El árbol viejo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

Derechos reservados conforme a la ley/ Copyright

Envuelto en niebla, entre los rumores y los silencios de la lluvia y del viento, el árbol viejo balanceaba sus ramas, en perfecto equilibrio y armonía con la naturaleza, con la creación, con la vida. Disfrutaba el regalo que, desde hacía tantos años, le había entregado la vida. Compartía su sombra y atraía la lluvia y el oxígeno. Daba lo mejor de sí.

Por vivir tanto, el árbol había quedado solo e irreconocible, anciano y rodeado de plantas, flores y arbustos jóvenes, egoístas e incapaces de convidar agua y de compartir espacios soleados a otras especies. Habían olvidado, parece, su encomienda, su misión, su labor.

Alguna vez -hacía tanto que no quedaban registros ni memoria en el jardín-, el árbol fue joven y vigoroso, demasiado bello y sensible, capaz de transmitir los mensajes de la lluvia, del sol, del aire, de las estrellas y de la nieve, que compartía, en el jardín, con todas las criaturas de la naturaleza.

Quienes desafían al tiempo, llegan a la ancianidad con nostalgias, soledades y una lista de ausencias. Están destinados a coexistir con rostros diferentes a los de antaño, con otros motivos e intereses, porque cada generación trae sus cargas y sus liviandades.

Acostumbrado a compartir su sombra protectora, el árbol viejo escuchó con asombro y tristeza el diálogo entre el jardinero y las flores, los arbustos y las plantas.

-Es un árbol que ha vivido demasiado. Creemos que es momento de talarlo -propuso una flor petulante al jardinero.

-Tal vez, su leña vieja sirva a alguien para una fogata -secundó otra flor.

-Es tan feo e inútil.

-No lo queremos con nosotras, las flores, porque es detestable y, además, ensombrece el jardín e impide que la luz solar alumbre y resalte nuestra belleza.

-Habla y aconseja tonterías.

Tras escuchar la opinión y la petición de las flores, en el área del jardín que se llamaba arrogancia, el hombre reflexionó y preguntó:

-Si el árbol atrae la lluvia, es amigable con el oxígeno y comparte su frescura y su sombra, ¿por qué desean que lo tale y lo convierta en leña?

-Porque es viejo y nos estorba -contestó una flor.

-Nos afecta -dijo otra-. Roba nuestros alimentos.

Opinó otra flor:

-Es tan feo y viejo que evitamos mirarlo.

El árbol viejo, que era tan bueno y sabio, entristeció mucho al notar el desdén, el odio y el desprecio que expresaban las flores.

-Flores de efímera existencia que se sienten enamoradas de su apariencia y suponen que siempre lucirán hermosas. Se sienten doncellas del jardín, cuando se trata de espejismos que pronto se marchitan -reflexionó el árbol.

El jardinero, confundido, volteó hacia el área denominada ambición e interés, donde varios árboles jóvenes escuchaban burlones y observaban al anciano con desprecio, grosería y odio.

Los árboles jóvenes ordenaron:

-¡Derríbalo!

-¡No lo queremos con nosotros!

-Es un viejo inservible que se dedica a robarnos el agua, los minerales y el oxígeno que necesitamos. Ya vivió demasiado. Sus consejos y sus mensajes nos molestan. Quedó rebasado por la modernidad. No se ha dado cuenta de que el mundo es diferente a su concepción. Se encuentra en un lugar y en un tiempo que no le corresponden. Hace tiempo debió renunciar a permanecer en nuestro jardín. Está desfasado.

Asustado, el jardinero palideció. Se sintió acosado y con temor. Volteó hacia el área conocida con el término maldad y veneno. Allí coexistían flores con espinas y plantas venenosas, criaturas aterradoras de las que supuraban formaciones extrañas y líquidos enrarecidos y tóxicos. Expresaron su odio y molestia contra el árbol viejo:

-¡Tala ese árbol!

-¡Préndele fuego!

-¡Conviértelo en leña!

Y en las zonas denominadas amor, bien, conocimiento, honestidad, justicia, luz, respeto, salud y vida, donde cada vez había menos árboles, plantas y flores, se escuchaban tristes lamentos, voces que defendían al anciano condenado a morir, simplemente por su edad y por expresar sentimientos, ideas y reflexiones opuestos a los de las mayorías.

Suplicaban que fuera respetado y tratado dignamente en la etapa postrera de su existencia; sin embargo, el jardinero, abrumado, irracional y desquiciado, calculó que le resultaría más conveniente sumarse a las decisiones y exigencias de las multitudes. Daría muerte al árbol viejo.

El hombre sabía que si talaba el árbol viejo, ganaría la simpatía de los moradores del jardín y que, adicionalmente, disminuiría su esfuerzo al ya no existir hojarasca y varas en el suelo. Sonrió maliciosamente. Cumpliría su plan. Talaría el árbol viejo e innegablemente ganaría el aprecio y la simpatía de las criaturas más poderosas del jardín.

