El árbol viejo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright

Envuelto en niebla, entre los rumores y los silencios de la lluvia y del viento, el árbol viejo balanceaba sus ramas, en perfecto equilibrio y armonía con la naturaleza, con la creación, con la vida. Disfrutaba el regalo que, desde hacía tantos años, le había entregado la vida. Compartía su sombra y atraía la lluvia y el oxígeno. Daba lo mejor de sí.

Por vivir tanto, el árbol había quedado solo e irreconocible, anciano y rodeado de plantas, flores y arbustos jóvenes, egoístas e incapaces de convidar agua y de compartir espacios soleados a otras especies. Habían olvidado, parece, su encomienda, su misión, su labor.

Alguna vez -hacía tanto que no quedaban registros ni memoria en el jardín-, el árbol fue joven y vigoroso, demasiado bello y sensible, capaz de transmitir los mensajes de la lluvia, del sol, del aire, de las estrellas y de la nieve, que compartía, en el jardín, con todas las criaturas de la naturaleza.

Quienes desafían al tiempo, llegan a la ancianidad con nostalgias, soledades y una lista de ausencias. Están destinados a coexistir con rostros diferentes a los de antaño, con otros motivos e intereses, porque cada generación trae sus cargas y sus liviandades.

Acostumbrado a compartir su sombra protectora, el árbol viejo escuchó con asombro y tristeza el diálogo entre el jardinero y las flores, los arbustos y las plantas.

-Es un árbol que ha vivido demasiado. Creemos que es momento de talarlo -propuso una flor petulante al jardinero.

-Tal vez, su leña vieja sirva a alguien para una fogata -secundó otra flor.

-Es tan feo e inútil.

-No lo queremos con nosotras, las flores, porque es detestable y, además, ensombrece el jardín e impide que la luz solar alumbre y resalte nuestra belleza.

-Habla y aconseja tonterías.

Tras escuchar la opinión y la petición de las flores, en el área del jardín que se llamaba arrogancia, el hombre reflexionó y preguntó:

-Si el árbol atrae la lluvia, es amigable con el oxígeno y comparte su frescura y su sombra, ¿por qué desean que lo tale y lo convierta en leña?

-Porque es viejo y nos estorba -contestó una flor.

-Nos afecta -dijo otra-. Roba nuestros alimentos.

Opinó otra flor:

-Es tan feo y viejo que evitamos mirarlo.

El árbol viejo, que era tan bueno y sabio, entristeció mucho al notar el desdén, el odio y el desprecio que expresaban las flores.

-Flores de efímera existencia que se sienten enamoradas de su apariencia y suponen que siempre lucirán hermosas. Se sienten doncellas del jardín, cuando se trata de espejismos que pronto se marchitan -reflexionó el árbol.

El jardinero, confundido, volteó hacia el área denominada ambición e interés, donde varios árboles jóvenes escuchaban burlones y observaban al anciano con desprecio, grosería y odio.

Los árboles jóvenes ordenaron:

-¡Derríbalo!

-¡No lo queremos con nosotros!

-Es un viejo inservible que se dedica a robarnos el agua, los minerales y el oxígeno que necesitamos. Ya vivió demasiado. Sus consejos y sus mensajes nos molestan. Quedó rebasado por la modernidad. No se ha dado cuenta de que el mundo es diferente a su concepción. Se encuentra en un lugar y en un tiempo que no le corresponden. Hace tiempo debió renunciar a permanecer en nuestro jardín. Está desfasado.

Asustado, el jardinero palideció. Se sintió acosado y con temor. Volteó hacia el área conocida con el término maldad y veneno. Allí coexistían flores con espinas y plantas venenosas, criaturas aterradoras de las que supuraban formaciones extrañas y líquidos enrarecidos y tóxicos. Expresaron su odio y molestia contra el árbol viejo:

-¡Tala ese árbol!

-¡Préndele fuego!

-¡Conviértelo en leña!

Y en las zonas denominadas amor, bien, conocimiento, honestidad, justicia, luz, respeto, salud y vida, donde cada vez había menos árboles, plantas y flores, se escuchaban tristes lamentos, voces que defendían al anciano condenado a morir, simplemente por su edad y por expresar sentimientos, ideas y reflexiones opuestos a los de las mayorías.

