Y si un día

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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A mis descendientes, a mi familia, a mis amigos

Y si un día ya no estoy aquí, contigo, quiero que, en vez de llorar, leas los textos que escribí, para que así me sientas cerca y sepas que te estoy hablando. Y si, en algún momento de tu existencia, percibes mi ausencia, hojea las páginas con fragancia a papel y tinta y deja que su perfume te envuelva, hasta que coincidamos en alguno de sus parajes y, juntos, caminemos por los senderos y las rutas que se encuentran en cada letra, las cuales, por contener tanto de mí, te regalarán mis abrazos y mis consejos con el amor que te tengo. Y si, en alguna hora insospechada, cae la noche y me desvanezco, cierra tus ojos y sumérgete en las profundidades de tu ser, en tu esencia, donde te estaré esperando con la intención de mostrarte el oleaje que lleva a la fuente infinita. Y si en alguna fecha incierta, al amanecer, ya no me miras ni me escuchas, no olvides que mis voces y silencios se mezclarán con el lenguaje de la naturaleza, con los códigos de la vida, con los signos de la creación. Y si alguna vez, tras concluir mi presente ciclo en el mundo, no me sientes, toca los pétalos de las flores -orquídeas, tulipanes, rosas- y, al percibir su textura, experimentarás mi cercanía y sabrás que nunca te abandonaré. Y si cierto instante sufres por las ocasiones que dejamos de convivir, desecha el arrepentimiento, la tristeza y el dolor porque cada uno, en la caminata de la vida por el mundo, tiene sus motivos, sus sendas y sus razones; pero en la esencia -y tú lo sabes-, nos amamos y compartiremos, una vez superados los destierros que nos ponen a prueba y hacen crecer, la dicha de una existencia plena e infinita. Y si una tarde, mientras llueve torrencialmente, sopla el viento y los relámpagos desgarran las nubes plomadas y ennegrecidas, sientes que te desmoronas, no llores ni sufras por lo que ya pasó y forma, en consecuencia, parte de tu historia; fortalece tu ser, sé grandioso e irrepetible, derrama el bien y la verdad, y nunca actúes con maldad ni con injusticia, para que así, al llegar a la hoja postrera del libro de tu existencia, mires atrás, feliz y satisfecho, las huellas que dejaste en el camino y los puentes y las rutas que diseñaste y construiste durante tu andar por las estaciones de la vida. Y si en determinado instante piensas que todo ha acabado, no dudes en abrir las ventanas de tu ser y de tu casa, mirar a tu alrededor y recordar que la vida es incesante. Y si un día crees que ya no estoy contigo, siénteme, en tu interior, a través de tu alma, de tu esencia inmortal, y, afuera, en los rumores del viento, en la lluvia, en los colores de las flores y en el oleaje del mar. Prometo, por así saberlo, que nuestras almas siempre permanecerán inseparables y dichosas. Y si un día.

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Otro de los temas preocupantes

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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… Otro de los temas preocupantes es que las generaciones de la hora contemporánea, al nacer, ya se encuentran inmersas en ambientes locales, nacionales y globales de ausencia de amor y de bien, desbordantes de odio y de violencia, maquillados de asuntos, modas y tendencias que parecen ser la verdad, carentes de sentimientos nobles y de racionalidad. Quienes nacen, en los minutos actuales, se acostumbran, por tratarse de su época y de lo que está a su alcance, a la escasez, las crisis económicas, las guerras, las enfermedades contagiosas y el control de los más poderosos a los más débiles. No saben que alguna vez hubo alegrías, creatividad, ilusiones, libertad, originalidad y sueños. No disponen de elementos de comparación. La gente que pudo relatarles cómo era el mundo apenas unos años antes, ya murió o anda ocupada en diferentes asuntos, independientemente de que, a través de los medios de comuicación y las redes sociales, les enseñan a no respetar a los adultos y a desechar lo que les parezca caduco. La superficialidad, con sus estupideces y ligerezas, resulta tan pesada y tóxica, que cubre e impide sentir desde el alma y razonar. Nadie se atreve a denunciar públicamente lo siniestro del proyecto de dominar el mundo y someter a la humanidad. Y a los que lo hacemos, nos descalifican. Por favor, quienes aún se encuentren completos, espiritual y mentalmente, hablen, despierten y guíen a las generaciones actuales. Impidamos que una élite perversa se apodere de las voluntades y del destino humano. No acostumbremos a los niños y a los adolescentes al mal, al odio, a la superficialidad, a la falta de sentimientos nobles y de raciocinio. Si cada adulto se comprometiera a inculcar valores, sentimientos e ideas a los niños y a los adolescentes, sumaría y multiplicaría el bien y la verdad, hasta desvanecer al grupúsculo que, a nivel mundial, ambiciona controlar a millones de hombres y mujeres. Los niños, los adolescentes y los jóvenes permanecen envueltos en el mundo y en la realidad que les han fabricado, de la cual todos somos, en parte, responsables. Resulta perentorio despertarlos, inculcarles valores, hablarles con la verdad, antes de que la noche más oscura y desolada llegue a sus existencias.