Armado de un hacha y de una sierra, el segador miró al árbol viejo. Escudriñó su aspecto, sintió su textura y contempló sus tonalidades. Sus ramas, cubiertas de hojas verdes, se balanceaban y crujían al recibir las caricias del viento, igual que brazos y manos que dirigen una orquesta sinfónica, tocan algún instrumento musical o escriben mensajes profundos.

Recordó, el hombre, que el árbol ya era corpulento cuando él, muchos años antes, fue contratado como aprendiz de jardinero. Entonces, coexistían en el jardín otras generaciones de árboles, plantas y flores, época en que toda la superficie se denominaba amor, bien y armonía. Los impíos, rápidamente eran identificados y aislados de los demás o castigados por sus fechorías.

Entre una generación y otras, tras plagas, epidemias, incendios, escasez, guerras, contaminación y sequías que alguien, y unos más, provocó con cierta intencionalidad, cambiaron radicalmente las creencias, los valores, los anhelos, los valores, el lenguaje, la ideología, los sentimientos, las costumbres y los pensamientos, hasta alcanzar niveles preocupantes de intolerancia, agresividad, falta de respeto, superficialidad, ambición desmedida, odio y amordazamiento de la esencia. La prueba de la coexistencia presentó una crisis desgarradora que amenazó sustituir, gradualmente, la naturaleza por flores de plástico y plantas artificiales.

Murieron las generaciones pasadas, se diluyó y se perdió la memoria del conocimiento y de la historia, se borraron los recuerdos y los códigos de vida, se eliminó la identidad, se impusieron esquemas y reglas y surgieron líderes y formas económicas y de gobierno antinaturales y perversas.

El único sobreviviente de aquellas generaciones extintas era el árbol viejo, depositario de la sabiduría milenaria de la naturaleza, motivo, por cierto, de la envidia y del odio que la élite del poder absoluto y las multitudes jóvenes y enajenadas que, totalmente enardecidas, pedían su sacrificio. La clase gobernante lo catalogaba un ser peligroso, el cual podría influir en las generaciones jóvenes para despertarlas de su letargo y concientizarlas de su esencia y su valor. Resultaba perentorio manipular a los habitantes del jardín para exigir la muerte del árbol viejo.

La élite del poder absoluto había trastornado los sentimientos, los ideales, los sueños, las aspiraciones, los pensamientos y los valores de los moradores del jardín. En cada generación habían aplicado dosis de destrucción. Les destruyeron la familia y los valores. No percibían ni recordaban su esencia porque, en cada etapa, habían colocado placas de estupidez y superficialidad.

Gritaba la masa en coro. Los moradores del jardín exigían derribar el árbol viejo con el argumento de que había vivido demasiado y que les robaba el agua, los nutrientes, el oxígeno y los minerales que necesitaban en un escenario que cada día registraba mayor número de carencias.

Inesperadamente, surgió el viento de algún sitio y arrastró la llovizna al antiguo jardín del bien y del mal, donde el árbol viejo balanceó sus ramas y habló; pero sus mensajes y sus súplicas no fueron escuchados, acaso porque a nadie interesaba oír a un anciano, quizá por la estridencia y la superficialidad de la época, tal vez por eso y más.

El hombre, trastornado por sus conflictos e intereses, pisoteó los escasos valores que poseía y decidió, en consecuencia, renunciar a su oficio de jardinero para convertirse en leñador, en un cruel depredador de la naturaleza y de la vida. Renunció a su sentido humano y de inmediato sintió un vacío doloroso.

La naturaleza lloraba amargamente, mientras el ruido de la sierra se mezclaba con los truenos que anunciaban una tormenta y presagiaban, sin duda, un ciclo de desamor y maldad. Las ramas caían sobre la hojarasca y la tierra, al mismo tiempo que los árboles jóvenes, las plantas y las flores, masificados, gritaban con júbilo y exigían el aniquilamiento del pobre anciano.

Gradualmente, el árbol viejo fue desarticulado por el leñador ambicioso, desleal y enardecido que pretendía ganar la confianza y la simpatía de los habitantes del antiguo jardín de la vida y la muerte. Solamente dejó las raíces enterradas, con la certeza de que no florecerían. El jardín se convirtió, ipso facto, en ruedo sangriento, en coliseo de gritos e injusticias, en basurero donde abundaba la escoria y se respiraban odio, ignorancia, maldad, desamor, violencia, casos y discordia.

Conforme el leñador destrozaba el árbol viejo, sentía que lo intoxicaba una tristeza profunda, un dolor que nunca antes había experimentado. Era como desnudar a un ser y exhibirlo ante una multitud bestial. Su mirada se nubló por las lágrimas, su voz se agitó y su respiración se aceleró. Como ser humano, ya estaba roto.

