Columpio de remembranzas, de libro a manuscrito

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Aquellas noches de mi infancia, tan distantes como la edad que celebro cada año, las tempestades y los relámpagos me parecían interminables. Las gotas de lluvia deslizaban en los cristales de las ventanas; las ramas de los eucaliptos se balanceaban y crujían al recibir las caricias del viento; los truenos se propagaban en todos los rincones de la casa solariega, en el jardín inmenso y en los escondrijos insospechados donde mis hermanos y yo jugábamos a la vida y protagonizábamos incontables historias y capítulos épicos; los árboles, la higuera, las flores y las plantas destilaban sus perfumes al mojarse.

En la finca, mi padre y mi madre derramaban un amor profundo y real hacia nosotros, sus hijos, a quienes consentían tanto. Entonces, las casas eran hogares que albergaban familias que se amaban y respetaban, sin que las diferencias de edad fueran motivo para discutir y pelear. Éramos intensamente dichosos y no conocíamos los antagonismos.

Dormíamos temprano, pero antes, cenábamos y platicábamos. Mi padre y mi madre hablaban dulcemente y aconsejaban sabiamente o relataban historias de las que aprendíamos mucho. Algunas veces, cuando nuestros visitantes pernoctaban en nuestra casa, solían reseñar episodios de los antepasados y de la gente de antaño, narraciones que me atraían y embelesaban. Imaginaba a los personajes y visualizaba los acontecimientos.

Así, a través de los años, reuní gran cantidad de historias familiares. Decidí, entonces, visitar a mis familiares de mayor edad, a los amigos que tuvieron mis abuelos, a la gente que naufragaba desde el pasado, hasta que me convertí, sin darme cuenta, en puente entre las generaciones de antaño y las de mi hora presente. Llegué, en mis investigaciones, hasta días medievales, navegué en mares que olían a aventuras y a piratas, estuve en batallas y en conquistas y sentí las alegrías y las tristezas, los triunfos y los fracasos, el sí y el no de mis antepasados.

Si bien es cierto que, desde temprana edad, ya había definido que dedicaría los días de mi existencia al arte de las letras, independientemente de tener, en el futuro, una grandiosa familia y realizar todos los proyectos que contemplé para mi biografía, pensé que, por gusto, podría escribir una memoria sobre mis antepasados. El primer título que diseñé fue Historia de la familia; sin embargo, ya en mis horas de madurez, llegué a la conclusión de que el título sería Columpio de remembranzas.

Transcurrieron los años. Con gran cantidad de información, acumulada durante varias décadas, me di cuenta de que mis antecesores eran eso, precisamente, ayer, pasado, historia, y que, por lo mismo, ya no estaban presentes; también comprobé que a las generaciones de la hora contemporánea, inmersas en una realidad diferente a la que viví en en mi niñez, adolescencia y juventud, les interesan otros temas.

Sé que en cada familia y generación, suelen aparecer, entre sus integrantes, personas con la inquietud sobre sus orígenes, en busca de respuestas a sus interrogantes y de un principio, historias que lamentablemente no siempre se conservan. Los recuerdos se diluyen y se transforman en olvido. Quedan los retratos de la antigüedad, de hace un siglo o más, y los sucesores no reconocen a sus antepasados. Se pierden las historias que a una hora del pasado fueron realidad de otra gente.

Pienso que la genealogía es una asignatura que debería de impartirse en todos los niveles escolares. La gente rescataría su origen y sus historias; además, facilitaría obtener tendencias de conductas, enfermedades, causas de muerte, aficiones y tantos rasgos humanos. Contiene una riqueza invaluable que muchas personas todavía no exploran.

La vida es tan breve que apenas alcanza para hacer algo importante. Las grandes tareas no admiten distracciones ni treguas. Aún debo escribir otras obras. La historia antigua de mi familia, que siempre me ha acompañado y cautivado, no se perderá porque se encuentra asentada en mis apuntes; no obstante, tomé la determinación de transcribirla en una libreta especial que pasará de una generación a otra y a muchas más, con la idea de que mis descendientes agreguen datos e información. Creo que el documento tendrá más valor, por lo que significa nuestra historia familiar, si lo escribo a mano en una libreta y se suman mis sucesores con sus aportaciones, que si lo publico. Después de todo, es un tema familiar. Hace poco, descifré, estudié y analicé más de 500 documentos. Me siento bastante contento porque, finalmente, tras toda una vida de búsqueda e investigación, por fin conozco los aspectos más trascendentes de la historia de mis antepasados. He cumplido uno de mis sueños de la infancia y así rindo homenaje a mis antepasados.

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Me refiero a los niños y a los adolescentes

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Me refiero a los niños y a los adolescentes de la hora contemporánea. Con enojo y preocupación, noto que, aquí y allá, alguien con poder, y otros más, están acostumbrando a los infantes y a los adolescentes del momento actual, a la escasez, a la inflación, al desempleo, al odio, a la fractura entre opuestos, a la violencia, a la enfermedad, a la muerte, a la estulticia, a la superficialidad, a la enajenación, a la falta de valores y al control absoluto. En un entorno sistematizado, donde la mayoría siente, piensa, habla y actúa de acuerdo con patrones similares, las generaciones del minuto presente están perdiendo sus capacidades y a pocos les enseñan a enfrentar los desafíos y a solucionar problemas. Entre la confusión de un mundo virtual que hechiza, atrae y parece el edén, y la realidad cada vez más compleja y peligrosa, los niños y los adolescentes reciben dosis cotidianas que intoxican sus sentimientos, vacían su memoria, desbaratan sus pensamientos, ensombrecen sus sueños e ideales y los encaminan hacia un ambiente robotizado. Los están haciendo personas inútiles, dependientes e incapaces. Están formando una generación perdida, mediocre e inhumana. Les están normalizando las violaciones, los asesinatos, el odio racial, la violencia, las guerras, el antagonismo entre opuestos, la estupidez y los vicios. Me mortifica que muchos de los progenitores de esos niños y adolescentes, también sigan en el juego y en la trampa mortal que una élite poderosa, económica y políticamente, les ha preparado con cierta intencionalidad perversa. Sé, como lo he comprobado una y otra vez, que hay quienes aborrecen que trate esta clase de temas porque la idea es ejercer control totalitario sobre la humanidad; sin embargo, mientras pueda expresarme, seguiré tocando a la puerta de la conciencia. Me preocupan mucho los niños y los adolescentes del minuto presente.

