SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Agradezco a María Salud Valencia Solís, filósofa y compañera, hace años, en la empresa en la que desempeñé el ejercicio periodístico, la historia que me relató acerca de su abuelo materno, don Juan Solís Castañeda, quien se unió a las fuerzas revolucionarias de 1910, en México, cuando apenas tenía una década de edad. La historia del antepasado de María Salud, la presento como un relato fidedigno a los episodios que me contó con tanta admiración al personaje.
-No, no lo mataron los balazos. Fue el coraje que hizo, cuando lo emboscaron, lo que lo llevó a la tumba -murmuraba la gente, en el pueblo, tras enterarse de que don Juan había muerto.
El tañido del campanario -porque para todos los casos hay campanas en las iglesias-, anunciaba la misa en memoria de don Juan Solís Castañeda, el otrora niño de la Revolución Mexicana de 1910, quien se volvió héroe regional y leyenda en muchos pueblos de la tierra caliente de Michoacán*.
-No puedo creer que don Juan haya muerto por la bilis que derramó -dijo una anciana, mientras se persignaba frente al ataúd que era introducido al templo por varios hombres, seguidos por niños, adolescentes, jóvenes y adultos.
Entre la gente, iban los hijos de don Juan, y también sus amantes, las señoras que un día fueron jóvenes y se refugiaron en sus brazos, en amoríos de esos que se comparten, una y otra vez, con mujeres de distintos pueblos y ranchos, entre las apresuraciones y las pausas de las revoluciones.
A un lado, cerca del portón de la iglesia, los músicos interpretaban la canción «Juan Colorado», que fascinaba al hombre. Cuando escuchaba la canción michoacana, acudían a su memoria tantos recuerdos, imágenes de su familia, espisodios de las batallas ganadas y perdidas y de romances ocultos, e incontables amaneceres y anocheceres, en la región que la gente, en Michoacán, llama tierra caliente.
Igual que en las fiestas, cuando don Juan cumplía años o celebraba alguna fecha especial o un acontecimiento significativo, ellas, las mujeres que lo amaron, nuevamente coincidieron y se abrazaron y consolaron mutuamente. Sabían, y así se los había advertido don Juan, que él no era hombre de una sola mujer y que, por lo mismo, necesitaba libertad, espacio y tiempo, para atender todos sus asuntos, negocios y amoríos. No era hombre que se encadenara a alguien; no obstante, amablemente les ofrecía su cariño y protección.
-Don Juan nació en 1900 -recordó una anciana.
-Sí, mi mamá comentaba que «nació con el siglo» -confirmó una mujer más joven.
-Se cuentan tantas historias de él -expresó un hombre, quien relató, en aquella década de los 50, en el siglo XX, que don Juan era un personaje que trascendía fronteras y que, lamentablemente, la difusión de su nombre y de sus hazañas no se habían difundido como lo merecía.
-He escuchado muchas narraciones sobre don Juan, pero me encantaría saber cómo inició su trayectoria como revolucionario -intervino otro señor.
-Claro que sí -respondió el hombre-. Escuche con atención: sus padres lo bautizaron como Juan, Juan Solís Castañeda. Y así lo conocieron en Apatzingán** y en la tierra caliente de Michoacán, en la infancia y durante la juventud, porque siempre se sintió orgulloso de su nombre y de sus apellidos. Su identidad valía mucho y la defendía con honor.
-Como defendió su vida durante la emboscada -completó un joven que se sumó a la conversación.
El otro señor y el hombre miraron al muchacho. El hombre, que era mayor, agregó:
-Los primeros años de su niñez transcurrieron apacibles, entre los juegos naturales de su edad y las obligaciones, en la campiña y en el caserío, porque su padre trabajaba en una hacienda de Apatzingán y su madre, la española Juana Castañeda, se preocupaba por su instrucción. Deseaba la mujer que su hijo aprendiera a escribir y a leer, que estudiara diferentes materias y que un día se formara profesionalmente.
Una señora, en el templo, volteó molesta e intentó callar a los tres hombres; sin embargo, prosiguieron con la conversación que se mezclaba con el llanto, con otros susurros y con el sermón y las oraciones del sacerdote.
El hombre siguió la plática:
-Ruborizado por las horas soleadas, el pequeño Juan corría y se divertía con cualquier cosa, con una rama, con alguna piedra o en la corriente del río que contribuía a refrescarlo y disminuir el calor sofocante, quizá como si supiera que pronto concluirían sus años infantiles, y no porque deseara convertirse en adulto, sino por el hecho de que los acontecimientos lo obligarían a renunciar a sus correrías de mozalbete.
