de encuentros y desencuentros, motivos y sinrazones. Evitemos la guerra. ¿Cómo? Educando a la infancia, a los adolescentes, a la juventud. La educación inicia en casa y se extiende a la escuela. Nunca es tarde para hacerlo. Es perentorio llevarlo a cabo. No queda tiempo. No hay tregua.

No hagamos generaciones perdidas de los niños, los adolescentes y los jóvenes. Si inician la guerra, los ataques, el odio y la violencia, es hora de empezar, nosotros, con ejemplos, educación y consejos dignos y positivos. Seamos protagonistas de pequeños detalles y de cambios grandiosos que verdaderamente muevan al mundo; renunciemos a la contemplación irresponsable, a la pasividad que agota y favorece la muerte.

Como individuos y sociedad, merecemos respeto. No hay razón para que nosotros -tú, yo, ellos, ustedes- seamos víctimas de las decisiones agresivas y erróneas de los gobernantes. Ellos toman decisiones muchas veces ajenas a la voluntad del pueblo, establecen alianzas y comprometen el presente y el futuro de la gente a la que se deben y que los sostiene con sus impuestos.

Bastaría con que, en todo el mundo, bien organizados y sin violencia, protestáramos contra los causantes de la pandemia dirigida con cierta intencionalidad por una élite y nos opusiéramos a políticas, acciones y guerras que atentan contra la humanidad, la vida y la estabilidad en el planeta, para que tales grupúsculos se dieran cuenta de que todos nos oponemos a la locura que hoy vivimos.

Sé que no es factible que una persona o una sociedad aislada, carente de apoyo, exija y luche contra una élite intocable, refugiada en fortunas incalculables, en el poder militar o político; pero al sumarse, aquí y allá, a nivel global, las protestas dignas, inteligentes y pacíficas contra las atrocidades que se cometen en perjuicio de la gente y de la vida, los líderes y los gobiernos se tambalearían y, por lo mismo, tendrían que reprimir sus proyectos e impulsos devastadores.

Este día, entre tantos silencios y escándalos que huelen a odio, guerra, enfermedad, hambre, miseria, crisis, antagonismo, violencia, manipulación, miedo y control absoluto, reflexiono profundamente y me pregunto, una vez más, si reaccionaremos y saldremos de nuestro letargo y si tendremos capacidad para exigir dignidad, respeto, paz, libertad y progreso. Es por bien de todos. Por ti, por mí, por ustedes, por ellos, por nosotros y por nuestros descendientes.

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Si no forman parte del pueblo, ¿quiénes son?

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Les llaman, en sus discursos, pueblo. Académicos, economistas, intelectuales, políticos, artistas, abogados, periodistas, religiosos, analistas. líderes y funcionarios públicos, entre otros, se refieren a la gente común con el término pueblo, como si se tratara de una palabra contagiosa o con una dosis tóxica, capaz de volver pobre, desafortunada e ignorante a cualquier persona que la pronuncie.

Incluso, al referirse al pueblo, queda la idea de que, para ellos, los que hablan en las tribunas públicas, lo hacen como si fueran ajenos y extraños a la humanidad. «El pueblo necesita atención, medicamentos, educación, asesoría, programas sociales, seguridad, fuentes laborales, obras, servicios», en el tono que lo expresan, parece que solo falta agregar: «también requiere muletas, intermediarios, socorristas y golpes para que entienda y supere su mediocridad».

En México, como en otras regiones del mundo, donde las clases sociales están marcadas y las apariencias forman parte de las costumbres, la clase política y sus funcionarios públicos, junto con las personas que cuentan con alguna especialidad universitaria, los religiosos y otros más, son proclives a mencionar, en sus conferencias y discursos, el término pueblo, como si le agregaran un tono de lástima, desprecio o repulsión.

Durante mi ejercicio periodístico y mi asistencia a conferencias, talleres, cursos y actos públicos, he notado, precisamente, esa costumbre perniciosa de hablar del pueblo como si se perteneciera a otra esfera. Son los grupos que se consideran selectos, los que más recurren a tales errores.

Siempre he respetado a la Real Academia Española; sin embargo, si bien es cierto que el concepto de pueblo se deriva de la palabra controvertida populus, si uno consulta el significado, en el diccionario de la lengua, descubrirá varias definiciones, algunas, incluso, que parecen contradictorias: «ciudad o villa», población de menor categoría», «conjunto de personas de un lugar, región o país», «gente común y humilde de una población» y «país con gobierno independiente».

Llama la atención, verbigracia, que, por una parte, se informe que se trata de un «conjunto de personas de un lugar, región o país», lo cual, implica, lógicamente, que contempla toda clase de gente, desde las élites y todos los grupos que se creen superiores por su poder económico y político, por sus conocimientos y por su formación, hasta los seres humanos más pobres. Ese concepto sería el más razonable. No obstante, la definición se fractura, más adelante, dentro de la misma página del Diccionario de la Lengua Española, al indicar que es «gente común y humilde de una población».

Cualquier lector, sin mucha formación, podría tener una confusión al descubrir tal contradicción, porque, de acuerdo con la lógica, basada en ambas definiciones, pueblo son todas las personas que habitan un lugar, región o país, o, simplemente, es gente común y humilde de una población. Esto es como el ejemplo de quienes, ante indefiniciones, rentan o venden sus fincas, cuando se trata de dos actos muy diferentes.

Frecuentemente, cuando alguien, en sus discursos, entrevistas, diálogos o mensajes, pronuncia el término pueblo, queda la sensación de que lo hace como si la gente a la que se refiere estuviera mutilada o totalmente imposibilitada, con las manos estiradas para recibir dádivas, las migajas que caen de las mesas de la abundancia.

Todos somos pueblo, desde los más poderosos económica o políticamente, hasta quienes coexisten en el pauperismo. Y, aunque parezca disgustarles por sentirse parte de una élite, gobernantes, empresarios, militares, políticos, funcionarios públicos, artistas, intelectuales, líderes religiosos y sociales, académicos, profesionistas, actores y burócratas, entre otros tantos, forman parte del pueblo. Las únicas diferencias, en ellos, son las que marcan sus rasgos de riqueza, poder e influencia en sus entornos; pero son, a pesar de su repulsión, pueblo.

Y reprobable no solamente es su aversión a la gente que consideran pueblo, vulgo, colectividad, sino los beneficios que obtienen de la sociedad. Es mucho lo que reciben y poco o nulo lo que devuelven como compensación a la colectividad.

Creo que transcurrirán muchos años y ellos, los que se sienten superiores por sus conocimientos, su dinero, su influencia o su poder, seguirán refiriéndose al pueblo como un conjunto de personas rotas que necesitan, con urgencia, ayuda y prótesis para desarrollarse y progresar. Pueblo somos todos, tú, yo, nosotros, ellos. Recuerda que una fortuna material, un cargo gubernamental, un ministerio religioso, un liderazgo social, un título universitario o una vida pública, representa satisfacciones personales importantes y grandes responsabilidades; sin embargo, en esencia, no te hacen diferente. Así que pueblo somos todos.