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Y una noche, uno descubre tanto

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Y una noche, al repasar las jornadas del día y observar las huellas que quedaron en el camino, uno se da cuenta de que es preciso compartir los frutos que lleva en la canasta con el objetivo de aliviar el hambre de otros, cultivar y multiplicar alimentos para bien de los demás y aligerar la carga. Y una noche, al dormir la gente en las aldeas, en los pueblos y en las ciudades, uno asoma a la ventana y descubre el paso de la vida y de la muerte que llegan puntuales, cada una, a sus citas, en los domicilios o fuera, para cumplir sus encomiendas. Y una noche, tras mucho andar, uno se percata de que merece vivir plenamente, con equilibrio y en armonía consigo, con la creación y con los demás, para los cual es necesario reír, amar, compartir, dar, aprender, enseñar y hacer el bien. Y una noche, cuando todas las oportunidades de la mañana y de la tarde se consumieron, uno aprende, definitivamente, que muchos inician sus historias, entre las auroras, y otros, en tanto, concluyen sus biografías en medio de atardeceres y ocasos, porque la vida y la muerte, en el plano temporal, forman parte de un ciclo grandioso y natural. Y una noche, al regresar a casa, uno repasa los muchos años del ayer y la hora presente, acaso con la idea de efectuar un balance y planear el siguiente amanecer y el futuro, quizá por la nostalgia que se siente tras la caminata pasada, tal vez por tantos motivos. Y una noche, en el hogar o en alguna posada, uno mira atrás, a los muchos ayeres de su existencia, a los momentos que apenas un rato antes eran presente y rápido se convirtieron en pasado, y encuentra, entre tantas huellas, las propias, con la alegría y la satisfacción de haber cumplido y de trascender, o con la pena y la tristeza de permanecer atrapado en una celda oscura. Y una noche, uno sonríe contento o llora amargamente. Y una noche, uno dispone las cosas para el siguiente amanecer, con la promesa de dar lo mejor de sí y enmendar su propio guion para alcanzar la paz del alma y conquistar la vida infinita, o, sencillamente, si ya es tarde, prepara el equipaje con el propósito de ir a otras fronteras. Y una noche, en el lecho, uno sonríe con la alegría de la vida resplandeciente o solloza con el dolor y la tristeza de una historia que se apaga sin mérito. Y una noche, uno descubre tanto.

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Juan Solís Castañeda, de los juegos a las armas, en la Revolución Mexicana de 1910

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Agradezco a María Salud Valencia Solís, filósofa y compañera, hace años, en la empresa en la que desempeñé el ejercicio periodístico, la historia que me relató acerca de su abuelo materno, don Juan Solís Castañeda, quien se unió a las fuerzas revolucionarias de 1910, en México, cuando apenas tenía una década de edad. La historia del antepasado de María Salud, la presento como un relato fidedigno a los episodios que me contó con tanta admiración al personaje.

-No, no lo mataron los balazos. Fue el coraje que hizo, cuando lo emboscaron, lo que lo llevó a la tumba -murmuraba la gente, en el pueblo, tras enterarse de que don Juan había muerto.

El tañido del campanario -porque para todos los casos hay campanas en las iglesias-, anunciaba la misa en memoria de don Juan Solís Castañeda, el otrora niño de la Revolución Mexicana de 1910, quien se volvió héroe regional y leyenda en muchos pueblos de la tierra caliente de Michoacán*.

-No puedo creer que don Juan haya muerto por la bilis que derramó -dijo una anciana, mientras se persignaba frente al ataúd que era introducido al templo por varios hombres, seguidos por niños, adolescentes, jóvenes y adultos.

Entre la gente, iban los hijos de don Juan, y también sus amantes, las señoras que un día fueron jóvenes y se refugiaron en sus brazos, en amoríos de esos que se comparten, una y otra vez, con mujeres de distintos pueblos y ranchos, entre las apresuraciones y las pausas de las revoluciones.

A un lado, cerca del portón de la iglesia, los músicos interpretaban la canción «Juan Colorado», que fascinaba al hombre. Cuando escuchaba la canción michoacana, acudían a su memoria tantos recuerdos, imágenes de su familia, espisodios de las batallas ganadas y perdidas y de romances ocultos, e incontables amaneceres y anocheceres, en la región que la gente, en Michoacán, llama tierra caliente.

Igual que en las fiestas, cuando don Juan cumplía años o celebraba alguna fecha especial o un acontecimiento significativo, ellas, las mujeres que lo amaron, nuevamente coincidieron y se abrazaron y consolaron mutuamente. Sabían, y así se los había advertido don Juan, que él no era hombre de una sola mujer y que, por lo mismo, necesitaba libertad, espacio y tiempo, para atender todos sus asuntos, negocios y amoríos. No era hombre que se encadenara a alguien; no obstante, amablemente les ofrecía su cariño y protección.

-Don Juan nació en 1900 -recordó una anciana.

-Sí, mi mamá comentaba que «nació con el siglo» -confirmó una mujer más joven.

-Se cuentan tantas historias de él -expresó un hombre, quien relató, en aquella década de los 50, en el siglo XX, que don Juan era un personaje que trascendía fronteras y que, lamentablemente, la difusión de su nombre y de sus hazañas no se habían difundido como lo merecía.