Sorprendido, el joven inquirió:
-¿Qué acontecimientos?
El señor secundó al muchacho:
-¿A qué se refiere?
El hombre sonrió.
-El movimiento revolucionario de México, inició en 1910. Ellos, los hacendados, estaban nerviosos e inquietos porque las noticias y los rumores los responsabilizaban como aliados del régimen de Porfirio Díaz Mori, presidente de México durante tres décadas, y, por lo mismo, las mayorías los consideraban verdaderos causantes de la explotación y de la miseria de incontables familias. Sabían que en cualquier momento podrían enfrentar, en sus propias haciendas, el levantamiento armado de sus peones, quienes los aniquilarían sin piedad, no sin antes saquear sus casas y violar a las mujeres que pertenecían a sus familias. Olía a miedo, a nervios, a disgusto -explicó el hombre, que de inmediato completó-: Fue uno de ellos, uno de los poderosos hacendados de la región de Apatzingán, quien, desquiciado e irascible, azotaba personalmente al padre de Juan frente a los peones y capataces, precisamente con el objetivo de que escarmentaran y ninguno volviera a cometer una falta. Era el patrón, el señor y dueño absoluto de la hacienda, con las vidas humanas incluidas, y no toleraba, en consecuencia, errores ni desobediencias.
Sorprendidos, el muchacho y el señor miraron al hombre, quien, ajeno a los regaños de la mujer que los llamaba sacrílegos por hablar en el interior del templo, frente a un cadáver, mientras el sacerdote oraba, prosiguió con la historia de don Juan:
-Cuando, por encargo de su madre, Juan se dirigía a los campos de cultivo de la hacienda con la finalidad de llevar el almuerzo a su progenitor, descubrió con asombro y coraje que el amo le propinaba una golpiza brutal, hecho que lo estimuló a tirar la canasta al suelo y arrojarse en contra del temible patrón para hundir sus pequeños dedos en los ojos, morderlo, rasguñarlo y golpearlo -narró el hombre-. Ante el ataque sorpresivo, el hacendado abandonó a su víctima e intentó deshacerse de su diminuto agresor; pero aquél, el niño, actuó con valentía y antes de correr hacia los cultivos para perderse de la mirada del infame hombre, lo lastimó de nuevo. Atónitos, los capataces y peones que presenciaron la intervención de la criatura, no defendieron a su patrón; al contrario, permanecieron inmóviles para evitar atrapar al pequeño y que fuera castigado con crueldad. Les parecía increíble que un pequeño de apenas una década de vida, retara y enfrentara al hacendado, valor que ellos, que eran adultos, no habían demostrado… Un niño de diez años de edad, enfrentó al sanguinario hacendado, quien de inmediato ordenó que lo localizaran y aprehendieran con el propósito de encerrarlo y darle un escarmiento severo y ejemplar. Las heridas, junto con la humillación y la vergüenza, lo motivaron a intensificar la búsqueda.
Los músicos entraron al templo, una vez que concluyó el oficio sacro. Las mujeres que amaron a don Juan, se aproximaron al ataúd y miraronn, desconsoladas, al héroe revolucionario con quien compartieron tantas noches de amor y pasión; los hijos, por su parte, lloraban al padre tan amado, al personaje que los formó. La vieja, en tanto, miraba con recelo a los tres individuos -el hombre, el señor y el muchacho- que repasaban la biografía de don Juan Solís Castañeda.
El hombre contó:
-Irascible, el hacendado limpió la saliva del niño. Sus pómulos, sus mejillas y sus brazos presentaban huellas de las mordeduras y de los rasguños infantiles. Premiaría a quien le entregara al menor. Tales acontecimientos obligaron a que Juan, a sus 10 años de edad, huyera y se escondiera. Lloró mucho porque entendió que, a partir de entonces, no podría retornar a casa, al lado de su padre, de su madre y de sus hermanos. Se incorporó al movimiento revolucionario. Inició como ayudante de los revolucionarios. El niño limpiaba las armas, cargaba las carabinas, ordenaba las municiones, acarreaba agua, llevaba recados y cumplía las órdenes de los jefes revolucionarios. Fugitivo como era, el pequeño desarrollaba una labor muy delicada e importante porque del estado de las armas y de que estuvieran correctamente cargadas, dependía, en gran medida, la posibilidad del triunfo por parte de los revolucionarios. No podía fallar. Mientras realizaba sus tareas, recordaba su hogar, a sus padres y a sus hermanos, a quienes extrañaba tanto, y más se acrecentaba su coraje y su odio en contra del hacendado.
