Escribir es elegir las flores más bellas y cautivantes que, para otros, resultan ordinarias por mirarlas todos los días

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Uno de los secretos del artista de las letras, al escribir sus obras, consiste en transmitir sentimientos, ideales, sueños, reflexiones, fantasías y realidades con las palabras que otros, quizá, usan en su lenguaje cotidiano. Es como elegir las flores más bellas y cautivantes que, para otros, resultan ordinarias por mirarlas todos los días en el jardín. El escritor admira los colores, percibe las fragancias y siente las texturas que muchos no se atreven a explorar. El escritor sensible y talentoso, escudriña en el alfabeto las letras que necesita para expresar sus ideas, igual que el minero busca, en las hendiduras y en las profundidades, las piedras de mayor hermosura y valor; se inspira y localiza, en el diccionario, en la inmensidad del lenguaje, las palabras exactas que, finalmente, darán contenido e identidad a sus cuentos, a sus novelas, a sus relatos, a sus poemas. Así es como el escritor, inmerso en sus delirios, en sus motivos, en sus realidades y en sus sueños, construye sus páginas magistrales que, a veces, llevan al cielo, a la inmortalidad, o al mundo temporal con sus paraísos y sus infiernos.

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El árbol viejo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Envuelto en niebla, entre los rumores y los silencios de la lluvia y del viento, el árbol viejo balanceaba sus ramas, en perfecto equilibrio y armonía con la naturaleza, con la creación, con la vida. Disfrutaba el regalo que, desde hacía tantos años, le había entregado la vida. Compartía su sombra y atraía la lluvia y el oxígeno. Daba lo mejor de sí.

Por vivir tanto, el árbol había quedado solo e irreconocible, anciano y rodeado de plantas, flores y arbustos jóvenes, egoístas e incapaces de convidar agua y de compartir espacios soleados a otras especies. Habían olvidado, parece, su encomienda, su misión, su labor.

Alguna vez -hacía tanto que no quedaban registros ni memoria en el jardín-, el árbol fue joven y vigoroso, demasiado bello y sensible, capaz de transmitir los mensajes de la lluvia, del sol, del aire, de las estrellas y de la nieve, que compartía, en el jardín, con todas las criaturas de la naturaleza.

Quienes desafían al tiempo, llegan a la ancianidad con nostalgias, soledades y una lista de ausencias. Están destinados a coexistir con rostros diferentes a los de antaño, con otros motivos e intereses, porque cada generación trae sus cargas y sus liviandades.

Acostumbrado a compartir su sombra protectora, el árbol viejo escuchó con asombro y tristeza el diálogo entre el jardinero y las flores, los arbustos y las plantas.

-Es un árbol que ha vivido demasiado. Creemos que es momento de talarlo -propuso una flor petulante al jardinero.

-Tal vez, su leña vieja sirva a alguien para una fogata -secundó otra flor.

-Es tan feo e inútil.

-No lo queremos con nosotras, las flores, porque es detestable y, además, ensombrece el jardín e impide que la luz solar alumbre y resalte nuestra belleza.

-Habla y aconseja tonterías.

Tras escuchar la opinión y la petición de las flores, en el área del jardín que se llamaba arrogancia, el hombre reflexionó y preguntó:

-Si el árbol atrae la lluvia, es amigable con el oxígeno y comparte su frescura y su sombra, ¿por qué desean que lo tale y lo convierta en leña?

-Porque es viejo y nos estorba -contestó una flor.

-Nos afecta -dijo otra-. Roba nuestros alimentos.

Opinó otra flor:

-Es tan feo y viejo que evitamos mirarlo.

El árbol viejo, que era tan bueno y sabio, entristeció mucho al notar el desdén, el odio y el desprecio que expresaban las flores.

-Flores de efímera existencia que se sienten enamoradas de su apariencia y suponen que siempre lucirán hermosas. Se sienten doncellas del jardín, cuando se trata de espejismos que pronto se marchitan -reflexionó el árbol.

El jardinero, confundido, volteó hacia el área denominada ambición e interés, donde varios árboles jóvenes escuchaban burlones y observaban al anciano con desprecio, grosería y odio.

Los árboles jóvenes ordenaron:

-¡Derríbalo!

-¡No lo queremos con nosotros!

-Es un viejo inservible que se dedica a robarnos el agua, los minerales y el oxígeno que necesitamos. Ya vivió demasiado. Sus consejos y sus mensajes nos molestan. Quedó rebasado por la modernidad. No se ha dado cuenta de que el mundo es diferente a su concepción. Se encuentra en un lugar y en un tiempo que no le corresponden. Hace tiempo debió renunciar a permanecer en nuestro jardín. Está desfasado.

Asustado, el jardinero palideció. Se sintió acosado y con temor. Volteó hacia el área conocida con el término maldad y veneno. Allí coexistían flores con espinas y plantas venenosas, criaturas aterradoras de las que supuraban formaciones extrañas y líquidos enrarecidos y tóxicos. Expresaron su odio y molestia contra el árbol viejo:

-¡Tala ese árbol!

-¡Préndele fuego!

-¡Conviértelo en leña!

Y en las zonas denominadas amor, bien, conocimiento, honestidad, justicia, luz, respeto, salud y vida, donde cada vez había menos árboles, plantas y flores, se escuchaban tristes lamentos, voces que defendían al anciano condenado a morir, simplemente por su edad y por expresar sentimientos, ideas y reflexiones opuestos a los de las mayorías.

Suplicaban que fuera respetado y tratado dignamente en la etapa postrera de su existencia; sin embargo, el jardinero, abrumado, irracional y desquiciado, calculó que le resultaría más conveniente sumarse a las decisiones y exigencias de las multitudes. Daría muerte al árbol viejo.

El hombre sabía que si talaba el árbol viejo, ganaría la simpatía de los moradores del jardín y que, adicionalmente, disminuiría su esfuerzo al ya no existir hojarasca y varas en el suelo. Sonrió maliciosamente. Cumpliría su plan. Talaría el árbol viejo e innegablemente ganaría el aprecio y la simpatía de las criaturas más poderosas del jardín.

Armado de un hacha y de una sierra, el segador miró al árbol viejo. Escudriñó su aspecto, sintió su textura y contempló sus tonalidades. Sus ramas, cubiertas de hojas verdes, se balanceaban y crujían al recibir las caricias del viento, igual que brazos y manos que dirigen una orquesta sinfónica, tocan algún instrumento musical o escriben mensajes profundos.

