Llanto en el bosque

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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A los árboles, a los bosques, a las selvas, a la vida, a nosotros…

No son susurros en el bosque; tampoco es el viento que acaricia las frondas de los árboles. Se oyen suspiros tristes, gritos que el silencio de la muerte apaga y oculta. El bosque llora. Cada árbol se queja al sentir, en su tronco, el filo de la sierra metálica que lo hiere mortalmente, hasta que cae en la tierra que lo nutrió desde que era semilla. Los motores de las sierras se escuchan incontenibles, enmudecen el concierto de la naturaleza y cubren los ríos que pierden su transparencia y pureza al recibir los pedazos de cortezas que acreditan un crimen más en perjuicio de la humanidad, del mundo, de la vida. Los árboles son talados en los bosques, en las selvas, como si se tratara de objetos inertes que no sienten. Son asesinados por seres humanos sin escrúpulos, capaces de destruir el planeta en su afán rapaz de acumular poder y riqueza. Aquí y allá, en tantos rincones del mundo, los árboles sienten las heridas que les provocan las sierras de acero que, finalmente, los matan con la intención de robar su madera. Uno y muchos más alteran el equilibrio, rompen la armonía, atentan contra la vida. El paisaje que un artista, al principio, concibió y pintó en el mundo, pierde sus formas, sus colores, sus texturas y sus perfumes, y solo quedan hojas y varas secas, polvo y desolación. Los rumores de la existencia se vuelven, de pronto, sigilos que nadie entiende; aunque todos, en parte, sean responsables por atentar contra lo naturaleza o por callar y ser cómplices. Los perfumes que cautivan, en los bosques y en las selvas, se apagan y solo flota la hediondez de la muerte, entre aserrín, varas secas y lodo; la policromía se diluye y el escenario se torna luctuoso, monótono, aterrador; los himnos naturales no se escuchan más. Alguien, y otros más, provocan dolor y luto en los bosques y en las selvas. Las raíces, al interior de la tierra, parecen abrazarse en un consuelo que pronto se diluye y se transforma en fatal despedida. Cada vez se perciben menos pulsaciones de la vida. El viento arrastra, hasta los pueblos y las ciudades, el susurro de los bosques y de las selvas que suplican ayuda; pero las luces de los aparadores, el ruido en las avenidas y tantas cosas que tocan a la puerta y asoman por las ventanas, impiden escuchar el lenguaje de la creación que es aniquilada. No es simple viento. Es la vida que se escapa.

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No hay tiempo para despedirnos

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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No hay tiempo para despedirnos. Simplemente, en algún momento insospechado, abandonamos a la gente que tanto amamos, las cosas que acumulamos, el paisaje en el que estábamos, y nos vamos en silencio a otras fronteras, a un plano que la mayoría supone y asegura que es superior e infinito.

Un día, a cierta hora y en cualquier minuto de la noche, la madrugada, la mañana o la tarde, uno parte y renuncia, incluso, a su cuerpo, a la envoltura de arcilla, a su apariencia, a su biografía, a su historia, porque no hay tiempo para abrazos y despedidas. La muerte, créanme, es impaciente.

Incontables personas, en femenino y en masculino, se enamoran y se aferran a las apariencias, a las superficialidades, a las cosas pasajeras, que olvidan vivir felices y en armonía consigo y con los demás, con equilibrio y plenamente. No se percatan de que cada segundo, por insignificante que parezca, es irrecuperable y contribuye a acortar el lapso entre la aurora y el ocaso.

Las hojas y los frutos caen de los árboles, igual que la gente se separa del camino y se ausenta de la excursión terrena. Como las flores que, con asombro e inesperadamente, ven marchitar la textura de sus pétalos y descomponerse el perfume que tanto cautivaba, los seres humanos se miran, alguna vez, perplejos, aproximarse hacia el final de su recorrido por el mundo.

Tarde decidimos sentir las gotas de la lluvia mientras corremos por el césped, hundir los pies en el fondo arenoso de un riachuelo y abrazar un árbol, contemplar el paisaje, respirar profundamente, escuchar el himno de las aves y el susurro del viento, admirar las estrellas y, lo más grandioso y extraordinario, comunicarnos con nosotros, en nuestro interior, expresar amor a la familia que tenemos y a la gente que nos acompaña, hacer el bien, dar lo mejor de sí, agradecer, sonreír y practicar, cada instante, una existencia de virtud modelo.

No hay tiempo para rencores, injusticias, desamores, tristezas, egoísmo, enojos, maldad, superficialidades, miedo y estulticia. La ambición es natural y justa, pero enferma y aniquila cuando se vuelve desmedida. Algunos dedican los años de sus existencias a conseguir más de lo que les daría paz y estabilidad, y acarician un diamante o un rubí y maltratan a un niño, a un anciano, a un enfermo, a un pobre, sin importarles destruir la naturaleza ni desequilibrar al mundo.

En verdad no hay tiempo. La vida es tan breve, que, entre un suspiro y otro, se fuga. Apenas hay etapas para amar y trascender con el bien y la verdad, o, al contrario, para hundirse en el lodazal y condenarse al extravío.

