Santiago Galicia Rojon Serrallonga
La ciencia es ambivalente y, por lo mismo, sirve a causas grandiosas y positivas y a motivos oscuros y perversos. Es, como el tiempo y la vida, indiferente al uso que se haga de sus fórmulas; aunque su empleo y sus efectos, buenos o malos, no son ajenos a la humanidad ni al mundo.
El Coronavirus -ya se sabe, creado en laboratorios y cultivado estratégicamente en diversas regiones para su propagación global, propiciar la muerte de incontables personas y generar caos que abra espacios para imponer vacunas, esquemas de conducta y transformaciones que destruyan todos los esquemas humanos y sirvan a intereses egoístas de una élite poderosa-, en sus diferentes etapas, ha enseñado mucho, y parte de tal aprendizaje consiste, también, en comprobar, una vez más, la debilidad de los científicos al ensoberbecerse ante pedazos de conocimiento y volverse, en cierto porcentaje de su comunidad, mercenarios, títeres de quienes les pagan grandiosas cantidades de dinero.
Parece como si ellos, la mayoría de los científicos, se encontraran amenazados, ocultos, temerosos, indiferentes o en complicidad con quienes están operando la cirugía más grande y peligrosa a la humanidad. Las evidencias lo demuestran claramente, de manera que ante su ausencia y su silencio, aparecen otras voces, aquí y allá, y lo mismo les creen las multitudes -académicos y analfabetos, acaudalados y pobres, jóvenes y personas de edad madura- a las redes sociales que a alguien que platica en un transporte público, en un restaurante, o a un magnate que, sin ser científico, aunque quizá argumente que ha apoyado y permanecido cerca de ese sector, pronostica con mucha anticipación las calamidades que destrozarán a la humanidad y hasta aconseja, recomienda y predice el retorno a una supuesta normalidad. Lo peor del asunto, es que la gente le cree, nadie investiga la fuente de su información, y realmente sucede lo que advierte. Algo es anormal.
Hay quienes se han convertido en los mesías, casi salvadores del mundo, que cotidianamente aparecen en los medios de comunicación masivos, en las redes sociales. Son tan poderosos y manipulan a los gobernantes del mundo, a la prensa, a las instituciones públicas y privadas, a los líderes de mayor influencia, que aprovechan la apatía, enajenación e indiferencia de las mayorías, a quienes predican diariamente las introducciones y las conclusiones de sus juegos, la trama y el desenlace de los problemas que desgarran a las familias, a millones de hombres y mujeres, y paralizan sus alegrías, proyectos, estudio, trabajo, sueños e ilusiones.
Muchas veces me he preguntado cómo es posible que un número demasiado significativo de las más de siete mil ochocientas millones de personas que habitan el planeta, sean incapaces de reaccionar y permanezcan atrapadas voluntariamente en su pasividad e indiferencia ante los acontecimientos que realmente deberían interesarles.
La respuesta la obtengo, casi de inmediato, al andar en las calles, en los espacios públicos, en las plazas comerciales, en todas partes, donde percibo ambición desmedida, ausencia de valores, envidia, deshumanización, superficialidades y violencia. A la gente le resulta fácil ofender y agredir. No hay respeto ni tolerancia. Todo es desechable, vacío, consumible.
Cuando observo a la infancia, a los adolescentes, a la juventud, experimento tristeza y dolor porque alguien con mucho poder -una élite ambiciosa y pervertida-, y nosotros, los adultos irresponsables, les estamos arrebatando días, la oportunidad de vivir sus etapas de primavera, mancilladas con las sombras del dolor, la enfermedad, las carencias, el peligro y la muerte. ¿Qué hemos hecho?
Evidentemente, mi consuelo y esperanza consisten en que ellos, niños, adolescentes y jóvenes, reaccionen y en un futuro próximo -sí, cercano, porque el tiempo es pieza clave en el tablero de los buenos y los malos- sean protagonistas de cambios estructurales que se opongan a las pretensiones de un grupúsculo, a la corrupción de gobernantes, a la manipulación de gran cantidad de medios masivos de comunicación, al engaño de comunidades y líderes y a la deshumanización y estupidez de las sociedades.
Desde luego, los jóvenes que se atreverán a escribir sus propias historias y a imponer el orden que se requiere a nivel mundial, no serán aquellos que salen vomitando de las cantinas ni los ociosos que se reúnen en las esquinas, ni tampoco los que dedican los minutos de sus existencias a generar problemas. Serán grandiosos y promotores de cambios responsables quienes hoy sienten frustración e impotencia ante el robo que otras personas con mucho poder hacen de sus vidas y oportunidades, y que se preparan diariamente, a pesar de las condiciones adversas y de los desafíos locales, nacionales y mundiales.
Con el Coronavirus, aprendimos, igualmente, a distinguir, al menos, dos grupos humanos: la barbarie, la colectividad enajenada e interesada más en satisfacer sus apetitos e impulsos, intensamente reactiva y poco racional, y aquellos que desean preservar sus valores y coexistir en armonía y con equilibrio en un ambiente de progreso, tranquilidad y respeto.
Y los vemos diariamente, más allá de sus niveles académicos y económicos. No hace falta desperdiciar el espacio y el tiempo en explicaciones de hechos que uno comprueba diariamente. Cada uno, de acuerdo con sus sentimientos, costumbres, palabras, pensamientos y acciones, sabemos el nivel en que nos encontramos y, en consecuencia, a qué grupo humano pertenecemos.
Más allá de argumentos, el Coronavirus es real, y alguien, lo sabemos, está jugando con trampa. ¿Existirán marionetas capaces de romper los hilos del titiritero y saltar del escenario en busca de un mundo auténtico y pleno? El público que suele permanecer sentado cómodamente en sus butacas, a pesar de que el teatro y sus salidas de emergencia sean consumidas por las llamas, ¿tendrá capacidad de reaccionar con inteligencia y salvar sus vidas?
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