Rutas de un viajero. Capítulo XVI. San Juan Parangaricutiro o San Juan de las Colchas. Volcán Paricutín. San Juan Nuevo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright

Foto de portada: Sectur México

Cuando era niño, escuchaba hablar acerca del volcán Paricutín, en Michoacán, estado mexicano que, entonces, me parecía muy distante de la ciudad donde vivía. La gente platicaba que se trataba del único volcán que, en América, los seres humanos, en la época moderna, habían mirado surgir de la intimidad de la tierra, el cual, por cierto, tuvo actividad durante nueve años.

Esas historias me atraían e interesaban. Imaginaba las escenas, el pánico de los nativos purépechas al escuchar el lenguaje geológico del Paricutín. Me parecía distinguir a las familias aterradas por el fenómeno y, a la vez, reacios a abandonar sus casas de madera y su pueblo. Escuché varias ocasiones que mi abuelo materno, tan aventurero como yo, viajó hasta San Juan Parangaricutiro, Michoacán, con la idea de presenciar el espectáculo, ayudar a la gente y vivir la experiencia con intensidad. Conoció a Dionisio Pulido, el campesino purépecha que fue dueño del terreno de donde apareció, imponente, el volcán Paricutín.

Relataban, en los días de mi infancia que, en la tarde del 20 de febrero de 1943, alrededor de las cuatro y media de la tarde, el campesino Dionisio Pulido, quien moraba en el pueblo de San Juan Parangaricutiro o San Juan de las Colchas, se encontraba en su parcela, donde araba, sembraba y cosechaba maíz y otras legumbres, cuando, de improviso, enrareció el ambiente, tembló y la tierra se agrietó.

Bien es sabido, de acuerdo con las declaraciones de aquel campesino, que de la grieta surgieron cenizas y piedras, hasta que se formó un montículo de alrededor de metro y medio de altura. Durante el lapso del primer día, el volcán medía 30 metros de altura, medida que duplicó al tercer día, hasta que, al siguiente mes, en marzo, era de 148 metros. En la actualidad, el volcán Paricutín tiene una altitud de 424 metros.

Mi espíritu aventurero, mi pasión por la naturaleza, mi amor por el arte y mis jornadas intensas de periodismo turístico, propiciaron, años más tarde, que visitara, en diversas ocasiones, el volcán Paricutín, las ruinas del templo colonial y el pedregal que cubre lo que fue el pueblo indígena de San Juan Parangaricutiro, conocido, también, desde horas lejanas, como San Juan de las Colchas. Hoy resumo una de aquellas caminatas inolvidables.

Caminé, emocionado, sobre las arrugas y los pliegues del pedregal ennegrecido y poroso. Me pareció asombroso andar sobre lava transformada en piedra, apenas hace algunas décadas expulsada por un volcán que transformó el destino y la vida de un pueblo, una comunidad purépecha que, hasta antes del 20 de febrero de 1943, coexistía en un rincón natural que parecía tan suyo.

Miré, en el escenario agreste, detalles de la naturaleza, motivos de la vida. De las hojas verdosas deslizaban, muy temprano, las gotas del rocío que, el caer, se filtraban en la arena ennegrecida, antaño arrojada por el volcán, mientras reptiles e insectos, acostumbrados al trinar de los pájaros de bello plumaje, se encontraban inmersos en una comarca que los empujaba a la difícil prueba de la coexistencia.

Bajo la lava, quedaron historias y linajes no recordados, miradas y rostros ya olvidados, anhelos e ilusiones incumplidos, pedazos de vida que calló, ruinas del templo colonial y fragmentos de trojes y chozas indígenas.

Volcán Paricutín. Fotografía: Lázaro Alejandre Gutiérrez.

