Santiago Galicia Rojon Serrallonga
A ti, con quien he aprendido que el amor es uno de los detalles más hermosos de la creación
Al recoger una de las hojas doradas y quebradizas que el aliento del aire otoñal arrancó de las ramas de los árboles, en el bosque, sonreí, evoqué tu imagen de niña juguetona y traviesa, recordé tus ojos de perla y escribí tu nombre unido al mío, con la expresión que se desborda de mi corazón: “te amo”. Pensé, entonces, que en ese instante te hubiera encantado que tomáramos nuestras manos para girar alegres y finalmente caer en la alfombra de hojarasca, desde donde miraríamos la profundidad del cielo azul y las formas caprichosas de las nubes rizadas e incendiadas por el sol.
Noté que una flor presuntuosa y de fugaz existencia me observaba atenta y mordaz, quien preguntó el motivo por el que te expresaba mi amor en una hoja amarillenta y seca, y no con una alhaja.
Guiado por la delicadeza de su voz y su fragancia exquisita, la miré en silencio, reflexivo, hasta que preguntó de nuevo la causa por la que te invitaba, cada noche, a contemplar la galería sidérea y contar las estrellas, en vez de entregarte un collar de diamantes.
Ensimismado en mis cavilaciones, la soslayé y pensé que sus pétalos de intensa policromía avanzaban hacia el ocaso, cuando ella, envuelta en los destellos y suspiros de su belleza efímera, insistió en preguntar la razón por la que si mi amor por ti es tan grande, te obsequiaba detalles, cosas pequeñas y de apariencia insignificante, si yo podría, si quisiera, ofrendarte el brillo de un anillo o una joya de piedras preciosas.
La rosa, ufana, se atrevió a interrogar si te valoraba tan poco que me atrevía a regalarte una canasta con flores minúsculas, una hoja dorada con nuestros nombres, una servilleta con las expresiones “me cautivas” y “te amo”, algunas horas de alegría e ilusión a la orilla del mar o una excursión a la montaña, y no un vestido de princesa o zapatos de oro y plata.
Ignoré la estulticia de sus palabras, pero insistió en saber por qué cada día compartimos sonrisas, juegos, miradas, ilusiones, textos, vivencias, abrazos, palabras, besos, hojas doradas con nuestros nombres, sueños y momentos de silencio interior, cuando el mundo ofrece regalos ostentosos.
Noté tanta miseria en la flor arrogante, que decidí responderle, aclarar sus inquietudes, no sin antes decirle que la belleza exterior solamente es una apariencia temporal, una ilusión que se manifiesta entre un suspiro y otro para más tarde, en el momento menos esperado, huir y no regresar jamás. Recalqué que la estancia en el mundo es breve y que las horas pasajeras transcurren tan aceleradas e indiferentes a la felicidad o desdicha de cada ser, que hay que amar plenamente, experimentar los días con intensidad, crecer, evolucionar, derramar el bien, practicar las virtudes y marcar un sendero indeleble como huella para otros y constancia del paso alegre y maravilloso. Lamenté que con la brevedad de sus horas, fuera tan fatua. Inevitablemente, el tiempo la marchitaría; la muerte, en tanto, apagaría su aparente belleza y la consumiría. El tiempo y la muerte terrena comparten algo en común: no se enamoran porque entonces debilitarían sus corazas y quebrantarían su juramento.
Advertí su estremecimiento cuando expliqué que en lo sencillo muchas veces se encuentran lo bello y la grandeza, de manera que vale más diseñar un collar de estrellas, quizá durante una noche de quietud y romanticismo, que entregar uno de perlas que tal vez cueste tanto que se encuentre muy distante de la felicidad.
Trémula, la rosa comprendió que el amor se materializa no con el brillo y la superficialidad de las joyas y los regalos de lujo, sino con los pequeños detalles que forman la grandeza, con los actos de apariencia insignificante que se transforman en demostración de los más dulces sentimientos. Resulta falso regalar riquezas materiales, cuando alguien no es capaz de apoyar a la persona amada durante las etapas de prueba y tribulaciones. Hay quienes regalan mansiones, anillos y viajes costosos, y se ausentan cuando se trata de probar y entregar el verdadero amor a través de actos humanos.
Entendió que el amor no se compra ni ata, y que si dos almas se unen para volar juntas hasta la eternidad, no se condenan a la dependencia ni a la pérdida de identidad, porque se ayudan a crecer, a evolucionar, con la finalidad de caminar por un puente de cristal para llegar al cielo.
Aprendió que un amor como el tuyo y el mío, basa sus riquezas en los detalles, los actos, las pruebas de la vida, la fe, el consentimiento, las atenciones, los cuidados, la convivencia, la alegría y los sentimientos, no en el brillo seductor de las superficialidades ni en los bienes temporales.
Miró a su alrededor, donde las otras flores se mofaban de su asombro y decidió irse conmigo, dormir en la canasta de los encantos, porque prefirió trascender y convertirse en parte de un detalle hermoso que jamás se olvida, que en una presunción destinada a la finitud y al olvido. Sus pétalos tersos y perfumados acompañaron a la hoja dorada con nuestros nombres inscritos, acaso con la dicha de un día permanecer ambos entre las páginas de un libro muy querido como prueba de un amor especial y mágico.
Optó la flor por abandonar la petulancia que la cegaba y transformarse, igual que la hoja seca, en un detalle inolvidable, en parte de un día alegre, hermoso e irrepetible como los que tú y yo compartimos cada instante con la ilusión de que nuestro amor sea poema universal, música subyugante, puerta al cielo.