-He escuchado muchas narraciones sobre don Juan, pero me encantaría saber cómo inició su trayectoria como revolucionario -intervino otro señor.

-Claro que sí -respondió el hombre-. Escuche con atención: sus padres lo bautizaron como Juan, Juan Solís Castañeda. Y así lo conocieron en Apatzingán** y en la tierra caliente de Michoacán, en la infancia y durante la juventud, porque siempre se sintió orgulloso de su nombre y de sus apellidos. Su identidad valía mucho y la defendía con honor.

-Como defendió su vida durante la emboscada -completó un joven que se sumó a la conversación.

El otro señor y el hombre miraron al muchacho. El hombre, que era mayor, agregó:

-Los primeros años de su niñez transcurrieron apacibles, entre los juegos naturales de su edad y las obligaciones, en la campiña y en el caserío, porque su padre trabajaba en una hacienda de Apatzingán y su madre, la española Juana Castañeda, se preocupaba por su instrucción. Deseaba la mujer que su hijo aprendiera a escribir y a leer, que estudiara diferentes materias y que un día se formara profesionalmente.

Una señora, en el templo, volteó molesta e intentó callar a los tres hombres; sin embargo, prosiguieron con la conversación que se mezclaba con el llanto, con otros susurros y con el sermón y las oraciones del sacerdote.

El hombre siguió la plática:

-Ruborizado por las horas soleadas, el pequeño Juan corría y se divertía con cualquier cosa, con una rama, con alguna piedra o en la corriente del río que contribuía a refrescarlo y disminuir el calor sofocante, quizá como si supiera que pronto concluirían sus años infantiles, y no porque deseara convertirse en adulto, sino por el hecho de que los acontecimientos lo obligarían a renunciar a sus correrías de mozalbete.

Sorprendido, el joven inquirió:

-¿Qué acontecimientos?

El señor secundó al muchacho:

-¿A qué se refiere?

El hombre sonrió.

-El movimiento revolucionario de México, inició en 1910. Ellos, los hacendados, estaban nerviosos e inquietos porque las noticias y los rumores los responsabilizaban como aliados del régimen de Porfirio Díaz Mori, presidente de México durante tres décadas, y, por lo mismo, las mayorías los consideraban verdaderos causantes de la explotación y de la miseria de incontables familias. Sabían que en cualquier momento podrían enfrentar, en sus propias haciendas, el levantamiento armado de sus peones, quienes los aniquilarían sin piedad, no sin antes saquear sus casas y violar a las mujeres que pertenecían a sus familias. Olía a miedo, a nervios, a disgusto -explicó el hombre, que de inmediato completó-: Fue uno de ellos, uno de los poderosos hacendados de la región de Apatzingán, quien, desquiciado e irascible, azotaba personalmente al padre de Juan frente a los peones y capataces, precisamente con el objetivo de que escarmentaran y ninguno volviera a cometer una falta. Era el patrón, el señor y dueño absoluto de la hacienda, con las vidas humanas incluidas, y no toleraba, en consecuencia, errores ni desobediencias.

Sorprendidos, el muchacho y el señor miraron al hombre, quien, ajeno a los regaños de la mujer que los llamaba sacrílegos por hablar en el interior del templo, frente a un cadáver, mientras el sacerdote oraba, prosiguió con la historia de don Juan:

-Cuando, por encargo de su madre, Juan se dirigía a los campos de cultivo de la hacienda con la finalidad de llevar el almuerzo a su progenitor, descubrió con asombro y coraje que el amo le propinaba una golpiza brutal, hecho que lo estimuló a tirar la canasta al suelo y arrojarse en contra del temible patrón para hundir sus pequeños dedos en los ojos, morderlo, rasguñarlo y golpearlo -narró el hombre-. Ante el ataque sorpresivo, el hacendado abandonó a su víctima e intentó deshacerse de su diminuto agresor; pero aquél, el niño, actuó con valentía y antes de correr hacia los cultivos para perderse de la mirada del infame hombre, lo lastimó de nuevo. Atónitos, los capataces y peones que presenciaron la intervención de la criatura, no defendieron a su patrón; al contrario, permanecieron inmóviles para evitar atrapar al pequeño y que fuera castigado con crueldad. Les parecía increíble que un pequeño de apenas una década de vida, retara y enfrentara al hacendado, valor que ellos, que eran adultos, no habían demostrado… Un niño de diez años de edad, enfrentó al sanguinario hacendado, quien de inmediato ordenó que lo localizaran y aprehendieran con el propósito de encerrarlo y darle un escarmiento severo y ejemplar. Las heridas, junto con la humillación y la vergüenza, lo motivaron a intensificar la búsqueda.

Los músicos entraron al templo, una vez que concluyó el oficio sacro. Las mujeres que amaron a don Juan, se aproximaron al ataúd y miraronn, desconsoladas, al héroe revolucionario con quien compartieron tantas noches de amor y pasión; los hijos, por su parte, lloraban al padre tan amado, al personaje que los formó. La vieja, en tanto, miraba con recelo a los tres individuos -el hombre, el señor y el muchacho- que repasaban la biografía de don Juan Solís Castañeda.

El hombre contó:

-Irascible, el hacendado limpió la saliva del niño. Sus pómulos, sus mejillas y sus brazos presentaban huellas de las mordeduras y de los rasguños infantiles. Premiaría a quien le entregara al menor. Tales acontecimientos obligaron a que Juan, a sus 10 años de edad, huyera y se escondiera. Lloró mucho porque entendió que, a partir de entonces, no podría retornar a casa, al lado de su padre, de su madre y de sus hermanos. Se incorporó al movimiento revolucionario. Inició como ayudante de los revolucionarios. El niño limpiaba las armas, cargaba las carabinas, ordenaba las municiones, acarreaba agua, llevaba recados y cumplía las órdenes de los jefes revolucionarios. Fugitivo como era, el pequeño desarrollaba una labor muy delicada e importante porque del estado de las armas y de que estuvieran correctamente cargadas, dependía, en gran medida, la posibilidad del triunfo por parte de los revolucionarios. No podía fallar. Mientras realizaba sus tareas, recordaba su hogar, a sus padres y a sus hermanos, a quienes extrañaba tanto, y más se acrecentaba su coraje y su odio en contra del hacendado.