Desde muy temprano, cuando los rayos solares desentumen el bosque de pinos que anteceden a la lava, las ruinas del templo colonial y el volcán, partimos a caballo del típico pueblo de Angahuan, que todavía conserva parte de su caserío de madera y, por añadidura, su bello e invaluable templo colonial. Angahuan es pueblo serrano que conserva trojes de madera con tejamanil, entre las que resalta el singular templo dedicado a Santiago Apóstol, construcción al estilo plateresco y morisco que data de las horas del siglo XVI, y la capilla del Hospital o Huatápera con su hermosa cruz atrial.

Junto a mis acompañantes, contemplé, antes de descender de los caballos, el bosque, la superficie rocosa, el volcán y las montañas que resaltan con el azul del cielo matinal. Respiramos profundamente. El aire llegaba, fresco y puro, hasta nosotros. Miramos, una vez más, al horizonte, recordando que un día antes, al atardecer, cuando el crepúsculo postrero se desvaneció, admiramos por algunos instantes una cordillera lejana, siluetas de montañas que apenas permitieron que identificáramos el volcán de Colima. El escenario montaraz resultó, a esa hora vespertina, majestuoso e impresionante.

Ruinas del antiguo templo de San Juan Parangaricutiro. Fotografía: Sectur Michoacán.

Olía a naturaleza. Los parajes desolados, preámbulo del pedregal, seducían nuestros sentidos, invitándonos a admirar el bosque, a escuchar el canto de los pájaros que se propagaba y a respirar profundamente el aire invernal que maquillaba de carmesí nuestras mejillas.

De la intimidad de la tierra brotó, hace más de media centuria -en 1943, cuando la humanidad se ocupaba en la Segunda Guerra Mundial-, la nueva piel de San Juan Parangaricutiro o San Juan de las Colchas, como le conocían los nativos de la región de Uruapan. Inquieto e inconforme, el Paricutín nació y enmendó el paisaje de la naturaleza; sustrajo los pinceles y las pinturas para modificar el lienzo entonces policromado por el agua, las flores y la vegetación. De su matriz infantil, de su vientre que ardía, escapó la lava que modificó el panorama.

Tras los pinos, aparecieron, aquí y allá, al frente y al lado, las hondonadas y las plataformas rocosas que invitaban a bajar de los caballos, a caminar, a escudriñar su piel morena y porosa, a sentir los rasguños del calor. Llegamos hasta un parador donde los indígenas preparaban comida y algunas mujeres, ensimismadas en sus pensamientos y cautivas en su vestuario tradicional de colores chillantes, bordaban, como sus antepasadas, piezas de manta y textiles rústicos.

Fotografía antigua del volcán Paricutín. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

Brincamos. Salvamos obstáculos. Pisamos el pedregal que otrora fue lava, material ardiente que cubrió los poros de la naturaleza, el pulso de la tierra. Llegamos, a fuerza de caminar, hasta las ruinas del templo virreinal, donde la piedra volcánica, ardiente y encolerizada, trepó y derrumbó muros y techo.

Visitamos el altar derruido y los vestigios de las antiguas paredes; pero nos trasladamos, igualmente, a la fachada con una torre y la otra incompleta, comprendiendo que el recinto sacro fue de dimensiones extraordinarias. Quedaron sepultados milagros, confesiones, misas, oraciones, veladoras e historias anónimas, ya olvidados, de un pueblo que admiró y conoció, igual que en la prehistoria, el surgimiento de un volcán.

Mundo de ceniza y piedra, refugio de ardillas, armadillos, conejos, coyotes, cuervos, pájaros, tejones, víboras, zopilotes, zorros y otras especies. Todo cautivaba nuestros sentidos mientras avanzábamos a la cima del Paricutín, dejando atrás, cual niña huérfana, las ruinas del templo.

Fotografía antigua del volcán Paricutín.

Coincidimos, en el camino, con un grupo de franceses de Lyon, con otro de españoles y con uno de mexicanos, gente interesada en conocer el volcán Paricutín y, de paso, ansiosa de visitar San Juan Nuevo, para entrar bailando al templo del Señor de los Milagros.