Recordó, el hombre, que el árbol ya era corpulento cuando él, muchos años antes, fue contratado como aprendiz de jardinero. Entonces, coexistían en el jardín otras generaciones de árboles, plantas y flores, época en que toda la superficie se denominaba amor, bien y armonía. Los impíos, rápidamente eran identificados y aislados de los demás o castigados por sus fechorías.

Entre una generación y otras, tras plagas, epidemias, incendios, escasez, guerras, contaminación y sequías que alguien, y unos más, provocó con cierta intencionalidad, cambiaron radicalmente las creencias, los valores, los anhelos, los valores, el lenguaje, la ideología, los sentimientos, las costumbres y los pensamientos, hasta alcanzar niveles preocupantes de intolerancia, agresividad, falta de respeto, superficialidad, ambición desmedida, odio y amordazamiento de la esencia. La prueba de la coexistencia presentó una crisis desgarradora que amenazó sustituir, gradualmente, la naturaleza por flores de plástico y plantas artificiales.

Murieron las generaciones pasadas, se diluyó y se perdió la memoria del conocimiento y de la historia, se borraron los recuerdos y los códigos de vida, se eliminó la identidad, se impusieron esquemas y reglas y surgieron líderes y formas económicas y de gobierno antinaturales y perversas.

El único sobreviviente de aquellas generaciones extintas era el árbol viejo, depositario de la sabiduría milenaria de la naturaleza, motivo, por cierto, de la envidia y del odio que la élite del poder absoluto y las multitudes jóvenes y enajenadas que, totalmente enardecidas, pedían su sacrificio. La clase gobernante lo catalogaba un ser peligroso, el cual podría influir en las generaciones jóvenes para despertarlas de su letargo y concientizarlas de su esencia y su valor. Resultaba perentorio manipular a los habitantes del jardín para exigir la muerte del árbol viejo.

La élite del poder absoluto había trastornado los sentimientos, los ideales, los sueños, las aspiraciones, los pensamientos y los valores de los moradores del jardín. En cada generación habían aplicado dosis de destrucción. Les destruyeron la familia y los valores. No percibían ni recordaban su esencia porque, en cada etapa, habían colocado placas de estupidez y superficialidad.

Gritaba la masa en coro. Los moradores del jardín exigían derribar el árbol viejo con el argumento de que había vivido demasiado y que les robaba el agua, los nutrientes, el oxígeno y los minerales que necesitaban en un escenario que cada día registraba mayor número de carencias.

Inesperadamente, surgió el viento de algún sitio y arrastró la llovizna al antiguo jardín del bien y del mal, donde el árbol viejo balanceó sus ramas y habló; pero sus mensajes y sus súplicas no fueron escuchados, acaso porque a nadie interesaba oír a un anciano, quizá por la estridencia y la superficialidad de la época, tal vez por eso y más.

El hombre, trastornado por sus conflictos e intereses, pisoteó los escasos valores que poseía y decidió, en consecuencia, renunciar a su oficio de jardinero para convertirse en leñador, en un cruel depredador de la naturaleza y de la vida. Renunció a su sentido humano y de inmediato sintió un vacío doloroso.

La naturaleza lloraba amargamente, mientras el ruido de la sierra se mezclaba con los truenos que anunciaban una tormenta y presagiaban, sin duda, un ciclo de desamor y maldad. Las ramas caían sobre la hojarasca y la tierra, al mismo tiempo que los árboles jóvenes, las plantas y las flores, masificados, gritaban con júbilo y exigían el aniquilamiento del pobre anciano.

Gradualmente, el árbol viejo fue desarticulado por el leñador ambicioso, desleal y enardecido que pretendía ganar la confianza y la simpatía de los habitantes del antiguo jardín de la vida y la muerte. Solamente dejó las raíces enterradas, con la certeza de que no florecerían. El jardín se convirtió, ipso facto, en ruedo sangriento, en coliseo de gritos e injusticias, en basurero donde abundaba la escoria y se respiraban odio, ignorancia, maldad, desamor, violencia, casos y discordia.

Conforme el leñador destrozaba el árbol viejo, sentía que lo intoxicaba una tristeza profunda, un dolor que nunca antes había experimentado. Era como desnudar a un ser y exhibirlo ante una multitud bestial. Su mirada se nubló por las lágrimas, su voz se agitó y su respiración se aceleró. Como ser humano, ya estaba roto.

Al observar, finalmente, el árbol mutilado, las hojas y las ramas dispersas aquí y allá, el hombre, quien se había portado con tanta crueldad, sintió agotamiento y desolación. Pronto notó que los árboles jóvenes, las plantas engreídas y las flores petulantes lo habían utilizado para destruir al anciano. Aquellas criaturas feroces y sanguinarias, callaron y voltearon a otros sitios opuestos al del segador, quien descubrió, atónito, que las escasas criaturas buenas e inteligentes también estaban muertas. Las plantas venenosas aniquilaron a los habitantes de la zona del bien. Aprovecharon un acontecimiento que distrajo a todos los moradores del jardín para asesinar a sus enemigos.

No había seres buenos y reflexivos en el jardín del bien y del mal. El escenario era de guerra y muerte. Ya destruidos el bien, la verdad, el talento, la justicia, la unidad familiar, la creatividad, los sueños, la lealtad y la nobleza, los dueños del poder absoluto ejercieron el abuso y la represión con el objetivo de someter y controlar a las turbas. Todo resultó un engaño, un fraude, una trampa.

El criminal, aterrado, abandonó sus herramientas entre el tronco y las ramas del árbol viejo y corrió con la intención de huir de la zona de conflicto y peste; pero antes de saltar la cerca, algunas de las plantas venenosas le encajaron varias espinas en la pierna derecha, en el brazo izquierdo y en la espalda.

Mareado e intoxicado por el veneno que corría por sus venas, el leñador volteó al antiguo jardín del bien y del mal, donde el espectáculo resultaba grotesco. Vio a los árboles jóvenes, a las plantas y a las flores inmersos en un aturdimiento masivo, despiadados y enajenados, destruyéndose entre sí y sin percatarse de que, idiotizados, exterminarían a la mayoría y únicamente sobrevivirían las criaturas más fuertes y de menor edad, las cuales, finalmente, ya vacías y ausentes de sí, serían controladas, sometidas y explotadas sin compasión.

Desgarrado y fuera de sí, el jardinero llegó hasta la ciudad, donde la gente, automatizada, coexistía en un ambiente de asfalto, plástico, concreto y petróleo. Todos -hombres y mujeres- eran jóvenes que parecían carecer de amabilidad, sentimientos nobles, sonrisas, creatividad, sueños, familia, amigos, originalidad, iniciativa propia e inteligencia. Actuaban igual, como si fueran productos en serie y alguien, y otros más, programara y controlara sus acciones y sus vidas.

