SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright
Nacen los días y saludan en las mañanas, antes de que el sol asome y se mire reflejado en el océano y en los lagos; crecen y se desarrollan con libertad durante los mediodías y las tardes; y envejecen y declinan en las noches, en compañía de la luna y de las estrellas, hasta que, instantes previos a la madrugada, dan el último suspiro y se van definitivamente. Solo quedan registrados en la memoria, en los almanaques y en la historia, si acaso hubo algo prodigioso entre algunos individuos o acontecimientos importantes para la humanidad. Surgen las primeras horas de la mañana, ajenas e indiferente a lo que acontezca en el mundo, tal vez porque saben, desde el principio, que no existen apegos entre caminantes y forasteros que, finalmente, al irse, dejan espacios vacíos. Los momentos, al sumarse, dan por resultado horas, días, meses y años que, a pesar de su temporalidad y de ser una medida, se relacionan con la caducidad de la existencia. Aparecen los amaneceres, en el horizonte, y mueren los atardeceres en sentido opuesto. Llegan las noches y les suceden las madrugadas. Las manecillas giran incesantes. Están contratadas por el tiempo para dar vueltas al mismo ritmo y en un sentido, en la ruta de siempre, sin importar las estaciones, y uno, atrapado en la forma y en la vestimenta de hombre o de mujer, debe encontrar los motivos, las entradas y las salidas, los susurros y los silencios, los puentes y las sendas, la esencia y la arcilla, antes de que, en la vida presente, el corazón pare sus latidos y solo quede la voz de las manecillas. Hay que vivir.
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