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El otro contagio

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Me parecen graves, mezquinas, preocupantes y tramposas las enfermedades de la hora contemporánea, diseñadas y creadas en laboratorios mecenarios de la ciencia, que, más tarde, son disueltas en el ambiente con la intención de afectar a la humanidad y, adicionalmente, debilitar a las generaciones de niños, adolescentes y jóvenes, y acostumbrarlos a una realidad terrible de dolor, escasez, dependencia, inutilidad, miseria, tristeza y muerte; sin embargo, siento mayor coraje, pesar y mortificación ante el otro contagio, el mal que desgarra los sueños y las ilusiones, aplasta los sentimientos, destroza el raciocinio y las ideas, y contamina el bien y la verdad. Y es que si las enfermedades de laboratorio atrofian los organismos y tienen capacidad de propiciar la muerte, el otro mal, el que atenta contra los principios y los valores, la creatividad y las libertades, los sueños y la originalidad, el amor y la honestidad, la alegría y las ilusiones, la dignidad y la justicia, es imposible combatirlo si ataca y carcome a las personas. Y ese plan dañino, perverso, irreversible y tóxico, que una élite poderosa, a nivel global, aplica gradualmente, desde hace años, con cierta intencionalidad, no tiene vacuna ni tratamiento. Una vez que el alma es sepultada y se vacían los sentimientos y el raciocinio de la gente, se le transforma en marioneta, en títere, en criatura desprovista de decisión, voluntad y sentido. Esa es la verdadera pandemia. Los grupúsculos que ambicionan el poder y el control del mundo, respaldados por sus mercenarios -científicos, intelectuales, gobernantes, militares, empresarios, multimillonarios, políticos y medios de comunicación-, han distorsionado la realidad humana, alterado la trama de la vida y normalizado el mal y lo negativo. Rompieron a las familias, las enfrentaron, como lo hicieron, igualmente, por medio de su cruel juego de los opuestos, con la generación de odio y violencia. Quebrantados el bien, la verdad, la justicia, la dignidad, los sueños, el ingenio y las libertades, hombres y mujeres se transforman el trozos de maquinaria humana a la que se puede manipular cual marioneta, controlar y explotar sin escrúpulos. Y para ellos, que se apropiaron del mapa de la humanidad, la niñez, la adolescencia y la juventud del minuto presente, son el rebaño de prueba que sacrificarán con el objetivo de establecer reglas injustas, decidir el rumbo de los pueblos y marcar e imponer un nuevo modelo que favorecerá a una minoría y embestirá a millones de hombres y mujeres. Ese es el contagio, la enfermedad, la terrible pandemia que atenta contra la aldea humana.

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La flor que se deshoja, silenciosamente, entre las páginas de un libro

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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La flor que un día lejano fue regalo e ilusión, es el poema que se conserva en una caja -la de los recuerdos, dulces o amargos-, o entre las páginas de un libro con aroma a papel, tinta, perfumes y un viejo romance. Los pétalos que se desprenden de la flor guardada en el armario, son pedazos de amor que tuvieron fragancias, colores y texturas. Las flores secas que se atesoraron cierta vez, tras provocar ilusiones y suspiros, con la idea de un amor bello y sin final, agonizan en la desolación, mientras algún corazón se apaga silenciosamente. Los pétalos secos que uno, al cambiar las páginas de un libro, descubre en el naufragio, huelen a idilios añejos, a alegrías pasajeras, a ilusiones y a sueños que duermen profundamente. La flor que, en otra fecha, alguien obsequió, es, simplemente, un pedazo de amor que quedó en el camino y que se deshoja irremediablemente.