Al observar, finalmente, el árbol mutilado, las hojas y las ramas dispersas aquí y allá, el hombre, quien se había portado con tanta crueldad, sintió agotamiento y desolación. Pronto notó que los árboles jóvenes, las plantas engreídas y las flores petulantes lo habían utilizado para destruir al anciano. Aquellas criaturas feroces y sanguinarias, callaron y voltearon a otros sitios opuestos al del segador, quien descubrió, atónito, que las escasas criaturas buenas e inteligentes también estaban muertas. Las plantas venenosas aniquilaron a los habitantes de la zona del bien. Aprovecharon un acontecimiento que distrajo a todos los moradores del jardín para asesinar a sus enemigos.

No había seres buenos y reflexivos en el jardín del bien y del mal. El escenario era de guerra y muerte. Ya destruidos el bien, la verdad, el talento, la justicia, la unidad familiar, la creatividad, los sueños, la lealtad y la nobleza, los dueños del poder absoluto ejercieron el abuso y la represión con el objetivo de someter y controlar a las turbas. Todo resultó un engaño, un fraude, una trampa.

El criminal, aterrado, abandonó sus herramientas entre el tronco y las ramas del árbol viejo y corrió con la intención de huir de la zona de conflicto y peste; pero antes de saltar la cerca, algunas de las plantas venenosas le encajaron varias espinas en la pierna derecha, en el brazo izquierdo y en la espalda.

Mareado e intoxicado por el veneno que corría por sus venas, el leñador volteó al antiguo jardín del bien y del mal, donde el espectáculo resultaba grotesco. Vio a los árboles jóvenes, a las plantas y a las flores inmersos en un aturdimiento masivo, despiadados y enajenados, destruyéndose entre sí y sin percatarse de que, idiotizados, exterminarían a la mayoría y únicamente sobrevivirían las criaturas más fuertes y de menor edad, las cuales, finalmente, ya vacías y ausentes de sí, serían controladas, sometidas y explotadas sin compasión.

Desgarrado y fuera de sí, el jardinero llegó hasta la ciudad, donde la gente, automatizada, coexistía en un ambiente de asfalto, plástico, concreto y petróleo. Todos -hombres y mujeres- eran jóvenes que parecían carecer de amabilidad, sentimientos nobles, sonrisas, creatividad, sueños, familia, amigos, originalidad, iniciativa propia e inteligencia. Actuaban igual, como si fueran productos en serie y alguien, y otros más, programara y controlara sus acciones y sus vidas.

Intoxicado por el veneno, agotado y sediento, notó que era el único ser humano viejo, rasgo que, inevitablemente, lo delataría y le provocaría una muerte cruel. La gente se movía como autómata. En sus rostros no se distinguían marcas de alegrías y sentimientos. Eran personas transformadas en maniquíes. Alguien, y otros más, las movía, igual que el titiritero manipula a sus personajes en una carpa para ridiculizarlas, robarles el encanto de la vida y explotarlas.

No había agua, ni tampoco árboles ni plantas, y menos flores. Todo era tan árido. La temperatura era elevada. Vivir, le pareció, resultaba un martirio, una pesadilla, una condena. La gente estaba programada para vivir cierto lapso; más tarde, antes de su envejecimiento, era desconectada desde algún centro donde se controlaba la existencia humana. Era el juego de la vida y la muerte. Los dueños del poder económico, militar y político, y otros más, decidían el momento del final en la existencia de cada persona. Eran dioses enamorados de sí mismos y de lo que obtenían a través del ejercicio mezquino del poder.

Desde hacía décadas, la élite había preparado las condiciones y los escenarios propicios para desgarrar a la humanidad, idiotizarla y vaciar sus sentimientos, sus ideales, sus convicciones, sus pensamientos, sus creencias y sus anhelos. Todo fue eslabón de una cadena que conducía a mazmorras y tormentos indecibles.

El jardinero comprendió que se trataba de generaciones jóvenes, ausentes de sí y de familias, creencias y sentimientos. Era gente vacía e incapaz de pensar y de tener iniciativa, creatividad, ingenio y originalidad, acostumbrada a coexistir igual que máquinas.

Intentó pasar desapercibido en el interior de una alcantarilla bastante antigua que descubrió, donde sorpresivamente coincidió con un hombre tan viejo como él. Era un ermitaño, rodeado de libros en el antiguo sistema de drenajes, quien aún conservaba la sabiduría de antaño, tan perseguida y castigada por la fuerza secreta de aquella élite que gobernaba a nivel global. El lector de libros trataba de evitar que las cámaras y los sensores, instalados en las calles y en los espacios públicos, lo captaran.

El jardinero, cada vez más debilitado, sintió alivio al saber que en aquel mundo hostil y raro existía un hombre tan viejo como él; sin embargo, el sabio le pidió que se marchara porque las condiciones, en la ciudad, eran de hostilidad y sobrevivencia. La recomendó trasladarse a una comarca desértica, donde había cuevas habitadas por viejos, enfermos y prófugos; no obstante, tendría que caminar durante las noches y evitar el encuentro con los equipos de patrullaje y las cámaras y los sensores.

