SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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In memoriam
Era parte de la familia. La amábamos y consentíamos tanto que, ahora, al proyectarse su dolorosa y triste ausencia en cada rincón de la casa, en el jardín, en los sitios que le encantaban y en los que asoleaba diariamente, sentimos un vacío profundo, un hueco que lastima, una falta que no se sustituye, porque ella, Princesa, era irrepetible, bella, sensible, amorosa e inolvidable.
Princesa fue, desde que nació hasta el día postrero de su existencia, una doncella elegante y distinguida, siempre cercana a nosotros, a mi familia y a mí, con muestras de cariño y lealtad, digna, respetuosa, imperial. Vivió 14 años con nosotros, casi década y media de nuestras existencias, tiempo suficiente para protagonizar y compartir una historia, con sus claroscuros. Nos lleva en su memoria y siempre estará en la nuestra. Tenía nombre y apellidos -los nuestros-, y se sabía de casa. En su infancia, en la otra orilla de su vida, conoció a mi madre, que era como ella, un ser cargado de luz.
Realmente, Princesa, la grandiosa e inolvidable Princesa, vivía en casa de una de mis hermanas, al lado de mi sobrino -vecinos míos-, y siempre acompañó a la familia, incluso en los destierros y en las mudanzas, en las alegrías y en las tristezas, en los movimientos y en las pausas, en las alegrías y en las tristezas, en las risas y en el llanto, en las compañías y en las soledades.
Supo, y entristeció mucho, cuando mi madre pasó por la transición aquella mañana del 7 septiembre de 2010, y no se separó de la habitación, dos años más tarde, cuando el marido de mi hermana permaneció desahuciado en una de las habitaciones de la casa. Fue su fiel guardián.
Al nacer mi sobrina, hija de mi hermana menor, Princesa la acompañó durante varios días, como si la cuidara, hasta que ellas regresaron a su casa. Y así era, fiel, amorosa y protectora con toda la familia. Vivió intensamente, disfrutó cada instante de su existencia y trascendió cotidianamente, hasta, finalmente, unirse a la gran luz.
Hace aproximadamente un mes -oh, quién iba a saber que pronto transitaría a un plano superior-, enfermé por un descuido intestinal. Los dolores eran tan intensos, que creí que terminaría en el hospital. Estaba en casa de mi hermana, quien me atendía con esmero y amor, preocupada por lo que me sucedía.
Perceptiva y atenta a todos los acontecimientos familiares, Princesa supo e inmediato que me sentía demasiado mal. Renunció a su paseo nocturno con la intención de permanecer a mi lado, hasta que, en determinado momento, saltó a mis piernas, en el sillón de la sala, con la idea de recargarse en mi abdomen, como para transmitirme su energía sanadora.
Oh, creo que no he dicho que Princesa era un felino, una gata que fue intensamente feliz. Diariamente, cuando salía de mi casa, la encontraba en el jardín. Esperaba el instante adecuado para saludarme. Aquel acto de nobleza y amor, significaba mucho para mí. Tocaba a la puerta de la casa de mi hermana, que es mi vecina, y Princesa entraba plena y soberana, con la grandeza y la sencillez de su linaje. A mi regreso de mis actividades cotidianas, ya me esperaba. Surgía del follaje de un árbol o salía de algún jardín vecino, e incluso debajo de los automóviles, donde se reunía con otros felinos, simplemente para saludarme y expresarme su más puro amor.
Ya no está con nosotros. Así es como uno, con el tiempo, va quedando solo, con vivencias y recuerdos, con sueños y anhelos. Era compañera fiel e inseparable, y lo mismo me amó cuando vestí formalmente que informal, porque buscaba no las apariencias ni lo que pudiera uno darle, sino la esencia, el amor real, la transmisión de sentimientos. Y eso la hacía especial e irrepetible. La extrañamos. Duele su ausencia. Estoy seguro de que a ella no le hubiera gustado vernos sufrir. Lo entendemos, pero lastima que ya no esté con nosotros. Cumplió su ciclo.
Princesa era tan noble de sentimientos, pura, sensible y cargada de amor y energía, que hubiera expuesto su vida por nosotros, por cualquier miembro de la familia y por mí. Me atreveré a confesar y declarar que, en mi caso, me regalaba más momentos de amor, compañía, detalles y atención, que tantas personas, cercanas y lejanas, que fingen cariño. Hay personas excelentes y muy buenas, pero también aquellas que transitan por la vida con máscaras y vestuario que no es de su talla. El amor y los sentimientos de Princesa fueron auténticos. Se presentó, ante la vida y con nosotros, de frente, como era.