Asombrado, como al inicio, el muchacho abrió los ojos con exageración, mientras el señor, en tanto, hizo un movimiento con la cabeza, como si solicitara al hombre que siguiera con la historia. Y sí, el hombre habló:

-Pronto, el pequeño Juan aprendió a usar las armas con habilidad. Tal fue su empeño, que se convirtió en un pistolero diestro. Disparaba, indistintamente, con la mano derecha y la izquierda, e incluso con ambas, y con excelente puntería. Los jefes revolucionarios y sus compañeros le enseñaron a manejar las armas.

Interrumpió el muchacho, con el ímpetu de la juventud:

-Entonces, el niño renunció a las andanzas por la campiña, a los juegos, a las ilusiones infantiles, a los sueños, para transformarse, de un día a otro, en revolucionario, en armero, en gatillero. Las pistolas y las carabinas se convirtieron en sus juguetes preferidos.

-Sí -afirmó el hombre-. Quizá, por la amarga escena que acudía a su memoria y se repetía diariamente, a una hora y a muchas más, en la que su padre era golpeado brutalmente por el hacendado, o tal vez porque las injusticias e insensibilidad de los poderosos habían provocado que él, Juan Solís Castañeda, se separara de su familia y renunciara a los juegos, su rencor contra los acaudalados fue tan grande que, cuando descubría, en cualquier lugar, abusos en perjuicio de los enfermos y de los pobres, no dudaba en defenderlos, con lo que, adicionalmente, se ganó la confianza y el cariño de incontables personas.

El señor, reflexivo, se atrevió a opinar:

-Yo he escuchado que su prestigio como armero y pistolero aumentaba conforme se registraban las batallas y los acontecimientos revolucionarios, hasta que un día, el general Lázaro Cárdenas del Río ordenó que lo buscaran para que fuera uno de sus escoltas, y, así, Juan contó con la admiración, el cariño y el respeto de quien fue presidente de la República Mexicana en el período de 1936 a 1940.

Olía a parafina y a flores. El hombre, quien miró pasar a los músicos y el cortejo fúnebre por el pasillo central del recinto, reanudó la plática:

-Una de sus aspiraciones era, precisamente, que sus hijos, cuando los tuviera, asistieran a la escuela, porque él nunca fue a una institución educativa. Anhelaba que sus descendientes tuvieran oportunidades de desarrollo. Su madre se lo había inculcado y no olvidaba sus consejos… Los años transcurrieron fugaces. Juan participó en incontables batallas, con sus triunfos y sus derrotas, y aprendió del movimiento revolucionario, de la gente que luchaba y sufría, del dolor ajeno y de la vida y la muerte.

El murmullo de los dolientes se confundía, afuera, con el sonido de las campanas, la música y las ráfagas de viento. Entre sollozos, flores, lamentos, música y oraciones, el cortejo fúnebe se marchó al cementerio; sin embargo, el hombre prosiguió con su reseña ante el muchacho y el señor:

-Ya como adulto, Juan Solís Castañeda organizaba fiestas durante sus cumpleaños. Reunía a sus amadas que moraban en rancherías de Apatzingán, Ario, La Huacana y Nueva Italia, entre otros lugares del estado de Michoacán, y lo sorprendente es que todas convivían al lado de su héroe de la Revolución Mexicana, mientras la banda musical repetía la canción “Juan Colorado”, que le removía tantos recuerdos y con el que se identificaba plenamente.

La gente, en Apatzingán y en la zona de la tierra caliente de Michoacán, decía que la vida de don Juan estuvo muy relacionada con las armas y con los enfrentamientos. Si a los 10 años de edad, al inicio de la convulsión social de 1910, optó por unirse a los revolucionarios, en la década de los 50, en el siglo XX, fue emboscado en algún paraje; pero él, diestro como era con las armas, se defendió y disparó con ambas manos.

Fueron el coraje y el sobresalto, y no las balas, los que le arrebataron la existencia. Quienes lo conocieron, aseguraban que se defendió heroicamente, que sus enemigos no logaron vencerlo; pero que la bilis acabó con él. Hasta el último instante de su existencia, actuó cual revolucionario, y cómo no lo iba a ser si desde la infancia cambió los juegos e ilusiones por la pólvora, las pistolas y las carabinas.

*Michoacán es un estado que se localiza al centro-occidente de la República Mexicana.

**Apatzingán es una ciudad y un municipio que se ubica en el estado mexicano de Michoacán. Esa ciudad, situada en lo que se denomina «tierra caliente», fue fundada en el siglo XVII, en 1617, por misioneros franciscanos y agustinos.

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Historia de un gran amor. Familias Palafox del Río y Escalante Arroyo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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No entendía la brevedad de la existencia. ¿A qué venimos al mundo, si la jornada es tan corta? ¿De qué sirven los momentos dichosos si, al final, cuando alguien parte, derramamos lágrimas y sentimos un vacío muy hondo? ¿La vida es real, es sueño, es una prueba, es juego, es el paso temporal por distintas estaciones, es el camino a un destino grandioso?

A mi entrañable amigo, Jorge Palafox Terán, con la gratitud y el recuerdo de siempre.

Lloró inconsolable. Las lágrimas deslizaron por su cutis demacrado al repasar la historia reciente de su existencia, al revisar los capítulos de amor e ilusiones. Miró, una y otra vez, los retratos del hombre de quien se enamoró desde los primeros años juveniles, cuando todo le parecía encantador y prodigioso. Le pareció, a partir de entonces, un gran personaje, un ser de capacidades y virtudes extraordinarias. No obstante, él, José Palafox y Díaz, yacía bajo una tumba silenciosa y solitaria, como son los mausoleos al sepultar uno a la gente tan amada y retirarse con su dolor y sus recuerdos, despiadados, silenciosos y fríos.