Insistió el jardinero en permanecer con el anacoreta, quien sonrió irónicamente y expresó:

-¿Es digno de confianza quien atenta contra la vida?

Al jardinero se le inyectaron los ojos de sangre. Cuestionó al sabio:

-¿Yo? ¿En qué momento he atentado contra la vida? ¡Mi oficio es la jardinería! ¡Siempre me preocupé por cuidar las especies del jardín!

El filósofo experimentó asombro al escuchar al jardinero, quien sufría amnesia o fingía ser hombre bueno.

-Analiza el reflejo de tu mirada, tus manos que empuñaron el hacha y la sierra para acabar con un árbol que colaboraba en el milagro de la vida, tu ropa y sus zapatos manchados e impregnados de savia. Hueles a martirio, a dolor, a muerte.

Encolerizado, el segador respondió:

-Ya era viejo y estorbaba. No servía.

-El árbol viejo te suplicó que respetaras su vida y te explicó su función natural. Lo destruiste.

El jardinero contestó retador:

-¿Qué hubieras hecho? ¿Perdonarle la vida y ganarte la enemistad de la mayoría de las especies del jardín? Contesta. Era un árbol inservible. Lo odiaban los árboles, las plantas y las flores jóvenes.

-Como a ti y a mí nos odian las multitudes jóvenes que actúan igual que autómatas. Por así convenir a tus intereses, renunciaste a tus valores, a tu esencia, y te convertiste en criminal, en verdugo de un árbol -el único que, en su especie, había en el mundo-, y acabaste, por añadidura, con el prodigio de la lluvia, el oxígeno puro y el viento. Atentaste contra la naturaleza y la vida.

Irascible, el jardinero amenazó:

-Te advierto, viejo lector de libros, que si rehúsas ayudarme y me niegas refugio, te delataré con la intención de que te aprehendan y te castiguen o te maten.

Tras escuchar las palabras amenazantes del intruso, el sabio habló:

-Mi vida no concluirá en la prisión ni con la muerte física. No baso el porvenir de mi existencia en abusos ni en maldad porque mi esencia es parte de un pulso infinito, de una fuente inmortal. No tengo miedo. Eres libre de denunciarme, si así lo deseas, motivado por tu cobardía y tus intereses mezquinos; pero inevitablemente te descubrirán y no te perdonarán… ¡Vete de aquí!

La voz del intelectual retumbó en los tímpanos del segador, quien, encolerizado, desprendió un tubo de hierro que colgaba en la pared, antaño parte de un sistema hidráulico, y golpeó, una y otra vez, la cabeza de su víctima, hasta asesinarlo. Cada golpe al lector de libros le recordaba los impactos del hacha contra el árbol viejo.

El sabio cayó al suelo, entre los libros que estudiaba cotidianamente. Varias obra resbalaron y quedaron sobe el hombre ensangrentado. Temeroso, el jardinero percibió la sutileza del perfume de la savia del árbol viejo y de la sangre del filósofo, mezcla de vida que escapaba irremediablemente y lo asfixiaba sin misericordia. El veneno de las plantas actuaba en sus órganos, en sus venas, en todo su organismo.

Experimentó angustia, dolor, tristeza y miedo al sospechar que moriría en una alcantarilla abandonada, vestigio de los desagües de generaciones ya extintas, al lado de su víctima ensangrentada, entre libros a los que nadie interesaban.

Inesperadamente, oyó un rumor similar al de la corriente atrapada en una tubería de grandes dimensiones. La intensidad del ruido crecía. Temeroso, descubrió que agua ennegrecida y hedionda, al parecer cautiva en una tubería antigua, se filtraba por la pared del recinto subterráneo.

El agua, al llegar a la instalación eléctrica que alguna vez colocó el intelectual, produjo chispas que pronto, para terror del jardinero, saltaron a los libros y provocaron un incendio. El talador intentó correr hasta la tapa metálica de la alcantarilla, por la que se filtraban la luz solar y el aire contaminado de la ciudad; no obstante, su pie izquierdo atoró entre el cuerpo inerte del filósofo, los libros desparramados y el tubo que utilizó para cometer el asesinato.

Resultó aterrador el espectáculo. El agua pútrida que se filtraba por las paredes de la bóveda y que parecía reventarlas por la presión tan fuerte, competía con el fuego que consumía los libros, quemaba el cadáver del sabio y se aproximaba al talador del árbol viejo.

Cuando, finalmente, el fuego empezó a quemar la piel del jardinero, el agua hedionda reventó las paredes cubiertas de salitre e inundó el recinto, hasta arrastrar todo por antiguos túneles. Libros, piedras, tubería, escombros, cadáver, utensilios, jardinero y cuanto había en aquel sitio, fue envuelto por la turbulencia.