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Somos, acaso, pedazos de hojas de papel

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Somos, acaso, pedazos de hojas de papel que quedan abandonados y dispersos, aquí y allá, con anotaciones que, por ser fragmentos, parecen incompletos, a pesar de significar trozos de nuestras vidas. Tal vez, cada instante, las páginas de nuestras existencias se deshojan, igual que las frondas de los árboles, en los bosques, en las calzadas y en los parques, una tarde de suspiros otoñales. Formamos parte, quizá, de una colección de notas que, un día, otro y muchos más, a ciertas horas, cayeron sin darnos cuenta y permancen en el camino, fieles a lo que que sentimos, pensamos e hicimos durante nuestras andanzas. Quedan, de nosotros, lo que hicimos, bueno o malo, en la mañana y en la tarde, al mediodía y al anochecer, solamente con la oportunidad de enmendar el presente y definir el futuro, porque los aciertos y los errores del pasado, allá se quedaron, solitarios, envueltos en las sombras de las añoranzas y los recuerdos. Somos, indudablemente, memoria del ayer, acontecimiento del hoy y promesa del mañana. Sin pasado, no existe la esperanza de un hoy; la carencia de un ahora, elimina todas las expectativas del porvenir. En breve, el ayer se vuelve hoy, y el ahora transcurre y queda en el pasado, hasta que el anhelado mañana asoma por la ventana y más tarde se desvanece, solitario, como llegó. Todo se queda en nuestra historia. El dinero, la fama y el poder que otorgan distinción a la gente, inevitablemente se deslindan de cualquier intento de rapto a otras fronteras. Son demasiado pesados y vacíos para la ligereza que se necesita al cruzar el umbral. Somos, parece, parte de un guión que componemos inspirados en nosotros mismos y en lo que sentimos, idealizamos, pensamos, soñamos, decimos y hacemos. Somos, creo, pedazos de hojas escritas con historias que el aire y el viento se llevan mientras permanecemos distraídos en otros asuntos. Son páginas que se deshojan. Forman parte de un cuaderno que también posee hojas en blanco que es preciso escribir antes de que alguien más lo haga. Somos, acaso, pedazos de hojas de papel.

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Julio

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Apenas ayer iniciaba el año, con tantos anhelos y temores, con las páginas en blanco para dibujar y escribir nuestras historias, al lado de envolturas, regalos e ilusiones que quedaron a un lado ante el paso de las horas y de los días, y hoy, sorprendidos, vemos que es julio, mes que, en su madurez, sabe que es una estación de paso y que, alguna vez, en cierta fecha, se marchará sin voltear atrás. Permanece en sus silencios, en su caminata si tregua, en esos sigilos que poseen un lenguaje que casi nadie comprende. Si no es invención humana para medir y ordenar sus existencias y sus actividades, el tiempo, dicen, transcurre inevitablemente, cuando se trata, parece, de una sucesión de ciclos. Son luces y sombras vinculadas, materialmente, a lo que la gente llama nacimiento y muerte, lozanía y envejecimiento, porque, después de todo, las estaciones retornan, una y otra vez, desapegadas a afectos, romances y enamoramientos. No les es permitido quedarse. Notamos que los minutos, los días y los años marcan nuestros rostros y encanecen el cabello, y suponemos, en consecuencia, que es el tiempo. Y realmente son las estaciones de la vida, los ciclos de la existencia, la experiencia que tenemos, el paso por un mundo de temporalidades, que ofrece la alternativa de perderse y caer en hondos vacíos o descubrir el sendero hacia rutas y destinos esplendorosos e infinitos. Así que ya es julio y no es que el año envejezca y se aproxime a su inevitable agonía; somos nosotros quienes llegamos, alguna vez, a un mundo pasajero que prueba nuestra evolución y del que, generalmente, queremos arrancar y atesorar pedazos, apoderarnos de sus bellezas y de sus cosas, a pesar de saber que todo se quedará al partir. Culpamos al tiempo de la vejez, de los descalabros, de las enfermedades, sin percatarnos de que somos nosotros los responsables de lo que sufrimos o gozarnos, de acuerdo con la frercuencia y los niveles con que vibramos durante la vida. Es julio y se marchará. No es que se acabe el año; somos nosotros quienes navegamos, casi imperceptiblemente, hacia la otra orilla. Hay que saltar la cerca de la amargura, el enojo, la frustración, la ignorancia, el mal, el miedo, el resentimiento y la tristeza, para disfrutar, una vez liberados, la alegría, el amor, el bien, la salud, la verdad y la vida armónica, equilibrada y plena. Julio se irá. Quienes permanezcamos otro rato en el mundo -instantes, horas, días, años-, no debemos esperar el retorno de lo que se fue, de lo que quedó en el ayer; al contrario, tenemos el reto de incorporarnos de la banca en la que estamos sentados e ir al encuentro de un destino grandioso.