Suplicaban que fuera respetado y tratado dignamente en la etapa postrera de su existencia; sin embargo, el jardinero, abrumado, irracional y desquiciado, calculó que le resultaría más conveniente sumarse a las decisiones y exigencias de las multitudes. Daría muerte al árbol viejo.

El hombre sabía que si talaba el árbol viejo, ganaría la simpatía de los moradores del jardín y que, adicionalmente, disminuiría su esfuerzo al ya no existir hojarasca y varas en el suelo. Sonrió maliciosamente. Cumpliría su plan. Talaría el árbol viejo e innegablemente ganaría el aprecio y la simpatía de las criaturas más poderosas del jardín.

Armado de un hacha y de una sierra, el segador miró al árbol viejo. Escudriñó su aspecto, sintió su textura y contempló sus tonalidades. Sus ramas, cubiertas de hojas verdes, se balanceaban y crujían al recibir las caricias del viento, igual que brazos y manos que dirigen una orquesta sinfónica, tocan algún instrumento musical o escriben mensajes profundos.

Recordó, el hombre, que el árbol ya era corpulento cuando él, muchos años antes, fue contratado como aprendiz de jardinero. Entonces, coexistían en el jardín otras generaciones de árboles, plantas y flores, época en que toda la superficie se denominaba amor, bien y armonía. Los impíos, rápidamente eran identificados y aislados de los demás o castigados por sus fechorías.

Entre una generación y otras, tras plagas, epidemias, incendios, escasez, guerras, contaminación y sequías que alguien, y unos más, provocó con cierta intencionalidad, cambiaron radicalmente las creencias, los valores, los anhelos, los valores, el lenguaje, la ideología, los sentimientos, las costumbres y los pensamientos, hasta alcanzar niveles preocupantes de intolerancia, agresividad, falta de respeto, superficialidad, ambición desmedida, odio y amordazamiento de la esencia. La prueba de la coexistencia presentó una crisis desgarradora que amenazó sustituir, gradualmente, la naturaleza por flores de plástico y plantas artificiales.

Murieron las generaciones pasadas, se diluyó y se perdió la memoria del conocimiento y de la historia, se borraron los recuerdos y los códigos de vida, se eliminó la identidad, se impusieron esquemas y reglas y surgieron líderes y formas económicas y de gobierno antinaturales y perversas.

El único sobreviviente de aquellas generaciones extintas era el árbol viejo, depositario de la sabiduría milenaria de la naturaleza, motivo, por cierto, de la envidia y del odio que la élite del poder absoluto y las multitudes jóvenes y enajenadas que, totalmente enardecidas, pedían su sacrificio. La clase gobernante lo catalogaba un ser peligroso, el cual podría influir en las generaciones jóvenes para despertarlas de su letargo y concientizarlas de su esencia y su valor. Resultaba perentorio manipular a los habitantes del jardín para exigir la muerte del árbol viejo.

La élite del poder absoluto había trastornado los sentimientos, los ideales, los sueños, las aspiraciones, los pensamientos y los valores de los moradores del jardín. En cada generación habían aplicado dosis de destrucción. Les destruyeron la familia y los valores. No percibían ni recordaban su esencia porque, en cada etapa, habían colocado placas de estupidez y superficialidad.

Gritaba la masa en coro. Los moradores del jardín exigían derribar el árbol viejo con el argumento de que había vivido demasiado y que les robaba el agua, los nutrientes, el oxígeno y los minerales que necesitaban en un escenario que cada día registraba mayor número de carencias.

Inesperadamente, surgió el viento de algún sitio y arrastró la llovizna al antiguo jardín del bien y del mal, donde el árbol viejo balanceó sus ramas y habló; pero sus mensajes y sus súplicas no fueron escuchados, acaso porque a nadie interesaba oír a un anciano, quizá por la estridencia y la superficialidad de la época, tal vez por eso y más.

El hombre, trastornado por sus conflictos e intereses, pisoteó los escasos valores que poseía y decidió, en consecuencia, renunciar a su oficio de jardinero para convertirse en leñador, en un cruel depredador de la naturaleza y de la vida. Renunció a su sentido humano y de inmediato sintió un vacío doloroso.