La ladera, desnuda y ennegrecida, exigía buena condición física. Las hendiduras y los tumores rocosos recuerdan al nativo, al visitante, a todos, que un volcán puede cambiar el escenario, el paisaje, el panorama, la vida de un pueblo o del mundo. Y todos lo saben porque el Paricutín es un volcán que surgió en el siglo XX. En esa época se insistió mucho en que se trataba del volcán “más joven” del mundo.

Inseparables, Paricutín, Chimenea y Zapicho llegaron con exactitud y de frente a su cita con el destino, con la historia de un pueblo entonces apacible y dedicado a las hortalizas, a la elaboración de textiles, a las tradiciones heredadas por sus ancestros purépechas.

Siempre conservando el sentido de orientación y racionando el agua, llegamos, al fin, a la cumbre del cono volcánico, desde la que distinguimos, ya completo, el panorama pedregoso. El escenario resultó imponente. Parecía como si el tiempo hubiera detenido su caminata y todo, incluidos la respiración y el viento, quedaran suspendidos entre los rumores y los silencios.

Admiramos las múltiples huellas que dejaron las corrientes de lava durante sus momentos frenéticos, al acariciar ardientemente la piel de la naturaleza; pero quedamos fascinados, simultáneamente, al descubrir piedras oscuras que brillaron al recibir el ósculo del sol de mediodía.

Difícil resulta describir un espectáculo cenizo y pétreo. ¿Dónde están las palabras para componer un poema a la majestuosidad del Paricutín? ¿Dónde los colores y los pinceles para dedicarle el mejor de los lienzos? ¿Dónde las partituras que dicten un concierto o una sinfonía magistral a su grandeza? ¿Cómo esculpir una réplica si el volcán fue artista inigualable?

Mientras descendíamos por la ladera solitaria, repasamos el álbum, las páginas empolvadas de la historia, con la finalidad de navegar hasta las horas ya distantes del siglo XVI, entre 1530 y 1535, cuando los misioneros franciscanos dedicaron los días de sus existencias a fundar pueblos en la región de Tancítaro.

Fue fray Juan de San Miguel, miembro de la Segunda Real Audiencia que encabezó Vasco de Quiroga, quien fundó San Juan Parangaricutiro, para lo que eligió una llanura al sur de Angahuan. Ellos, los evangelizadores, enseñaron a los nativos técnicas en la elaboración de textiles. Rápido aprendieron el oficio que dio nombre a Parangaricutiro como San Juan de las Colchas. Parangaricutiro significa, en lengua indígena, “canoa de agua metida en el paredón”; aunque otros aseguran que la traducción correcta equivale a “mesa” o “el pequeño”.

Ya las piedras, en el camino, evocaban que, en el ocaso de tal siglo, los hombres del poblado fueron enviados a las minas de Guanajuato, de manera que, décadas más tarde, en 1629, se solicitó la suspensión de dicha acción ante el Juzgado de Indias. Mientras se emitía la resolución, otros hombres fueron comisionados a Valladolid, la capital de Michoacán, con la intención de sumarlos a los contingentes que participaron en la construcción de la catedral.

Hay una leyenda cautivante y hermosa, la del Señor de los Milagros, que refiere que, en los minutos de 1597, cuando aquellas tierras olían a colonización y misiones, llegó a Parangaricutiro un comerciante con tres imágenes de Cristo. El forastero se hospedó en casa de Nicolás, humilde indígena que se interesó en la imagen de un Cristo crucificado, que, por el color, por el tono, parecía la piel de los nativos purépechas. El desconocido rehusó recibir dinero a cambio del Cristo. Lo obsequió a Nicolás. Al marcharse, algunos indígenas siguieron al hombre tan enigmático, del que aseguraban desapareció al llegar a la orilla del caserío, acontecimiento que los moradores interpretaron como señal divina para rendir culto a la imagen que colocaron en la capilla del Hospital.

Señor de los Milagros. Fotografía: San Juan Nuevo, Michoacán. Facebook.