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Rincones de añoranzas

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Hay rincones, en las aldeas, en los pueblos, en las ciudades, que uno no olvida, acaso porque fueron paisaje de la niñez, de la adolescencia o de la juventud, o probablemente por ser la antigua ruta a la escuela y a lejanos destinos, o quizá por tratarse de espacios y callejuelas que recorrimos con nuestros familiares y amigos en otras estaciones de la existencia, o tal vez por quedar, tras la caminata de las manecillas, con el perfume de un romance añejo que provocó alegría e ilusiones. Existen sitios en los que caímos, seguramente desgarrados, y otros, en cambio, en los que obtuvimos alegrías y triunfos, donde aprendimos a andar por el mundo y a ganarnos el abismo o la cumbre. En ciertos lugares, permanecen los árboles y los jardines, las casas y los portones, las calles y los escalones, como antaño, intactos, como si las caricias del viento, de la lluvia, del sol y del tiempo los respetaran y solo depositaran, como testimonio de su paso, hojas secas, polvo, manchas de humedad y charcos. Otras personas transitan ajenas a lo que, en fechas distantes, ocurrió en esos rincones de tanta añoranza, mientras uno, al retornar, siente nostalgia al evocar las imágenes difusas del pasado, sombras que recuerdan la infancia y distintos ciclos en compañía del padre, de la madre, de los hermanos, de los hijos o de los nietos, o seguramente al lado de amigos, en la soledad o en compañía de alguien especial que nos causó sobresaltos en los latidos del corazón y a quien dimos un beso a hutadillas y entregamos una flor. Sigilosos, los parques, las calles, los escalones, las construcciones, guardan la memoria de acontecimientos pasados y de secretos inconfesables. Hay rincones que enseñan, dicen y evocan tanto, a pesar de que los instantes se deshojen, que uno, al recorrerlos de nuevo, se recrea y comprende, finalmente, si su existencia ha sido una serie de notas discordantes o, al contrario, una obra bella y de constante aprendizaje, de bien y de verdad, ejemplar e inolvidable. Si todavía hay tiempo de enmendar la historia y cultivar los ingredientes de una vida de virtud modelo, es preciso transformar los cardos en flores y hacer de cada espacio, callejuela, parque y rincón un panorama de vivencias hermosas. Aún es posible.

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Por ser distintos

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Por ser distintos, mis hermanos y yo sufrimos lo indecible en el colegio. De ninguna manera nos sentíamos, ante los demás, superiores ni inferiores. Respetábamos a la gente, a nuestros compañeros y a los profesores. Éramos educados y teníamos sentimientos nobles. Veníamos de un hogar maravilloso, de una casa vestida de amor, bien, unidad y valores. No había, en nuestro núcleo familiar, malos ejemplos ni vulgaridades.

En mi caso, que soy el mayor de cinco hermanos, me resultaba imposible, por convicción, pronunciar groserías, hablar mal de los demás y tratar asuntos impregnados de bajeza y morbosidad. En mi casa, al lado de mi padre, mi madre y mis hermanos, el ambiente era familiar, siempre con amor, tolerancia, respeto y convivencia, motivo por el que no entendía el motivo de causar daño moral, físico, mental o psicológico a los demás. Pensaba, además, que la vida es tan breve como para desperdiciarla y mancharla con el mal hacia los demás.

Mi padre y mi madre nos inculcaron, adicionalmente, el buen uso del lenguaje. El idioma es tan bello y extenso, que resulta estúpido distorsionarlo o embarrar las palabras tan cautivantes de términos grotescos. Había que enriquecer y mejorar el vocabulario, y para lograrlo resultaba preciso participar en nuestras tradicionales reuniones familiares, comunicarnos libremente, leer y comprender los textos, investigar los significados de las palabras. Y claro, yo, como artista de las letras, descubría algo grandioso en las palabras, en el lenguaje, en el idioma. Sabía que con las letras, podría abrir fosas infernales, destruir a la gente y al mundo, o descubrir el cielo y la inmortalidad, en un ambiente de amor, paz, respeto y tolerancia.

Desde que ingresé, en cualquiera de los dos colegios particulares y en la escuela oficial del nivel básico, fui rechazado por ser diferente. En el primer colegio, el trato fue brutal. Ahora que miro las escenas desde una orilla cada vez más distante, me pregunto la razón por la que los niños -hombres y mujeres- pueden albergar tanto mal, odio y resentimiento contra los demás y la vida. Así es como las personas construyen su destino.