Con Princesa, aprendí a entender el reino animal y a amarlo más. Hay seres que, por sus sentimientos, por sus reacciones y por sus actos, demuestran el material del que están hechos, como nuestra amada Princesa, con textura de felino y esencia resplandeciente. Princesa, que siempre estuvo cerca e la luz por su valor interno y por lo que significó para nosotros, que fuimos testigos de su naturaleza y de sus motivos, ahora es más sublime.
Estos días, tras su muerte, me he enterado, por conversaciones con los vecinos más próximos, que visitaba diferentes hogares, donde los moradores le ofrecían agua y alimento. Era libre y plena. Le encantaba su casa y la disfrutaba mucho; pero también su soledad y su compañía, en la calle y en los hogares, con los niños y con otros gatos.
Fue una vecina que ama a los animales y da todo por protegerlos y salvarlos -Rosi-, quien hace media semana, al salir de su casa, alrededor de las ocho de la mañana, descubrió que un perro blanco atacó sorpresivamente a Princesa, cuando disfrutaba el sol y el viento en la calle, hasta dejarla mortalmente herida, independientemente de que algo más le sucedió previamente, de acuerdo con el veterinario que la atendió con profesionalismo.
Todavía una noche antes de su transición, al retirarme de la casa de mi hermana -la última que vi a Princesa físicamente-, la hermosa gata asomó con la finalidad de despedirme y cerciorarse de que iba a mi morada. Fue una despedida temporal, lo sé muy bien. Sentí su amor profundo y real. ¿Puede existir amor más grande, puro y sublime? Eso es, simplemente, estar cerca de Dios, en esencia y ganarse el cielo, y no importa si se es humano, helecho, flor, hoja, abeja o gato.
Los seres humanos somos ciegos y torpes, mutilados y soberbios, al grado de sentirnos eje de la vida, del universo, de la creación. Incluso, pensamos que nuestro nivel es superior al de las plantas y los animales. Tan pesada y, a la vez, ligera y superflua es la carga que llevamos, que, arrogantes, no recordamos nuestro origen y creemos que somos ricos con las piedras brillantes que arrebatamos o encontramos en el camino.
No volví a ver más a Princesa. Pasó por la transición la madrugada del viernes 18 de marzo de 2022. Sedada, luchó dignamente en la clínica veterinaria; pero su estado de salud y su edad no la favorecieron. Y cumplió su ciclo. Llegó y se marchó digna, cautivante, valerosa, imperial y sencilla, como quien ha cumplido su encomienda.
Durante 14 años, tuvimos a nuestro lado un ser maravilloso, con textura de gato y esencia de luz, como bendición y regalo, prueba que demuestra que los seres angelicales son reales. Fue un honor y un privilegio tenerla entre nosotros. En verdad, lo confieso, Princesa me enseñó mucho.
Esa tarde, cuando el veterinario entregó el cuerpo yerto, mis hermanas envolvieron a Pincesa en una sábana y salieron de casa, la mayor con su hijo y la menor con su hija, y caminaron por la calle que tanto disfrutó durante sus últimos años de vida. Se trasladaron al cerro que colinda con los fraccionamientos y buscaron un paraje abrupto, entre árboles y plantas, con la idea de sepultarla. Su cuerpo yace en el cerro, desde el que se admiran la naturaleza exuberante y la ciudad que se extiende, antigua y moderna, son sus silencios y rumores, quizá con los colores de la vida, probablemente con el vuelo de las aves, tal vez con el resplandor del amanecer y los luceros de la noche, acaso con los ecos de un mundo que solo es estación, puente a otras fronteras, al que venimos a soñar y a vivir. Mi hermana la recibió, hace 14 años, cuando apenas tenía un mes de edad, y la cargaba en una canasta pequeña, hasta que creció y la seguía como quien, juguetona e inocente, va detrás o al lado de su madre; pero en el ocaso de su existencia, la devolvió a la naturaleza, a la vida palpitante.
Hoy -y no me parece congruente hablar de temporalidad en el infinito-, una criatura sublime ha retornado, digna y magistral, al origen, a la morada, al hogar, y la sentimos en nuestras almas porque tuvimos el privilegio de contarla entre los seres humanos de nuestra familia. Y no, no he perdido la razón ni me siento confundido por la nostalgia; sencillamente, me consta que así es.
Gracias, Princesa. Te percibimos desde la profundidad de nuestras almas, donde, tú lo sabes, la temporalidad se diluye y aparece, bello y prodigioso, el infinito. Te sentimos con nosotros. Al retornar a la morada inmortal, al hogar, seremos, como tú, las gotas que forman el grandioso manantial etéreo.
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