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Otra definición de arte en un párrafo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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El arte consiste en introducirse en las profundidades del ser, explorar las vetas que existen en sus rincones inconmensurables, escuchar los rumores y los silencios del alma y de Dios y descifrar, finalmente, su lenguaje y sus mensajes, para, más tarde, transmitirlos a la humanidad, a través de letras y palabras, colores y formas, melodías y pausas, de tal manera que los relatos, los poemas, los murales y los lienzos pictóricos, las esculturas y la música, hablen suavemente, susurren a los oídos de arcilla y a la esencia y ofrezcan pedazos de cielo y conduzcan a otras fronteras, donde la luz infinita alumbra a quienes se atreven a sentirla.

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Rutas de un viajero. Capítulo XVI. San Juan Parangaricutiro o San Juan de las Colchas. Volcán Paricutín. San Juan Nuevo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Foto de portada: Sectur México

Cuando era niño, escuchaba hablar acerca del volcán Paricutín, en Michoacán, estado mexicano que, entonces, me parecía muy distante de la ciudad donde vivía. La gente platicaba que se trataba del único volcán que, en América, los seres humanos, en la época moderna, habían mirado surgir de la intimidad de la tierra, el cual, por cierto, tuvo actividad durante nueve años.

Esas historias me atraían e interesaban. Imaginaba las escenas, el pánico de los nativos purépechas al escuchar el lenguaje geológico del Paricutín. Me parecía distinguir a las familias aterradas por el fenómeno y, a la vez, reacios a abandonar sus casas de madera y su pueblo. Escuché varias ocasiones que mi abuelo materno, tan aventurero como yo, viajó hasta San Juan Parangaricutiro, Michoacán, con la idea de presenciar el espectáculo, ayudar a la gente y vivir la experiencia con intensidad. Conoció a Dionisio Pulido, el campesino purépecha que fue dueño del terreno de donde apareció, imponente, el volcán Paricutín.

Relataban, en los días de mi infancia que, en la tarde del 20 de febrero de 1943, alrededor de las cuatro y media de la tarde, el campesino Dionisio Pulido, quien moraba en el pueblo de San Juan Parangaricutiro o San Juan de las Colchas, se encontraba en su parcela, donde araba, sembraba y cosechaba maíz y otras legumbres, cuando, de improviso, enrareció el ambiente, tembló y la tierra se agrietó.

Bien es sabido, de acuerdo con las declaraciones de aquel campesino, que de la grieta surgieron cenizas y piedras, hasta que se formó un montículo de alrededor de metro y medio de altura. Durante el lapso del primer día, el volcán medía 30 metros de altura, medida que duplicó al tercer día, hasta que, al siguiente mes, en marzo, era de 148 metros. En la actualidad, el volcán Paricutín tiene una altitud de 424 metros.

Mi espíritu aventurero, mi pasión por la naturaleza, mi amor por el arte y mis jornadas intensas de periodismo turístico, propiciaron, años más tarde, que visitara, en diversas ocasiones, el volcán Paricutín, las ruinas del templo colonial y el pedregal que cubre lo que fue el pueblo indígena de San Juan Parangaricutiro, conocido, también, desde horas lejanas, como San Juan de las Colchas. Hoy resumo una de aquellas caminatas inolvidables.

Caminé, emocionado, sobre las arrugas y los pliegues del pedregal ennegrecido y poroso. Me pareció asombroso andar sobre lava transformada en piedra, apenas hace algunas décadas expulsada por un volcán que transformó el destino y la vida de un pueblo, una comunidad purépecha que, hasta antes del 20 de febrero de 1943, coexistía en un rincón natural que parecía tan suyo.

Miré, en el escenario agreste, detalles de la naturaleza, motivos de la vida. De las hojas verdosas deslizaban, muy temprano, las gotas del rocío que, el caer, se filtraban en la arena ennegrecida, antaño arrojada por el volcán, mientras reptiles e insectos, acostumbrados al trinar de los pájaros de bello plumaje, se encontraban inmersos en una comarca que los empujaba a la difícil prueba de la coexistencia.

Bajo la lava, quedaron historias y linajes no recordados, miradas y rostros ya olvidados, anhelos e ilusiones incumplidos, pedazos de vida que calló, ruinas del templo colonial y fragmentos de trojes y chozas indígenas.

Volcán Paricutín. Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez.

Desde muy temprano, cuando los rayos solares desentumen el bosque de pinos que anteceden a la lava, las ruinas del templo colonial y el volcán, partimos a caballo del típico pueblo de Angahuan, que todavía conserva parte de su caserío de madera y, por añadidura, su bello e invaluable templo colonial. Angahuan es pueblo serrano que conserva trojes de madera con tejamanil, entre las que resalta el singular templo dedicado a Santiago Apóstol, construcción al estilo plateresco y morisco que data de las horas del siglo XVI, y la capilla del Hospital o Huatápera con su hermosa cruz atrial.

Junto a mis acompañantes, contemplé, antes de descender de los caballos, el bosque, la superficie rocosa, el volcán y las montañas que resaltan con el azul del cielo matinal. Respiramos profundamente. El aire llegaba, fresco y puro, hasta nosotros. Miramos, una vez más, al horizonte, recordando que un día antes, al atardecer, cuando el crepúsculo postrero se desvaneció, admiramos por algunos instantes una cordillera lejana, siluetas de montañas que apenas permitieron que identificáramos el volcán de Colima. El escenario montaraz resultó, a esa hora vespertina, majestuoso e impresionante.

Ruinas del antiguo templo de San Juan Parangaricutiro. Fotografía: Sectur Michoacán.

Olía a naturaleza. Los parajes desolados, preámbulo del pedregal, seducían nuestros sentidos, invitándonos a admirar el bosque, a escuchar el canto de los pájaros que se propagaba y a respirar profundamente el aire invernal que maquillaba de carmesí nuestras mejillas.

De la intimidad de la tierra brotó, hace más de media centuria -en 1943, cuando la humanidad se ocupaba en la Segunda Guerra Mundial-, la nueva piel de San Juan Parangaricutiro o San Juan de las Colchas, como le conocían los nativos de la región de Uruapan. Inquieto e inconforme, el Paricutín nació y enmendó el paisaje de la naturaleza; sustrajo los pinceles y las pinturas para modificar el lienzo entonces policromado por el agua, las flores y la vegetación. De su matriz infantil, de su vientre que ardía, escapó la lava que modificó el panorama.