Yo era formal y serio. El único día que acepté participar en uno de los juegos mecánicos de la escuela, con un niño que siempre tenía la cabeza rapada y actuaba como loco, me preparó una trampa que pudo ser mortal y provocó que cayera al suelo y me golpeara la cabeza. Al recobrar el sentido, en la oficina de la directora del colegio, le relaté, como pude, lo que ocurrió; sin embargo, ella, totalmente encubridora e irresponsable, insistió en que estaba confundido, que todo era parte de mi imaginación y que, seguramente, al quedarme dormido -así pretendió que lo creyera-, había soñado el supuesto accidente. Y casi me amenazó para que no comunicara a mi familia esa fantasía. Me quedó claro, por las amenazas y los regaños, que debería de callar todo lo que aconteciera en la escuela. Era su rehén. Me sentía aterrado.

¿En quién podía confiar? No cursé el nivel preprimario, lo que popularmente, aquí, llaman jardín de niños. Entré directamente al primer curso de primaria, sin la convivencia previa con esos niños. Mis únicas amigas, si así se les puede llamar, eran Geli -española, vecina nuestra e hija de un matrimonio que tenía buena relación con mi familia- y Lola, quien me agradaba y, finalmente, se comportó igual que los mercenarios. Otros compañeros del aula de clases, quienes no me hablaban y sí, en cambio, me agredían, utilizaban a Lola como intermediaria para que me solicitara el préstamo de gomas de borrar, colores, tijeras o pegamento, y, al obtener los accesorios escolares, proporcionárselos a ellos. Me pareció cruel e infiel.

Reprobé primer grado de primaria. Lo cursé de nuevo en la misma institución. No asistir a preprimaria, tuvo costo alto para mí. Ahora me percato de que mientras aquella generación era moldeada con los esquemas educativos de la época, mis hermanos y yo, en el hogar, seguíamos una línea y un sendero diferentes.

Posteriormente, mi padre y mi madre nos inscribieron a mi hermana y a mí en otro colegio, administrado por religiosas. Para ambos resultó la antítesis del paraíso que tanto predicaban. Fue el infierno. Un mundo de llamas y maldad disfrazado de oraciones y piedad.

Nadie puede imaginar el acoso que sufríamos mi hermana y yo por parte de monjas, profesoras y alumnos. En diferentes períodos escolares, tanto ella como yo tuvimos a la misma profesora -Teresa-, quien se comportó brutalmente contra ambos, como si guardara rencores pasados. En aquellos días, apenas ayer -qué vergüenza para las religiosas que predicaban una doctrina contraria a sus actitudes y comportamiento y para las maestras insignificantes, engreídas, mentirosas, coléricas e injustas-, esa mujer me golpeaba las yemas de los dedos con un borrador de madera, las palmas de las manos con una regla y las pantorrillas con una tabla, o me ordenaba que pasara al frente y me hincara, con las manos en alto, contra el muro y el pizarrón. Si le solicitaba permiso para ir al baño, me lo negaba, y disfutaba al verme padecer. Al final, no podía contenerme. Me exhibía ante mis compañeros, me jalaba las orejas y me llevaba con la directora, una monja que fingía ser bondadosa y era, al contrario, burlona y cruel.

Aprendí, en el hogar, a hablar con la verdad y a actuar con rectitud; no obstante, notaba en aquellas mujeres demasiada amargura, mucho coraje y bastante maldad. Me preguntaba, cuando me exhibían en el patio, al lado de otros niños que también orinaban los pantalones, una y otra vez, ante los permisos negados de acudir a los sanitarios, por qué eran tan mentirosas y ridículas, porque resultaba lógico que no pudiéramos contener las necesidades fisiológicas. ¿Éramos culpables o ellas cargaban con tan pesada culpa por negarnos los permisos? ¿Quiénes éramos más primitivos y estúpidos, nosotros, los aprendices, o ellas -predicadoras, rezanderas y profesoras-, adultas extraviadas, administradoras infames, grotescas, mediocres e ineptas del poder?

Durante las noches, en casa, lloraba desesperadamente. Sentía angustia y miedo. Sabía que al siguiente día, en el colegio, me esperaban demonios con apariencia de monjas, pofesoras y alumnos. No me atrevía a confesar a mis progenitores la crueldad y las injusticias que aquella gente cometía en perjuicio nuestro. Imaginaba que, al revelarlo, se provocarían discusiones y problemas, y yo era un estudiante mediocre, o al menos así me lo hicieron creer en el aula, que no concluiría el nivel primaria. María Teresa, la rezandera que dirigía la institución educativa, junto con la maestra Teresa -caray, hasta el nombre era idéntico-, pronosticaban que mi vida sería de ignorancia y que, como retrasado mental, necesitaría atención especializada.