Intoxicado por el veneno, agotado y sediento, notó que era el único ser humano viejo, rasgo que, inevitablemente, lo delataría y le provocaría una muerte cruel. La gente se movía como autómata. En sus rostros no se distinguían marcas de alegrías y sentimientos. Eran personas transformadas en maniquíes. Alguien, y otros más, las movía, igual que el titiritero manipula a sus personajes en una carpa para ridiculizarlas, robarles el encanto de la vida y explotarlas.

No había agua, ni tampoco árboles ni plantas, y menos flores. Todo era tan árido. La temperatura era elevada. Vivir, le pareció, resultaba un martirio, una pesadilla, una condena. La gente estaba programada para vivir cierto lapso; más tarde, antes de su envejecimiento, era desconectada desde algún centro donde se controlaba la existencia humana. Era el juego de la vida y la muerte. Los dueños del poder económico, militar y político, y otros más, decidían el momento del final en la existencia de cada persona. Eran dioses enamorados de sí mismos y de lo que obtenían a través del ejercicio mezquino del poder.

Desde hacía décadas, la élite había preparado las condiciones y los escenarios propicios para desgarrar a la humanidad, idiotizarla y vaciar sus sentimientos, sus ideales, sus convicciones, sus pensamientos, sus creencias y sus anhelos. Todo fue eslabón de una cadena que conducía a mazmorras y tormentos indecibles.

El jardinero comprendió que se trataba de generaciones jóvenes, ausentes de sí y de familias, creencias y sentimientos. Era gente vacía e incapaz de pensar y de tener iniciativa, creatividad, ingenio y originalidad, acostumbrada a coexistir igual que máquinas.

Intentó pasar desapercibido en el interior de una alcantarilla bastante antigua que descubrió, donde sorpresivamente coincidió con un hombre tan viejo como él. Era un ermitaño, rodeado de libros en el antiguo sistema de drenajes, quien aún conservaba la sabiduría de antaño, tan perseguida y castigada por la fuerza secreta de aquella élite que gobernaba a nivel global. El lector de libros trataba de evitar que las cámaras y los sensores, instalados en las calles y en los espacios públicos, lo captaran.

El jardinero, cada vez más debilitado, sintió alivio al saber que en aquel mundo hostil y raro existía un hombre tan viejo como él; sin embargo, el sabio le pidió que se marchara porque las condiciones, en la ciudad, eran de hostilidad y sobrevivencia. La recomendó trasladarse a una comarca desértica, donde había cuevas habitadas por viejos, enfermos y prófugos; no obstante, tendría que caminar durante las noches y evitar el encuentro con los equipos de patrullaje y las cámaras y los sensores.

Insistió el jardinero en permanecer con el anacoreta, quien sonrió irónicamente y expresó:

-¿Es digno de confianza quien atenta contra la vida?

Al jardinero se le inyectaron los ojos de sangre. Cuestionó al sabio:

-¿Yo? ¿En qué momento he atentado contra la vida? ¡Mi oficio es la jardinería! ¡Siempre me preocupé por cuidar las especies del jardín!

El filósofo experimentó asombro al escuchar al jardinero, quien sufría amnesia o fingía ser hombre bueno.

-Analiza el reflejo de tu mirada, tus manos que empuñaron el hacha y la sierra para acabar con un árbol que colaboraba en el milagro de la vida, tu ropa y sus zapatos manchados e impregnados de savia. Hueles a martirio, a dolor, a muerte.

Encolerizado, el segador respondió:

-Ya era viejo y estorbaba. No servía.

-El árbol viejo te suplicó que respetaras su vida y te explicó su función natural. Lo destruiste.

El jardinero contestó retador:

-¿Qué hubieras hecho? ¿Perdonarle la vida y ganarte la enemistad de la mayoría de las especies del jardín? Contesta. Era un árbol inservible. Lo odiaban los árboles, las plantas y las flores jóvenes.

-Como a ti y a mí nos odian las multitudes jóvenes que actúan igual que autómatas. Por así convenir a tus intereses, renunciaste a tus valores, a tu esencia, y te convertiste en criminal, en verdugo de un árbol -el único que, en su especie, había en el mundo-, y acabaste, por añadidura, con el prodigio de la lluvia, el oxígeno puro y el viento. Atentaste contra la naturaleza y la vida.

Irascible, el jardinero amenazó:

-Te advierto, viejo lector de libros, que si rehúsas ayudarme y me niegas refugio, te delataré con la intención de que te aprehendan y te castiguen o te maten.

Tras escuchar las palabras amenazantes del intruso, el sabio habló:

-Mi vida no concluirá en la prisión ni con la muerte física. No baso el porvenir de mi existencia en abusos ni en maldad porque mi esencia es parte de un pulso infinito, de una fuente inmortal. No tengo miedo. Eres libre de denunciarme, si así lo deseas, motivado por tu cobardía y tus intereses mezquinos; pero inevitablemente te descubrirán y no te perdonarán… ¡Vete de aquí!

La voz del intelectual retumbó en los tímpanos del segador, quien, encolerizado, desprendió un tubo de hierro que colgaba en la pared, antaño parte de un sistema hidráulico, y golpeó, una y otra vez, la cabeza de su víctima, hasta asesinarlo. Cada golpe al lector de libros le recordaba los impactos del hacha contra el árbol viejo.

El sabio cayó al suelo, entre los libros que estudiaba cotidianamente. Varias obra resbalaron y quedaron sobe el hombre ensangrentado. Temeroso, el jardinero percibió la sutileza del perfume de la savia del árbol viejo y de la sangre del filósofo, mezcla de vida que escapaba irremediablemente y lo asfixiaba sin misericordia. El veneno de las plantas actuaba en sus órganos, en sus venas, en todo su organismo.

Experimentó angustia, dolor, tristeza y miedo al sospechar que moriría en una alcantarilla abandonada, vestigio de los desagües de generaciones ya extintas, al lado de su víctima ensangrentada, entre libros a los que nadie interesaban.

Inesperadamente, oyó un rumor similar al de la corriente atrapada en una tubería de grandes dimensiones. La intensidad del ruido crecía. Temeroso, descubrió que agua ennegrecida y hedionda, al parecer cautiva en una tubería antigua, se filtraba por la pared del recinto subterráneo.