Ahora que es posible, solicitemos perdón a quienes hemos lastimado, abracemos sinceramente, amemos desde la profundidad de nuestras almas, regalemos sonrisas y lo mejor de nosotros, desterremos la maldad y la tristeza, eliminemos el odio, y seamos parte de una historia cautivante, hermosa e inolvidable. Es por nuestro bien, ahora que hay oportunidad de hacerlo.

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Jugamos a la vida

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Jugamos a la vida sin sospechar que un día, a cierta hora, se extinguen los motivos y las razones. Recorrimos las páginas de la existencia, como quien da vuelta a las hojas de un libro que tiene un principio y un final, mientras la arena del reloj solía resbalar tan callada y despacio que no sabíamos que su huida era permanente. Fuimos personajes de un guión del cual, en amplio porcentaje, perteneció a nuestra autoría. Estábamos en el tablero, donde unos elegían los casilleros que les atraían o que les parecían convenientes y otros -la mayoría, quizá- esperaban que alguien los moviera junto con las piezas que les acompañaban en la partida. Los encantos y los desencantos de la vida, ofrecieron, durante nuestra caminata, encuentros y desencuentros, dulzuras y amarguras, cargas y liviandades. Y así se sucedieron los minutos, los días y los años, unos tras otros, persiguiéndose, en su incesante carrera, cuando estábamos despiertos y mientras dormíamos, al permanecer en lo que supusimos real y en los sueños, acaso sin darnos cuenta de que nos rompíamos y quedaban nuestros pedazos en el camino. Parecíamos, entonces y hoy, árboles que se deshojaban, flores que perdían maquillaje, pétalos y textura. Algunos -o muchos- quedábamos sin aliento y culpábamos a los relojes y a los calendarios del agotamiento y del fatal derrumbe, probablemente sin notar que nosotros derrochábamos los pedazos de vida humana. Anduvimos en diferentes estaciones y pernoctamos seguros, con la idea de que se trataba de nuestra casa, tal vez sin sospechar que la morada infinita es un hogar que no se encuentra en cualquier posada. Y acertamos y nos equivocamos, una y otra vez, cuando ensayábamos la vida humana en el mundo. A veces nos sentíamos tan pequeños e insignificantes, que parecíamos absolutamente confundidos entre incontables granos de arena; en ocasiones, en cambio, creíamos que éramos deidades y manipulábamos todo. Ensayamos el juego de la vida. Y aquí estamos, ante los desfiladeros y las cimas, con la opción y la libertad de elegir la ruta.

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Aprendí de los minutos y de las horas

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Aprendí de los minutos y de las horas a no tener apegos, a pasar sin la idea de apropiarme de lo que no podré cargar, a no enamorarme de las cosas temporales, a pesar de que me ofrezcan guiños y la lascivia de sus encantos. Las manecillas del reloj me enseñaron, también, que el escenario, en la carátula, podría ya no ser el mismo al completar la vuelta; en consecuencia, es prioritario aprovechar el viaje y experimentar cada instante. Me mostraron que no conviene, por ningún motivo, atorarse en los números del pasado, en las etapas que ya quedaron atrás, porque generalmente es imposible alcanzar a las manecillas en su caminata incansable y, cuando uno lo nota, ya es de noche y aparecen las sombras. Del tiempo asimilé que cada uno de sus pedazos es un lapso, un espacio para vivir en armonía y en equilibrio, plenamente, con la certeza de que los momentos desperdiciados significan oportunidades despilfarradas y arrojadas a la basura. Los engranajes, al girar, me han demostrado que nadie ni nada es insignificante y que todo, en el mundo, tiene un motivo. El péndulo, al columpiar los instantes tan diminutos, al mecer los segundos fugaces, me dio una lección al demostrar que la constancia, la disciplina y el esfuerzo resultan fundamentales, con los pequeños detalles, para obtener resultados grandiosos. Si el reloj descuidara los segundos, no conseguiría llegar a los minutos ni tampoco a las horas, y traicionaría, con su fracaso, su misión y su encomienda, hasta abandonar a la vida y a la muerte en sus faenas. Lo más extraordinario, me enseñó el reloj, se consigue con la suma y la multiplicación de pequeños detalles, igual que las manecillas consiguen, al contabilizar segundos y minutos, conquistar horas que se transforman en días y en años. De las manecillas adquirí el conocimiento de que las oportunidades y la vida pasan, y que si uno no conoce, experimenta y siente el número 1, no llegará al 2 ni a las cifras sucesivas, porque el tiempo se habrá movido y también la gente y las cosas. Aprendí de los minutos y de las horas, en el plano de la temporalidad, que antes de abrir las puertas y recorrer las rutas hacia el infinito, debo entender los ciclos terrenos. Entre los rumores y los sigilos de sus engranajes, de su péndulo y de sus manecillas, el reloj musitó a mis oídos la fórmula del tiempo y el secreto de la inmortalidad. De los minutos y de las horas aprendí tanto de la vida.

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