La naturaleza lloraba amargamente, mientras el ruido de la sierra se mezclaba con los truenos que anunciaban una tormenta y presagiaban, sin duda, un ciclo de desamor y maldad. Las ramas caían sobre la hojarasca y la tierra, al mismo tiempo que los árboles jóvenes, las plantas y las flores, masificados, gritaban con júbilo y exigían el aniquilamiento del pobre anciano.

Gradualmente, el árbol viejo fue desarticulado por el leñador ambicioso, desleal y enardecido que pretendía ganar la confianza y la simpatía de los habitantes del antiguo jardín de la vida y la muerte. Solamente dejó las raíces enterradas, con la certeza de que no florecerían. El jardín se convirtió, ipso facto, en ruedo sangriento, en coliseo de gritos e injusticias, en basurero donde abundaba la escoria y se respiraban odio, ignorancia, maldad, desamor, violencia, casos y discordia.

Conforme el leñador destrozaba el árbol viejo, sentía que lo intoxicaba una tristeza profunda, un dolor que nunca antes había experimentado. Era como desnudar a un ser y exhibirlo ante una multitud bestial. Su mirada se nubló por las lágrimas, su voz se agitó y su respiración se aceleró. Como ser humano, ya estaba roto.

Al observar, finalmente, el árbol mutilado, las hojas y las ramas dispersas aquí y allá, el hombre, quien se había portado con tanta crueldad, sintió agotamiento y desolación. Pronto notó que los árboles jóvenes, las plantas engreídas y las flores petulantes lo habían utilizado para destruir al anciano. Aquellas criaturas feroces y sanguinarias, callaron y voltearon a otros sitios opuestos al del segador, quien descubrió, atónito, que las escasas criaturas buenas e inteligentes también estaban muertas. Las plantas venenosas aniquilaron a los habitantes de la zona del bien. Aprovecharon un acontecimiento que distrajo a todos los moradores del jardín para asesinar a sus enemigos.

No había seres buenos y reflexivos en el jardín del bien y del mal. El escenario era de guerra y muerte. Ya destruidos el bien, la verdad, el talento, la justicia, la unidad familiar, la creatividad, los sueños, la lealtad y la nobleza, los dueños del poder absoluto ejercieron el abuso y la represión con el objetivo de someter y controlar a las turbas. Todo resultó un engaño, un fraude, una trampa.

El criminal, aterrado, abandonó sus herramientas entre el tronco y las ramas del árbol viejo y corrió con la intención de huir de la zona de conflicto y peste; pero antes de saltar la cerca, algunas de las plantas venenosas le encajaron varias espinas en la pierna derecha, en el brazo izquierdo y en la espalda.

Mareado e intoxicado por el veneno que corría por sus venas, el leñador volteó al antiguo jardín del bien y del mal, donde el espectáculo resultaba grotesco. Vio a los árboles jóvenes, a las plantas y a las flores inmersos en un aturdimiento masivo, despiadados y enajenados, destruyéndose entre sí y sin percatarse de que, idiotizados, exterminarían a la mayoría y únicamente sobrevivirían las criaturas más fuertes y de menor edad, las cuales, finalmente, ya vacías y ausentes de sí, serían controladas, sometidas y explotadas sin compasión.

Desgarrado y fuera de sí, el jardinero llegó hasta la ciudad, donde la gente, automatizada, coexistía en un ambiente de asfalto, plástico, concreto y petróleo. Todos -hombres y mujeres- eran jóvenes que parecían carecer de amabilidad, sentimientos nobles, sonrisas, creatividad, sueños, familia, amigos, originalidad, iniciativa propia e inteligencia. Actuaban igual, como si fueran productos en serie y alguien, y otros más, programara y controlara sus acciones y sus vidas.

Intoxicado por el veneno, agotado y sediento, notó que era el único ser humano viejo, rasgo que, inevitablemente, lo delataría y le provocaría una muerte cruel. La gente se movía como autómata. En sus rostros no se distinguían marcas de alegrías y sentimientos. Eran personas transformadas en maniquíes. Alguien, y otros más, las movía, igual que el titiritero manipula a sus personajes en una carpa para ridiculizarlas, robarles el encanto de la vida y explotarlas.