El agua, al llegar a la instalación eléctrica que alguna vez colocó el intelectual, produjo chispas que pronto, para terror del jardinero, saltaron a los libros y provocaron un incendio. El talador intentó correr hasta la tapa metálica de la alcantarilla, por la que se filtraban la luz solar y el aire contaminado de la ciudad; no obstante, su pie izquierdo atoró entre el cuerpo inerte del filósofo, los libros desparramados y el tubo que utilizó para cometer el asesinato.

Resultó aterrador el espectáculo. El agua pútrida que se filtraba por las paredes de la bóveda y que parecía reventarlas por la presión tan fuerte, competía con el fuego que consumía los libros, quemaba el cadáver del sabio y se aproximaba al talador del árbol viejo.

Cuando, finalmente, el fuego empezó a quemar la piel del jardinero, el agua hedionda reventó las paredes cubiertas de salitre e inundó el recinto, hasta arrastrar todo por antiguos túneles. Libros, piedras, tubería, escombros, cadáver, utensilios, jardinero y cuanto había en aquel sitio, fue envuelto por la turbulencia.

Ahogándose en el agua ennegrecida y hedionda, por el veneno de las plantas que desgarraba sus órganos, por el miedo y por las cargas y las liviandades que le provocaban la tala del árbol viejo y el asesinato del sabio, fue arrastrado por un ducto enorme y oscuro.

De improviso, descubrió, a varios metros de distancia, la salida del túnel, por donde el agua podrida se vertía y dispersaba en la llanura. La luz solar iluminaba cierta área. Con suerte, pensó, llegaría hasta el final de la tubería y salvaría su vida. Solo debía evitar cualquier accidente.

No se percató de que metros antes de la salida, asomaban las raíces secas de un árbol viejo, quizá talado por algún leñador despiadado. El agua del drenaje lo arrojó contra las raíces, donde quedó preso. Su ropa desgarrada y sucia atoró con las raíces endurecidas que parecían manos o fauces, y allí permaneció colgado. La corriente putrefacta cesó y él, el jardinero colgado en el techo del cauce, entendió que moriría irremediablemente. Se supo enfermo y viejo.

Durante la caminata de las horas, creyó reconocer, en el aroma de las raíces, el linaje del árbol que destruyó; pero le embargaron, inevitablemente, una gran pesadez y somnolencia, un aturdimiento incesante, hasta que, atormentado, sintió hundirse en un sueño pesado del que no despertó más.

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Estaba roto

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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A los 16 años de edad, me sentía confundido, disperso y roto. Estaba desgarrado, a pesar de los capítulos azules y dorados de mi niñez y de mi adolescencia, del amor y de la nobleza de mi padre y de mi madre, de lo bello de mis hermanos y del significado tan especial que tenía la casa solariega, mi hogar, mi refugio, mi santuario.

Mi adolescencia fue prolongación de mi infancia. Era intensamente feliz en mi ambiente familiar y, por lo mismo, me sentía agradecido por ese milagro tan hermoso, por un regalo que me parecía celeste. El hogar representaba mi mundo y mi paraíso. En el colegio, en cambio, me sentía vulnerable entre compañeros agresivos y groseros, profesoras artificiales que actuaban con la estupidez de quienes se creen superiores y directoras arrogantes, ambiciosas e ignorantes. Diariamente se dedicaban a molestarme, a involucrarse en mi vida, a mirarme con desprecio y a burlarse de mí. Preparaban trampas con la intención de causarme daño. Eran pepenadores de vidas ajenas.

Fue imposible confiar en alguien. Dos colegios privados y una escuela pública de nivel primaria y un plantel federal de secundaria, fueron mis mazmorras, las prisiones oscurantistas donde aprendí a sobrevivir, a pasar todas las pruebas complejas y a superar a las hordas que pretendían lastimarme. Tales centros de enseñanza representaban coliseos, arenas y patíbulos en los que todos, desde estudiantes hasta maestras y directoras, ambicionaban ser verdugos y torturar a los más débiles.

Tenía que ser más inteligente que aquellos malhechores, analizar todos los escenarios, revisar las posibles respuestas, anticiparme y reaccionar con acierto; de lo contrario, enfrentaría el riesgo de ser víctima de seres humanos rapaces, malvados y poco o nada evolucionados. No tenían piedad. Hoy, al contemplarlos desde otra orilla de mi existencia, siento compasión por ellos y los imagino hundidos en el lodazal perenne de quienes vibran en los niveles más bajos.

Descubrí que, al menos en el país donde he vivido -y supongo que casi en todo el mundo porque, de lo contrario, no habría odio, maldad, explotación y guerras-, a mucha gente le molestan las personas diferentes, los hombres y las mujeres que, por su esencia o cualquier rasgo natural, sienten, piensan, hablan y actúan en una dirección contraria a la de las mayorías. No aceptan que alguien piense diferente. Son tan pobres y mediocres que están acostumbrados a la producción masiva. Las únicas diferencias, entre ellos, pueden ser académicas, raciales o económicas; pero todos actúan igual o parecido, como si fueran mercancía producida en serie.

No tuve profesores inolvidables. ¿Podrán refugiarse en la memoria, en los gratos recuerdos, profesoras capaces de odiar y castigar injustamente a un niño educado y noble -Teresa y Juana, por ejemplo-, o una directora refugiada en hábitos y rezos -María Teresa, verbigracia-, disfrazada de mujer piadosa, a quien, en el fondo, solo interesaba satisfacer sus ambiciones personales y de grupo? Me llamaron estúpido, idiota y retrasado. Pisotearon mi dignidad humana. Y ya vivíamos, entonces, en tiempos de modernidad. Estaban atrapadas en el oscurantismo. Miren que castigar a un niño bueno e inocente con golpes en las manos y en las pantorrillas, jalones de orejas y de cabello, arrodillamiento y brazos estirados al frente o hacia arriba, exhibir y condenar ante al grupo, rechazar los permisos para ir al baño e imponer la permanencia en el patio soleado con una piedra en cada mano, hasta provocar el agotamiento y la vergüenza. ¿Eso fue cumplir la misión de la enseñanza?

Y así, desplazado socialmente, me convertí en anacoreta, en un ser callado y solitario. Evitaba participar en clase con el propósito de no llamar la atención y evitar, por lo mismo, agresiones y burlas. Mis intereses eran distintos a los de la mayoría. Me disgustaba criticar y hablar mal de los demás, pronunciar groserías, relatar chistes y preparar bromas y trampas a la gente.

