SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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El anciano contaba los días, en el calendario y mentalmente, con la ilusión de prepararse para recibir a sus hijos y nietos en su casa, un hogar en el que las ausencias, los recuerdos y la melancolía flotaban en el ambiente y pesaban demasiado, como si los muebles, los cuadros, las paredes y todas las cosas y los rincones extrañaran a la gente de los otros días, cuando apenas ayer, el bullicio, la alegría, los juegos y la trama de la vida se expresaban cada instante en aquel recinto familiar.
Otras veces, los hijos del hombre le habían prometido visitarlo en determinada fecha, con una cancelación apresurada horas antes de la cita, siempre con argumentos y justificaciones que parecían inverosímiles, creados, indudablemente, para evitar perder el tiempo a su lado. El viejo entristecía profundamente y sentía un dolor asfixiante; sin embargo, manifestaba a sus hijos y nietos que no había problema, que atendieran sus asuntos y que otro día, el que ellos desearan, podrían convivir. Él, su padre, su abuelo, los esperaría con emoción, alegría e ilusión. Si necesitaban sus consejos, su apoyo, su compañía y su amor, decía, podrían contar con él sin importar la hora o la fecha.
Él había amado tanto a su padre y a su madre que, con frecuencia, se preguntaba las razones por las que ellos, sus hijos, evitaban visitarlo y convivir. Si no les llamaba por teléfono, eran incapaces de marcarle. Ni siquiera recordaban las fechas significativas. Ya pertenecía al pasado, donde permanecen en el olvido tantas cosas rotas. Había sido hijo, hermano, esposo, padre y abuelo maravilloso. Un ser irrepetible.
Tenía la esperanza de que sus hijos cumplieran su promesa y llegaran a su cita. Por eso se preparaba. Buscó la ropa y el calzado que utilizaría ese día; además, seleccionó los trastes en los que cocinaría algunos platillos, escogió la vajilla y los cubiertos, y repasó las recetas gastronómicas con las que deleitaría y sorprendería a sus visitantes.
Cada día significaba, en su caso, un acercamiento al instante postrero, con el sueño de reunirse con sus descendientes, platicar, convivir, recordar historias pasadas y renovar el amor y la unidad familiar. Eso era todo lo que anhelaba. Estaba dispuesto, como siempre, a respetar la identidad, los compromisos y el tiempo de sus parientes. Únicamente se trataba de rescatar la esencia de familia que, pensaba, sería factible que pasara de una generación a otra.
Reservó un buen vino tinto. Compó carne, pasta, verdura para ensalada, pan con ajo, quesos, carnes frías y sodas. Faltaba un día para tan esperada reunión. Desde muy temprano habló con la señora que, en ocasiones, le ayudaba con la limpieza de la casa. Era una vecina piadosa a la que pagaba por su apoyo y los cuidados que le daba, La mujer aceptó. Sabía que se trataba de una ilusión que el viejo tenía desde mucho tiempo atrás, un sueño que con frecuencia se fracturaba y quedaba mutilado.
El día previo, el anciano y la mujer limpiaron y ordenaron la casa. Revisaron el menú. Todo estaba preparado con la intención de cocinar y honear. De acuerdo con la lista que elaboraron juntos, en la mesa del antecomedor, todo estaba completo y quedaría delicioso. Sacaron una vajilla de alguna de las vitrinas y la lavaron, como lo hicieron, en su momento, con las copas, los vasos y los cubiertos.
La señora se retiró al anochecer. Prometió al hombre regresar la mañana siguiente. Resultaría un placer ayudarlo, sobre todo porque se trataba de la comida que desde hacía tanto tiempo anhelaba ofrecer a sus hijos y a sus nietos. El hombrecillo soníó y confesó a la mujer que era su cumpleaños y que si sus descendientes no le habían llamado para felicitarlo, seguramente le reservaban la sorpresa de hacerlo durante la comida. Ella, al escucharlo, reaccionó con un abrazo emotivo. Explicó al viejo que, posiblemente, lo sorprenderían con un delicioso pastel, del cual tendría que soplar con el objetivo de apagar las velas. Ambos sonrieron. Ella caminó pensativa, mortificada por el desaire que podrían hacerle al anciano, su vecino de tantos años, sus hijos y sus nietos.
Profundamente emocionado, el anciano no durmió bien. Despertaba continuamente con la idea de que debía preparar la comida, las ensaladas y los postres para sus familiares. Imaginaba, entre la realidad y los sueños, la presencia de cada uno de sus hijos y nietos, los momentos de su llegada a la casa, los abrazos que intercambiarían, las palabras amables y las historias y los recuerdos que narrarían. Para cada uno reservó una anécdota, un asunto especial. Repasó los temas que le parecieron interesantes. Anotó, en una libreta, los asuntos que trataría; así evitaría relatar las mismas anécdotas. Evitaría incurrir en tartamudeos o quedar atrapado en lagunas mentales. Trataría de no aburrirlos. El apunte sería la guía de la plática para no repetir historias. Sorprendería a sus descendientes.
Al amanecer, la señora, su vecina, llegó muy puntual a la cita. Dedicaron toda la mañana a preparar los platillos; también colocaron, en la mesa del comedor, el mantel, la vajilla, los cubiertos, las servilletas de tela, las copas, los vasos y todos los elementos para un convivio agradable, dentro de un ambiente familiar de amor y unión. El viejo, educado con principios sólidos, guiaba a la mujer en el acomodo de la mesa. Sería, sin duda, un acontecimiento familiar que nadie olvidaría.