Mi padre sabía que no era enfermo mental y que en mí existían capacidad y talento. Mi madre no lo ignoraba. Ellos confiaron en mí. Me proporcionaron el amor más bello y profundo que únicamente los seres con luz pueden irradiar. Dedicaron lo mejor de sí para rescatarme de ese laberinto en el que me encontraba. Fueron ellos quienes no arrojaron el salvavidas desde un barandal, sino se lanzaron a las corrientes tempestuosas para ir por mí y evitar que me hundiera. Eso es grandeza. Eso es amor. Eso es luz.

Enfermaba continuamente. Me operaron las anginas, en período escolar, y perdí bastantes días de clases, situación que la profesora Teresa aprovechó para reprobarme. Repetí tercer gado de primaria con ella. Solo un idiota tiene ocurencias como educar a sus alumnos, un día de rebeldía infantil, con un castigo a la hora de salida del colegio: repetir, en incontables hojas del cuaderno, la expresión «debo portarme bien» y «no debo hablar en clase». ¿Eso enseña algo? ¿No acaso fomenta coraje y resentimiento? Reflexioné y decidí ir con valor hasta la maestra, a quien expliqué, como pude, que yo me había portado bien, que no hablaba en clase y que le solicitaba permiso de retirarme. Me observó con asombro y respondió: «vete a tu casa». Vencí mis miedos. Me atreví y lo logré.

Cuarto año lo cursé, en el mismo colegio, con otra profesora, Juana, una réplica mal hecha de la maestra Teresa. El trato injusto, cruel e intolerante no cambió. Ese año obtuve un premio, una medalla como reconocimiento a mi conducta. Obtuve segundo lugar, a pesar de ser el alumno más bueno, simplemnte porque el sobrino de la maestra Juana reibió el primer sitio.

En la fila de alumnos que recibiríamos las medallas, el sobrino de la profesora Juana se dedicó a molestarme. Hacía señas obscenas con las manos y me empujaba con el objetivo de que cayera al piso. Me molestó hasta que amenacé con denunciar sus agresiones y groserías para que no le entregaran la medalla por el primer lugar en conducta. Se calmó y no me molestó más.

Fue en ese año cuando empecé a defenderme, pero ante la incomprensión de la gente. Un día compré una regla y un compañero se acercó, sin motivo, a molestarme. Me empujó varias ocasiones con la intención de que perdiera el equilibrio y cayera; pero extraje la regla de la mochila y me defendí, hasta que se despedazó. Él gritaba y su hermana, que era mayor, lo defendió y me acusó como si yo hubiera sido el agresor.

Mi padre y mi madre me inscribieron, finalmente, en una escuela oficial, donde cursé quinto y sexto de primaria. México registraba, en la modernidad, un rezago educativo bastante severo, de tal manera que no era raro que personas de 15 o 16 años de edad asistieran a clases de primaria en el turno vespertino de incontables planteles gubernamentales.

La escuela se localizaba en un barrio de la Ciudad de México, cerca de la empresa donde laboraba mi padre. Estábamos inscritos, en la escuela, mi hermana, mi hermano y yo. Enfrentamos el mismo problema: nuestros compañeros eran mayores que nosotros y su educación y su conducta no eran como las nuestras. La mayoría eran agresivos y vulgares.

Evidentemente, los tres enfrentamos la compleja prueba de la coexistencia. Sus actos, conversaciones y asuntos se derivaban de ambientes contaminados por la ignorancia, los vicios, la desintegración familiar, las faltas de respeto y la violencia. Muchos compañeros, con mañas, robaban nuestros alimentos, cuadernos, lápices, bolígrafos y pertenencias; además, aprovechaban su estatura y su fuerza para molestar a los más pequeños, mientras otros, en tanto, se ocultaban en parejas o ingerían bebidas embriagantes o alguna droga.

Y fue, precisamente, por ser distintos, que a mis hermanos y a mí nos odiaron. Erróneamente creían que por tener automóvil, actuar con educación, hablar correctamente y portarse bien, éramos de otro nivel socioeconómico. Nosotros éramos sencillos y educados. Respetábamos a la gente. No nos involucrábamos en chismes ni en problemas. Y eso les molestaba.