Ahogándose en el agua ennegrecida y hedionda, por el veneno de las plantas que desgarraba sus órganos, por el miedo y por las cargas y las liviandades que le provocaban la tala del árbol viejo y el asesinato del sabio, fue arrastrado por un ducto enorme y oscuro.

De improviso, descubrió, a varios metros de distancia, la salida del túnel, por donde el agua podrida se vertía y dispersaba en la llanura. La luz solar iluminaba cierta área. Con suerte, pensó, llegaría hasta el final de la tubería y salvaría su vida. Solo debía evitar cualquier accidente.

No se percató de que metros antes de la salida, asomaban las raíces secas de un árbol viejo, quizá talado por algún leñador despiadado. El agua del drenaje lo arrojó contra las raíces, donde quedó preso. Su ropa desgarrada y sucia atoró con las raíces endurecidas que parecían manos o fauces, y allí permaneció colgado. La corriente putrefacta cesó y él, el jardinero colgado en el techo del cauce, entendió que moriría irremediablemente. Se supo enfermo y viejo.

Durante la caminata de las horas, creyó reconocer, en el aroma de las raíces, el linaje del árbol que destruyó; pero le embargaron, inevitablemente, una gran pesadez y somnolencia, un aturdimiento incesante, hasta que, atormentado, sintió hundirse en un sueño pesado del que no despertó más.

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Es una margarita, un tulipán, un pedazo de cielo

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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La sencillez es una margarita, un girasol, una orquídea, un tulipán, que florece con el encanto, los detalles y el regalo de sus colores, su textura y su perfume, como si trajera consigo un pedazo de cielo, un fragmento del paraíso, capaz de destronar el imperio de la arrogancia y de las superficialidades. Es el agua cristalina que da de beber a todos, al natural, sin alterar ni presumir colores ni sabores artificiales. La sencillez se expresa en las almas nobles y pertenece a seres grandiosos.

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Son flores, caminos, historias

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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La letras y las palabras, cuando uno las escribe con talento, sensibilidad e inspiración, son perfumes que envuelven el ambiente y cautivan al ser y deleitan los sentidos, como un oleaje suave que ondula el viento en un lago que refleja las frondas de los árboles, las nubes rizadas que flotan peregrinas y el azul profundo del cielo.

Al escribir, el artista se encuentra entre el infinito y la temporalidad, lo que equivale, indudablemente, a pasear por los jardines y las moradas de Dios, con todos sus encantos, y a andar por los caminos de un mundo con flores y abrojos, auroras y ocasos, donde el alma abraza y besa a la arcilla en un pacto inquebrantable que rompe barreras y fronteras.

Quien escribe sin máscaras ni disfraces, lejos de la arrogancia y de superficialidades, ausente del calzado que pisotea, preferentemente descalzo o con sandalias, deja huellas indelebles en el camino, en el sendero que lleva a rutas insospechadas. Cada párrafo es una idea, un mundo, una reflexión, una época, una o más vidas.

Uno, al enlazar una, otra y muchas letras más, compone historias, rumbos, ideas, motivos. Las palabras se fusionan, similares a las gotas que surgen de la intimidad del la tierra y se unen a tantas, hasta transformarse en corrientes diáfanas, en cascadas y en ríos de incomparable belleza que invitan a bañarse y a hundir los pies en la arena para sentir el pulso de la creación, los susurros y los silencios de la vida, el canto de la naturaleza.

Escribir es, parece, dispersar las semillas en los surcos, regarlas, permitir que sientan los abrazos, las caricias y los besos de la lluvia, del viento, una mañana soleada, una tarde nublada o una noche estrellada. Es un acto magistral y prodigioso, exclusivo de seres casi etéreos que exploran las rutas del alma y del infinito.

Los textos bien escritos -oh, el encanto y la magia del artista- son flores -orquídeas, buganvilias, margaritas, tulipanes, rosas, nardos, gladiolas, crisantemos, azucenas, dalias- que cautivan, enamoran y regalan detalles y fragancias; matorrales y tallos con espinas, plantas venenosas, como opción para aquellos que renuncian a las texturas; hongos, cortezas, helechos. Cada palabra lleva consigo un regalo, una sorpresa, un detalle, una razón, un sentido.

Al contemplar tanta belleza, en el arte de las letras, siento y pienso, definitivamente, que, al escribir, dejo pedazos de mí en las hojas de los cuadernos, en los equipos, aquí y allá, para constancia de mi entrada a paraísos etéreos e infinitos y mi paso por el mundo. Quiero que la gente que amo reciba mis letras como prueba de nuestra unión dentro de la inmortalidad; pero también quiero que otros, mis lectores, descubran en cada página un camino, un rumbo, un destino.

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¿Qué tal una flor?