No fui un alumno destacado en las aulas. Me parecía caduco el sistema de enseñanza. Leía innumerables libros en la biblioteca de la casa. Los había de antropología, arqueología, arte, aviación, biografías, contabilidad, economía, filosofía, finanzas, geografía, historia, leyes, medicina, naturaleza, negocios, paleontología, política, relatos, religiones, sociología y viajes, entre otros temas de actualidad e interés; además, mi padre, que había leído y sabía tanto, era un maestro grandioso. Mi madre era un tesoro que me educaba correctamente. Jamás hubiera renunciado al paraíso que tenía en mi hogar.

Evité compartir a mi padre y a mi madre el sufrimiento, la ansiedad y el miedo que sentía. Creía, erróneamente, que el hecho de que alguno de ellos se quejara en el colegio, repercutiría en acentuar los problemas y los riesgos en contra mía, y eso, definitivamente, no me convenía. Ahora sé que las personas que son víctimas de abusos de toda clase, deben confiar en gente y en instituciones honorables y justas, relatar lo que sucede y denunciar públicamente a quienes les causan daño. La maldad no debe quedar impune. Hay que denunciar. El silencio y la soledad propician aislamiento y, en consecuencia, facilita las acciones de los pillos.

Mi padre y mi madre me educaron bajo cánones de amor, bondad, respeto, amabilidad, justicia, honestidad, ideales y sentimientos nobles. En mi lenguaje no figuraban palabras burdas ni gritos, y menos obscenidades. Se trataba de seguir un modelo de vida armónico, libre y pleno. Todo estaba planeado, en casa, para vivir limpiamente y ser dignos de una existencia sublime y ejemplar.

Reconozco que mis alegrías y mis tesoros estaban en mi interior, en mí, en mi padre, en mi madre y en mis hermanos. La gente en la que verdaderamente confiaba, era escasa. Sabía, por aprendizaje y por experiencia, que no todas las personas merecían que uno les confiara los asuntos de su existencia, por minúsculos que parecieran.

Jugaba, soñaba e imaginaba mucho. Era muy feliz en casa. Convivía y paseaba con mi familia. Hacíamos de cada día un motivo de dicha. Sabíamos que la vida es un milagro, un regalo, un paseo. Tratamos de que nuestra familiaridad y convivencia resultara inolvidable y grata. Formábamos, como ahora, parte de una historia maravillosa y sublime.

Me desagradaban las conversaciones vulgares, la estulticia, las superficialidades, la falsedad y las apariencias; me atraían, en cambio, los buenos modales, la cultura, el arte, la ciencia y los sentimientos de bien. Me ejercitaba física, mental y espiritualmente. Supe, desde niño, que el desarrollo es integral. Me interesaba evolucionar.

Cuando me percaté de mi realidad social, ya era, en su momento, un niño y un adolescente distinto a los de mi época. Caminaba hacia un rumbo opuesto. Me di cuenta de que si deseaba trascender y conquistar mi destino, necesitaría dedicarme a mi encomienda, seguir los dictados de mi interior y no distraerme en asuntos baladíes.

A los 15 y a los 16 años de edad, durante las vacaciones de las dos últimas semanas de diciembre, había trabajado, evidentemente con la autorización de mi padre y de mi madre. Descubrí, a través de mis experiencias, que el mundo era más grande que un aula de compañeros agresivos y una profesora déspota, malvada y autoritaria. Después de todo, la inteligencia no se mide por medio de exámenes, sino ante las pruebas de la vida.

A los 16 años de edad, ya había descubierto mi ruta interior, la morada de mi alma, con todos los tesoros que se reservan al caminante. Tenía algunas libretas con dibujos e historias que escribía. Resguardaba, en mis vivencias, los juegos interminables, los paseos y los días de convivencia, las lecturas, la convivencia familiar, el encuentro con la Mente Infinita y con la naturaleza, la actividad deportiva, la búsqueda de la verdad y la práctica del bien. No tenía duda de que mi riqueza se encontraba en mí y en mi familia, y no me refiero a dinero ni a posesiones dentro de la temporalidad, sino a valores trascendentales.

No obstante, me sentía abrumado, roto y acechado en los salones de clase, en los planteles escolares. No lograba hacer a un lado a aquella gente disfrazada de fantasma y de monstruo, capaz de destrozar a cualquier ser humano, simplemente por ser distinto a las mayorías. Hasta entonces, las aulas escolares, sus alumnos y sus profesores no tenían un significado positivo para mí.

Tal fue mi batalla en aquel período de mi existencia. Me sentía desolado y roto. Enfermé de gravedad, antes de cumplir 17 años de edad, hasta que una mañana, antes del atardecer de mi agonía, mi padre me visitó en el cuarto del hospital y tuvo el valor de revelarme que yo, su hijo, estaba muy mal y que, probablemente, de acuerdo con las conclusiones y los pronósticos de los especialistas, moriría. Contuvo las lágrimas. Confesó que él, mi madre y mis hermanos me amaban profundamente. Me aconsejó y suplicó que luchara, que no me opusiera a la aplicación de medicamentos y que abriera mi ser interno al amor infinito, a la vida y a la salud.

Es impactante saber, a los 16 años de edad, cuando uno ha diseñado tantos sueños y comparte una familia maravillosa, que las horas y los minutos de la vida se agotan, que la vida se diluye y que todo parece destinado a concluir sin más oportunidad para disfrutar el milagro de la existencia. Y descendió el telón de mi vida porque se acentuó mi angustiante y dolorosa agonía. Comencé a delirar, a respirar agitadamente y a hablar incongruencias. La fiebre era demasiado elevada.

Mi historia quedaría interrumpida. Todo estaba inconcluso. Pesa demasiado la carga de no terminar una biografía, una existencia, una historia. Los médicos y las enfermeras corrían por los pasillos. El hálito de la muerte estaba presente en aquel piso del hospital, específicamente en el área de Infectología. Llegó la noche. Mi estado de salud empeoró. Perdí el sentido en algún momento, a cierta hora, como si la vida que tanto amaba y disfrutaba, me hubiera abandonado. Empecé a morir. El dolor provocado por la enfermedad se diluyó. Perdí la conciencia de mi cuerpo y de mi organismo. Estaba cruzando el umbral. Moría la arcilla y la esencia se liberaba de su mansión temporal. Moría mi versión de adolescente y mi alma, libre y plena, se desprendía; aunque, desde algún lugar del mundo, parece, logré percibir la energía de mi padre, mi madre y mis hermanos.

