SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Por ser distintos, mis hermanos y yo sufrimos lo indecible en el colegio. De ninguna manera nos sentíamos, ante los demás, superiores ni inferiores. Respetábamos a la gente, a nuestros compañeros y a los profesores. Éramos educados y teníamos sentimientos nobles. Veníamos de un hogar maravilloso, de una casa vestida de amor, bien, unidad y valores. No había, en nuestro núcleo familiar, malos ejemplos ni vulgaridades.
En mi caso, que soy el mayor de cinco hermanos, me resultaba imposible, por convicción, pronunciar groserías, hablar mal de los demás y tratar asuntos impregnados de bajeza y morbosidad. En mi casa, al lado de mi padre, mi madre y mis hermanos, el ambiente era familiar, siempre con amor, tolerancia, respeto y convivencia, motivo por el que no entendía el motivo de causar daño moral, físico, mental o psicológico a los demás. Pensaba, además, que la vida es tan breve como para desperdiciarla y mancharla con el mal hacia los demás.
Mi padre y mi madre nos inculcaron, adicionalmente, el buen uso del lenguaje. El idioma es tan bello y extenso, que resulta estúpido distorsionarlo o embarrar las palabras tan cautivantes de términos grotescos. Había que enriquecer y mejorar el vocabulario, y para lograrlo resultaba preciso participar en nuestras tradicionales reuniones familiares, comunicarnos libremente, leer y comprender los textos, investigar los significados de las palabras. Y claro, yo, como artista de las letras, descubría algo grandioso en las palabras, en el lenguaje, en el idioma. Sabía que con las letras, podría abrir fosas infernales, destruir a la gente y al mundo, o descubrir el cielo y la inmortalidad, en un ambiente de amor, paz, respeto y tolerancia.
Desde que ingresé, en cualquiera de los dos colegios particulares y en la escuela oficial del nivel básico, fui rechazado por ser diferente. En el primer colegio, el trato fue brutal. Ahora que miro las escenas desde una orilla cada vez más distante, me pregunto la razón por la que los niños -hombres y mujeres- pueden albergar tanto mal, odio y resentimiento contra los demás y la vida. Así es como las personas construyen su destino.
Yo era formal y serio. El único día que acepté participar en uno de los juegos mecánicos de la escuela, con un niño que siempre tenía la cabeza rapada y actuaba como loco, me preparó una trampa que pudo ser mortal y provocó que cayera al suelo y me golpeara la cabeza. Al recobrar el sentido, en la oficina de la directora del colegio, le relaté, como pude, lo que ocurrió; sin embargo, ella, totalmente encubridora e irresponsable, insistió en que estaba confundido, que todo era parte de mi imaginación y que, seguramente, al quedarme dormido -así pretendió que lo creyera-, había soñado el supuesto accidente. Y casi me amenazó para que no comunicara a mi familia esa fantasía. Me quedó claro, por las amenazas y los regaños, que debería de callar todo lo que aconteciera en la escuela. Era su rehén. Me sentía aterrado.
¿En quién podía confiar? No cursé el nivel preprimario, lo que popularmente, aquí, llaman jardín de niños. Entré directamente al primer curso de primaria, sin la convivencia previa con esos niños. Mis únicas amigas, si así se les puede llamar, eran Geli -española, vecina nuestra e hija de un matrimonio que tenía buena relación con mi familia- y Lola, quien me agradaba y, finalmente, se comportó igual que los mercenarios. Otros compañeros del aula de clases, quienes no me hablaban y sí, en cambio, me agredían, utilizaban a Lola como intermediaria para que me solicitara el préstamo de gomas de borrar, colores, tijeras o pegamento, y, al obtener los accesorios escolares, proporcionárselos a ellos. Me pareció cruel e infiel.
Reprobé primer grado de primaria. Lo cursé de nuevo en la misma institución. No asistir a preprimaria, tuvo costo alto para mí. Ahora me percato de que mientras aquella generación era moldeada con los esquemas educativos de la época, mis hermanos y yo, en el hogar, seguíamos una línea y un sendero diferentes.
Posteriormente, mi padre y mi madre nos inscribieron a mi hermana y a mí en otro colegio, administrado por religiosas. Para ambos resultó la antítesis del paraíso que tanto predicaban. Fue el infierno. Un mundo de llamas y maldad disfrazado de oraciones y piedad.
Nadie puede imaginar el acoso que sufríamos mi hermana y yo por parte de monjas, profesoras y alumnos. En diferentes períodos escolares, tanto ella como yo tuvimos a la misma profesora -Teresa-, quien se comportó brutalmente contra ambos, como si guardara rencores pasados. En aquellos días, apenas ayer -qué vergüenza para las religiosas que predicaban una doctrina contraria a sus actitudes y comportamiento y para las maestras insignificantes, engreídas, mentirosas, coléricas e injustas-, esa mujer me golpeaba las yemas de los dedos con un borrador de madera, las palmas de las manos con una regla y las pantorrillas con una tabla, o me ordenaba que pasara al frente y me hincara, con las manos en alto, contra el muro y el pizarrón. Si le solicitaba permiso para ir al baño, me lo negaba, y disfutaba al verme padecer. Al final, no podía contenerme. Me exhibía ante mis compañeros, me jalaba las orejas y me llevaba con la directora, una monja que fingía ser bondadosa y era, al contrario, burlona y cruel.