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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¿Qué tal una flor? Una flor y otras más para que luzcas un vestido de orquídeas y te lleve a los jardines del paraíso. ¿Qué tal una flor? Una flor y otras más para que las rosas que te entregue esta mañana te arranquen sonrisas para mí y alumbren el encanto de tu rostro. ¿Qué tal una flor? Una flor e incontables margaritas para escribirte un poema, reproducir tu voz en las notas musicales y pintar tu belleza cautivante en el lienzo de la naturaleza. ¿Qué tal una flor? Una flor y ramos de hortensias, nardos y violetas para que, al agitarlas el viento, sientas mis caricias y bailemos y patinemos al ritmo de las notas del amor y de la vida. ¿Qué tal una flor? Una flor y otros claveles, dalias, crisantemos, lirios y narcisos para maquillar tu cara y percibir tu fragancia exquisita e irrepetible. ¿Qué tal una flor? Una flor en tu cabello, una diadema hemosa en tu cabeza y abundancia de girasoles para que siempre, en las auroras y en los ocasos, tu mirada y la mía se fundan en el resplandor de nuestras almas y nunca se separe una de otra. ¿Qué tal una flor? Una flor y tantas como sea posible con la idea de cultivarlas en un sendero que conecte al vergel infinito. ¿Qué tal una flor? Una flor para que la conserves siempre en tu memoria, entre las páginas de un libro o de un álbum de fotografías, con todos los suspiros que te provoque. ¿Qué tal una flor? Una flor con mi perfume con la intención de que nunca me olvides y siempre me sientas contigo. ¿Qué tal una flor? Una flor que traeré del paraíso y te entregaré como prueba de que el cielo eterno existe para nosotros y tiene algo de la fragancia de Dios. ¿Qué tal una flor?

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La fórmula

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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He caminado entre la vida y la muerte. Mi andar en las calzadas desoladas y envueltas en niebla, entre árboles corpulentos que proyectan sombras, sepulcros gélidos y yertos, epitafios que ya nadie lee y esculturas de mirada angustiada y triste, donde escabulle el viento fugaz con sus rumores y sus silencios, me ha enseñado, a través de las estaciones, a reflexionar sobre el paso temporal por este mundo.

Mucho tiempo he dedicado a meditar. Como estudioso e investigador de orígenes antiguos, he visitado tumbas abandonadas, criptas ennegrecidas que cubren nombres y apellidos y que, quizá, emulan a la desmemoria que todo lo arrebata a los recuerdos para dispersarlo como lo hace el viento con las hojas secas una tarde otoñal.

También, con profundo embeleso, he admirado las auroras y los ocasos, el nacimiento de cada día y su extinción dramática, horas más tarde. con sus cargas y sus liviandades, como si encerrara un mensaje secreto, un lenguaje oculto, para descifrarlo y, en consecuencia, no desaprovechar la vida humana y expermentarla en armonía, con equilibrio y plenamente.

He visto, con pesar, el duelo y las lágrimas de la gente en los cementerios. Colocan flores y rezan, a veces, creo, en susttución del amor, el bien y los detalles que, por alguna razón, no demostraron a sus familiares ya difuntos. Y las personas, en mayúsculas y en minúsculas, en femenino y en masculino, sienten dolor, soledad, arrepentimiento y tristeza ante tan fuerte ausencia. Se les fue el tiempo. Llegó la noche cuando pensaban que la mañana serpia duradera. Sospechan, desconsolados, que jamás volverán a reencontrarse con sus seres queridos, y lloran y sufren con mayor intensidad.

Unos creen, otros suponen y algunos más piensan o imaginan que, sin duda, al morir, se reunirán con la gente que quisieron y formó parte de sus historias y de sus vidas; sin embargo, la mayoría, en lo más íntimo, desconoce la realidad y se tambalea, hasta que el olvido se empeña en arrancarle al recuerdo las flores, las hojas y los perfumes. La textura se impone a la esencia, acaso por ser de este mundo, y, de esa manera, la vida humana sigue con desequilibrio, entre risas y llanto, apresuraciones y pausas, en su interminable y, en ocasiones, incomprensible dualidad.

Esta tarde, mientras contemplo el follaje, el tronco y las ramas de un viejo árbol, he pensado que si amo desde el alma, si hago el bien desinteresadamente, si dejo huellas para que otros las sigan, si doy ejemplo de actos buenos, si actúo con honestidad y valores, indudablemente, un día, al morir terrenalmente, mi alma recorrerá, antes de llegar a la morada inmortal, el interior de cada persona, y allí iniciará mi entrada al paraíso.

Mi hogar, mi paraíso, será, en un primer paso, al morir terrenalmente, en cada hombre y mujer que me recuerden con amor. Allí estaré, en ellos, y así, no lo dudo, comenzaré mi travesía hacia la inmortalidad. Pienso que si todos decidiéramos practicar esta fórmula, aseguraríamos el ingreso a un pedazo de cielo, a un trozo de infinito, y no habría, entonces, motivos para dudar y sufrir.

La clave se basa, parece, en amar y en hacer el bien a los demás para quedar en el recuerdo, en la memoria y en los sentimientos de la gente. Así, al volver a ser hermanos, perduraremos. Parte de nuestro remanso, al dejar el mundo, serán las almas con las que compartimos la aventura de la vida temporal. Hermoso sendero hacia la vida infinita. Tal es la fórmula.