Asombrado, como al inicio, el muchacho abrió los ojos con exageración, mientras el señor, en tanto, hizo un movimiento con la cabeza, como si solicitara al hombre que siguiera con la historia. Y sí, el hombre habló:
-Pronto, el pequeño Juan aprendió a usar las armas con habilidad. Tal fue su empeño, que se convirtió en un pistolero diestro. Disparaba, indistintamente, con la mano derecha y la izquierda, e incluso con ambas, y con excelente puntería. Los jefes revolucionarios y sus compañeros le enseñaron a manejar las armas.
Interrumpió el muchacho, con el ímpetu de la juventud:
-Entonces, el niño renunció a las andanzas por la campiña, a los juegos, a las ilusiones infantiles, a los sueños, para transformarse, de un día a otro, en revolucionario, en armero, en gatillero. Las pistolas y las carabinas se convirtieron en sus juguetes preferidos.
-Sí -afirmó el hombre-. Quizá, por la amarga escena que acudía a su memoria y se repetía diariamente, a una hora y a muchas más, en la que su padre era golpeado brutalmente por el hacendado, o tal vez porque las injusticias e insensibilidad de los poderosos habían provocado que él, Juan Solís Castañeda, se separara de su familia y renunciara a los juegos, su rencor contra los acaudalados fue tan grande que, cuando descubría, en cualquier lugar, abusos en perjuicio de los enfermos y de los pobres, no dudaba en defenderlos, con lo que, adicionalmente, se ganó la confianza y el cariño de incontables personas.
El señor, reflexivo, se atrevió a opinar:
-Yo he escuchado que su prestigio como armero y pistolero aumentaba conforme se registraban las batallas y los acontecimientos revolucionarios, hasta que un día, el general Lázaro Cárdenas del Río ordenó que lo buscaran para que fuera uno de sus escoltas, y, así, Juan contó con la admiración, el cariño y el respeto de quien fue presidente de la República Mexicana en el período de 1936 a 1940.
Olía a parafina y a flores. El hombre, quien miró pasar a los músicos y el cortejo fúnebre por el pasillo central del recinto, reanudó la plática:
-Una de sus aspiraciones era, precisamente, que sus hijos, cuando los tuviera, asistieran a la escuela, porque él nunca fue a una institución educativa. Anhelaba que sus descendientes tuvieran oportunidades de desarrollo. Su madre se lo había inculcado y no olvidaba sus consejos… Los años transcurrieron fugaces. Juan participó en incontables batallas, con sus triunfos y sus derrotas, y aprendió del movimiento revolucionario, de la gente que luchaba y sufría, del dolor ajeno y de la vida y la muerte.
El murmullo de los dolientes se confundía, afuera, con el sonido de las campanas, la música y las ráfagas de viento. Entre sollozos, flores, lamentos, música y oraciones, el cortejo fúnebe se marchó al cementerio; sin embargo, el hombre prosiguió con su reseña ante el muchacho y el señor:
-Ya como adulto, Juan Solís Castañeda organizaba fiestas durante sus cumpleaños. Reunía a sus amadas que moraban en rancherías de Apatzingán, Ario, La Huacana y Nueva Italia, entre otros lugares del estado de Michoacán, y lo sorprendente es que todas convivían al lado de su héroe de la Revolución Mexicana, mientras la banda musical repetía la canción “Juan Colorado”, que le removía tantos recuerdos y con el que se identificaba plenamente.
La gente, en Apatzingán y en la zona de la tierra caliente de Michoacán, decía que la vida de don Juan estuvo muy relacionada con las armas y con los enfrentamientos. Si a los 10 años de edad, al inicio de la convulsión social de 1910, optó por unirse a los revolucionarios, en la década de los 50, en el siglo XX, fue emboscado en algún paraje; pero él, diestro como era con las armas, se defendió y disparó con ambas manos.
Fueron el coraje y el sobresalto, y no las balas, los que le arrebataron la existencia. Quienes lo conocieron, aseguraban que se defendió heroicamente, que sus enemigos no logaron vencerlo; pero que la bilis acabó con él. Hasta el último instante de su existencia, actuó cual revolucionario, y cómo no lo iba a ser si desde la infancia cambió los juegos e ilusiones por la pólvora, las pistolas y las carabinas.
*Michoacán es un estado que se localiza al centro-occidente de la República Mexicana.
**Apatzingán es una ciudad y un municipio que se ubica en el estado mexicano de Michoacán. Esa ciudad, situada en lo que se denomina «tierra caliente», fue fundada en el siglo XVII, en 1617, por misioneros franciscanos y agustinos.
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