Cuando mi padre y mi madre llegaban en el automóvil, a la hora de la salida escolar, las miradas de coraje, envidia y odio se enfocaban en nosotros. Sin darnos cuenta, por ser diferentes, ganábamos enemigos. Y cómo va uno a prestar atención a tanta energía tan negativa, cuando la vida, que es maravillosa, resulta tan breve y apenas alcanza para ser felices y disfrutar todas las bendiciones.

Un día, la profesora solicitó que nuestros progenitores fueran a alguna herrería con el propósito de contratar la elaboración de machetes metálicos. Participaríamos en la Danza de los Machetes. Mis compañeros de clase y yo ensayábamos todos los días en un ambiente de mucha tensión. Al danzar y golpear los machetes, unos con otros, algunos de ellos lo hacían con exceso de fuerza y con mala intención para lastimarnos. La agresión, de su parte, fue tan intensa, que me defendí contra varios. Acaso por la herencia medieval de mis antepasados o quizá porque mi padre me enseñó los principios de la esgrima, logré enfrentar a mis agresores, quienes trataban de herirme. Siempre me he preguntado en qué clase de mente es posible concebir una danza con machetes reales, sobre todo en un escenario donde la gente, por sus condiciones familiares y sociales, es tan agresiva.

En la misma escuela, citaron un sábado a mi hermano y a sus compañeros de aula para que concluyeran un trabajo manual que entregarían a las madres el 10 de mayo. Lo acompañé. Aún no abrían la escuela. Cerca de la reja de metal, se encontraban todos sus compañeros, que eran de mi edad o mayores, quienes aprovecharon la oportunidad para agredirlo, situación que me obligó a defenderlo.

Todos sus compañeros fueron en contra mía. Los recibí con los brazos estirados hacia los extremos, de tal manera que golpearon sus cuellos. Giré y varios de ellos cayeron al suelo, mientas otros, adoloridos, me atacaron; sin embargo, por increíble que parezca, los vencí. Aquel era su barrio, su pequeño mundo, su entorno. Mi hermano y yo corrimos tan rápido que evitamos una desgracia.

Continué el nivel de secundaria cerca de aquel plantes de primaria, en un ambiente hostil. Sentía y pensaba diferente. Mis anhelos eran otros. Era demasiado ingenuo y confiado. No encontré, en tres años, una amistad, alguien de confianza para platicar y convivir. Me sentí totalmente desolado. Me gustaban la vida mística, leer, dibujar, escribir, la música clásica e instrumental, los temas paleontológicos y arqueológicos, los paseos dominicales y las convivencias familiares. No era fácil coincidir, a esa edad, con alguien interesado en dichos temas.

Al terminar mis estudios de secundaria, me inscribí en el bachillerato y, posteriormente, a la universidad, donde sufrí menos acoso; sin embargo, a través de los años, me di cuenta de que si uno desea ser diferente a las mayorías, actuar con educación y respeto, promover el bien y la verdad, trazar rutas más plenas y evitar tanta distracción y superficialidad, y trascender, sin duda a muchos no les agradará e intentarán contrarrestar todos los esfuerzos y sus resultados.

Me pregunto, desde una orilla cada día más lejana, ¿cuántos talentos, ideas geniales, obras, actos nobles y sentimientos se habrán evitado o perdido, simplemente por no agradar a quienes prefieren lo burdo, las apariencias, los intereses egoístas y las superficialidades? A pesar de todo, prefiero ser diferente y ofrecer un destino más bello y pleno.

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Vete de mi lado

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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-No te quiero a mi lado. La vida humana es tan breve, que apenas uno dispone de tiempo para hacer algo grandioso, dejar huellas indelebles y evolucionar. Te equivocas conmigo. No dispongo de días para atenderte. Vete lejos, al destierro, sin causar daño. No pretendo alojarte en mí- advertí, enérgicamente, al coronavirus que, desde hace tiempo, me espía y pretende sorprenderme en la esquina, en las calles, en el parque, en cualquier sitio insospechado.

Desde su diseño y creación, en laboratorios de científicos mercenarios, patrocinados por una élite perversa que intenta apoderarse de la humanidad y del mundo, en un debut grotesco que, en 2020 y 2021, asesinó y afectó a millones de personas, el coronavirus ha intentado acercase a mí, coquetearme y tender redes mortales; pero no me simpatiza y no lo deseo a mi lado ni cerca de mi familia ni de la gente que tiene derecho a la vida. Es una porquería que se encuentra al nivel de quienes lo diseñaron, inventaron y dispersaron en la geografía mundial.