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Tardes

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Estas tardes de mi vida transcurren como un regalo, un obsequio que llega de repente y se queda a mi lado para hacer amenas mis soledades. Tardes silenciosas, quizá, por sus minutos cargados de remembranzas, que transitan del cielo azul, con horizontes amarillos, naranjas y rojizos, al celaje melancólico y plomado que antecede las noches de luceros que alumbran mi camino o de tormenta que me empapa con el propósito de que nunca olvide que en realidad he vivido. Tardes de susurros, tal vez, porque el viento suele entregar mensajes, la lluvia tiene su lenguaje y la nieve habla durante ciertas temporadas, cuando uno es joven o ya es viejo. Tardes livianas y pesadas, despues de mañanas frescas e intensas y de mediodías brillantes. Tardes que no son día ni noche. Tardes para el balance y la reflexión, antes de que caiga el telón de la noche. Tardes que, acaso, prometen retornar al siguiente día, unas veces soleadas y otras, en cambio, oscuras y friolentas, con ráfagas de aire y tempestades. Tardes de mi existencia, irrepetibles, necesarias para inspirarme y escribir, caminar por las calzadas arboladas que me encantan, convivir con quienes tanto amo, pasear, deleitarme con cada minuto que pasa y agradecer por mi historia, por la gente que siento en mi alma y por la esperanza de un infinito maravilloso. Estas tardes de mi existencia insisten en quedarse, en llegar con anticipación, previas al mediodía, y retirarse al transcurrir casi toda la noche, cerca de la madrugada,, demasiado trasnochadas, probablemente con la idea de enseñarme a vivir, seguramente con el objetivo de que haga de cada instante un prodigio. Estas tardes me enseñan el milagro de la vida. Son mis tardes.

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Amaneceres lluviosos y nublados

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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En la infancia, me encantaban los amaneceres lluviosos y nublados. Me parecían encantadores y mágicos, y más si la llovizna se prolongaba durante horas. El inmenso y primoroso jardín de la casa solariega, despedía fragancias exquisitan que embelesaban. Olía a árboles, flores, helechos, plantas y frutos empapados, a piedras y a tierra mojadas, a vida palpitante en cada expresión natural. La esencia y las formas de la creación fluían en el ambiente. Me parecía maravilloso aquel espectáculo. Era, pensaba, un milagro de la vida. Me causaba asombro mirar las gotas cristalinas que deslizaban en cada hoja del follaje y en los cristales de las ventanas. Las nubes, espesas y grises, flotaban tan bajo, que imaginaba que podía tocarlas e introducirme en sus capas misteriosas y prodigiosas. Creía, en aquella niñez azul y dorada, que el cielo descendía al mundo para sentirlo, descubrir sus tesoros infinitos y soñar y vivir en una felicidad eterna al lado de la gente que tanto amaba. Imaginaba tantas historias como gotas de lluvia se precipitaban. Ahora que lo recuerdo, este día nebuloso y de llovizna, confieso que me sentía inmensamente agradecido y cautivado, al grado, incluso, de que me gustaba y disfrutaba más contemplar el ambiente, que permanecer cautivo en el aula de clases. Me preguntaba, desde mi razonamiento infantil, por qué, si Dios me regalaba pedazos de cielo y de paraíso, debía soportar los castigos, desprecios, enojos y gritos de la profesora -una maestra agresiva que no dominaba sus impulsos negativos- y el acoso de mis compañeros, en un colegio de esos que hoy se exhiben en las películas de misterio, suspenso y terror. Me sabía, entonces, entre el cielo y el infierno. Aprendí, en consecuencia, que, en todo detalle y manifestación natural, podría reencontrarme conmigo, con el principio de la creación, sin olvidar que el mundo es transitorio y que uno, durante su paso, debe aprender, evolucionar y aportar lo mejor de sí para bien de la vida.

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Las letras, en el arte

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Las letras, en el arte, son el bosque del que se desprenden hojas con mensajes inscritos desde algún rincón del paraíso. Las palabras que surgen de la inspiración, las traen los murmullos y los silencios de la creación. Las expresiones literarias, en las páginas de los libros, son, simplemente, la voz de Dios que relata guiones que aún no convierte en historias de personajes reales, notas y recados que encomienda a los artistas, a los escritores, cuando se ocupa en otros quehaceres. El arte de las letras, parece tener mucho de gotas de lluvia, envueltas en nubes grisáceas o en los colores de los arcoíris; pero también es el mar que se funde en el horizonte y besa el último crepúsculo para reflejar sus tonalidades amarillas, naranjas, rojizas y violetas. En el arte, las letras y las palabras que se escriben son, definitivamente, el tablero con los códigos del infinito, el bien y la sabiduría sin final, la vida que pulsa en cada expresión. Las páginas literarias enseñan, llevan a espacios recónditos, muestran la creación e invitan a experimentar incontables vidas en una sola existencia. La tarea de escribir es el destino y el privilegio del artista, quien permanece atento a las voces y a los sigilos del alma y del universo. El arte de escribir es para aquellos que saben comunicarse con la vida, consigo, con la creación palpitante, con la esencia inmortal.