Refiere la tradición que fray Sebastián González llegaría puntual a su cita con el Señor de los Milagros. Al tener noticias los evangelistas acerca del hecho suscitado con la imagen, comisionaron al fraile un 14 de septiembre de 1597 a Parangaricutiro. Él, el religioso, pidió una señal a Dios para adorar la imagen, la cual cambió su gesto y abrió los ojos. Asombrado por el milagro, el evangelizador bendijo al Cristo e inició la promoción de su culto, hasta que, en 1605, en la aurora del siglo XVII, la imagen fue trasladada de la capilla del Hospital al templo de Parangaricutiro, ante la algarabía y la devoción de incontables indígenas de la región. Fue una ceremonia emotiva e inolvidable. Realizaron la procesión del Hospital al templo, acompañados de música y oraciones.

Durante la octava del 22 de septiembre de 1605, es decir ocho días después de la fiesta, el fraile Sebastián González celebró misa y anunció que, “en esta tierra, Dios ha dejado sentir sus dones; en correspondencia, este pueblo debe ser un pueblo santo”.

Notamos, conforme andamos y saltamos, la proximidad de las ruinas del templo que parecían exhalar suspiros nostálgicos, evocando aquellas horas de fervor hacia el Señor de los Milagros, cuando cada año llegaban peregrinaciones multitudinarias que no pocas ocasiones concluían en riñas, hasta que un obispo de Zamora, molesto por los actos, prohibió a los fieles ingresar al templo bailando, acto que era tradicional en el pueblo.

No obstante, el obispo referido viajó a Parangaricutiro, donde sufrió una fractura en una pierna que lo obligó a trasladarse al hospital de Paracho. Comprendió, entonces, que se trataba de una señal del Señor de los Milagros. A pesar de las prohibiciones médicas, solicitó que lo ayudaran a viajar al poblado indígena. Al llegar al portón del templo, entró bailando hasta el altar, donde se recuperó milagrosamente de su lesión, según relata la tradición. Desde entonces, los peregrinos que visitan al Señor de los Milagros, hoy venerado en el templo de San Juan Nuevo, entran y salen bailando con mayor entusiasmo. Hay una frase célebre y popular que refiere: “éntrale a San Juan bailando”.

Aunque con imprecisiones y contradicciones en las fechas, hay quienes refieren que un nativo llamado José Maricho, quien en 1880 tenía alrededor de ciento diez años de edad, fue descendiente de Nicolás Maricho, el hombre que recibió la imagen del Señor de los Milagros de un forastero que rehusó proporcionar su identidad y el origen del Cristo, y que además no aceptó que le pagaran ni probó alimento durante su estancia en la casa humilde, la cual se localizaba a una cuadra del atrio del templo.

Y si innumerables son las historias y leyendas del Señor de los Milagros de la centuria XVI a la XIX, ya en la juventud del siglo XX los habitantes de San Juan Parangaricutiro y los peregrinos dejaron de bailar en el templo, porque ellos, los persecutores de la religión, amenazaron acabar con la imagen. Eran años de la guerra cristera, entre 1926 y 1929, provocada por la Ley Calles que promovió la intolerancia hacia el culto religioso, motivo de derramamiento de sangre en diversas regiones de México. México venía del estallido revolucionario que inició en 1910 y de la posterior lucha entre generales que rivalizaban por el poder.

Los moradores permanecían encerrados en sus trojes, temerosos de que repentinamente se presentaran los federales. La comunidad decidió nombrar a Cayetano Antolino y a José María Cuara para sepultar, en algún paraje secreto, la imagen del Señor de los Milagros, salvándola así de la ferocidad de los enemigos de la Iglesia Católica.

Martirizado, Cayetano Antolino negó revelar el lugar exacto donde él y su compañero enterraron la imagen, actitud que encolerizó a los federales, a los adversarios del catolicismo, quienes lo colgaron, ante el asombro y el miedo de los habitantes, de un árbol. Fue un acto que horrorizó a los moradores del poblado, quienes no traicionaron su fe hacia el Señor de los Milagros.