«Lucha, hijo. No te abandones. Naciste para ser grandioso. Te amamos. Eres nuestro orgullo, un gran tesoro que la vida nos regaló. Tal vez morirás, como aseguran los médicos; pero esta noche tu alma brillará en la eternidad, en la Mente Infinita, a la que pertenece, o retornará a su cuerpo para estar con nosotros. Tienes derecho a vivir y a demostrarte que no estás en el mundo por casualidad ni por capricho, sino porque tu misión es excelsa y noble», dijo mi padre aquella ocasión, palabras sustentadas en el amor, en los sentimientos más puros, que innegablemente quedan en uno y dan fortaleza.

Clínicamente, estaba muerto. Sentí que estaba liberado del dolor. Era como si flotara suavemente en todo y en nada, donde no había arriba ni abajo. La sensación de paz era tan bella y profunda que me sentí muy bien. Me pareció, como hoy lo recuerdo, que avanzaba hacia una luz maravillosa e infinita. Era muy agradable, pero necesitaba regresar a mi vida terrena, al lado de mi familia tan amada, y cumplir mi encomienda, mi destino, mis razones.

La siguiente mañana, muy temprano, cuando mi cuerpo y mi organismo serían revisados, por última vez, para extender el certificado de defunción, mi corazón volvió a latir y mis facultades recuperaron su vitalidad, para asombro de médicos y enfermeras que me sabían muerto. Desperté. Volví de otros planos, Venía de una luz muy hermosa. Al abrir los ojos, miré hacia la ventana del recinto hospitalario y descubrí, maravillado, la luz solar y los colores de la vida. Respiraba. Sentía. Humanamente, estaba vivo.

Llegaron los especialistas hasta la cama donde me encontraba, quienes, sorprendidos, exclamaron que se trataba de un milagro. Aunque me sentía muy débil por las semanas de enfermedad, no tenía fiebre y mi pulso y mis signos vitales estaban presentes. Lo demás, ya es historia que queda en el recuerdo.

Un día, tras los procesos de recuperación, análisis, exámenes y pruebas de laboratorio, regresé a la casa solariega, donde mi padre, mi madre y mis hermanos me recibieron con alegría, bendiciones y amor. Debía restablecerme porque mis condiciones físicas, tras la enfermedad tan intensa, no eran las ideales. El amor y los cuidados de mi familia resultaron invaluables, detalle que siempre agradeceré y nunca olvidaré.

Desde entonces, al final de mis 16 años de edad, agradezco cada día el milagro de la vida y trato de entregar lo mejor de mí. Sé que morí físicamente y que recibí otra oportunidad para seguir mi historia, mi biografía, no como un ser humano dedicado a satisfacer apetitos y a codiciar bienes materiales por el simple deseo de acumular, sino con la intención de cumplir una misión, una tarea, e intentar dejar huellas indelebles, siempre con los ideales del bien y de la verdad.

A los 17 años de edad, poco tiempo después de aquella experiencia, aprendí a enfrentar mis miedos. Empecé a laborar por las mañanas y a estudiar por las tardes; además, escribía, desarrollaba actividades deportivas, paseaba y llevaba a cabo tareas que me encantaban y disfrutaba. Vencí mis miedos. En el nivel de preparatoria y de estudios universitarios, no volví a enfrentar problemas con mis compañeros y mis profesores, excepto con dos, episodios que un día narraré. Eliminé los espectros y las sombras. Aprendí a coexistir entre las luces y la penumbra, la interminable dualidad.

Cada día significa, para mí, una bendición, un regalo, una oportunidad de vida en este mundo y una preparación para mi futuro tránsito a otros niveles, hasta conquistar mi retorno al manantial etéreo, a la energía infinita de donde proviene mi alma. Quizá no acumulé una fortuna, pero me considero infinitamente rico por mi familia, por la gente que amo, por los valores que tengo y por la encomienda que debo cumplir.

A los 16 años de edad, es cierto, me sentía totalmente roto. Sospechaba que el camino que recorría estaba fracturado en alguna parte y que los abismos y las trampas se encontraban ocultos. Agonicé y morí en verdad; pero recibí, como una bendición y un regalo, la dicha y el milagro de vivir. No he dejado de agradecer cada día. Tengo la certeza de que es parte del aprendizaje para que la existencia sea feliz en el mundo y uno prepare la ruta hacia la inmortalidad.

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Felipe, el inolvidable Felipe

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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A la memoria de mi entrañable primo Felipe G. O.

Existen seres humanos especiales y grandiosos que cautivan y dejan huellas en la memoria de innumerables hombres y mujeres, unas veces por sus actos, sus detalles y sus palabras, y, en ocasiones, por sus sentimientos, sus ideas, su talento y su sensibilidad. Son, en verdad, un regalo invaluable que uno, al conocerlos y tratarlos, lleva en el alma y en la mente.

La hora contemporánea, hundida en la inmediatez, la superficialidad, la estulticia, la producción en serie, las apariencias, la violencia, la satisfacción de apetitos primarios, la inteligencia artificial y la ambición desmedida, no ofrece, en sus vitrinas, aparadores y menús, suficiente número de personas amables, dedicadas al bien y a la verdad, magistrales, sencillas e inolvidables.

Y cuando alguien, en mayúsculas o en minúsculas, pretende, por su esencia, sentir, pensar, hablar y actuar diferente a la mayoría de la gente, suele condenarse al desprecio, la condena y el maltrato colectivo, lo mismo en ambientes académicos, laborales y estudiantiles que en escenarios artísticos, sociales, deportivos, intelectuales, políticos, empresariales y científicos, porque a la gente, con frecuencia, le molesta e irrita tratar con seres proclives a la búsqueda interior, al encuentro con la luz y lo sublime.

No siempre tiene uno la dicha y el privilegio de coincidir con hombres y mujeres genuinos, amables, sencillos, inteligentes, buenos, sensibles y extraordinarios. Son quienes acercan las estrellas a la humanidad y marcan la ruta al paraíso.

Escribo estas palabras en honor y en memoria de un hombre que se probó a sí mismo y pasó todas las pruebas que la vida le presentó. Es grandioso e increíble que uno recuerde a ciertas personas desde la infancia por las huellas que dejó a su paso. Felipe visitaba nuestra casa y siempre tenía un detalle bello y agradable.

Felipe, mi primo paterno, fue excelente hijo, hermano, esposo, padre, abuelo, pariente y amigo. Mi padre, mi madre, mis hermanos y yo tuvimos el privilegio de convivir y de compartir pedazos de vida con él. Siempre dejó algo hermoso, ejemplar y perdurable en nuestras existencias. Hizo algo grandioso de los pequeños detalles.