Observó las facciones de sus hijos -María Elena, José Luis y Jorge-, e intentó reconocer al padre en cada uno. Descubrió en los rostros infantiles, pedazos de su marido, dentista él que nació en la Ciudad de México, en la época ddel Porfiriato, durante los días de 1890, y murió a los 39 años de edad, en Puebla, en las horas de 1929.

Familia Palafox del Río, en 1920. Cortesía: Jorge Palafox Terán.

El amor y la admiración de Elena del Río Rossainz hacia su marido, no fue secreto para nadie. Hoy, cuando su historia de romance reposa en la memoria del ayer, casi cubierta por el polvo del olvido, quedan, acaso como consuelo de que el amor es lo que salva, las dedicatorias que le escribió en el reverso de algunas fotografías.

Ya el 11 de agosto de 1907, tres años antes de que iniciara la Revolución Mexicana, ella escribió a quien más tarde, en 1914, se convertiría en su esposo: “alma y vida mía, quiera Dios que el placer que hoy experimentas al poseer este, y mi amor sublime, sea eterno. Si mañana llegaras a olvidarme, piensa que de ti dependen la vida y la felicidad de tu Elena”.

Así, también en la ciudad de Puebla, un 28 de noviembre de 1908, escribió: “alma mía, cuando al fin de mil penas veamos realizados nuestros ensueños, contemplaremos esta con placer. Que mientras, endulcen tus horas tristes. Tuya: Elena”.

Generalmente, al escribirle a su enamorado, se dirigía a él como “doctor don José Palafox y Díaz”. Como bella e intensa historia, un día, el amor de Elena y José culminó en el matrimonio. El 14 de agosto de 1918, cuando México se encontraba ante los abismos de su historia y de su destino, con todos los generales que se disputaban el poder tras el caos y el desastre nacional que generaron, ella escribió: “esposo, amado mío, ¡no me olvides jamás! Piensa que tu amor es mi vida. Tuya: Elena”. En otro retrato, simplemente redactó: “si algún día me olvidas, me moriría”.

Hija de una familia provinciana, Elena conoció a José cuando éste prestaba su servicio como dentista en Chalchicomula, Puebla, y se enamoró profundamente de él, hasta que, finalmente, en 1914, mientras la humanidad estaba distraída en efervescencias sociales y en la Primera Guerra Mundial, contrajo matrimonio con él y se mudaron a la capital del estado, donde fundaron una familia que parecía destinada a la felicidad; sin embargo, durante las horas aciagas de 1929, el hombre cerró los ojos y enmudeció; su cuerpo ya no presentó signos vitales y jamás volvió a emitir una palabra ni a dirigir una mirada de amor a la mujer. La muerte se interpuso entre ambos.

Al morir el cirujano dentista José Palafox y Díaz, su esposa, Elena del Río Rossainz, entristeció demasiado; pero no se doblegó y decidió, por lo mismo, marcharse a la Ciudad de México en busca de mejores oportunidades de bienestar para ella y sus tres hijos, entonces todavía pequeños, porque María Elena, la mayor, nació en 1915; José Luis, en 1918; Jorge, en tanto, en 1920.

La rueda de la vida gira incontenible y si una mañana, a una hora no recordada, se detiene en algún engranaje insospechado, otra tarde, en cambio, reposa en una orilla determinada. Así, mientras los hijos del matrimonio Palafox del Río crecían en la Ciudad de México, en Michoacán, al centro-occidente del país, se escribía la historia de una familia hasta entonces ajena a la de José y Elena. Una descendiente de la familia Escalante Arroyo -María Elena Terán Escalante-, emparentaría, en algún momento del siglo XX, con Jorge, el hijo menor de los Palafox del Río.

Hermanos Escalante Arroyo. Cortesía: Jorge Palafox Terán.

El 10 de mayo de 1911, Salvador Escalante Pérez Gil, quien fungía como subprefecto de la región de Santa Clara del Cobre, en Michoacán, encabezó el primer levantamiento a favor de Francisco I Madero, el cual fue secundado por gran cantidad de gente. Francisco Ignacio Madero González, fue presidente de México del 6 de enero de 1911 al 19 de febrero de 1913.

Al morir Salvador Escalante en una de las contiendas de la Revolución Mexicana, Santa Clara del Cobre cambió su nombre por el de Villa Salvador Escalante. En enero de 1981, la cabecera recuperó el nombre de Santa Clara del Cobre y el municipio conservó el de Salvador Escalante en memoria, precisamente, de su héroe local.

Mientras aquel hombre, Salvador Escalante Pérez Gil, miraba de frente el rostro de la historia y trabajaba , sin darse cuenta, por una causa que inmortalizaría su nombre, en Morelia, la capital de Michoacán, moraba su esposa, una joven llamada Soledad Arroyo Sánchez, hija de Filomena Sánchez Rosiles y del español Juan Arroyo, a quien en esos primeros años de la vigésima centuria la gente conocía como “Judas, patas peludas”, por su participación anual, en semana santa, en la Pasión de Cristo.

Igual que en su hora, Elena del Río Rossainz se enamoró intensamente de José Palafox y Díaz, la otra, Soledad Arroyo Sánchez, años atrás quedó profundamente arrobada e ilusionada cuando conoció a Salvador Escalante, quien más tarde se convertiría en el héroe de Santa Clara del Cobre, del que el escritor José Rubén Romero, su antiguo secretario particular, haría referencia en una obra.

Salvador Escalante. Cortesía: Jorge Palafox Terán.

