SANTIAGO GALICIA ROJON SERRALLONGA
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Y alguna vez -no recuerdo si fue una mañana, una tarde o una noche de lluvia-, sentí el deseo y la necesidad de salir, correr a su lado, tomarnos las manos, formar un círculo y expresarnos, desde las profundidades y los rumores y los silencios de nuestras almas, el amor y el agradecimiento que nos tenemos, simplemente por la bendición de ser hermanos y compartir una historia terrena con el anhelo de conquistar la luz inmortal…
Los amo tanto. Somos hermanos. Desde los primeros años, los de la primavera, en el amanecer de nuestras existencias, fuimos compañeros de juegos y travesuras en un hogar maravilloso, con un padre y una madre amables, buenos, educados y amorosos. La familia, el hogar, la casa, eran nuestro pequeño mundo, un pedazo o un reflejo, quizá, de un paraíso encantador e infinito que siempre, por ventura, hemos llevado en lo más profundo del alma.
Convivimos intensamente. Fuimos gladiadores, aventureros, comerciantes, exploradores, padres, madres, hijos, hermanos, competidores, artistas, cocineros, profesores, magos, príncipes, mendigos, cantantes, atletas, músicos y todo lo que, en la imaginación y en los juegos infantiles, uno puede concebir, en un ambiente de armonía y de inocencia; aunque es innegable que, en ocasiones, surgía alguna diferencia,, cierta rivalidad, y enojábamos unos con otros, con el anhelo secreto, la esperanza y la ilusión de que pronto borraríamos, para dicha nuestra, las líneas desagradables del guión. Todo volvía a la normalidad. La gente que nos conocía, entonces, decía que éramos una familia amorosa y unida.
Compartimos una historia irrepetible, sigular e inolvidable, con todas sus luces y sombras, porque eso es la vida, en el mundo, una dualidad. Es innegable que fuimos bendecidos. Y así, la adolescencia fue una extensión de la niñez, con la suma de los rasgos de otra estación, hasta llegar a la juventud y a la edad madura..
Juntos, cada uno con su identidad y sus libertades, somos -los cinco- protagonistas de una historia que ahora, como siempre, nos identifica y enriquece, y, sin duda, lo sé, se proyectará hacia el porvenir, a otros días y planos, hasta que nuestra evolución nos lleve al infinito.
Amamos y recordamos, con amor, respeto, admiración, humildad y agradecimiento, al padre y a la madre que, en este plano, nos heredaron su ejemplo y sus principios. No podríamos traicionarlos. Honramos su memoria al seguir, a través de nuestros sentimientos, ideales, pensamientos, acciones y palabras, el legado que dejaron para nosotros. Y no hablo de dinero porque eso se queda atrás y un día se pierde todo, sino de sus valores, del tesoro etéreo que ya traían en ellos por ser más esencia que arcilla. Eso es lo que nos queda y lo que perdurará.
¿Dinero? ¿Riqueza material? ¿Lujos? No. Su herencia fue mayor. Somos inmensamente ricos por la historia que hemos compartido desde nuestros nacimientos hasta el minuto presente, por el padre y la madre que tuvimos, por los juegos y las travesuras, por la educación que recibimos, por la unidad familiar, por el hogar tan bello e inolvidable, por saber que el paso por el mundo solamente es la caminata temporal por una estación de las tantas que hay antes de cruzar el umbral de la inmortalidad.
Somos uno con diferentes rostros e identidades, pero en esencia no desconocemos que venimos de la misma fuente, de un origen grandioso, de la luz que engrandece e inmortaliza las almas. Y eso, lo admito y lo sé, es un tesoro invaluable que no se compra con riquezas materiales.
Somos hermanos. Reímos y lloramos, coexistimos entre las luces y las sombras, protagonizamos innumerables historias, estuvimos unidos en los instantes de dolor y tristeza y en los momentos de alegría y plenitud. Pertenecemos al mismo libreto, a la estirpe a la que nunca renunciaremos y que siempre llevaremos en nosotros. Deseamos multiplicar el encanto, el milagro, la bendición, el detalle sublime y la fortuna de ser hermanos y, por añadidura, llevar en la memoria los capítulos mutuos y al padre y a la madre insustituibles y magistrales que, alguna vez, aquí, en el mundo, estuvieron con nosotros, y que, indudablemente, permanecen en nuestras esencias.
Los amo tanto. No los cambiaría. Simplemente, lo confieso, somos hermanos, y eso, amigos míos, es una distinción de la luz, de la vida, una bendición que he de agradecer cada día hasta el instante postrero de mi existencia terrena, con la convicción de que, en esencia, estaremos vinculados en el pulso infinito del que formamos parte. Los amo tanto. Somos hermanos.
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