Tras los pinos, aparecieron, aquí y allá, al frente y al lado, las hondonadas y las plataformas rocosas que invitaban a bajar de los caballos, a caminar, a escudriñar su piel morena y porosa, a sentir los rasguños del calor. Llegamos hasta un parador donde los indígenas preparaban comida y algunas mujeres, ensimismadas en sus pensamientos y cautivas en su vestuario tradicional de colores chillantes, bordaban, como sus antepasadas, piezas de manta y textiles rústicos.

Fotografía antigua del volcán Paricutín. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

Brincamos. Salvamos obstáculos. Pisamos el pedregal que otrora fue lava, material ardiente que cubrió los poros de la naturaleza, el pulso de la tierra. Llegamos, a fuerza de caminar, hasta las ruinas del templo virreinal, donde la piedra volcánica, ardiente y encolerizada, trepó y derrumbó muros y techo.

Visitamos el altar derruido y los vestigios de las antiguas paredes; pero nos trasladamos, igualmente, a la fachada con una torre y la otra incompleta, comprendiendo que el recinto sacro fue de dimensiones extraordinarias. Quedaron sepultados milagros, confesiones, misas, oraciones, veladoras e historias anónimas, ya olvidados, de un pueblo que admiró y conoció, igual que en la prehistoria, el surgimiento de un volcán.

Mundo de ceniza y piedra, refugio de ardillas, armadillos, conejos, coyotes, cuervos, pájaros, tejones, víboras, zopilotes, zorros y otras especies. Todo cautivaba nuestros sentidos mientras avanzábamos a la cima del Paricutín, dejando atrás, cual niña huérfana, las ruinas del templo.

Fotografía antigua del volcán Paricutín.

Coincidimos, en el camino, con un grupo de franceses de Lyon, con otro de españoles y con uno de mexicanos, gente interesada en conocer el volcán Paricutín y, de paso, ansiosa de visitar San Juan Nuevo, para entrar bailando al templo del Señor de los Milagros.

La ladera, desnuda y ennegrecida, exigía buena condición física. Las hendiduras y los tumores rocosos recuerdan al nativo, al visitante, a todos, que un volcán puede cambiar el escenario, el paisaje, el panorama, la vida de un pueblo o del mundo. Y todos lo saben porque el Paricutín es un volcán que surgió en el siglo XX. En esa época se insistió mucho en que se trataba del volcán “más joven” del mundo.

Inseparables, Paricutín, Chimenea y Zapicho llegaron con exactitud y de frente a su cita con el destino, con la historia de un pueblo entonces apacible y dedicado a las hortalizas, a la elaboración de textiles, a las tradiciones heredadas por sus ancestros purépechas.

Siempre conservando el sentido de orientación y racionando el agua, llegamos, al fin, a la cumbre del cono volcánico, desde la que distinguimos, ya completo, el panorama pedregoso. El escenario resultó imponente. Parecía como si el tiempo hubiera detenido su caminata y todo, incluidos la respiración y el viento, quedaran suspendidos entre los rumores y los silencios.

Admiramos las múltiples huellas que dejaron las corrientes de lava durante sus momentos frenéticos, al acariciar ardientemente la piel de la naturaleza; pero quedamos fascinados, simultáneamente, al descubrir piedras oscuras que brillaron al recibir el ósculo del sol de mediodía.

Difícil resulta describir un espectáculo cenizo y pétreo. ¿Dónde están las palabras para componer un poema a la majestuosidad del Paricutín? ¿Dónde los colores y los pinceles para dedicarle el mejor de los lienzos? ¿Dónde las partituras que dicten un concierto o una sinfonía magistral a su grandeza? ¿Cómo esculpir una réplica si el volcán fue artista inigualable?

Mientras descendíamos por la ladera solitaria, repasamos el álbum, las páginas empolvadas de la historia, con la finalidad de navegar hasta las horas ya distantes del siglo XVI, entre 1530 y 1535, cuando los misioneros franciscanos dedicaron los días de sus existencias a fundar pueblos en la región de Tancítaro.

Fue fray Juan de San Miguel, miembro de la Segunda Real Audiencia que encabezó Vasco de Quiroga, quien fundó San Juan Parangaricutiro, para lo que eligió una llanura al sur de Angahuan. Ellos, los evangelizadores, enseñaron a los nativos técnicas en la elaboración de textiles. Rápido aprendieron el oficio que dio nombre a Parangaricutiro como San Juan de las Colchas. Parangaricutiro significa, en lengua indígena, “canoa de agua metida en el paredón”; aunque otros aseguran que la traducción correcta equivale a “mesa” o “el pequeño”.

Ya las piedras, en el camino, evocaban que, en el ocaso de tal siglo, los hombres del poblado fueron enviados a las minas de Guanajuato, de manera que, décadas más tarde, en 1629, se solicitó la suspensión de dicha acción ante el Juzgado de Indias. Mientras se emitía la resolución, otros hombres fueron comisionados a Valladolid, la capital de Michoacán, con la intención de sumarlos a los contingentes que participaron en la construcción de la catedral.

Hay una leyenda cautivante y hermosa, la del Señor de los Milagros, que refiere que, en los minutos de 1597, cuando aquellas tierras olían a colonización y misiones, llegó a Parangaricutiro un comerciante con tres imágenes de Cristo. El forastero se hospedó en casa de Nicolás, humilde indígena que se interesó en la imagen de un Cristo crucificado, que, por el color, por el tono, parecía la piel de los nativos purépechas. El desconocido rehusó recibir dinero a cambio del Cristo. Lo obsequió a Nicolás. Al marcharse, algunos indígenas siguieron al hombre tan enigmático, del que aseguraban desapareció al llegar a la orilla del caserío, acontecimiento que los moradores interpretaron como señal divina para rendir culto a la imagen que colocaron en la capilla del Hospital.

Señor de los Milagros. Fotografía: San Juan Nuevo, Michoacán. Facebook.

Refiere la tradición que fray Sebastián González llegaría puntual a su cita con el Señor de los Milagros. Al tener noticias los evangelistas acerca del hecho suscitado con la imagen, comisionaron al fraile un 14 de septiembre de 1597 a Parangaricutiro. Él, el religioso, pidió una señal a Dios para adorar la imagen, la cual cambió su gesto y abrió los ojos. Asombrado por el milagro, el evangelizador bendijo al Cristo e inició la promoción de su culto, hasta que, en 1605, en la aurora del siglo XVII, la imagen fue trasladada de la capilla del Hospital al templo de Parangaricutiro, ante la algarabía y la devoción de incontables indígenas de la región. Fue una ceremonia emotiva e inolvidable. Realizaron la procesión del Hospital al templo, acompañados de música y oraciones.

Durante la octava del 22 de septiembre de 1605, es decir ocho días después de la fiesta, el fraile Sebastián González celebró misa y anunció que, “en esta tierra, Dios ha dejado sentir sus dones; en correspondencia, este pueblo debe ser un pueblo santo”.