Soledad tuvo la dicha de cumplir su sueño de contraer matrimonio con Salvador. El matrimonio tuvo nueve hijos, de los cuales, por cierto, casi todos murieron jóvenes; por eso, cuando el personaje aclamado en Santa Clara del Cobre, falleció en un combate durante el movimiento revolucionario, tiempo después, la hija del español “Judas, patas peludas”, decidió emigrar, como la otra familia -Palafox del Río-, a la que entonces no conocía, entre 1928 y 1929.

Una de las hijas de Soledad Arroyo Sánchez y Salvador Escalante, llamada María Teresa, también protagonizó una historia de romance en Morelia, capital de Michoacán, cuando conoció a Fernando Terán Quintana, que nació en Santander, España, y se sumó a quien años más tarde sería presidente de México, Lázaro Cárdenas del Río, para combatir en diferentes episodios durante la Revolución Mexicana que inició en 1910.

Acaso influida por el ejemplo de su padre -Salvador Escalante-, quien encabezó, en Santa Clara del Cobre, el primer levantamiento a favor de Francisco I Madero, o tal vez por la personalidad que irradiaba aquel español que se sumó al movimiento revolucionario -Fernando Terán Quintana-, ella, María Teresa Escalante Arroyo, no dudó, un día, en compartir los días de su existencia con ese hombre que lo mismo conversaba acerca del terruño, en España, que de la experiencia de viajar en barco por mares desolados o de combates en un estallido social que no le correspondía por no ser mexicano y en los que, no obstante, participó con valentía.

De aquel amor, la pareja tuvo una hija, María Elena Terán Escalante, quien años más tarde, ya en la Ciudad de México, se enamoraría y contraería matrimonio con Jorge Palafox del Río, exactamente el 27 de abril de 1946, época en que la humanidad comenzaba a reponerse de la sombra que le dejó la Segunda Guerra Mundial.

María Elena Terán Escalante, en 1925. Cortesía: Jorge Palafox Terán.

Con María Elena Terán Escalante y Jorge Palafox del Río, hijos de dos parejas que protagonizaron historias de amor intensas e irrepetibles, los engranes de la vida y del destino coincidieron y grabaron los nombres y apellidos de otros hombres y mujeres que, igual que sus antepasados, escribieron las novelas de sus existencias en un rincón de México.

María Elena Terán Escalante. Cortesía: Jorge Palafox Terán.
  • Esta historia la he escrito en memoria de mi amigo, el inolvidable Jorge Palafox Terán, a quien prometí, antes de su fallecimiento, que la publicaría como un homenaje a sus antepasados y al amor que expresaron los personajes.
  • Las fotografías fueron proporcionadas por Jorge Palafox Terán y pertenecen a sus sucesores.

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El encanto de los pequeños charcos

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Al caminar por los parques y las callejuelas, en los pueblos y en las ciudades, o por la campiña, en las llanuras, en los bosques y en las montañas, asomo a los pequeños charcos que forman las gotas de lluvia al acumularse o los ríos al salpicar una y otra vez, con la intención de descubrir las imágenes que reflejan. Encuentro, al mirarlos, los perfiles modestos y presumidos de las casas, de los edificios y de las tiendas, y hasta de los faroles y de las personas y de los vehículos que transitan incesantes, o las siluetas de los árboles, de las montañas y de los peñascos; aunque al fijar la mirada, si el agua de los charcos es diáfana, observo el fondo arenoso o de tierra, en contraste con la profundidad del cielo azul intenso y la blancura o el grisáceo de las nubes que flotan y modifican su apariencia, en un intento metafórico, quizá, de mostrar la dualidad, el infinito y la temporalidad. Me encanta volver a los pequeños charcos, igual que los niños regresan a sus espacios donde juegan a la vida, porque enseñan mucho. He aprendido que lo diminuto y lo sencillo pueden reflejar tanto, lo mismo los paisajes con su naturaleza, que la grandiosidad y los días soleados y nublados. Cuando el viento sopla, se multiplican los pliegues en el agua y las imágenes se vuelven difusas y parecen distorsionar lo que reflejan, como acontece con las personas y sus cosas al transcurrir los años. Las estaciones transforman el panorama que humildemente reflejan los charcos, con los colores de la primavera, el celaje nublado y la lluvia del verano, el aire otoñal y la nieve del invierno. Cuando los escenarios cambian, uno aprende, al mirar los reflejos, que nada, en el mundo, es permanente. Con frecuencia, los charcos se secan o se contaminan al permanecer inmóviles, como ocurre con hombres y mujeres al perder su dinamismo e interés en la vida. En los charcos que se evaporan o que la gente pisa con descuido, he visto mi reflejo, el del entorno y el de la profundidad azul del cielo, siempre con el asombro y la interrogante de cómo, algo tan minúsculo, puede replicar tanto. Si yo pudiera, como los charcos, reflejar mi interior y el exterior, como parte de una vida noble, con mis razones y mis motivos, con mi cordura y mi delirio, sencillo y grandioso, a la vez, dispuesto a compartir hasta regalar la imagen del cielo, me parece que sería un hombre extraordinario; no obstante, me sé un caminante, un discípulo de los árboles, de las plantas, de las flores, del viento y del agua, observador del alma y de la textura, explorador del cielo y de la arcilla, con la curiosidad de asomar a las pequeñas represas naturales que me enseñan tanto y me piden, a su nombre, derramar lo que contienen para bien mío y de los demás.

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Al construir nuestra biografía

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Cada instante construimos nuestra biografía y le damos una dirección, un motivo, una razón, a través de los sentimientos, las acciones y los pensamientos que dejamos en el camino; sin embargo, la vida perdería sentido si la dedicáramos exclusivamente a satisfacer apetitos, a distraernos en estulticia y en superficialidades, en no hacer el bien ni en enseñar a los demás y en encarcelar el amor y la esencia del ser. La vida es un regalo grandioso y pleno, y alcanza su excelsitud cuando se le dedica a los actos nobles, a la verdad, a la justicia y la evolución.