No había agua, ni tampoco árboles ni plantas, y menos flores. Todo era tan árido. La temperatura era elevada. Vivir, le pareció, resultaba un martirio, una pesadilla, una condena. La gente estaba programada para vivir cierto lapso; más tarde, antes de su envejecimiento, era desconectada desde algún centro donde se controlaba la existencia humana. Era el juego de la vida y la muerte. Los dueños del poder económico, militar y político, y otros más, decidían el momento del final en la existencia de cada persona. Eran dioses enamorados de sí mismos y de lo que obtenían a través del ejercicio mezquino del poder.

Desde hacía décadas, la élite había preparado las condiciones y los escenarios propicios para desgarrar a la humanidad, idiotizarla y vaciar sus sentimientos, sus ideales, sus convicciones, sus pensamientos, sus creencias y sus anhelos. Todo fue eslabón de una cadena que conducía a mazmorras y tormentos indecibles.

El jardinero comprendió que se trataba de generaciones jóvenes, ausentes de sí y de familias, creencias y sentimientos. Era gente vacía e incapaz de pensar y de tener iniciativa, creatividad, ingenio y originalidad, acostumbrada a coexistir igual que máquinas.

Intentó pasar desapercibido en el interior de una alcantarilla bastante antigua que descubrió, donde sorpresivamente coincidió con un hombre tan viejo como él. Era un ermitaño, rodeado de libros en el antiguo sistema de drenajes, quien aún conservaba la sabiduría de antaño, tan perseguida y castigada por la fuerza secreta de aquella élite que gobernaba a nivel global. El lector de libros trataba de evitar que las cámaras y los sensores, instalados en las calles y en los espacios públicos, lo captaran.

El jardinero, cada vez más debilitado, sintió alivio al saber que en aquel mundo hostil y raro existía un hombre tan viejo como él; sin embargo, el sabio le pidió que se marchara porque las condiciones, en la ciudad, eran de hostilidad y sobrevivencia. La recomendó trasladarse a una comarca desértica, donde había cuevas habitadas por viejos, enfermos y prófugos; no obstante, tendría que caminar durante las noches y evitar el encuentro con los equipos de patrullaje y las cámaras y los sensores.

Insistió el jardinero en permanecer con el anacoreta, quien sonrió irónicamente y expresó:

-¿Es digno de confianza quien atenta contra la vida?

Al jardinero se le inyectaron los ojos de sangre. Cuestionó al sabio:

-¿Yo? ¿En qué momento he atentado contra la vida? ¡Mi oficio es la jardinería! ¡Siempre me preocupé por cuidar las especies del jardín!

El filósofo experimentó asombro al escuchar al jardinero, quien sufría amnesia o fingía ser hombre bueno.

-Analiza el reflejo de tu mirada, tus manos que empuñaron el hacha y la sierra para acabar con un árbol que colaboraba en el milagro de la vida, tu ropa y sus zapatos manchados e impregnados de savia. Hueles a martirio, a dolor, a muerte.

Encolerizado, el segador respondió:

-Ya era viejo y estorbaba. No servía.

-El árbol viejo te suplicó que respetaras su vida y te explicó su función natural. Lo destruiste.

El jardinero contestó retador:

-¿Qué hubieras hecho? ¿Perdonarle la vida y ganarte la enemistad de la mayoría de las especies del jardín? Contesta. Era un árbol inservible. Lo odiaban los árboles, las plantas y las flores jóvenes.

-Como a ti y a mí nos odian las multitudes jóvenes que actúan igual que autómatas. Por así convenir a tus intereses, renunciaste a tus valores, a tu esencia, y te convertiste en criminal, en verdugo de un árbol -el único que, en su especie, había en el mundo-, y acabaste, por añadidura, con el prodigio de la lluvia, el oxígeno puro y el viento. Atentaste contra la naturaleza y la vida.

Irascible, el jardinero amenazó:

-Te advierto, viejo lector de libros, que si rehúsas ayudarme y me niegas refugio, te delataré con la intención de que te aprehendan y te castiguen o te maten.