Mi padre y Felipe convivieron hace décadas. Uno era joven y el otro adolescente. Se identificaron porque coincidieron en temas esenciales y ambos pretendían superarse y evolucionar. Convivían, paseaban, caminaban y platicaban durante horas, lo mismo en el centro histórico que en el antiguo y hermoso barrio de Coyoacán, en la Ciudad de México, donde sus mañanas y sus tardes se diluían mientras el tiempo caminaba impostergable.

A los 19 años de edad, mi padre sufrió lo indecible al morir su hermano menor. El pequeño tenía 13 años de edad cuando, atacado por una enfermedad terrible, falleció irremediablemente ante la impotencia, el dolor y la tristeza familiar. Tres años antes, el padre de ellos, mi abuelo. había pasado por la transición. Mi padre era 15 años mayor que su sobrino Felipe, quien significó, para él, una compañía grata, un consuelo que, en parte, lo mantenía feliz e ilusionado.

Felipe fue, simplemente, alguien más que un sobrino, un ser humano que, por ser tan especial, ganó el amor de mi padre, quien lo consideró, respetuosamente, un hijo, un compañero leal, un amigo inseparable. Compartieron múltiples capítulos, desde su primavera existencial hasta la hora postrera, siempre unidos desde las profundidades del alma, inmensamente ricos por la convivencia e identificados, aquí y allá, por una historia inolvidable, bella e irrepetible que, sin duda, pulsará eternamente en su interior.

Cuando mi padre y mi madre contrajeron matrimonio, fundaron, en la colonia Roma de la Ciudad de México, una fábrica de gelatinas -Rojon y Gonet-, las cuales, por cierto, eran deliciosas y estaban preparadas con esmero e higiene. La grenetina Wilson y todos los ingredientes, cumplían los niveles de calidad que ellos, los clientes, exigían y disfrutaban.

En aquella época, la Fábrica Rojon y Gonet contaba con diferentes esquemas de comercialización, entre los que destacaban los pedidos que se atendían en tiendas, restaurantes y diversos establecimientos, y la venta directa en las avenidas, los parques y las calles, donde jóvenes estudiantes las transportaban en vitrinas con ruedas.

Mi padre, que también era inventor, diseñó el modelo de los carros. Tras los cristales, lucían exquisitas las gelatinas de agua y de leche. Las había de limón, naranja, fresa, grosella, piña y uva; pero también de vainilla, nuez, coco y pistache.

Felipe, sus hermanos y otros muchachos se emplearon en el negocio familiar. Junto con otros jóvenes, salían, desde muy temprano, con los carritos repletos de gelatinas y el arroz con leche, que era una de las especialidades de la empresa. Vendían los productos y regresaban con la intención de entregar los carritos y el dinero de la venta, e irse a sus respectivas escuelas.

Más tarde, Felipe ingresó a una institución bancaria; no obstante, él, que era un hombre emprendedor, tenía cita con el destino y fundó, en el tradicional barrio de Coyoacán, en la Ciudad de México, una refaccionaria. Yo era muy niño cuando lo miraba en su negocio. Era un hombre amable y cariñoso.

En aquella época, la de mi niñez inolvidable, solía visitarnos. Le encantaban los autos de colección, marca Mercedes Benz, los cuales, aunque eran modelos pasados, conservaban su encanto, belleza y elegancia. Y siempre tenía un detalle, una palabra, una sonrisa, un gesto amable, una reacción buena. Se volvió, para nosotros, como seguramente para tanta gente que lo conoció, un ser irrepetible.

Cuando, en mis primeros años juveniles, visité el sureste mexicano, las playas hermosas y paradisíacas de Cancún, donde decidió radicar y establecer sus negocios en el giro de refacciones automotrices, tuvo la gentileza de acompañarme, convivir y atenderme con el cariño que le caracterizó y que lo hizo un ser humano cautivante y maravilloso. ¿Cómo olvidar a una persona que es auténtica, que irradia sentimientos nobles y que actúa con valores?

Transcurrieron los años. Las enfermedades no lo doblegaron. Fue un luchador ejemplar e incansable. Le encantaba caminar. Parecía inagotable. Su memoria era prodigiosa. Durante el último par de años, me relataba historias de mi padre y de nuestros antepasados; yo le compartía, por teléfono, datos e información sobre mis investigaciones relacionadas con el linaje familiar.

La madrugada del pasado jueves 9 de febrero de 2023, mi primo Felipe pasó por la transición. Hoy pienso que nos faltó más tiempo para convivir; sin embargo, tengo la certeza de que tanto él como mi familia y yo somos inmensamente afortunados y ricos porque siempre, aquí y allá, incluso en otros planos, nuestras almas siempre se sentirán atraídas e identificadas por lo que fuimos e hicimos. Eso es parte de la belleza y del encanto de la vida. No morimos. Simplemente, partimos a otros niveles, a la fuente infinita, de la que formamos parte, y eso, Felipe querido, me estimula a pensar que eternamente compartiremos un destino grandioso. Gracias por ser quien eres, a pesar de que estemos en diferentes planos.

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Suposiciones

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Suponen, algunos, que el arte de las letras es un acto desgarrador, agobiante, forzoso y aburrido, como si se tratara de cargar y acomodar piedras mientras los demás gozan las delicias de un festín en torno a una mesa pletórica de bocadillos, y no es así porque el encanto y la magia del escritor consisten en recolectar flores y espinas, luces y sombras, esencia y arcilla, agua y arena, para mezclar los ingredientes, regalar historias que cautivan los sentidos e invitar a pensar y a abrir otras puertas. Con las obras literarias se aprende a vivir, a morir, a renacer. No es, la tarea del escritor, un trabajo impuesto ni sujeto a horarios; es, sencillamente, participar en el milagro de la creación. Desconocen, quienes argumentan que el escritor es una criatura atormentada, extraña, solitaria, amargada, huraña e inadaptada, que es un ser que ha recibido, por alguna causa, la fórmula de la creación y de la inmortalidad, el mapa a rutas y a destinos inexplorados, desde los que escucha y transmite, en sus páginas, los mensajes ocultos en los pulsos del infinito. Su tarea es tan natural, intensa y noble que, tal vez, no se percata de que es quien alcanza las estrellas, pisa la tierra y recibe las gotas de lluvia para anotar en su cuaderno el prodigio de la vida. Da constancia, en sus relatos, en sus novelas, en sus cuentos, en sus poemas, de la maravilla y del prodigio de la creación y de la existencia.