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¿Tercera Guerra Mundial?

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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La idea de la Tercera Guerra Mundial, roba la tranquilidad, inquieta, desgarra y rompe todos los esquemas, sin embargo, el exterminio global de un significativo porcentaje de seres humanos y el derrumbe de modelos familiares, económicos, institucionales, políticos, sociales, educativos y laborales, se han preparado anticipadamente, desde hace décadas, y aplicado con ciertos niveles de gradualidad, los cuales, por cierto, se acentuaron y descararon hace más de dos años, al iniciar 2020, con el diseño del COVID-19 y todas sus variantes, en distintos laboratorios, y su propagación estratégica en el planeta, con la idea de contagiar al mayor número de personas, porque, además, resultaría una ingenuidad creer en las historias fantásticas y en las mentiras que se han dedicado a difundir a partir de entonces. Ahora sabemos que tan peligrosa enfermedad, fue creada y dispersada por científicos mercenarios al servicio de una élite que, ambiciosa y despiadada, quiere ejercer el control mundial y someter a la gente y sus voluntades. Los líderes religiosos, sociales y políticos, junto con la academia, los medios de comunicación y otros sectores, en sorprendente porcentaje, han demostrado, a través de su silencio, sus declaraciones públicas ambiguas y sus actitudes veleidosas, la complicidad, los intereses o los miedos que tienen. La humanidad está rota y sola. No hay que esperar una hecatombe nuclear ni la incorporación de otras naciones al conflicto bélico que ahora afecta a la humanidad, para difundir la noticia de que ya comenzó la Tercera Guerra Mundial. Hoy la vivimos y parece que mucha gente no se da cuenta. Solo hay que asomarse a la calle, a los espacios públicos, a los pueblos y a las ciudades, para comprobar el daño que se ha causado a la producción agrícola, la escasez de alimentos y de mercancías, el desempleo, las migraciones, la inflación, la desigualdad social, las crisis económicas y la violencia. Las guerras incorporan las tecnologías de su época y actúan igual que la más grotesca de las sinfonías, con pautas suaves y fuertes, con líneas rectas de intensa monotonía, curvas abruptas y horizontes chuecos. Mueren personas inocentes, soldados que asisten a los campos de batalla; pero los líderes de las naciones, los directores de las orquestas bélicas, los personajes acaudalados y poderosos que se encuentran en los palcos, curiosamente permanecen a salvo en sus refugios, en los lugares desde los que dan órdenes. Después de todo, las guerras atentan contra la gente, sus historias y sus cosas. En esta guerra, primero denigraron a la familia, a las instituciones, hasta despedazarlas y enfrentar, con odio, a los opuestos, para de inmediato prender fuego a la naturaleza y hacer sentir escoria a la humanidad. En tales condiciones, millones de hombres y mujeres, en todo el mundo, sufrieron el espectro del COVID-19 y sus variantes, contingencia que ha marcado, desde entonces, tantas ausencias, y mutilado física, mental y hasta psicológicamente a quienes vivían una realidad que parecía tan suya. Una vez debilitada la raza humana, se le arroja a una guerra estúpida, a un espectáculo bélico que, a pesar de que, por sus características, no tiene sentido, pretende, además, despedazar el modelo económico a nivel global, atemorizar, someter, provocar hambre y desabasto de alimentos y productos básicos, desempleo, caos e inflación. Estos son fragmentos y trampas de lo que es, sin duda, la Tercera Guerra Mundial, con la diferencia de que, al despertar, la humanidad y el mundo amanecerán en una realidad diferente, con amos despiadadoss que impondrán esquemas y reglas inhumanas. Ya estamos presenciando el endurecimiento, en diversas regiones de la geografía mundial, contra los derechos, las libertades y la dignidad humana. Es perentorio, en consecuencia, reaccionar en lo individual y en lo colectivo, antes de que caiga la tarde y la condena de la apatía y de la irresponsabilidad sea la automatización, el control, la enajenación y el sometimiento humano. ¿Cuándo iniciará la Tercera Guerra Mundial? ¡No seamos ingenuos!

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Y un día, a cierta hora, al darte cuenta…

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Y un día, al paso de los años, te das cuenta de que los niños de entonces -tus hijos, tus nietos, tus sobrinos-, que tanto te admiraban y que parecían tus compañeros inseparables, a los que abrazabas y besabas con tanto amor y educabas con consejos y ejemplos, ya no te siguen porque recorren sus propias rutas -las que trazaron con la idea de realizarse como seres humanos y protagonizar la historia que les corresponde- y construyen sus motivos y sus razones.

Te parece escuchar los ecos lejanos de sus voces infantiles, sus risas, sus pláticas ingenuas, sus sueños y sus aventuras, y más lo sientes al -notar la ausencia en los asientos del comedor y en los sillones de la sala, en el jardín y en los espacios de la casa. Los juguetes y las cosas que les compraste y los hicieron tan felices, ahora las conservas en los muebles, seguramente como adornos y recuerdo del pasado tan inolvidable, igual que lo hicieron tu padre y tu madre al marcharse del hogar tú y tus hermanos.

Transcurren los años, se acumulan uno tras otro como los ladrillos cuando el albañil los acomoda con el objetivo de construir una barda que impida ver atrás o que algún elemento extraño robe la tranquilidad del momento presente, hasta que, un día, a cierta hora, te percatas de que hay, más o menos, carga y liviandad en el equipaje con que veniste al mundo, y que es hora, antes de que llegue la noche, de deshacerte de ornamentos inútiles y apovechar plenamente, en armonía y con equilibrio, los instantes o los años que aún te quedan por recorrer.