Regresamos al parador donde los purépechas atendían puestos con comida y vendían artesanías bordadas, fotografías del Paricutín, estampas del Señor de los Milagros y fruta. Entablamos conversación con ellos, con los más ancianos, para enriquecer las anécdotas e historias que conocíamos acerca de la erupción.

Historias que se mecen en el columpio de las evocaciones. Buscamos, en alguna vereda pedregosa y solitaria, a Isidro Juara, quien platicó que hubo nativos que atribuyeron la erupción a un castigo divino que se desencadenó tras un acto cometido por habitantes del pueblo Parícuti, los cuales incendiaron una cruz de madera que se encontraba en el cerro Capatzin.

Se consumían las horas de 1942, muchos meses antes de la erupción del 20 de febrero de 1943, cuando llegó a la zona una plaga incontenible de insectos -“chochos”, les llaman popularmente en tierras michoacanas-, que devoraron árboles, fruta, hortalizas, maíz y plantas.

Nadie pudo aniquilarlos. Eran demasiados. La gente, convencida de que se trataba de una maldición, se encontraba atemorizada. Los animales verdosos estaban acabando con todo. Avanzaban insaciables. No lograban contenerlos. Evocaban las plagas narradas en tierras lejanas, en tiempos distantes, en páginas del Antiguo Testamento, en la Biblia.

Tras la invasión de insectos, se registraron temblores; más tarde, ya en 1943, el recién nacido volcán dio muestras de actividad. El cielo nocturno, hasta entonces sereno, se incendiaba ante las erupciones. Los nativos tenían pánico. Algo, en su mundo, no estaba bien. El cielo ennegreció. La comarca permaneció en la oscuridad ante el humo denso que flotaba.

Aniceto Velázquez Contreras, deambulaba por esos caminos de ceniza y piedra. Pesan los años. El tiempo le dejó cicatrices, huellas, signos. Tenía nueve años de edad cuando “reventó” el Paricutín, como dicen los indígenas. Era muy pobre. Asistía a la escuela por las mañanas y durante las tardes laboraba en un “amasijo”, en un horno de pan.

Caminaba por las otrora apacibles callejuelas del poblado, pletóricas de trojes de madera, cuando percibió que la multitud, atemorizada, miraba hacia el Paricutín que expulsaba gran cantidad de humo. Temerosos, pero con bastante hambre, los pobladores robaron pan del canasto, mientras el niño, tan aterrorizado como la multitud, dio aviso a sus patrones sobre las expulsiones de humo en el Paricutín. Nadie recordó el pan que jamás pagó.

Y aquí y allá, en este y en ese paraje, los nativos, ya encanecidos por las horas acumuladas, por los años pasajeros, narraron historias relacionadas con la erupción del Paricutín. Supimos, por ellos, que fue hasta abril de 1944, cuando el Paricutín destruyó los cultivos de los moradores de San Juan Parangaricutiro; un año después, en 1945, la actividad volcánica era impresionante. Arrojó lava que cubrió grandes extensiones de terreno. En 1943, la lava avanzaba a veintitrés metros por hora. El templo fue sepultado en 1944, el mismo año que los nativos celebraron las despedidas de las Vírgenes del Hospital y de La Natividad.

Ciertas tradiciones indican que, durante los días de incesantes erupciones, los moradores de San Juan Parangaricutiro ingresaron al templo con intención de llevar a su lado al Señor de los Milagros. La otrora imagen ligera, se volvió demasiado pesada, al grado, incluso, de que apenas lograron cargarla dos personas. Extrañamente, conforme avanzaban, la imagen adquiría mayor peso. Ya en el bosque desolado y sombrío, los hombres no resistieron el peso.

Hábiles carpinteros, los peregrinos cortaron algunos árboles con los que fabricaron una mesa con cuatro salientes. Colocaron la imagen al centro y siguieron el camino. Rumbo a Angahuan, la imagen aumentó, como horas antes, su peso. Los hombres desfallecían. Llegaron a Corupo y pernoctaron en el atrio, mientras la actividad volcánica continuaba incesante allá, cerca de San Juan Parangaricutiro, donde se descubría el resplandor del cielo.