Tras escuchar las palabras amenazantes del intruso, el sabio habló:

-Mi vida no concluirá en la prisión ni con la muerte física. No baso el porvenir de mi existencia en abusos ni en maldad porque mi esencia es parte de un pulso infinito, de una fuente inmortal. No tengo miedo. Eres libre de denunciarme, si así lo deseas, motivado por tu cobardía y tus intereses mezquinos; pero inevitablemente te descubrirán y no te perdonarán… ¡Vete de aquí!

La voz del intelectual retumbó en los tímpanos del segador, quien, encolerizado, desprendió un tubo de hierro que colgaba en la pared, antaño parte de un sistema hidráulico, y golpeó, una y otra vez, la cabeza de su víctima, hasta asesinarlo. Cada golpe al lector de libros le recordaba los impactos del hacha contra el árbol viejo.

El sabio cayó al suelo, entre los libros que estudiaba cotidianamente. Varias obra resbalaron y quedaron sobe el hombre ensangrentado. Temeroso, el jardinero percibió la sutileza del perfume de la savia del árbol viejo y de la sangre del filósofo, mezcla de vida que escapaba irremediablemente y lo asfixiaba sin misericordia. El veneno de las plantas actuaba en sus órganos, en sus venas, en todo su organismo.

Experimentó angustia, dolor, tristeza y miedo al sospechar que moriría en una alcantarilla abandonada, vestigio de los desagües de generaciones ya extintas, al lado de su víctima ensangrentada, entre libros a los que nadie interesaban.

Inesperadamente, oyó un rumor similar al de la corriente atrapada en una tubería de grandes dimensiones. La intensidad del ruido crecía. Temeroso, descubrió que agua ennegrecida y hedionda, al parecer cautiva en una tubería antigua, se filtraba por la pared del recinto subterráneo.

El agua, al llegar a la instalación eléctrica que alguna vez colocó el intelectual, produjo chispas que pronto, para terror del jardinero, saltaron a los libros y provocaron un incendio. El talador intentó correr hasta la tapa metálica de la alcantarilla, por la que se filtraban la luz solar y el aire contaminado de la ciudad; no obstante, su pie izquierdo atoró entre el cuerpo inerte del filósofo, los libros desparramados y el tubo que utilizó para cometer el asesinato.

Resultó aterrador el espectáculo. El agua pútrida que se filtraba por las paredes de la bóveda y que parecía reventarlas por la presión tan fuerte, competía con el fuego que consumía los libros, quemaba el cadáver del sabio y se aproximaba al talador del árbol viejo.

Cuando, finalmente, el fuego empezó a quemar la piel del jardinero, el agua hedionda reventó las paredes cubiertas de salitre e inundó el recinto, hasta arrastrar todo por antiguos túneles. Libros, piedras, tubería, escombros, cadáver, utensilios, jardinero y cuanto había en aquel sitio, fue envuelto por la turbulencia.

Ahogándose en el agua ennegrecida y hedionda, por el veneno de las plantas que desgarraba sus órganos, por el miedo y por las cargas y las liviandades que le provocaban la tala del árbol viejo y el asesinato del sabio, fue arrastrado por un ducto enorme y oscuro.

De improviso, descubrió, a varios metros de distancia, la salida del túnel, por donde el agua podrida se vertía y dispersaba en la llanura. La luz solar iluminaba cierta área. Con suerte, pensó, llegaría hasta el final de la tubería y salvaría su vida. Solo debía evitar cualquier accidente.

No se percató de que metros antes de la salida, asomaban las raíces secas de un árbol viejo, quizá talado por algún leñador despiadado. El agua del drenaje lo arrojó contra las raíces, donde quedó preso. Su ropa desgarrada y sucia atoró con las raíces endurecidas que parecían manos o fauces, y allí permaneció colgado. La corriente putrefacta cesó y él, el jardinero colgado en el techo del cauce, entendió que moriría irremediablemente. Se supo enfermo y viejo.

Durante la caminata de las horas, creyó reconocer, en el aroma de las raíces, el linaje del árbol que destruyó; pero le embargaron, inevitablemente, una gran pesadez y somnolencia, un aturdimiento incesante, hasta que, atormentado, sintió hundirse en un sueño pesado del que no despertó más.

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