Caminan los minutos, los días, las semanas, los meses, los años, y te quedas sin un amor, acaso porque alguna vez las flores se marchitan y se convierten en pétalos secos que exhalan viejas fragancias, suspiros y melancolías, con los recuerdos de otros tiempos de enamoramiento y romance. Se jugaba al amor y a la vida. Descubres, entonces, que te quedaste solo.

Ese amor que tanto te ilusionó y por el que hubieras cometido locuras y añadido días épicos y memorables a tu existencia, ya no está. Lo buscas en ti, en tus sentimientos y en tu memoria, en los retratos, en las cosas que alguna vez compartieron, y no lo encuentras. Las ausencias suelen causar heridas profundas que, a veces, no sanan, y, en ocasiones, cicatrizan lentamente como un martirio que se paga por la dicha pasada.

Y siguen dando vuelta las páginas de tu historia. Acuden a tu memoria los capítulos, en la casa solariega, al lado de tu padre, tu madre y tus hermanos, inmersos, en esa época, en el guion que compartieron con las dulzuras y las amarguras de la vida, entre luces y sombras naturales en un mundo dual. Imposible repetir los cuentos de hadas. y de castillos encantados. No es factible enmendar ni mejorar las planas; aunque es permitido correr hacia las personas que aún sobreviven y expresarles amor y gratitud por tanto y ser esencia y compañeros de viaje a un plano infinito.

Miras a los lados y atrás. Te das cuenta de que las generaciones que te antecedieron y las que fueron tus compañeras, ya no están completas. La lista de ausencias crece diariamente, a cambio de nuevas presencias que sienten, piensan y actúan diferente a ti. Y te acostumbras a las soledades o te acoplas a las compañías porque la gente que conociste se está yendo.

Se estrenan y caducan modas, costumbres, tendencias y razones. Nada, en el mundo, es permanente. Giran las manecillas del reloj y el planeta, las auroras y los ocasos, la vida y la muerte terrenales. Todo se modifica entre un suspiro y otro, en su afán de descender o subir. En mucho, tienes la decisión.

Los niños de entonces, abandonaron sus juegos y tienen rostros de adultos; los ancianos de antaño, se retiraron del camino y ya no están presentes, y lo puedes notar porque ni siquiera se habla de ellos y los espejos no volvieron a reflejar sus imágenes. Se recuerda y se olvida, y más cuando no se dejan huellas en la memoria de otros ni testimonios en los sentimientos de quienes te conocieron.

Y una mañana, al despertar, encuentras más arrugas y canas en tu aspecto. Estás irreconocible, a pesar de que, en tu interior, en esencia, eres el mismo. Tu rostro lozano y tu mirada transparente cambiaron tanto que, soprendido, apenas te reconoces. Si eres fuerte y maduro, comprendes que las estaciones han pasado, una tras otra, con gran celeridad, y que si aprendiste y, al mismo tiempo, disfrutaste cada momento y evolucionaste, te aproximas a un plano superior y no a la muerte; si te acosan los arrepentimientos, las debilidades y los miedos, quizá tengas oportunidad de compensar el daño y rescatar algo de ti. Nunca es tarde si quedan esperanzas de unos segundos o años más.

Otra tarde, durante la lluvia o al soplar el viento, te distingues asomado -quizá reflexivo, tal vez solo y entristecido-, tras los cristales de la ventana. Recuerdas, sin duda, aquellas horas, esos años, cuando te divertías, en tu juventud, con las gotas de lluvia que deslizaban, una tras otra, en tu piel.

Y así, al llegar la noche -generalmente entra a casa sin avisar ni tocar a la puerta-, te percatas de que la nieve cubre los abetos, las montañas, las aldeas y las ciudades, el paisaje y el jardín que cultivaste con tanto esmero. Todo cambia. Hay que morir, en la temporalidad, para volver a nacer; aunque la esencia sea insustancial y, a la vez, permanente e infinita.

Y un día, puntual, exacto y de frente al destino, a la vida, aprendes a distinguir que atrás, a los lados y delante de ti, hay mucho o poco, todo o nada, para alcanzar, soltar y vivir. Ningún momento se va a repetir. Las fechas son irrecuperables y, en ocasiones, naufragan en la amnesia y se hunden irremediablemente en el olvido.

Así, mientras el espejo refleja tu imagen y te motiva a las añoranzas y a las reflexiones, apenas escuchas una voz que surge de tu interior, de tu ser casi sepultado por tantas capas que lo cubren, que te susurra al oído: «eres inmortal, en esencia; pero ahora que estás aquí, en medio de la temporalidad, vive en armonía, con equilibrio y plenamente, con el amor y el bien de tu alma, sin importar que al siguiente minuto o dentro de algunos años, escribas la hoja postrera de tu paseo por este mundo y des vuelta a la página. No te vayas sin haber expresado tu amor infinito a los demás. Deja huellas indelebles para bien de la gente, de la naturaleza, de la creación. Eso te sanará totalmente y, de paso, te salvará. Abrázalos y diles lo mucho que los amas. No omitas hacer el bien a toda hora, disfrutar el aliento de cada instante, compartir lo sublime, ser una persona inolvidable, regalar detalles nobles, enseñar, sonreír, perdonar y trazar senderos resplandecientes.

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Al contabilizar los instantes y los años

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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¿Serán la mañana y la tarde, la noche y la madrugada, un poema o trozos de hojas secas que se desprenden del árbol y dispersa el viento? ¿Serán los instantes, pedazos de horas y de días, porciones de semanas y de meses, o acaso desconduelo de los años que pasan casi imperceptibles? ¿Serán alegrías o nostalgias lo que uno siente al contabilizar los momentos que han partido? ¿Serán espejismos los períodos de la existencia que ya pasaron y no volverán? ¿Serán reales las etapas de la vida o simplemente se trata de sueños que se diluyen mientras naufragan en la memoria? ¿Serán los años, en el mundo, treguas que se hacen desde el infinito para valorarlo por lo que significa y distinguirlo de la temporalidad?

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