Cuando, por fin terminaron, la mujer recomendó al anciano que fuera al vestidor a ponerse el traje que previamente había seleccionado para tan emotivo acontecimiento. Y así lo hizo. Había elegido el calzado, la ropa, la corbata y el perfume que le darían el toque distinguido de padre y abuelo, antecesor que siempre amaría y bendecería a sus descendientes, sus tesoros, su ilusión, los motivos de su existencia.
Llevó las cajas con retratos hasta la sala, donde los mostraría a sus hijos, a sus nietos, para que se reconocieran en los perfiles y en las siluetas del pasado. Estaba dispuesto a regalar fotografías a quienes se las solicitaran, junto con los objetos -juguetes, libros, dibujos, libretas escolares- de las infancias que quedaron atrás. Les ofrecería café, limonada y té.
-Probablemente -reflexionaba-, mis hijos se sentirán muy contentos al reencontrarse con las cosas que les pertenecieron, y las mostraran a mis nietos con alegría y orgullo.
Cada miembro de su familia, incluidos sus nueras y sus yernos, recibirían obsequios, tarjetas y fotografías en los que aparecían. Suspirarían y hasta brindarían por el ayer, por los tiempos pasados, por el gusto del reencuentro, por estar reunidos y fortalecer y refrendar el amor y la unión familiar.
A la una de la tarde, la señora invitó al viejo a descansar en uno de los sillones de la sala. Le sugirió que dejara la impaciencia. En una hora más, a las dos de la tarte, él comenzaría a escuchar el timbre y pronto, en unos instantes, la casa estaría repleta de familiares, pronosticó la mujer.
El hombre ocupó su sillón reclinable. Allí esperaría a sus parientes, a sus hijos y a sus nietos, como un hombre desolado que aguarda en el puerto la llegada de un barco que lleva de regreso a su familia que ha añorardo durante tantos años. Los esperaría pacientemente.
Dos de la tarde, hora de la cita, momento del reencuentro, instante que soñó durante tantos años. La mujer asomó, una y otra vez, por el ventanal; el anciano preguntó, repetidas ocasiones, si eran ellos los que se escuchaban en el jardín o si se trataba de esos murmullos y silencioas que se captan durante la ansiosa espera. Dos y media de la tarde. Treinta minutos de retraso. La puerta y el timbre permanecieron mudos. Tres de la tarde. Una hora sin noticias. La espera se volvió incierta. Dolía cada segundo de impaciencia. Tres y media. Algo sucedería, probablemente. Hora y media de impuntualidad. Las manecillas sigueron su ruta. Al tiempo no se le permiten los apegos. Cuatro de la tarde. La soledad se acentuó, los sobresaltos regresaronn, las lágrimas brotaron disimuladamente, la hiel se apoderó de la garganta, el dolor se sentió con mayor intensidad. Cuatro y media. El atardecer lastima demasiado. Es una cárcel que impone sufrimiento y tristeza.
El anciano preguntó nuevamente. Se sentía inquierto. Ellos, sus descendientes, prometieron que lo visitarían. Consultó su agenda. No había error en la cita. Había más interrogantes que respuestas. La mujer, su vecina, experimentó impotencia. Comprobó sus sospechas, una vez más, los hijos y los nietos no acudirán a la cita con su padre, su progenitor que les dio todo su amor y lo que tuvo, y que ya dormitaba, fatigado y melancólico, en el más angustiante de los desconsuelos.
La mujer permaneció inmívil y reflexiva en la cocina, mientras el viejo dormía, agotado y entristecido, en vana espera. ¿Cómo explicarle que ellos, sus hijos y sus nietos lo habían olvidado y, por lo mismo, no deseaban permanecer a su lado? ¿Existe algún consuelo para aliviar el desaliento, la tristeza, el dolor, la soledad y el olvido?
Siete de la noche. La tarde murió irremediablemente, abandonada, como las hojas que el viento otoñal arrancó y dispersó en el suelo. Las sombras del anochecer, supremas durante las próximas horas, se apoderaron de los rincones desolados de la casa, donde yacían tristes recuerdos y parecían escucharse susuros, ecos y sigilos de otros días. El silencio parecía incomodar. Y es que causa heridas que difícilmente cicatrizan. Siete treinta y cinco de la noche. Era momento de ir al lado del anciano, despertarlo y pedirle que se retirara a dormir a su habitación.
La mujer se acercó al viejo, quien permaneció inmóvil, profundamente dormido, ausente ya de las cosas del mundo, con las nostalgias de los recuerdos y la soledad, abandonado por quienes tanto amó y por los que entregó lo mejor de sí. Quedó en espera de su familia, igual que el náufrago que se ahoga mientras aguarda la llegada de sus salvadores. Su semblante acusaba desolación, tristeza, mortificación y abandono. Se marchó, innegablemente, con el amor que tuvo a sus hijos y nietos, con las bendiciones que siempre les enviaba, con el perdón por los desprecios recibidos, con los buenos deseos para todos.
El llanto inconsolable de la mujer se perdió en las sombras nocturnas. Avisaría a sus familiares sobre el fallecimiento del anciano, quien se llevó consigo la ausencia y el desprecio de sus descendientes, el olvido y la soledad terribles, el abandono y el dolor, las esperanzas y las ilusiones fallidas. ¿Para qué el llanto? ¿De qué sirven las flores,l los monumentos sepulcrales con esculturas de mármol, los epitafios de las tumbas, las remembranzas del ayer, cuando se niegan el amor, la compañía, el bien, la conviencia y el tiempo a quien dio lo mejor de sí y navega irremediablemente en las corrientes de la hora postrera?
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