Notamos, conforme andamos y saltamos, la proximidad de las ruinas del templo que parecían exhalar suspiros nostálgicos, evocando aquellas horas de fervor hacia el Señor de los Milagros, cuando cada año llegaban peregrinaciones multitudinarias que no pocas ocasiones concluían en riñas, hasta que un obispo de Zamora, molesto por los actos, prohibió a los fieles ingresar al templo bailando, acto que era tradicional en el pueblo.

No obstante, el obispo referido viajó a Parangaricutiro, donde sufrió una fractura en una pierna que lo obligó a trasladarse al hospital de Paracho. Comprendió, entonces, que se trataba de una señal del Señor de los Milagros. A pesar de las prohibiciones médicas, solicitó que lo ayudaran a viajar al poblado indígena. Al llegar al portón del templo, entró bailando hasta el altar, donde se recuperó milagrosamente de su lesión, según relata la tradición. Desde entonces, los peregrinos que visitan al Señor de los Milagros, hoy venerado en el templo de San Juan Nuevo, entran y salen bailando con mayor entusiasmo. Hay una frase célebre y popular que refiere: “éntrale a San Juan bailando”.

Aunque con imprecisiones y contradicciones en las fechas, hay quienes refieren que un nativo llamado José Maricho, quien en 1880 tenía alrededor de ciento diez años de edad, fue descendiente de Nicolás Maricho, el hombre que recibió la imagen del Señor de los Milagros de un forastero que rehusó proporcionar su identidad y el origen del Cristo, y que además no aceptó que le pagaran ni probó alimento durante su estancia en la casa humilde, la cual se localizaba a una cuadra del atrio del templo.

Y si innumerables son las historias y leyendas del Señor de los Milagros de la centuria XVI a la XIX, ya en la juventud del siglo XX los habitantes de San Juan Parangaricutiro y los peregrinos dejaron de bailar en el templo, porque ellos, los persecutores de la religión, amenazaron acabar con la imagen. Eran años de la guerra cristera, entre 1926 y 1929, provocada por la Ley Calles que promovió la intolerancia hacia el culto religioso, motivo de derramamiento de sangre en diversas regiones de México. México venía del estallido revolucionario que inició en 1910 y de la posterior lucha entre generales que rivalizaban por el poder.

Los moradores permanecían encerrados en sus trojes, temerosos de que repentinamente se presentaran los federales. La comunidad decidió nombrar a Cayetano Antolino y a José María Cuara para sepultar, en algún paraje secreto, la imagen del Señor de los Milagros, salvándola así de la ferocidad de los enemigos de la Iglesia Católica.

Martirizado, Cayetano Antolino negó revelar el lugar exacto donde él y su compañero enterraron la imagen, actitud que encolerizó a los federales, a los adversarios del catolicismo, quienes lo colgaron, ante el asombro y el miedo de los habitantes, de un árbol. Fue un acto que horrorizó a los moradores del poblado, quienes no traicionaron su fe hacia el Señor de los Milagros.

Regresamos al parador donde los purépechas atendían puestos con comida y vendían artesanías bordadas, fotografías del Paricutín, estampas del Señor de los Milagros y fruta. Entablamos conversación con ellos, con los más ancianos, para enriquecer las anécdotas e historias que conocíamos acerca de la erupción.

Historias que se mecen en el columpio de las evocaciones. Buscamos, en alguna vereda pedregosa y solitaria, a Isidro Juara, quien platicó que hubo nativos que atribuyeron la erupción a un castigo divino que se desencadenó tras un acto cometido por habitantes del pueblo Parícuti, los cuales incendiaron una cruz de madera que se encontraba en el cerro Capatzin.

Se consumían las horas de 1942, muchos meses antes de la erupción del 20 de febrero de 1943, cuando llegó a la zona una plaga incontenible de insectos -“chochos”, les llaman popularmente en tierras michoacanas-, que devoraron árboles, fruta, hortalizas, maíz y plantas.

Nadie pudo aniquilarlos. Eran demasiados. La gente, convencida de que se trataba de una maldición, se encontraba atemorizada. Los animales verdosos estaban acabando con todo. Avanzaban insaciables. No lograban contenerlos. Evocaban las plagas narradas en tierras lejanas, en tiempos distantes, en páginas del Antiguo Testamento, en la Biblia.

Tras la invasión de insectos, se registraron temblores; más tarde, ya en 1943, el recién nacido volcán dio muestras de actividad. El cielo nocturno, hasta entonces sereno, se incendiaba ante las erupciones. Los nativos tenían pánico. Algo, en su mundo, no estaba bien. El cielo ennegreció. La comarca permaneció en la oscuridad ante el humo denso que flotaba.

Aniceto Velázquez Contreras, deambulaba por esos caminos de ceniza y piedra. Pesan los años. El tiempo le dejó cicatrices, huellas, signos. Tenía nueve años de edad cuando “reventó” el Paricutín, como dicen los indígenas. Era muy pobre. Asistía a la escuela por las mañanas y durante las tardes laboraba en un “amasijo”, en un horno de pan.

Caminaba por las otrora apacibles callejuelas del poblado, pletóricas de trojes de madera, cuando percibió que la multitud, atemorizada, miraba hacia el Paricutín que expulsaba gran cantidad de humo. Temerosos, pero con bastante hambre, los pobladores robaron pan del canasto, mientras el niño, tan aterrorizado como la multitud, dio aviso a sus patrones sobre las expulsiones de humo en el Paricutín. Nadie recordó el pan que jamás pagó.

Y aquí y allá, en este y en ese paraje, los nativos, ya encanecidos por las horas acumuladas, por los años pasajeros, narraron historias relacionadas con la erupción del Paricutín. Supimos, por ellos, que fue hasta abril de 1944, cuando el Paricutín destruyó los cultivos de los moradores de San Juan Parangaricutiro; un año después, en 1945, la actividad volcánica era impresionante. Arrojó lava que cubrió grandes extensiones de terreno. En 1943, la lava avanzaba a veintitrés metros por hora. El templo fue sepultado en 1944, el mismo año que los nativos celebraron las despedidas de las Vírgenes del Hospital y de La Natividad.

Ciertas tradiciones indican que, durante los días de incesantes erupciones, los moradores de San Juan Parangaricutiro ingresaron al templo con intención de llevar a su lado al Señor de los Milagros. La otrora imagen ligera, se volvió demasiado pesada, al grado, incluso, de que apenas lograron cargarla dos personas. Extrañamente, conforme avanzaban, la imagen adquiría mayor peso. Ya en el bosque desolado y sombrío, los hombres no resistieron el peso.

Hábiles carpinteros, los peregrinos cortaron algunos árboles con los que fabricaron una mesa con cuatro salientes. Colocaron la imagen al centro y siguieron el camino. Rumbo a Angahuan, la imagen aumentó, como horas antes, su peso. Los hombres desfallecían. Llegaron a Corupo y pernoctaron en el atrio, mientras la actividad volcánica continuaba incesante allá, cerca de San Juan Parangaricutiro, donde se descubría el resplandor del cielo.