Un día después de que iniciaron la peregrinación, el 22 de febrero de 1943, el sacerdote celebró misa; pero al encontrarse en el acto de comunión, hizo una pausa extraña y comunicó a los fieles que él, el Señor de los Milagros, no se sentía a gusto en Corupo y que era preciso, en consecuencia, trasladarlo de nuevo a San Juan Parangaricutiro.

Narra la historia que, sin esfuerzo ni titubeos, el cura se dirigió a la imagen, la cargó y caminó dieciséis kilómetros ante la sorpresa de los fieles, hasta que ingresó al templo y colocó al Señor de los Milagros en el altar. Oró durante los siguientes dos días, probando exclusivamente agua y pan.

Revivía la fe en el Señor de los Milagros, como se convulsionaba, paralelamente, el Paricutín, que pronto modificaría el escenario. Temblaba continuamente. El cielo se cubría de fuego y humo. Los habitantes permanecieron en sus trojes catorce meses más, hasta que la lava llegó durante los primeros días de mayo.

Fue el 10 de mayo de 1944, cuando los moradores de San Juan Parangaricutiro, el antiguo y tradicional San Juan de las Colchas, donde se celebraban, desde hacía siglos, fiestas y peregrinaciones en honor del Señor de los Milagros, se marcharon con la finalidad de fundar otro pueblo en la añeja Hacienda de los Conejos, hoy llamado San Juan Nuevo.

El Señor de los Milagros fue el guía. Dicen que él, el Cristo, eligió el lugar para su morada. No se registraron incidentes durante el trayecto. Mucha gente desarmó sus trojes de madera y las trasladó hasta San Juan Nuevo. Inició el éxodo del antiguo pueblo.

Evidentemente, la imagen del Señor de los Milagros yace en el templo principal de San Juan Nuevo, donde la gente -feligreses y peregrinos- continúa bailando al entrar y al salir, porque en la otra capilla reposa la Virgen del Hospital que apareció hace siglos, según la leyenda, en un tronco próximo a un manantial, en un paraje denominado Pantzingo.

Hoy, como hace centurias, la imagen sigue atrayendo a incontables personas de diversas regiones. San Juan Nuevo es pueblo que cuenta, además, con museo alusivo al Paricutín, donde se reseña la actividad volcánica que cesó el 14 de marzo de 1952, teniendo un ciclo de nueve años, once días, diez horas. Al Paricutín se le denominó el volcán “más joven” del mundo y el que seres humanos vieron surgir de las entrañas de la tierra,

El museo exhibe piezas interesantes, entre las que destacan un telar de 1874, una silla de montar de 1887, un yugo de 1834, una camua de 1884, un santo, jícaras, un rebozo de 1874, bateas de 1887, 1889 y 1894, un metate, molcajetes de 1884 y 1894, y fotografías tomadas durante la erupción.

En el jardín principal hay una fuente y una pérgola, pero también la réplica del Paricutín, de las trojes y del templo de San Juan Parangaricutiro. Recuerdo, después de todo, de un pueblo que fue consumido por la lava. También existe, en San Juan Nuevo, un pequeño zoológico. Los nativos comercializan artesanías y fruta de la región. El pueblo es centro al que continuamente llegan peregrinos y turistas.

Las pinceladas vespertinas, con la nostalgia que provocan el amarillo, azulado, el naranja, el rojizo y el violeta del horizonte, indicaron el retorno a casa; pero aún emocionados ante el pedregal ennegrecido y poroso que tapizó las facciones de la tierra, ocultando mil historias anónimas, decidimos tomar algunas fotografías de las siluetas, cada vez menos definidas ante la distancia, del Paricutín y las ruinas. Se hizo de noche y pernoctamos cerca de las piedras que sepultan pedazos de un pueblo indígena con sus rostros, sus historias, su linaje y sus sueños.

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