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Mi otra lectura

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Tras la lluvia, salgo, feliz y agradecido, al bosque, a la montaña, al parque con sus calzadas, a los rincones y a las calles, con la intención de admirar el cielo nublado, las frondas de los árboles y los troncos humedecidos, la corriente ondulada del río, las rocas, los helechos y la tierra ennegrecida, para así dar lectura a la naturaleza, a la vida que palpita en mí y en cada expresión. Estoy acostumbrado a escribir y a leer documentos y libros, y soy, por lo mismo, artista de las letras con aroma a papel y a tinta; pero me encanta andar descalzo y hundir los pies en el fondo arenoso de los riachuelos, en el barro, hasta sentir el pulso de la creación que, milagrosamente, se conecta a mi ser. Interpreto los mensajes de la vida en cada forma, en todas las expresiones que me rodean, y percibo la esencia de todo El mar jade y esmeralda, forma pliegues que van y vienen, mientras el sol, al amanecer y al atardecer, antes de la noche, lo prende, junto con el cielo, de tonalidades amarillas, naranjas, rojizas y violetas, hasta que aparecen las estrellas y la luna que alumbran a los enamorados, inspiran a los poetas y guían a los navegantes. Mucha gente cree que dedico cada instante de mi existencia a mi arte de las letras y que, paralelamente, estoy atrapado entre las páginas de los libros, pasión que me emociona y es mi encomienda; sin embargo, la mayoría desconoce que tengo otras aficiones y lecturas y que aprendo mucho de la creación, de la naturaleza, de la vida, de cada rostro y sonrisa, de las miradas y de los detalles, de las conductas y de los motivos. Leo rostros adustos, felices, enojados, tristes e ilusionados. Descifro mensajes en las manos que arrebatan o que dan, en las que construyen y en las que todo lo destruyen. En cada signo descubro un camino, una razón, un sentido. En el campo, en los espacios públicos, en cualquier parte del mundo, escudriño los mensajes abiertos y ocultos, obtengo una enseñanza y, en tal medida, me acerco al conocimiento. Aprendo de los murmullos y de los silencios, de las caídas y de los ascensos, de la esencia y de la arcilla. En todo hay un sentido, un aprendizaje, una lección. La infancia y la vejez enseñan tanto, cono la aurora y el ocaso. Al regresar de mis jornadas, me descubro con una canasta pletórica de experiencia. Y así es como aprendo, construyo los días y los años de mi existencia y preparo la senda a rutas y destinos infinitos. La vida es maravillosa y es preciso experimentarla cada instante. Yo lo hago e intento, desde lo más profundo de mi ser, disfrutarla en armonía, con equilibrio y plenamente, hasta que, con la flor perfumada y tersa, con el lucero que alumbra desde otras fronteras, con el bien y la sonrisa, descubro la mirada de Dios y siento las caricias y el amor de la creación. Las cosas de la vida son, en verdad, mi otra lectura.

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Te fuiste

SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA

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Te fuiste, infancia mía. Te vi partir, cuando más feliz me sentía en tu regazo, en medio de juegos y de risas, como un amor que, inesperadamente, se marcha y no vuelve más. Te fuiste, aunque seas tan mía. Me quedé, simplemente, con los juguetes, los sueños y las diversiones. Son constancia y pedazos de tu inolvidable presencia. Contigo caí y me levanté. Aprendí dentro de mi inocencia. Estás en mis recuerdos y en mis suspiros. Te fuiste, adolescencia querida, precisamente a la hora en que creía que eras una extensión de mi niñez azul y dorada; pero yo crecía y no me daba cuenta de que cada instante significaba la cercanía a una despedida. Fuiste el puente entre mi niñez y mi juventud. Te extraño tanto. Te fuiste, juventud añorada, tesoro mío, cuando pensaba que el mundo podía conquistarse y me entregaba a lo bello y lo sublime de la vida. Estuviste conmigo, contenta y fielmente, como una enamorada que ama con intensidad. A tu lado aprendí y viví tanto, que pensé que siempre me acompañarías. Me dejaste de un día a otro, entre un suspiro y algunos más, cuando me sentía tan seguro de ti. Te extraño. Estás en mis remembranzas con todo lo que significaste. Gracias por tanto que me dieron, tesoros míos. Se fueron, niñez, adolescencia y juventud tan amadas. Ahora las recuerdo con gratitud y nostalgia, como quien mira al cielo, una mañana soleada, una tarde nebulosa o una noche estrellada, y descubre que alguna vez estuvo en el paraíso. Gracias, en verdad.

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