Un día después de que iniciaron la peregrinación, el 22 de febrero de 1943, el sacerdote celebró misa; pero al encontrarse en el acto de comunión, hizo una pausa extraña y comunicó a los fieles que él, el Señor de los Milagros, no se sentía a gusto en Corupo y que era preciso, en consecuencia, trasladarlo de nuevo a San Juan Parangaricutiro.

Narra la historia que, sin esfuerzo ni titubeos, el cura se dirigió a la imagen, la cargó y caminó dieciséis kilómetros ante la sorpresa de los fieles, hasta que ingresó al templo y colocó al Señor de los Milagros en el altar. Oró durante los siguientes dos días, probando exclusivamente agua y pan.

Revivía la fe en el Señor de los Milagros, como se convulsionaba, paralelamente, el Paricutín, que pronto modificaría el escenario. Temblaba continuamente. El cielo se cubría de fuego y humo. Los habitantes permanecieron en sus trojes catorce meses más, hasta que la lava llegó durante los primeros días de mayo.

Fue el 10 de mayo de 1944, cuando los moradores de San Juan Parangaricutiro, el antiguo y tradicional San Juan de las Colchas, donde se celebraban, desde hacía siglos, fiestas y peregrinaciones en honor del Señor de los Milagros, se marcharon con la finalidad de fundar otro pueblo en la añeja Hacienda de los Conejos, hoy llamado San Juan Nuevo.

El Señor de los Milagros fue el guía. Dicen que él, el Cristo, eligió el lugar para su morada. No se registraron incidentes durante el trayecto. Mucha gente desarmó sus trojes de madera y las trasladó hasta San Juan Nuevo. Inició el éxodo del antiguo pueblo.

Evidentemente, la imagen del Señor de los Milagros yace en el templo principal de San Juan Nuevo, donde la gente -feligreses y peregrinos- continúa bailando al entrar y al salir, porque en la otra capilla reposa la Virgen del Hospital que apareció hace siglos, según la leyenda, en un tronco próximo a un manantial, en un paraje denominado Pantzingo.

Hoy, como hace centurias, la imagen sigue atrayendo a incontables personas de diversas regiones. San Juan Nuevo es pueblo que cuenta, además, con museo alusivo al Paricutín, donde se reseña la actividad volcánica que cesó el 14 de marzo de 1952, teniendo un ciclo de nueve años, once días, diez horas. Al Paricutín se le denominó el volcán “más joven” del mundo y el que seres humanos vieron surgir de las entrañas de la tierra,

El museo exhibe piezas interesantes, entre las que destacan un telar de 1874, una silla de montar de 1887, un yugo de 1834, una camua de 1884, un santo, jícaras, un rebozo de 1874, bateas de 1887, 1889 y 1894, un metate, molcajetes de 1884 y 1894, y fotografías tomadas durante la erupción.

En el jardín principal hay una fuente y una pérgola, pero también la réplica del Paricutín, de las trojes y del templo de San Juan Parangaricutiro. Recuerdo, después de todo, de un pueblo que fue consumido por la lava. También existe, en San Juan Nuevo, un pequeño zoológico. Los nativos comercializan artesanías y fruta de la región. El pueblo es centro al que continuamente llegan peregrinos y turistas.

Las pinceladas vespertinas, con la nostalgia que provocan el amarillo, azulado, el naranja, el rojizo y el violeta del horizonte, indicaron el retorno a casa; pero aún emocionados ante el pedregal ennegrecido y poroso que tapizó las facciones de la tierra, ocultando mil historias anónimas, decidimos tomar algunas fotografías de las siluetas, cada vez menos definidas ante la distancia, del Paricutín y las ruinas. Se hizo de noche y pernoctamos cerca de las piedras que sepultan pedazos de un pueblo indígena con sus rostros, sus historias, su linaje y sus sueños.

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El árbol centenario

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Todos los días lo contemplo con embeleso, en las mañanas y en las tardes, desde la ventana de la oficina. Me transmite su energía, la paz de la naturaleza, su fragancia de oxígeno, la sombra que proyecta en determinadas horas, el amor que exhala en cada suspiro y sus deseos de vivir. Es el árbol, un pirul centenario, que luce su tronco rugoso, su corteza agrietada y oscura, sus hojas peculiares, el aroma de su resina y sus pequeños frutos rojizos que cuelgan en racimos. Cuando llueve o al filtrarse la mirada solar entre sus hojas y tocarlo el viento, en sus interminables caricias, sus hojas agachadas, cada una con múltiples laminillas verdes, regalan un espectáculo mágico. La gente que entra y sale se acostumbró, parece, a verlo cerca del paredón de una finca antigua; sin embargo, me cautiva y es, en secreto, refugio de mis alegrías y de mis tristezas, de mis consuelos y de mis desconsuelos, de mis ilusiones y de mis esperanzas. Entre sus rumores y sus silencios, el árbol escucha la voz de mi interior y me abraza como un padre, igual que una madre, con amor y consejo, prudente y sabio. Me habla. Entiendo su lenguaje. Ha vivido tantas décadas en el mismo lugar y sus raíces no se han apropiado de las piedras ni intentan buscar y atrapar tesoros ocultos. Por eso es que, quizá, crece pleno y libre, contento, apacible y hermoso. Cuando más desolación siento, recibe los abrazos y los besos del viento que me comparte con dulzura y encanto, a veces con un consejo, en ocasiones ausente de mensajes, para tranquilidad mía. Constantemente me recuerda que las cosas intangibles y materiales no solamente son para uno, sino para el bien que pueda derramarse a los demás, principalmente a quienes más lo necesitan. Y como vive en armonía y en equilibrio consigo, con los elementos que lo componen y con las plantas que le rodean, entiendo el valor que significa amar a la familia y a los seres que están cerca y lejos, y respetar, siempre, a todos, por insignificantes que parezcan. Nadie es superior ni inferior. Solo los estúpidos y los necios juzgan por las apariencias. El árbol es testigo del paso de hombres y mujeres sencillos y amables, pero también de personas altivas, hostiles y groseras, sin que los malos gestos, la presunción y las superficialidades perturben su paz. A todos comparte frescura, oxígeno y sombra. Sus raíces se internan en las profundidades de la tierra y obtienen los nutrientes indispensables para vivir con salud, mientras su tronco arrugado y oscuro, es vigoroso y sostiene con firmeza las ramas que se multiplican, como una enseñanza, tal vez, de que la unidad da fuerza. Lo he mirado, desde la ventana, durante las horas de tormenta, digno, resistente, majestuoso, sin caer ni darse por vencido, y eso me enseña mucho. Al admirar sus ramas con cortezas ranuradas y la espesura del verdor de sus hojas con laminillas que apenas permiten distinguir, desde el césped, la blancura de las nubes y el azul profundo del cielo, pienso que me encuentro en un pedazo de edén y siento la presencia de las almas que tanto amo, de la creación palpitante y de la Mente Infinita de bien y de luz, un Dios bondadoso que me aconseja, enseña y abraza con el amor más puro y sublime.