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Somos, quizá, la última novela, el cuento postrero, el poema final

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Somos, quizá, la última novela, el cuento postrero, el poema final. Parecemos, supongo, la página terminal del libro. Somos, sin duda, el adiós de las letras bien escritas, la despedida del arte literario, la partida del romanticismo, de los detalles y de la expresión profunda de los sentimientos y de las ideas. Somos, parece, la última generación que visita los jardines y los recintos de la creatividad, la imaginación, los sueños y la originalidad, ingredientes fundamentales en la creación literaria, y también los que aún cargamos, en nuestras mochilas de artistas, ortografía, puntuación y respeto a las palabras escritas. Muchos no quieren diccionarios ni reglas. Se creen liberadores de las letras y de las palabras, pero se vuelven esclavos de su ignorancia. Alguien, y otros más, han robado los señalamientos y las rutas a los sueños, a la fantasía, a la imaginación, y eso es peligroso para la humanidad. Es un juego perverso que, definitivamente, formará seres autómatas, maniquíes, robots, títeres inexpresivos. Es la gente que necesita la élite del poder para manipularla, explotarla y acabarla. Somos, creo, la última generación de escritores y lectores que se buscan y se entienden por medio del lenguaje escrito. Nosotros, los escritores y los lectores que hoy pertenecemos a una clase que se percibe casi extinta, conocemos el encanto y la magia de la tinta y el papel, envueltos en perfumes deliciosos e historias bellas, cautivantes e intensas, y también, alcanzados por los años y la tecnología, accedimos a otros materiales y herramientas que son moda y tendencia en la hora contemporánea. Tenemos la sospecha de que las alteraciones al idioma, aunados a la pereza mental, al desinterés por lo sublime, a la masificación, a la inmediatez, a lo desechable, a la producción en serie, a lo superficial, a la inteligencia artificial y a las conductas uniformes, son aplicadas para ejercer control absoluto sobre las voluntades, los sentimientos, las costumbres, los pensamientos y las creencias. Solamente rescatarán la cultura y el arte de la escritura, si es que se los permiten, aquellos jóvenes que hoy descubrimos con lecturas e interés en el conocimiento. Somos, acaso, la última generación de escritores que, actualmente, a nuestro alrededor, descubrimos listas de ausencias, menos lectores, y sí, al contrario, mayor número de personas, en mayúsculas y en minúsculas, en femenino y en masculino, enajenadas por los equipos móviles, las redes sociales y las inteligencias artificiales, hijos, nietos y descendientes, inevitablemente, de una nodriza llamada televisión. Somos, tal vez, la generación postrera de encantadores que creamos y regalamos historias, artistas que visitamos lo sublime y repartimos letras con pedazos de cielo y de mundo, escritores que traducimos la esencia y la arcilla para descifrar secretos de la vida, hacerla más digerible y con sentido más auténtico y real. Somos, en realidad, la última generación de escritores y lectores que aún tenemos libertad de expresar y asimilar el contenido de las obras.

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Cuando escribo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Cuando escribo, soy artista, creador, letra, papel, tinta, y, por lo mismo, no pienso en aplausos, cámaras y reflectores, porque, entonces, mis obras serían mercancía para exhibirse en aparadores, apariencia dedicada a lucirse en pasarelas, y no cumplirían su encomienda de dar, ennoblecer y dejar huellas, mensajes y rutas. El público es quien tiene la amabilidad de calificar mis obras. Yo, simplemente, soy un escritor, un artista de las letras, con aroma a tinta y papel, a quien fascina crear novelas, cuentos, historias, relatos. Lo demás, en todo caso, es añadidura. Escribo y lo hago con amor y pasión. Cuando escribo -y siempre-, me sé artista, y es así como pinto estrellas, flores y paraísos que dedico a mis lectores.

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Las letras

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Las letras, cuando son arte puro, surgen de las profundidades etéreas y sublimes del alma, como las gotas de agua que provienen de la intimidad de la tierra y asoman y salen de los poros arenosos que alumbra el sol y que miran las estrellas, hasta fusionarse en los manantiales y en los ríos cristalinos que serpentean la llanura, los bosques, y verterse en cascadas prodigiosas, incorporarse a corrientes tranquilas e impetuosas, y, finalmente, entregarse a la belleza y a la majestuosidad de un lago apacible que refleja las frondas de los árboles, las siluetas de las montañas, las nubes de formas caprichosas y la profundidad del cielo azul, o fundirse en el océano inconmensurable, en su oleaje que parece mecer y transportar a paraísos infinitos. La creatividad, la imaginación, la sensibilidad, el talento, la inspiración y la originalidad del escritor dan a la obra -a la novela, al cuento, al poema, al relato, a la historia- un sentido, una ruta, un motivo. El arte de las palabras escritas es llovizna y tormenta, mosaico de luces y sombras, paleta de colores que pinta la vida, partitura que contiene las notas de la existencia. Las letras, cuando son arte, callan y hablan. Solo hay que saber escuchar sus mensajes.

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Y si una flor es una letra

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Y si una flor es una letra, un sentimiento, una palabra, un ideal, un pensamiento, ¿podrá formar parte del jardín de las novelas, los cuentos y los poemas? Y si una flor -margarita, tulipán, orquídea, girasol, rosa- es pedazo de un jardín, fragmento de un paraíso, ¿sentirá alegría al integrarse a las páginas del arte de las letras, a una historia, a un relato? Y si una flor es un suspiro, un deleite, un color, un perfume, una textura, ¿enriquecerá una obra literaria, le dará un toque mágico, impregnará sus detalles y sus motivos? Y si una flor somos tú, yo, nosotros y ellos, ¿contaremos historias -cuentos y novelas- y nos sentiremos inspirados para escribir poemas y relatos, y así crear el más bello y noble de los paraísos infinitos? Y si una flor es el arte, la letra, la palabra que mece el viento, ¿cumpliremos nuestro anhelo de vivir eternamente en los jardines de la creación?

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Es una margarita, un tulipán, un pedazo de cielo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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La sencillez es una margarita, un girasol, una orquídea, un tulipán, que florece con el encanto, los detalles y el regalo de sus colores, su textura y su perfume, como si trajera consigo un pedazo de cielo, un fragmento del paraíso, capaz de destronar el imperio de la arrogancia y de las superficialidades. Es el agua cristalina que da de beber a todos, al natural, sin alterar ni presumir colores ni sabores artificiales. La sencillez se expresa en las almas nobles y pertenece a seres grandiosos.

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