SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Me encantan las flores. Las amo. No renunciaría a su belleza ni a su encanto. Tuve el privilegio de que mi madre amara los árboles, las flores y las plantas, e hiciera de cada especie, en el jardín de la casa solariega, un detalle, un milagro, un regalo de la creación.
Emocionaba y sentía ilusión al recorrer el jardín y contemplar tanta vida natural. Era un espacio donde flotaban la armonía, el equilibrio, la paz, el amor, la beatitud, mezclados con incontables colores, texturas y fragancias que embelesaban, lo mismo en los días calurosos que cuando el paisaje era envuelto por niebla y llovía o si en el ambiente se sentía frío.
Desde los pinos, eucaliptos, higueras y duraznos, hasta los helechos y las flores minúsculas, prevalecían, ante todo, el amor y el respeto, la armonía y el equilibrio, como si se tratara de un pedazo de cielo, un trozo de paraíso que invitaba a vivir y a ser intensamente felices.
Cuando iba por mis hermanos y por mí al colegio y retornábamos a casa, preparaba ensalada de lechuga o de pepinos y agua de fruta de la temporada, que disfrutábamos durante un maravilloso paseo en un mundo hermoso y natural, como esos capítulos que uno ama y recuerda durante los años de la niñez y de la adolescencia. Parecen mágicos e irrepetibles.
Le ayudábamos a regar los árboles y las plantas, mientras hablaba amorosamente y nosotros, sus hijos consentidos y respetados, aprendíamos los nombres y las características de tantas especies. Conocíamos la naturaleza de cada planta. Nos enseñó a vivir naturalmente.
Los pájaros volaban y trinaban; las abejas, las libélulas y las mariposas, en tanto, andaban próximas a las flores. Cerca, en un espacio protegido, los patos y los gansos enfrentaban la compleja prueba de la coexistencia, libres y plenos.
Más tarde, mi padre regresaba de la oficina y comíamos en armonía y dichosos, agradecidos por tanto que recibíamos de la vida. Siempre había flores. Un día, por cierto, mi padre llegó a casa con un ligustro o trueno con la intención de que mi madre y yo lo plantáramos. Creció con nosotros. Todos contribuíamos a cuidar y enriquecer la colección de árboles, plantas y flores.
Y así crecimos y aprendimos de la vida, en un ambiente de amor, paz, respeto, armonía, convivencia y bien, entre árboles, plantas y flores. Vivíamos, entonces, en una ciudad enorme y moderna; sin embargo, mi padre y mi madre supieron construir un paraíso en la casa solariega, donde aprendimos a amarnos, valorar a cada integrante de la familia y transitar por el mundo con valores, rodeados de la naturaleza que formó parte de nuestro paraíso.
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que precioso Santiago. me trae tan lindos recuerdos. gracias por compartir estos bellos sentimientos. son èstas las cosas «sagradas» que te quedan dentro, y que dan el significado ùltimo a la propia vida. 🙂
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Lamentablemente, el hermoso entorno que crearon tus padres es muy raro en estos días. Pero cualquier familia que viva en paz y amor como Dios lo dispuso puede crearlo, independientemente de si el entorno es rural, urbano o suburbano.
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Quien se rodea de flores, plantas y árboles vive en un ambiente de armonía y equilibrio. Es una suerte que hayas podido crecer en un entorno así.
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Reblogueó esto en Senioren um die Welty comentado:
Es gibt zahlreiche Untersuchungen, die belegen dass Pflanzen eine positive Wirkung auf Menschen haben. Sie wirken entspannend und anregend auf uns und machen uns optimistischer. Stress, Angst und Depression werden reduziert und das Wohlbefinden steigert sich. Das zeigt auch der mexikanische Schriftsteller und Journalist Santiago Galicia Rojon Serralonga, ein guter Freund, in seinem Beitrag:
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