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Extraña afición

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Este relato se basa en hechos reales. Por una serie de circunstancias, mi padre conoció al protagonista de la historia que hoy narro, evidentemente con un apellido diferente para evitar daños a la imagen de un ser humano que murió hace muchas décadas, que no tuvo descendientes y que sintió, pensó, habló y actuó conforme a sus creencias y a su muy peculiar estilo de vida. Por insólito que parezca, el hecho fue real. Por su naturaleza, la trama puede resultar repugnante e insoportable para muchos lectores, e incluso provocar malestar. Su lectura no es apta para todos. En la hora contemporánea, el personaje, orgulloso de su linaje de cargador de número en uno de los mercados más tradicionales de la Ciudad de México, quien nació en postrimerías del siglo XIX y murió alrededor de 1940, hubiera sido condenado severamente por el trato despiadado que daba a los animales, específicamente a los gatos. Confieso que, al escribir el relato que este día les ofrezco, sentí dolor y tristeza, acaso porque amo la vida en cualquiera de sus expresiones, quizá por la atracción y el cariño que siento por los gatos que, aunque no tengo en mi casa, siempre me siguen, tal vez por saber que existen seres humanos que, ocultos, cometen atrocidades; no obstante, todo deja una lección y, por lo mismo, es necesario e importante conocer las realidades escondidas del mundo. Amemos a los animales y cuidémoslos responsablemente. He escrito esta historia que mi padre solía narrar, entre otras, durante la primavera de mi vida. Y vaya que mi padre vivió intensamente. Había que creerle.

Lo escuchó de nuevo. Oyó cuando trepó a la mesa. Sus lamidos eran inconfundibles. Con su presencia, el ambiente enrarecía y flotaba su hediondez, el olor de sus orines y de la suciedad apelmazada en su cuerpo, la mezcla de su saliva con la nata y la leche que devoraba con ansiedad y derramaba. No había duda. Estaba de regreso, como cada noche, sobre la mesa de madera, de la que saltaba hasta la estufa con residuos de leña y carbón.

Oyó sus pasos cautelosos. Husmeaba entre las cazuelas y las ollas de barro, próximo al canasto donde él, Onésimo Pérez, guardaba las tortillas de maíz y al recipiente que contenía la leche. Algo sucedía en la cocina, desde la primera noche que se introdujo por la ventana, que, al siguiente día, al amanecer, él descubría leche derramada en la mesa, trozos de nata en el suelo y huellas del visitante huidizo con el polvo carbonizado.

Los ratones habían disminuido en la casa. Tantos roedores nerviosos y de ojos saltones, refugiados en la alacena y debajo de la cómoda, desafiantes al peligro, ocultos en los trapos acumulados, en las cajas de madera -en México les llaman huacal o guacal-, capaces de depositar residuos fecales y pelos sobre los alimentos que robaban y tragaban, aparecían descuartizados e irreconocibles, a partir de la hora en que el gato descubrió el orificio de la ventana estrecha. Devoraba moscas, cucarachas y ratas jóvenes y viejas; dejaba, a cambio, pulgas que saltaban y coexistían con las chinches.

«El tío Paco», como le llamaba la gente, en la vecindad, ya conocía de memoria los ruidos que hacía el felino, quizá por tantas noches y madrugadas repetidas. El animal tragaba alimentos libremente, como si aquel cuarto le perteneciera. El hombre dormía en el suelo, en el otro cuarto, en un petate sucio por los años, apestoso por el sudor y la falta de aseo, roto por el uso e infestado de chinches, arañas, hormigas y cucarachas.

A las cuatro de la mañana, Onésimo Pérez despertó y se incorporó. Hizo a un lado la cobija apelmazada y descolorida, calzó los huaraches y caminó hasta el otro cuarto, donde se encontraban la cocina, la mesa y un espacio con cajas de madera, cubiertos con trapos, que ocupaba, algunas veces, para sentarse y recibir a sus escasos invitados.

Poca gente visitaba a «el tío Paco», quien, inculto, se presentaba como «Anésimo Pérez, cargador de número, pa´servirle a Dios y a asté», lo que significaba, en un lenguaje correcto, «Onésimo Pérez, cargador de número, para servir a Dios y a usted». Su carácter hostil, ahuyentaba a la gente que lo conocía y a sus propios familiares; sin embargo, quienes lo buscaban, lo hacían, tras recibir humillaciones y reprimendas, por la necesidad de solicitarle un préstamo con intereses muy altos.

Encendió una candela que colocó sobre la estufa de leña, donde se encontraban, entre leche, las huellas del gato que también aparecían, desafiantes, en la mesa de madera y en el piso de arcilla. Pateó un fragmento de la cazuela de barro que el felino tiró al cometer su fechoría y juró vengarse, atraparlo y darle una lección terrible; sin embargo, sonrió maléficamente al recordar un proyecto que databa de sus años de adolescente, cuando aún vivía en su pueblo, Amealco, Querétaro, al lado de sus amigos, con quienes huía al cerro del Vigía, mientras su padre, comerciante reconocido y hombre culto, ordenaba a los peones que lo buscaran y lo llevaran, por convencimiento o forzadamente, a la escuela. El padre sentía preocupación por el muchacho, quien nació en postrimerías del siglo XIX, el cual siempre había mostrado rebeldía.

Onésimo Pérez, sonriente, pensó que, si el gato se anticipaba y devoraba los alimentos, le facilitaría las condiciones para que ingresara por la ventana diminuta, con cristales rotos, para que se convirtiera, definitivamente, en su acompañante, en morador de la vivienda que, desde hacía años, rentaba en la vecindad de la calle Violeta, en el antiguo y tradicional barrio de La Lagunilla, en la Ciudad de México. Sí, el felino pardo y de ojos verdes, se volvería inquilino de aquellos dos cuartos que, generalmente, se encontraban en la penumbra.

Cerró la puerta de tablones y pasó el cerrojo. Caminó hasta el antiguo Mercado de San Juan, donde era conocido por los cargadores que no eran de número y, en consecuencia, envidiaban su lámina de latón, por los comerciantes que desde hacía años confiaban en él y por los clientes que preferían sus servicios por la experiencia y la garantía que ofrecía; además, era un personaje, un hombre que había llegado a la Ciudad de México desde los primeros años juveniles, en su huida de Amealco, su pueblo natal, en el que su padre lo regañaba y obligaba a estudiar y a hacerse cargo de los negocios familiares.