-No. Definitivamente no te quiero. Eres un criminal e invasor que, disfrazado de forastero, sirves a intereses mezquinos. Tu presencia no es grata. Regresa con quienes te inventaron y diles que aquí, en el planeta que desean saquear, todavía existimos hombres y mujeres que no nos doblegamos ni nos amedrentamos ante los fantasmas y las sombras que otros, en la oscuridad, crean con la intención e aterrorizar y convertirnos en simples marionetas sin alegría, sentimientos, ideas y sueños- le expreso, racional, al coronavirus, y le cierro las puertas y las ventanas para dejarlo sin opción de asomarse.

Y así sigo, con mi familia, mis amistades y la gente que me rodea, protagonizando una historia que anhelo sea grandiosa e inolvidable, en busca cotidiana de la fabricación de una biografía plena e irrepetible que derrame amor, bien, conocimiento, mientras el coronavirus permanece escondido en los rincones, en los pasillos, en cualquier lugar, para atacar el menor descuido. Es traidor y despiadado.

-Siento tu presencia. Sé que nuevamente te dispersaron en el ambiente. Vuelves a atacar con uno de los tantos rostros que tienes. Tu nueva versión pretende llevar, nuevamente, a incontables personas a la cremación, a la sepultura, donde yo te depositaré si intentas tocar a mi puerta- advierto al coronavirus-. Y conste que no es amenaza ni declaración de guerra. Ni siquiera te necesito para valorar y entender la vida porque la amo incondicionalmente. Sencillamente, tú tienes el descaro de acosar, invadir y enfermar a hombres y mujeres de cualquier edad, sin respeto, brutal como eres, igual que tus patrones. ¿Ya olvidaste que dos años antes te sentía venir? Retírate de nuestro camino. Nosotros elegimos un destino luminoso, un sendero grandioso; tú, en cambio, acechas, cobarde y escondido, en los caminos inciertos de la vida.

No ignoro que, en sus primeras versiones, en su presentación estelar, atentó contra las otras generaciones, las de las personas mayores, y a muchos los asfixió sádicamente y los hizo sufrir. Rompió familias. Destruyó sueños, ilusiones y proyectos. Desdibujó sonrisas. Alteró estados de ánimo, sentimientos, planes, anhelos, creatividad y pensamientos. Causó mayor cantidad de dolor, mal, estragos y desgracias que las bombas, evidentemente con el apoyo y la participación de una élite dominante y sus mercenarios y servidores los científicos, los medios de comunicaciión masivos y los líderes, entre otros.

-¿Acaso crees que permitiré que raptes la alegría, el bienestar, la salud y la vida de mi familia y de la gente que amo? ¿Pretendas que me rinda y te diga, oh, señor, ganaste la batalla, diles a tus creadores que me anoten en sus estadísticas y que de hoy en adelante he perdido la voluntad? No eres mi invitado. Tu presencia no es grata.

Escucho sus pasos y su respiración en la azotea, en el jardín, en cada espacio, acaso porque desea robar mis suspiros, probablemente en un intento de romperme y quebrantar a mi familia, quizá con la intención de que renuncie a la inspiración artística y a la tinta y al papel, tal vez por ser su función y su tarea destruir. Está hecho para causar sufrimiento.

Me persigue, como a ti, a ellos y a ustedes. Está atento a mis sentimientos, a mis palabras, a mis acciones, a mis pensamientos. Busca poros y ranuras para entrar exabrupto; pero desconoce -al fin consecuencia de la invención de seres humanos transformados en deidades- que la Mente Infinita, a la que pertenece mi alma, actúa y desvanece sus conspiraciones.

-No estoy distraído ni enajenado con la seducción de las redes, la estulticia y las superficialidades, y eso, coronavirus, no te agrada y disgusta a tus creadores. Aléjate de mi familia y de mí. No molestes a la humanidad. Somos libres y tenemos derecho a la felicidad y a realizarnos plenamente. Retorna a quienes te fabricaron. ¿Te gustaría permanecer sepultado y escuchar, en la profundidad de la tierra, el susurro del viento, el canto de la lluvia, o sospechar que afuera, en la superficie terrena, la naturaleza pinta sus paisajes con los tonos más bellos y que las flores, perfumadas, se expresan incansables? ¿Quieres ser polvo mientras la vida renace cada instante y palpita incesante al ritmo de la esencia infinita?

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