Aprendí, en el hogar, a hablar con la verdad y a actuar con rectitud; no obstante, notaba en aquellas mujeres demasiada amargura, mucho coraje y bastante maldad. Me preguntaba, cuando me exhibían en el patio, al lado de otros niños que también orinaban los pantalones, una y otra vez, ante los permisos negados de acudir a los sanitarios, por qué eran tan mentirosas y ridículas, porque resultaba lógico que no pudiéramos contener las necesidades fisiológicas. ¿Éramos culpables o ellas cargaban con tan pesada culpa por negarnos los permisos? ¿Quiénes éramos más primitivos y estúpidos, nosotros, los aprendices, o ellas -predicadoras, rezanderas y profesoras-, adultas extraviadas, administradoras infames, grotescas, mediocres e ineptas del poder?
Durante las noches, en casa, lloraba desesperadamente. Sentía angustia y miedo. Sabía que al siguiente día, en el colegio, me esperaban demonios con apariencia de monjas, pofesoras y alumnos. No me atrevía a confesar a mis progenitores la crueldad y las injusticias que aquella gente cometía en perjuicio nuestro. Imaginaba que, al revelarlo, se provocarían discusiones y problemas, y yo era un estudiante mediocre, o al menos así me lo hicieron creer en el aula, que no concluiría el nivel primaria. María Teresa, la rezandera que dirigía la institución educativa, junto con la maestra Teresa -caray, hasta el nombre era idéntico-, pronosticaban que mi vida sería de ignorancia y que, como retrasado mental, necesitaría atención especializada.
Mi padre sabía que no era enfermo mental y que en mí existían capacidad y talento. Mi madre no lo ignoraba. Ellos confiaron en mí. Me proporcionaron el amor más bello y profundo que únicamente los seres con luz pueden irradiar. Dedicaron lo mejor de sí para rescatarme de ese laberinto en el que me encontraba. Fueron ellos quienes no arrojaron el salvavidas desde un barandal, sino se lanzaron a las corrientes tempestuosas para ir por mí y evitar que me hundiera. Eso es grandeza. Eso es amor. Eso es luz.
Enfermaba continuamente. Me operaron las anginas, en período escolar, y perdí bastantes días de clases, situación que la profesora Teresa aprovechó para reprobarme. Repetí tercer gado de primaria con ella. Solo un idiota tiene ocurencias como educar a sus alumnos, un día de rebeldía infantil, con un castigo a la hora de salida del colegio: repetir, en incontables hojas del cuaderno, la expresión «debo portarme bien» y «no debo hablar en clase». ¿Eso enseña algo? ¿No acaso fomenta coraje y resentimiento? Reflexioné y decidí ir con valor hasta la maestra, a quien expliqué, como pude, que yo me había portado bien, que no hablaba en clase y que le solicitaba permiso de retirarme. Me observó con asombro y respondió: «vete a tu casa». Vencí mis miedos. Me atreví y lo logré.
Cuarto año lo cursé, en el mismo colegio, con otra profesora, Juana, una réplica mal hecha de la maestra Teresa. El trato injusto, cruel e intolerante no cambió. Ese año obtuve un premio, una medalla como reconocimiento a mi conducta. Obtuve segundo lugar, a pesar de ser el alumno más bueno, simplemnte porque el sobrino de la maestra Juana reibió el primer sitio.
En la fila de alumnos que recibiríamos las medallas, el sobrino de la profesora Juana se dedicó a molestarme. Hacía señas obscenas con las manos y me empujaba con el objetivo de que cayera al piso. Me molestó hasta que amenacé con denunciar sus agresiones y groserías para que no le entregaran la medalla por el primer lugar en conducta. Se calmó y no me molestó más.
Fue en ese año cuando empecé a defenderme, pero ante la incomprensión de la gente. Un día compré una regla y un compañero se acercó, sin motivo, a molestarme. Me empujó varias ocasiones con la intención de que perdiera el equilibrio y cayera; pero extraje la regla de la mochila y me defendí, hasta que se despedazó. Él gritaba y su hermana, que era mayor, lo defendió y me acusó como si yo hubiera sido el agresor.
Mi padre y mi madre me inscribieron, finalmente, en una escuela oficial, donde cursé quinto y sexto de primaria. México registraba, en la modernidad, un rezago educativo bastante severo, de tal manera que no era raro que personas de 15 o 16 años de edad asistieran a clases de primaria en el turno vespertino de incontables planteles gubernamentales.