«El tío Paco», usaba un cinturón de piel de víbora, con doble fondo, en el que guardaba monedas de oro. Se jactaba, cuando le era posible, de las ganancias que obtenía como cargador de número y se burlaba, en cambio, de los catrines que tanto presumían por su aspecto, por su ropa, y carecían de dinero hasta para beber una taza con café, endulzado con piloncillo.

Mientras caminaba hacia el mercado de San Juan, pensaba en el gato pardo que todas las noches husmeaba y robaba su comida; aunque, en ciertos instantes, sus reflexiones eran interrumpidas por el espectáculo de borrachos que permanecían dormidos en las calles de tierra, entre charcos de orines y vómito, cerca de las cantinas, donde algunas señoras colocaban anafres en los que preparaban fritangas.

Desde temprano, las cantinas ofrecían sus servicios, tanto en su departamento para hombres como en el de mujeres, que era más reducido. En los muros, generalmente había letreros que prohibían el paso a policías, soldados y menores de edad. En el área para hombres, había una barra, bancos, mesas y sillas, con la proximidad de escupideras y con aserrín disperso en el suelo. El espacio de las mujeres era más reducido y solo contaba con barra y bancos. Las piernas de las damas ebrias, escurridas de mugre, se veían debajo de las puertas.

«El tío Paco» se sentía ufano al pensar que le sobraba dinero para consumir pulque, comer fritangas e invitar a las mujeres borrachas a alguna de las pocilgas que abundaban en las callejuelas de La Lagunilla; pero evitaba derrochar el dinero, pensaba que era necesario acumularlo con el objetivo de evitar la hambruna y la miseria que afectó a tantas familias durante el movimiento revolucionario de 1910 y los años posteriores.

Onésimo Pérez, ufano por su placa de latón que lo acreditaba como cargador de número, había llegado muy joven al mercado de San Juan, uno de los más antiguos de la Ciudad de México, donde hasta la fecha se cuenta, incluso, que en la época colonial se comercializaban esclavos. Él lo sabía. Conocía la historia. Los comerciantes lo recomendaban porque sabían que «el tío Paco», a pesar de no querer cultivar su educación, era incapaz de robar o traicionarlos, y así, ante la envidia y el coraje de los cargadores no reconocidos, lo contrataban y proporcionaban excelentes referencias de él a los clientes. Los cargadores de número eran escasos y respetables; aunque, en verdad, sus tarifas parecían superiores a las de sus compañeros no calificados.

«El tío Paco» cargaba flores, huacales con fruta y verdura, costales con frijoles y semillas, bultos, leña, carbón, jaulas con animales; además, participaba en mudanzas de casas, en sostener ataúdes y petates con cadáveres, mientras los dolientes lloraban, trabajo, este último, al que lo había invitado su primo, Julianito Pérez, quien era velador del panteón de Dolores, cerca de Chapultepec, el mismo que en las noches, casi de madrugada, abría el portón a los sepultureros con la finalidad de profanar tumbas.

Al concluir las labores, en el mercado, los cargadores iban a las cantinas y a las tepacherías, o se marchaban con las suripantas a los cuartos que algunos hombres rentaban en las vecindades, en callejuelas desoladas y peligrosas, mientras «el tío Paco» se dirigía al puesto de comida de doña Carmela, su amiga y confidente, quien años más tarde viviría con él durante cierta temporada, hasta que él murió, alrededor de 1940.

Esa tarde, Onésimo Pérez, irreconocible, compró retazos de pollo y leche, que colocó en platos de barro, cerca de la ventana de la cocina. No prendió la candela. Esperó, pacientemente, a que el gato pardo se introdujera por los orificios, entre cristales afilados y rotos. La comida estaba servida. Cuando, por fin, el animal ingresó a la vivienda, se dirigió a los dos platos, al que contenía la leche y al del pollo, y procedió a devorar los alimentos.

Aprovechó «el tío Paco» para aparecer con una vela prendida y colocarse muy próximo a la ventana, la única opción que tenía el felino para escapar. El gato pardo interrumpió su comida y atisbó al cargador de número, quien permaneció atento e inmóvil, actitud que dio confianza al animal para seguir devorando la leche y el pollo. Cuando terminó, lamió el plato de barro y el suelo, hasta que acabó con la leche. Miró al hombre, que aún permanecía cerca de la ventana. quien le ofreció, en silencio, trozos de rabadillas, pescuezos y tripas de pollo, comida extra que aceptó tras un ronroneo.

La escena se repitió, hasta que el gato, acariciado por «el tío Paco», se volvió meloso y perdió su rapacidad felina. Levantaba la cola y tallaba suavemente su cuerpo contra las piernas del cargador, quien le ofrecía nata, leche y pollo. El felino se estaba haciendo doméstico y, como todo animal de casa, se parecía a su amo. Eso es lo que deseaba Onésimo Pérez.

Otro día, el cargador sirvió carne en un plato. El gato pardo entró por la ventana de los cristales rotos, como todas las tardes y noches. «El tío Paco» se acercó sigiloso y acarició el lomo del felino. Lo acarició una y otra vez. Disfrutaba observar al animal que cerraba los ojos, mullía, bostezaba y mantenía sus bigotes quietos.

El cargador de número volvió a acariciar a la mascota que se sentía consentida y a veces hasta dormía en la cocina, sobre un trapo deshilachado y sucio. Cuando más feliz y seguro se sentía, al lado de su protector, en una pocilga que parecía su refugio, Onésimo Pérez repitió las caricias. Al cerrar los ojos el felino, «el tío Paco» le apretó el pescuezo con la mano izquierda y, con la otra, la derecha, hirió su lomo con un machete. El cuerpo desesperado y trémulo del animal, convulsionó, perdió calor y enfrió. Desangró. El hombre lo lavó cuidadosamente, extrajo los órganos y la sangre, lo disecó y lo colgó en un mecate que atravesaba la cocina, de una pared a otra, y, ya preparado, lo abrazó sonriente y lo escondió debajo de un petate, como quien oculta algo muy preciado.

Todos los días, al regresar del mercado, el cargador de número colocaba leche, nata y carne de pollo con la idea de atraer otro felino. Los gatos noctámbulos maullaban, corrían por las azoteas del vecindario y espiaban a los moradores de los cuartos, a los niños enflaquecidos, a las señoras que salían de los cuartos a los sanitarios colectivos, a los amantes que carcajeaban, a los jóvenes que a hurtadillas acudían a las citas con sus enamorados, a los ebrios que se tambaleaban y caían al suelo.

Era hermoso, tan blanco como la leche que bebía en el plato de barro y derramaba en el piso, donde se reflejaban sus ojos rasgados, su mirada de azul profundo, acechantes y al natural. Llegó una tarde, tras reñir con un perro de la vecindad, con una pata herida que «el tío Paco» curó, ambicioso, paciente y despiadado. Lo sanaba, le ofrecía alimento, para después, al cabo de varios días, hundirle el puñal en el lomo o en la yugular.

Parecía que el nuevo inquilino sentía gratitud y simpatía por el señor de la casa, su benefactor, por recibirlo maltrecho, por curar las heridas que le provocó el perro agresivo de la vecindad, por ofrecerle agua, comida y un trapo para echarse y dormir en un rincón de la pocilga.

Renunció a sus andanzas con otros gatos, en las azoteas y en los patios de la vecindad, en los baños hediondos y enlodados que usaban todos los inquilinos y en los lavaderos comunes, donde las abuelas diabéticas se asoleaban, los niños y adolescentes andrajosos jugaban y se correteaban, los jóvenes se escondían con sus novias y las señoras intercambiaban chismes y discusiones, en una competencia, entre la ropa deshilachada que colgaba de los tendederos, por calentarse y secarse.

Una noche, mientras llovía torrencialmente, Onésimo Pérez encendió una vela y asomó, sigilosamente, a la cocina. Observó al gato blanco, de ojos color topacio, profundamente dormido, libre del nerviosismo y de las inquietudes que sienten los animales que no disponen de un refugio seguro ni de un ser humano que los atienda y les entregue su ternura. Se aproximó, en silencio, al felino, y, en cuclillas, se deleitó con el sueño de su huésped.

El gato blanco, joven y ligero, ejercía un hechizo inexplicable sobre «el tío Paco», dispuesto a no perder aquel ejemplar que le parecía irrepetible y valioso. Como quien se encuentra al acecho de un tesoro del que en breve se apropiará a cualquier costo, «el tío Paco» hundió el cuchillo en el abdomen del animal. De inmediato, mientras el felino despertaba y transitaba de su sueño apacible al dolor mortal, y se retorcía, el cargador de número clavó de nuevo el puñal. Quería evitar que la sangre rojiza manchara el pelaje blanco del animal.

Repitió el procedimiento de disecación. Igual que con el gato pardo, con el blanco siguió la fórmula, como lo hacía en Amealco, cuando era niño, al cazar liebres, al lado de sus amigos que escapaban del colegio, para irse al cerro del Vigía y a otros parajes insospechados. Ocultó, emocionado, la piel de su preciado gato blanco, el mejor de sus trofeos.

Le urgían, para su colección, gatos cafés, negros, cremas, grises y del mayor número de colores y tamaño, hembras y machos, para satisfacer su ambición, su anhelo de formar un tapete con las pieles disecadas. Entre la puerta de su vivienda y la cocina, donde se encontraba la mesa de madera, existía una superficie considerable, apenas cubierta con huacales. Era el espacio donde colocaría su tapete gatuno. Gradualmente, llegaron a su vivienda diferentes tipos de gatos, unos amables y elegantes, otros hostiles y algunos feos o bonitos. Él anhelaba, parece, una alfombra que resumiera el mundo casi inexplicable de los gatos, esa naturaleza tan insólita de los felinos que a muchos cautiva y a otros tantos aterra.

Cuando Onésimo Pérez se encontraba en el mercado, con las cargas de flores, costales con semillas y frijoles, bultos de cañas, carbón y leña, jaulas de madera y alambre con animales, gallinas, puercos, guajolotes y huacales con verdura y fruta, repasaba con placer los ejemplares de felinos disecados que formaban parte de su colección e imaginaba que pronto, como lo había soñado, podría unir las pieles. Necesitaba comprar agujas e hilos. Todas las noches, alumbrado con la luz tenue de la vela, cosería y uniría las pieles disecadas.

Se sabía héroe de sus silencios y de los maullidos apagados, dentro de su pocilga; triunfador de diversas batallas contra los gatos astutos que devoraban la leche y los alimentos que él compraba con la intención de compensar el agotamiento de su oficio, en el tradicional mercado de San Juan. Estaba ocupado en su pasión, en su delirio, en su afición. Confeccionaría un tapete enorme, multicolor, suave. Cada gato, en la alfombra, tendría un nombre, una historia, un recuerdo, un mote, una satisfacción, algo especial e indescifrable que solo él experimentaría al acostarse sobre las pieles. Un gato enorme con innumerables formas, tamaños y colores.

«El tío Paco», quien prestaba dinero a rédito a comerciantes desfalcados, a ebrios capaces de empeñar hasta sus casas y a catrines que tanto criticaba y aborrecía, confeccionó una alfombra impresionante y de dimensiones extraordinarias. Cada gato disecado y unido a otros más, con una tonalidad, un suspiro y un relato sobre sus días postreros y su trágica muerte, tardía o temprana, significaba una fecha, un plan, una emoción, un acto..

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Antes de que anochezca

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Antes de que anochezca, quiero construir un puente para acercarme a ti, a ustedes, a ellos, a toda la gente que amo, confesarles lo mucho que valen para mí y abrazarlos eternamente. Antes de que se pierda la tarde en el horizonte y se apaguen los colores, deseo resplandecer con mi luz interior y no por medio de linternas ni de lumbreras artificiales. Antes de que las sombras nocturnas entuman y callen mis sentimientos, mi raciocinio y mis actos, pretendo manifestarme con los principios más nobles y bellos, repartir ideas sublimes y hacer el bien, retirar los cardos y las enramadas del camino, derrumbar fronteras, romper cadenas y destruir barrotes y fantasmas. Antes de que la noche repose, por horas, en el mundo y en los relojes, hasta cambiar las hojas de los calendarios, anhelo regalar sonrisas y hacer de los buenos detalles semillas que germinen y se conviertan en las flores más hermosas y cautivantes del jardín. Antes de que el día se desvanezca, planeo volver realidad mis sueños e ilusiones. Antes de que la noche intente llevarnos entre sus sombras, proyecto despertar de mi letargo y darme cuenta de que estoy aquí, en medio de la vida humana, con una identidad y todas las posibilidades de disfrutar cada instante, evolucionar y ganar la ruta hacia el infinito. Antes de que se haga de noche.

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Exacto, quieren callarlos y borrar sus expresiones humanas

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Exacto, quieren callar a los niños, borrar sus expresiones humanas, diluir sus sonrisas, desaparecer sus sentimientos, dejarlos sin familias, vaciarlos, alterar y contaminar sus sueños, arrebatarles su inocencia, su creatividad, sus ideales, para procesarlos y volverlos productos en serie, robots, seres desprovistos de convicciones, iniciativa, seguridad, principios, memoria y porvenir. ¿Seremos capaces, nosotros, los adultos, de proseguir cómodos e indiferentes, atrapados en nuestros apetitos, estulticia y superficialidades, mientras alguien, y otros más, preparan una trampa mortal a niños, adolescentes y jóvenes? ¿Acaso vale más perder el tiempo en el encanto fraudulento y en el hechizo engañoso de las redes sociales y en tantos asuntos baladíes, que dedicar atención a los hijos y hacer de la familia un tesoro intocable?

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