La escuela se localizaba en un barrio de la Ciudad de México, cerca de la empresa donde laboraba mi padre. Estábamos inscritos, en la escuela, mi hermana, mi hermano y yo. Enfrentamos el mismo problema: nuestros compañeros eran mayores que nosotros y su educación y su conducta no eran como las nuestras. La mayoría eran agresivos y vulgares.
Evidentemente, los tres enfrentamos la compleja prueba de la coexistencia. Sus actos, conversaciones y asuntos se derivaban de ambientes contaminados por la ignorancia, los vicios, la desintegración familiar, las faltas de respeto y la violencia. Muchos compañeros, con mañas, robaban nuestros alimentos, cuadernos, lápices, bolígrafos y pertenencias; además, aprovechaban su estatura y su fuerza para molestar a los más pequeños, mientras otros, en tanto, se ocultaban en parejas o ingerían bebidas embriagantes o alguna droga.
Y fue, precisamente, por ser distintos, que a mis hermanos y a mí nos odiaron. Erróneamente creían que por tener automóvil, actuar con educación, hablar correctamente y portarse bien, éramos de otro nivel socioeconómico. Nosotros éramos sencillos y educados. Respetábamos a la gente. No nos involucrábamos en chismes ni en problemas. Y eso les molestaba.
Cuando mi padre y mi madre llegaban en el automóvil, a la hora de la salida escolar, las miradas de coraje, envidia y odio se enfocaban en nosotros. Sin darnos cuenta, por ser diferentes, ganábamos enemigos. Y cómo va uno a prestar atención a tanta energía tan negativa, cuando la vida, que es maravillosa, resulta tan breve y apenas alcanza para ser felices y disfrutar todas las bendiciones.
Un día, la profesora solicitó que nuestros progenitores fueran a alguna herrería con el propósito de contratar la elaboración de machetes metálicos. Participaríamos en la Danza de los Machetes. Mis compañeros de clase y yo ensayábamos todos los días en un ambiente de mucha tensión. Al danzar y golpear los machetes, unos con otros, algunos de ellos lo hacían con exceso de fuerza y con mala intención para lastimarnos. La agresión, de su parte, fue tan intensa, que me defendí contra varios. Acaso por la herencia medieval de mis antepasados o quizá porque mi padre me enseñó los principios de la esgrima, logré enfrentar a mis agresores, quienes trataban de herirme. Siempre me he preguntado en qué clase de mente es posible concebir una danza con machetes reales, sobre todo en un escenario donde la gente, por sus condiciones familiares y sociales, es tan agresiva.
En la misma escuela, citaron un sábado a mi hermano y a sus compañeros de aula para que concluyeran un trabajo manual que entregarían a las madres el 10 de mayo. Lo acompañé. Aún no abrían la escuela. Cerca de la reja de metal, se encontraban todos sus compañeros, que eran de mi edad o mayores, quienes aprovecharon la oportunidad para agredirlo, situación que me obligó a defenderlo.
Todos sus compañeros fueron en contra mía. Los recibí con los brazos estirados hacia los extremos, de tal manera que golpearon sus cuellos. Giré y varios de ellos cayeron al suelo, mientas otros, adoloridos, me atacaron; sin embargo, por increíble que parezca, los vencí. Aquel era su barrio, su pequeño mundo, su entorno. Mi hermano y yo corrimos tan rápido que evitamos una desgracia.
Continué el nivel de secundaria cerca de aquel plantes de primaria, en un ambiente hostil. Sentía y pensaba diferente. Mis anhelos eran otros. Era demasiado ingenuo y confiado. No encontré, en tres años, una amistad, alguien de confianza para platicar y convivir. Me sentí totalmente desolado. Me gustaban la vida mística, leer, dibujar, escribir, la música clásica e instrumental, los temas paleontológicos y arqueológicos, los paseos dominicales y las convivencias familiares. No era fácil coincidir, a esa edad, con alguien interesado en dichos temas.
Al terminar mis estudios de secundaria, me inscribí en el bachillerato y, posteriormente, a la universidad, donde sufrí menos acoso; sin embargo, a través de los años, me di cuenta de que si uno desea ser diferente a las mayorías, actuar con educación y respeto, promover el bien y la verdad, trazar rutas más plenas y evitar tanta distracción y superficialidad, y trascender, sin duda a muchos no les agradará e intentarán contrarrestar todos los esfuerzos y sus resultados.
Me pregunto, desde una orilla cada día más lejana, ¿cuántos talentos, ideas geniales, obras, actos nobles y sentimientos se habrán evitado o perdido, simplemente por no agradar a quienes prefieren lo burdo, las apariencias, los intereses egoístas y las superficialidades? A pesar de todo, prefiero ser diferente y ofrecer un destino más bello y pleno.
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